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Marzo 2011

LA REVOLUCIÓN CULTURAL:

La necesidad de una edificación del poder popular en la cultura



Diego Tagarelli


La revolución cultural es la causa de los pueblos en nuestros días. No hay revolución posible en el mundo de hoy sin una transformación profunda de la cultura. La revolución es inadmisible sin un motivo cultural insurgente de la vida social. La cultura es, como quizás nunca lo fue, el lugar simbólico privilegiado donde las luchas sociales depositan toda liberación sobre la humanidad. La revolución es y debe ser cultural.

¿Acaso significan estos argumentos una posición burguesa moralista, humanista o filosófica de la revolución? ¿Acaso representan estas afirmaciones una inversión de las causas sobre las cuales descansa el sistema de dominación capitalista? Definitivamente todo lo contrario. La revolución debe ser cultural porque la revolución es contrahegemónica.

El capitalismo no sólo interviene en la dominación de clase desde el terreno económico sino también por medio de sus aparatos culturales al servicio de la ideología dominante. La formidable capacidad del sistema capitalista mundial para intervenir en las sociedades desde el terreno cultural imprime a la lucha de clases mayores complejidades. La emancipación económica de las clases explotadas frente a la burguesía, la oligarquía y el imperialismo, se halla íntimamente ligada a una emancipación cultural de las clases populares que no se reduce a su rivalidad contra los patrones culturales impuestos desde afuera, desde un sistema de poder ajeno a las masas, sino que involucra una lucha íntima hacia las formas aceptadas e instaladas de sometimiento cultural.

La cultura hegemónica capitalista, traducida en prácticas ideológicas bajo las cuales los hombres se “representan” la realidad de manera ilusoria, conducen al objetivo soberano del capitalismo: reproducir las relaciones de explotación. Para asumir plenamente su misión histórica, las clases explotadas deben renunciar a toda ilusión ideológica. La clase obrera y las masas populares que la acompañan no pueden conquistar su libertad y autonomía más que a condición de liberarse de la ideología dominante, que le ha sido infundida como única representación de la realidad.

Las posiciones burguesas moralistas, humanistas y filosóficas de la revolución provienen de las posiciones aristocráticas del socialismo que niegan la importancia de la ideología y la cultura como elementos generadores de poder hegemónico. Pero además, suponer en el siglo XXI que el capitalismo puede superarse sin una necesaria revolución cultural significa permanecer adheridos a la moral burguesa del siglo XVIII, que coloca como categoría política-ideológica al “Hombre”, sometido a la acción racional (“Razón”) de sus prácticas concretas, e invalidando la subordinación de los sujetos a la división del trabajo social y a las forma culturales e ideológicas de opresión. Cada clase dominante les ofrece a las clases dominadas “su” explicación de la realidad, bajo formas de su ideología (que es dominante), que sirve sus intereses de clase y mantiene a las masas bajo su explotación. En la Edad Media, la Iglesia y sus ideólogos ofrecían a todos los fieles (vale decir, en primer lugar a todos los explotados, pero también a los señores feudales y a ella misma) una explicación de la realidad histórica: la historia hecha por Dios. En el siglo XVIII la burguesía no está todavía en el poder, es crítica y revolucionaria. Pues bien, ofrece a todos los hombres una explicación luminosa de la historia: la historia está hecha por la Razón y la Libertad individual del hombre. Si la realidad histórica y social es difícil de conocer científicamente es porque entre la historia real y las masas hay siempre una pantalla, una separación, una ideología de clase en la cual las masas creen espontáneamente puesto que esta ideología les es inculcada de manera constante. Esta es la necesaria batalla ideológica y cultural que las masas deben librar.

Por supuesto, hablar de Revolución Cultural implica indagar sobre varios factores que intentaremos exponer a lo largo del texto (evidentemente de manera limitada). Por el momento digamos que aludimos a la cultura como movimiento interno de la revolución. Cuando sugerimos que la revolución es cultural, nos referimos a que la revolución es contrahegemónica, en el sentido al que Marx y los continuadores del pensamiento científico marxista le otorgaron, es decir, el recrudecimiento de la lucha de clases en todos los escenarios económicos, políticos y culturales de la sociedad.

Sucede que el capitalismo en su etapa monopolista ha desenmascarado sus auténticos rasgos destructivos. Para desilusión de los adictos a la razón, de quienes presumieron que el capitalismo se sustenta sobre la racionalidad de sus prácticas, hay que decir que el capitalismo es, en esencia, culturalmente irracional. Los hechos de la realidad actual lo demuestran. ¿Son sólo fenómenos transitorios que, una vez superadas las angustias de una transición difícil, deberían desembocar en un nuevo periodo de expansión y prosperidad del capitalismo? O bien, siguiendo las tesis de Samir Amin, ¿son síntomas de la senilidad de un sistema que hoy se hace imperativo superar para asegurar la supervivencia de la civilización humana? La humanidad debe afrontar hoy problemas inmensamente más grandes de los que se le presentaban hace 50 o 100 años, lo cual la obliga a ser, en el transcurso del siglo XXI, aún más radical… De nuevo, la revolución contrahegemónica.

Pero una revolución cultural o contrahegemónica jamás podrá sostenerse sin la dinámica del poder popular. En la medida que los nuevos movimientos nacionales revolucionarios del siglo XXI en América Latina no transfieran poder a las clases populares, adhiriendo a un socialismo popular y nacional, muy pronto los procesos revolucionarios podrían ser abatidos por la contrarrevolución conservadora del capitalismo mundial. El poder popular es, para decirlo de la manera más sencilla, la construcción de una nueva edificación social sobre la base del poder ejercido en todos los espacios de dominio por las clases populares, desplazando a los intereses hegemónicos insertos en las estructuras del Estado e instituyendo nuevas esferas de representación popular. Dicho poder popular no sólo personifica la garantía del triunfo revolucionario, sino que responde a la realización plena de los intereses propios para superar las barreras del colonialismo que asechan a las masas populares. Por eso, hemos propuesto como hipótesis fundamental, que la construcción de una cultura popular revolucionaria es inseparable de la construcción de nuevos espacios de poder popular que desarrollen, fortifiquen e impulsen las prácticas, expresiones y manifestaciones diversas del arte y la cultura latinoamericana. Esto es: la necesidad de una edificación del poder popular en la cultura.

HACIA UNA INTERPRETACIÓN DEL ARTE Y LA CULTURA POPULAR DESDE EL PODER POPULAR



Las expresiones y prácticas de la cultura tienen relaciones muy complejas con la naturaleza de las "clases sociales", lo cual no quiere decir que exista una relación simétrica, precisa y unidireccional entre las clases sociales y determinadas formas de expresión cultural. Si bien las expresiones del arte y la cultura poseen una relación con sus orígenes sociales y materiales, es desacertado suponer que toda expresión del arte y la cultura se encuentren adherida “por entera” a sus pertenencias sociales de clase. De igual modo, es falso considerar que existen prácticas del arte y la cultura “completamente” separadas de determinadas fronteras de clase.

Cuando hablamos de cultura popular hay que pensar en comportamientos y prácticas de clases que tienden a cruzarse, coincidir y disentir en un campo de lucha donde se constituyen alianzas, contactos e interacciones conflictivas de fuerzas sociales que componen la cultura popular. Así mismo, cuando pensamos en la cultura dominante no podemos dilucidarla como un bloque de poder monolítico, aislado u obstruido de otras expresiones procedentes de diversas clases y pertenencias sociales. Más bien hay que pensar a las producciones culturales dominantes como un campo hegemónico de alianzas de clases y fuerzas sociales que constituye un bloque de oposición a la cultura popular: la cultura del bloque de poder, la ideología cultural hegemónica. Pero tanto la cultura popular como la cultura del bloque hegemónico de poder están organizadas en torno a una contradicción que involucra una lucha simbólica permanente entre las fuerzas populares y las clases dominantes, cuyos resultados reflejan las posibilidades que poseen de intervenir en las diversas prácticas culturales para asimilarlas a sus intereses de clase. Esto quiere decir que no hay ninguna cultura completamente autónoma, situada por fuera de las fuerzas sociales y sus relaciones de dominación y emancipación que de ella se desprenden.

Al contrario del “relativismo cultural” que piensa a cada cultura según sus pertenencias de clase, como sistemas autónomos existiendo fuera de los demás, proponemos una interpretación situada bajo las condiciones de interdependencia que ellas mantienen y que hacen a un desarrollo cultural desigual de los bienes materiales y simbólicos, dadas las situaciones de lucha que las clases sociales mantienen en el campo económico, político, ideológico y cultural.

Por lo tanto, para definir oportunamente a la cultura popular es necesario considerarla como una posición determinada dentro de las luchas sociales que originan interacciones culturales, simbólicas e ideológicas diversas. La cultura popular no depende de determinadas características étnicas o sociales, sino que es el espacio donde las prácticas de los diferentes grupos subalternos se reconocen como expresiones antagónicas a las condiciones dominantes. Esto no significa que la cultura popular no adopte elementos ideológicos y culturales de las clases dominantes. En la medida que existe una lucha continua entre las clases sociales, en la medida que la cultura popular es un campo social de batalla, y en la medida que la cultura popular libra su batalla contra los mecanismos de dominación, es frecuente su adopción hacia formas culturales de incorporación, tergiversación, resistencia, negociación, etc., con la hegemonía cultural dominante, es decir, con el capitalismo.

De la misma manera, la cultura hegemónica admite las expresiones y discursos populares para readaptarlos a los intereses dominantes. No sólo las clases dominantes utilizan las expresiones populares para el beneficio comercial de la industria, sino también y, fundamentalmente, para añadir elementos ideológicos adversos a los intereses populares. Despojar sus contendidos críticos para imponerlos masivamente a todos los sectores sociales. O bien se excluyen totalmente sus prácticas marginales, invisibilizándolas de tal modo que permanezcan desplazadas permanentemente, o bien (si el poder reactivo de estos discursos comienza ya a abrir brechas en el sistema, introduciéndose por la fuerza y quebrando sus estructuras) se opta por la asimilación de la marginalidad, por su absorción, donde finalmente el sistema cultural hegemónico interviene. La incorporación de las expresiones populares a los circuitos del mercado y la industria cultural, trasfigurando sus condiciones populares en masivas, es una condición indispensable del capitalismo hegemónico. Esto demuestra que la cultura popular también se constituye en las prácticas de aquellos aparatos propicios para la difusión e inculcación de la ideología dominante, puesto que existe una producción cultural por parte de los sectores populares que el capitalismo necesita desorganizar.

Evidentemente, sería erróneo llegar a la conclusión de que la presencia de las clases populares y de las manifestaciones del arte y la cultura popular en el seno de los aparatos ideológicos y culturales capitalistas significa que tienen allí poder. Estos armazones culturales dominantes admiten la presencia de clases dominadas en su seno pero justamente como tales clases dominadas. La existencia de prácticas populares de la cultura en el seno de dichos aparatos se da de manera específica. Mientras que la cultura hegemónica del capitalismo y la presencia de las clases dominantes existen en los aparatos ideológicos-culturales por medio de aparatos que cristalizan un poder propio, la cultura popular y las clases dominada no existen en ellos por intermedio de aparatos que concentren un poder propio, sino esencialmente bajo la forma de focos de oposición al poder de las clases dominantes.

En este sentido, la cultura popular y el bloque de poder dominante libran una lucha simbólica intensa entre las fuerzas hegemónicas que procuran reproducir las condiciones de opresión, y las fuerzas populares subalternas que aspiran emanciparse, plasmando en acciones concretas una diversidad de técnicas de poder que operan como fuerzas materiales. Por ello, la cultura dominante en el capitalismo establece un modo de vida social opresivo.

La desposeción del trabajador de sus medios de producción bajo el capitalismo, que crea la fuerza de trabajo como base de plusvalía, desencadena todo un proceso histórico por el cual el cuerpo humano -como ya mostraba Marx- se convierte en un simple apéndice de la máquina en la producción. El papel de la ideología y la cultura hegemónica del capitalismo no es sólo ocultar esas relaciones de explotación para reproducir al hombre económico como apéndice de máquina, sino contribuir a la formación de un hombre social y cultural “normalizado” por las reglas del capitalismo que lo convierten en un apéndice del engranaje cultural hegemónico. Bajo el capitalismo, la cultura hegemónica está sentenciada a ser un dispositivo de dominación social. Cada vez más, actúa sobre las sociedades para producir y reproducir sujetos disciplinados. Por medio de la ideología, las clases dominantes intentan sustituir la representación real entre las clases sociales por una representación deformada, imaginaria, de las relaciones sociales. Es decir, imponer una concepción determinada de la vida social a través del desplazamiento al campo simbólico de la realidad. Este desplazamiento, no es impuesto desde el discurso del poder político, sino por el control efectivo que las clases dominantes tienen sobre los aparatos ideológicos. El capitalismo, al contrario de otras formaciones sociales pre-capitalistas, presenta una reproducción ampliada de la ideología dominante. Es decir, mientras que en las sociedades pre-capitalistas (el esclavismo y el feudalismo) se presentan formas de reproducción ideológica simple, repetitiva y ciega (la Iglesia como aparato de dominación exclusivo), en el capitalismo esa reproducción ampliada se asienta sobre una diversidad cultural de prácticas y espacios de poder que actúan de manera extensa y penetrante sobre la sociedad.

De modo que el sistema cultural hegemónico es atravesado por las fuerzas populares para resistir y entregar a las masas otra visión simbólica de la realidad, compatible a sus intereses y, por lo mismo, ideológicamente antagónica a la cultura hegemónica. Semejante visión -“su” visión- si bien desplaza las condiciones reales de existencia de las clases populares hacia el campo simbólico, no resuelve allí las contradicciones de la realidad social entre las clases para ocultar las desigualdades “realmente” existentes, sino que más bien las traduce, representándolas abiertamente. Sin embargo, su posición subordinada al terreno hegemónico de la cultura hegemónica impide desarrollar una cultura popular sólidamente presente en los escenarios sociales y culturales, permaneciendo en la marginalidad de sus prácticas como núcleos de poder cultural desplazados de los intereses populares. Por este motivo, las expresiones de la cultura popular deben ser sustentadas por nuevos espacios de poder que le brinden mayores fuerzas para enfrentar, resistir y superar las prácticas y discursos simbólicos dominantes. Estos espacios de poder son representados por el poder popular.

El poder popular tiene que ver con la acción de poder comunal como ejercicio dinámico de los sectores populares organizados. Esta dinámica coloca en concordancia la complejidad política del Estado en sus situaciones comunitarias, abriendo posibilidades políticas a nuevas contradicciones que son necesarias para el desarrollo de la lucha de clases. El poder popular es el único espacio capaz de promover la participación popular en todo nivel como manera de fracturar las relaciones existentes dentro del Estado. La construcción de poder popular ofrece nuevas posibilidades a las clases populares para luchar contra las mismas instituciones del Estado, en cuanto a la eliminación de la institucionalidad burguesa para permitir la construcción de nuevas instancias de poder sujetas a las necesidades populares. En este sentido, la práctica discursiva de la cultura popular encuentra cauces de poder real para transferirse. Del mismo modo, es la cultura popular la que determina las formas y representaciones simbólicas apropiadas al poder popular.


LA RESISTENCIA Y LA LIBERACIÓN CULTURAL


Todas las prácticas del arte y la cultura popular exhiben un cambio radical. En toda la región, por dentro y por fuera de las fronteras nacionales de Latinoamérica, el desarrollo cultural evidencia un cambio de posicionamiento importante. El proceso dialéctico e histórico de exclusión-inclusión que experimenta el arte y la cultura popular latinoamericana, coincide con los procesos nacionales de América Latina. Por un lado, la emergencia de un arte marginal, representado y producido socialmente por las clases sociales postergadas del sistema, ha sido una constante en los procesos nacionales dependientes del imperialismo y supeditados culturalmente a los requerimientos ideológicos de las clases dominantes. Por otro lado, la incorporación, inclusión e institucionalización de los fenómenos marginales y populares del arte, haciendo de la cultura latinoamericana una realidad que contempla los intereses populares, ha sido acompañado de procesos de liberación que acuñaron un sentido cultural antiimperialista.

Las últimas dos décadas han sido testigos de esta dialéctica de exclusión-inclusión. El modelo neoliberal implementado desde 1970 en América Latina, estableció un sistema de exclusión socioeconómico para las clases populares que influyó sobre el ejecución cultural hegemónica del capitalismo. Al clausurar los espacios de inclusión socioeconómicos, políticos y culturales, la dominación neoliberal produjo, como efecto, una disminución de los espacios de construcción hegemónica a través de la cultura. Las posibilidades “concretas” de acceso a los bienes simbólicos sin la intervención “concreta” de las masas en los espacios de construcción cultural, incitaron niveles de diferenciación y separación sociocultural de las clases dominantes y privilegiadas que profundizaron la desigualdad en los ámbitos culturales e ideológicos. Las estrategias de sumisión cultural e ideológicas ensayadas por el capitalismo durante esta etapa histórica son estrategias de inclusión abstracta y exclusión concreta que no alcanzan a controlar efectivamente las prácticas populares.

Sin embargo, estos mecanismos de exclusión, separación y diferenciación social posibilitaron una desconexión de las masas populares hacia las formas de capitulación ideológica y cultural. No sólo permitió que las clases populares permanezcan al margen de una posible "contaminación cultural", sino que permitió la emergencia de prácticas alternativas. Mientras que el neoliberalismo y sus espacios de restricción cultural niegan o expulsan a los sectores populares, produce como efecto una mayor separación de los mismos y, por consiguiente, una legitimidad simbólica e ideológica propia que origina una mayor distancia con la ideología dominante y, al mismo tiempo, una mayor autonomía cultural de los sectores populares. De esta manera, a mayor autonomía ideológica de los sectores populares, mayor realización de los intereses propios.

La consolidación del sistema de exclusión neoliberal y su posterior derrumbe a finales del siglo XX produjo un “choque cultural” entre las clases populares que acentuó el antagonismo con la hegemonía cultural dominante y abrió las posibilidades de formación de una cultura nacional latinoamericanista en la región. La exclusión de las masas durante el neoliberalismo, causando el empobrecimiento de la clase media y diversas fracciones de la burguesía nacional que llegaban al campo popular, al mismo tiempo que asimilaba las condiciones sociales de los sectores más desprotegidos, admitió un “choque cultural” entre los diversos sectores nacionales y populares que enriqueció la trama de lucha contrahegemónica. No vamos a ahondar sobre este tema (ya lo hemos indagado bastante en artículos anteriores: Nov 2009 Marginalidad e inclusión del arte y la cultura popular: Breve aporte teórico para una descripción del proceso histórico latinoamericano; Marzo 2009 Crisis, cultura popular e ideología; Mayo 2008 Globalización y cultura nacional en la Argentina), pero es importante señalar, en cuanto a las formas del arte y la cultura nacional, que amplios sectores de artistas nacionales pertenecientes a la pequeña burguesía, son afectados forzosamente por las luchas populares, que ponen así en entredicho su vinculación a la ideología hegemónica y al poder económico dominante.

En la medida en que se da una unidad de intereses de distintos sectores y clases sociales que responden a los intereses populares en su lucha contra la cultura dominante, es posible la formación de una cultura popular antiimperialista que ofrezca los canales de descolonización ideológica a las masas populares. A su vez, esta emergencia cultural revolucionaria que se fortalece a finales del siglo XX, encuentra su correlato en la emergencia de nuevos movimientos nacionales de liberación en América Latina.

En este contexto de crisis estructural del neoliberalismo, nacimiento de nuevos movimientos nacionales y emergencia de expresiones culturales de fuerte contenido revolucionario, el capitalismo busca recomponer su hegemonía cultural. La globalización y el sistema cultural hegemónico intentan modificar las estructuras socioculturales y penetrar en las clases populares latinoamericanas con el objetivo de producir articulaciones y diferenciaciones entre ellas. La intención de los procesos del sistema cultural dominante es generar diferenciaciones allí donde los “choques culturales” desatados por la crisis han provocado cierta unificación entre las clases populares con el fin de desintegrarlas, dividirlas y fraccionarlas, mientras que induce un proceso de homogeneización allí donde se hacen visibles estos choques culturales con el objetivo de ocultar, bajo el privilegio ideológico y económico, las divisiones de clase y el profundo grado de enfrentamiento que alcanza íntegramente a los sectores de la sociedad. Esto es, mientras por un lado los dispositivos culturales dominantes del capitalismo persiguen el propósito de “representar” abruptamente las divisiones sociales para ocultar un contexto real de unificación entre los sectores subalternos, por otro lado, interviene un proceso de homogeneización cultural que procura imponer un comportamiento uniforme en los sectores populares para instrumentalizar sus prácticas socioculturales emergentes.

Sin embargo, la debilidad estructural del capitalismo ha desgastado los consensos sociales y las relaciones orgánicas dispuestas entre las clases dominantes y dominadas, por lo cual los intentos de sometimiento a las pautas del sistema cultural dominante presentan serios obstáculos. En América Latina dicha red orgánica se fracturó durante las últimas décadas del siglo XX. El sistema capitalista presenta una profunda fisura de su hegemonía. Por un lado, asistimos a la fractura del discurso ideológico dominante. En los países latinoamericanos, los discursos dominantes que construyen hegemonía sobre la base del modelo ejemplar de los países del primer mundo ya no tienen los niveles de repercusión sociocultural necesarios para interpelar ideológicamente a las mayorías nacionales. Por otro lado, y más importante aún, es el derrumbe de las prácticas socioculturales históricas del capitalismo. La construcción de relaciones sociales históricas del capitalismo se halla, cada vez más, supeditada a la constitución de individualidades disciplinadas por el aislamiento y la tecnocultura. La crisis del capitalismo mundial y, fundamentalmente, la aguda crisis que atraviesan los países del primer mundo han debilitado los efectos ideológicos del discurso hegemónico en las clases populares latinoamericanas.

Otro factor determinante ha sido la condición “movimientista” de la cultura popular, que obstruyen las estrategias de control cultural uniformes ensayadas por las clases dominantes. Es decir, las clases populares no representan un espacio sociocultural homogéneo. No existe un comportamiento uniforme en las manifestaciones culturales. La ubicación de nuestros países en el contexto mundial y la exclusión social provocada por el neoliberalismo originó relaciones socioculturales entre diversos sectores y actores sociales que enriquecen la trama cultural de las clases populares. Lo que caracteriza al arte y la cultura popular es su condición de "movimiento", pues implica distintas posiciones en el campo de la cultura popular que se hacen manifiestos de manera más o menos explícitas. Esta conformación “movimientista” de los procesos culturales populares impide a las clases dominantes un ejercicio de dominación uniforme, por lo cual el capitalismo debe acudir a estrategias de control muy complejas para fracturar sus unidades y suscitar diferenciaciones internas.

Pero, sin duda, el factor de mayor importancia que fortaleció la emergencia de una cultura popular realizadora de los intereses ideológicos de las clases populares, al mismo tiempo que dificultó los intentos del sistema cultural capitalista por deformar los desarrollos del arte y la cultura popular, fue el impulso de los procesos políticos revolucionarios en la región. La llegada al poder político de movimientos nacionales populares y revolucionarios en algunos países de la región, posibilitó la inclusión de los fenómenos populares marginales, dándole legitimidad social e impulsando sus desarrollos como prácticas contrahegemónicas trascendentales. Este “paso” de la marginalidad a la aceptación inclusiva de sus prácticas, hicieron nacionales muchas expresiones anteriormente aplazadas. Expresiones prorrogadas que respondían a los sectores populares postergados y que, bajo las políticas de los Estados nacionales salieron relativamente de tal condición. Por todo eso, es ineludible indicar que cuando existe un Estado que representa los intereses nacionales y populares y mantiene un control sobre los bienes simbólicos, es posible que el acceso de los fenómenos marginales de nuestras sociedades se desarrolle en el marco de un espacio de defensa y no de opresión. Es importante señalar esto porque, como dijimos, muchas expresiones populares fueron en su origen excluidas por la cultura dominante, pero luego, con la aparición de los procesos nacionales pasaron a ser parte de una cultura nacional para legitimarse como expresión nacional. La incorporación de los sectores marginales como actores reconocidos por el Estado hace posible que las nuevas formas emergentes de expresión cultural puedan librar una lucha interna dentro de los aparatos culturales.

Sin duda, esta posible inclusión formal del arte y la cultura popular son, por mucho, insuficientes y limitadas. Por todo ello, se hace indispensable su inserción como expresiones populares abrazadas a nuevos espacios de poder popular. Pero, insistimos, una cultura popular que admite bajo los nuevos procesos políticos nacionales mayores espacios de inclusión es, por mucho, insuficiente.



LA CONTRARREVOLUCIÓN CULTURAL DEL CAPITALISMO


El capitalismo hegemónico no ignora la revolución cultural en marcha de América Latina. Las clases dominantes en el mundo, abrazadas a la causa de la globalización cultural, reconocen como mecanismo negativo para sus intereses hegemónicos la emergencia, durante las últimas décadas, de prácticas culturales populares, transformadoras y revolucionarias que acompañan a los procesos de liberación nacional.

A esta alternativa revolucionaria de la cultura popular, las clases dominantes le han ofrecido una contraofensiva implacable. El capitalismo ha transformado los mecanismos culturales de sujeción ideológica en verdaderas fuerzas contrarrevolucionarias, bajo las cuales la presencia del mundo simbólico capitalista se torna más violenta. El imperialismo ha retomado, en medio de esta coyuntura de retroceso en América Latina, la ofensiva para reestablecer su hegemonía global en sus dimensiones políticas, económicas, militares y culturales. Podemos resumir en cuatro grandes campos de acción la ingerencia de esta fuerza cultural contrarrevolucionaria:


  1. Acción cultural interna e histórica que promueve el capitalismo sobre la sociedad: El capitalismo trata de reforzar los vínculos entre la ideología dominante y los individuos mediante la intensificación del control sobre las “sensaciones internas” que el capitalismo ha construido históricamente sobre los sujetos. Es decir, el sistema cultural capitalista a lo largo de su historia motivó en las clases dominadas diversos mecanismos de contención y control que fueron “internalizados” como componentes casi naturales, causando un disciplinamiento social de autocontrol individual. Ante la crisis hegemónica del capitalismo, las clases dominantes intentan profundizar las conexiones históricas de dominación cultural a través de los mecanismos ideológicos que apelan a las “sensaciones internas” de los sujetos. Estas “sensaciones internas” no son más que las acciones culturales capitalistas incorporadas a la vida social e individual que, si bien violentan contra los verdaderos intereses subjetivos de las clases dominadas, son presentadas por la ideología dominante como los intereses naturales del hombre y la sociedad.


  1. Acción cultural de clase que posee el capitalismo: El capitalismo interfiere activamente en las clases sociales por medio del sistema hegemónico cultural. Las clases dominantes se han resuelto a intervenir “sólidamente” en las clases sociales por medio de la industria cultural con el objetivo de producir diferenciación y asimilación social. El sistema cultural hegemónico o de poder, apoyado principalmente en las industrias culturales, instiga a producir diferenciaciones sociales en el seno de los movimientos nacionales que aglutinan a varios sectores oprimidos por el imperialismo con el propósito de dividirlas y fraccionarlas. Asimismo, persigue producir asimilaciones culturales entre las clases dominantes y las clases dominadas con el propósito de perpetuar una representación deformada de la realidad. Uno de los elementos más formidables que utiliza la globalización cultural es la distribución compulsiva, la producción en masa de determinados bienes culturales, lo que origina un proceso de masificación, diferenciación, igualación y nueva diferenciación social. El ejemplo más claro de esta reproducción está en la “moda”.


  1. Acción cultural “individualizadora” del capitalismo: El capitalismo recurre a sus condiciones revolucionarias en el campo tecnológico y cultural para ejercer un control social masivo sobre las clases populares. Este control, a través del control que ejercen las multinacionales y la industria cultural sobre los medios tecnológicos modernos, ha instalado como forma cultural de dominio y disciplinamiento social la individualización creciente de la sociedad. Si bien la masificación de la información ha permitido la socialización de ciertos mecanismos tecnoculturales, estamos muy lejos de formar una cultura tecnológica equitativa y, más aún, el capitalismo promueve constantemente una socialización individualista.


  1. Acción cultura violenta: El capitalismo recurre, cada vez más, a dispositivos de violencia simbólica para reprimir los intentos subalternos de la cultura popular y para, fundamentalmente, imponer un comportamiento cultural absolutista. La transferencia de los bienes culturales que los países centrales vuelcan sobre las periferias en el capitalismo “globalizado” produce una diferenciación nacional entre los países dominantes y los países periféricos.


Estas cuatro acciones culturales conjuntas representan una fuerza global contrarrevolucionaria de la cultura hegemónica para impedir la emergencia de fenómenos populares trasformadores y consolidar la presencia absoluta del capitalismo como forma de vida social e individual. El disciplinamiento de la vida humana a través de la ideología y la cultura capitalista no reside solamente en eliminar los referentes “reales” de la realidad social, sino que además aspira a deteriorar los vínculos que unen naturalmente a los individuos con el sentido “natural” de la sociedad: pertenencias sociales, identidades culturales, relaciones sociales, etc. Crear seres ficticios, máquinas humanas al servicio del capital. Una sociedad disciplinada culturalmente. En este sentido, estamos en presencia de una nueva dictadura cultural. Los nuevos procedimientos de poder volcados a una estrategia cultural de sometimiento, se asientan sobre formas de violencia simbólica que buscan la “internalización” o interiorización cultural de la represión en las masas dominadas. Esta violencia simbólica, al decir de Pierre Bourdieu, no significa que estemos en presencia de una transición del poder moderno, fundado en la violencia física organizada del imperialismo y sus aparatos de control coercitivos, a un ejercicio de poder persuasivo, sostenido por la simple manipulación ideológica-simbólica, sino que más bien estamos hablando de la organización del consentimiento hegemónico a partir de una fuerte interiorización de la represión (el policía en la cabeza) sustentada en nuevas técnicas de poder que combinan en un solo movimiento la violencia física imperialista y monopólica con la violencia simbólica persuasiva.

En Un mundo feliz, Huxley se centró en el método científico para mantener a todas las poblaciones fuera de la élite minoritaria en un estado casi permanente de sumisión y enamoradas de sus cadenas, en los que describía una sociedad en la que “el primer objetivo de los gobernantes es evitar a toda costa que sus gobernados creen problemas”. La oligarquía dirigente y su bien entrenada élite de soldados, policías, fabricantes de pensamiento y manipuladores de mentes dirigirán tranquilamente el mundo como les plazca. En efecto, esta descripción de Huxley se ajusta perfectamente a la situación actual. Huxley estableció contacto durante su período en Harvard con el presidente de Sandoz, que a su vez trabajaba en un encargo de la CIA para producir grandes cantidades de LSD y psilocibina (otra droga sintética alucinógena) para MK-Ultra, el experimento oficial de la CIA en la guerra química, un experimento que usó a humanos como conejillos de Indias para sus a menudo letales experimentos que, en muchas ocasiones, implicaba el uso de LSD. Según documentos recientemente desclasificados por la CIA (gracias a la Ley de Libertad de Información), Allen Dulles (en aquellos tiempos director de la CIA) compró más de cien millones de dosis de LSD, muchas de las cuales acabaron en las calles de Estados Unidos a finales de la década de 1960. La “guerra cultural abierta”, aunque no declarada, contra la juventud norteamericana empezó de verdad en 1967, cuando el Bilderberg, para conseguir sus objetivos, comenzó a organizar conciertos al aire libre. Mediante esta arma secreta, lograron atraer a más de cuatro millones de jóvenes a los llamados ‘festivales’. Sin saberlo, los jóvenes se convirtieron en víctimas de un experimento perfectamente planificado con drogas a gran escala. Las drogas alucinógenas [...] cuyo consumo propugnaban los Beatles [...] se distribuían libremente en estos conciertos. No pasaría mucho tiempo antes de que más de cincuenta millones de los que asistieron (entonces de entre 10 y 25 años de edad) regresaran a casa convertidos en mensajeros y promotores de la nueva cultura de las drogas o de lo que acabó conociéndose como la ‘New Age’. “En Woodstock -escribe el periodista Donald Phau-, casi medio millón de jóvenes se reunieron para que les drogaran y les lavaran el cerebro en una granja. Las víctimas estaban aisladas, rodeadas de inmundicia, hasta los topes de drogas psicodélicas y se las mantuvo despiertas durante tres días consecutivos, todo con la plena complicidad del FBI y de altos cargos del gobierno. La seguridad del concierto la aportó una comuna hippie entrenada en la distribución masiva de LSD. Tendría que pasar todavía otra década antes de que la contracultura se integrara en el léxico norteamericano. Pero las semillas de lo que era un proyecto titánico y secreto para darle la vuelta a los valores de Estados Unidos se sembraron entonces.


Podríamos citar muchos más ejemplos. Lo cierto es que desde las altas esferas del poder hegemónico mundial se está consolidando un nuevo modelo contrarrevolucionario en lo cultural sostenido sobre nuevas técnicas de poder que combinan en un solo movimiento la violencia física imperialista y monopólica con la violencia simbólica persuasiva.

Sin embargo, esta contraofensiva cultural e ideológica del capitalismo mundial y sus agentes del monopolio militar y cultural en América Latina, no ha conseguido consolidarse aún. La emergencia de nuevos procesos políticos nacionales en toda Latinoamérica puede impedir relativamente el avance hegemónico de esta fuerza contrarrevolucionaria destructiva.

En este nuevo escenario mundial, el socialismo es la única alternativa posible para salvar a la humanidad.



LA CULTURA POPULAR COMO ESENCIA PROPIA DEL SOCIALISMO


No hay otra perspectiva del proceso revolucionario en América Latina que la revolución socialista, que, sin embargo, reconoce su carácter "permanente", así como la necesidad de resolver las cuestiones nacionales-democráticas, es decir, respetando su carácter combinado, nacional-democrático y socialista, en un proceso ininterrumpido y dialéctico. Las tareas de la revolución socialista envuelven una lucha contra todas las formas de explotación económica, política y cultural dispuestas por las estructuras dependientes del imperialismo. El socialismo en América Latina debe apoyarse en un programa de liberación cultural decidido a enfrentar las formas de colonización capitalista e imperialista. Esto quiere decir que el proceso de revolución latente en América Latina debe concretar los objetivos nacionales y populares de los sectores representados en la cultura popular a través del socialismo, realzando un proyecto socialista, fuertemente estatal y popular impulsado desde los espacios de poder popular.

La opresión extranjera que traba el desarrollo cultural propio, impone la necesidad histórica de colocar a la cultura popular como elemento contrahegemónico fundamental en la lucha por la liberación y la independencia frente al imperialismo.

Sin embargo, en la construcción del socialismo, la cultura como práctica simbólica revolucionaria, aplicada al terreno social de manera libertaria, es decir, como elemento simbólico de “representación real”, no puede ser nunca estatista, sino popular. Esto no quiere decir que el Estado no deba intervenir en la cultura, rescatando las prácticas simbólicas populares y alterando los intereses ideológicos de la cultura hegemónica, sino que las políticas culturales revolucionarias deben incorporar de manera dinámica, activa e independiente a los movimientos u organizaciones sociales-culturales, cuyo apego a los sectores populares comunitarios, consagran una mayor horizontalidad política de sus prácticas. O sea, si bien el Estado, bajo la construcción del socialismo, debe ejercer un legítimo control sobre los bienes simbólicos y culturales, al intervenir en el terreno de la cultura popular bajo los espacios de poder jerárquicos que definen la institucionalidad del Estado, produce como efecto una elitización de las expresiones culturales. No basta con incorporarlas legítimamente al Estado, sino que sus políticas de intervención cultural deben ir acompañadas de espacios de construcción popular.

El Estado revolucionario representa un poder político estratégico que debe ejercer diversos instrumentos de control para neutralizar y alterar los intereses dominantes de la hegemonía cultural capitalista. Pero dichos instrumentos de poder y de control deben ser funcionales a los intereses de la cultura popular, involucrando plenamente en los espacios culturales de poder a los movimientos populares y contrahegemónicos de manera horizontal. De lo contrario, estaríamos en presencia de un Estado Social burocrático que origina una elitización de las prácticas culturales y que reproduce, por consiguiente, el sistema hegemónico capitalista. El Estado debe acompañar la emergencia de los nuevos fenómenos culturales a través de espacios concretos que sostengan y otorguen legitimidad social a sus expresiones. Para que las manifestaciones simbólicas emergentes que producen continuamente los sectores populares no pasen a la intransigencia, el aislamiento y el olvido, el Estado debe fortalecer sus vinculaciones con los sectores sociales a los que representa ideológicamente. Dicha vinculación requiere de políticas socioculturales estratégicas: medios de comunicación alternativos, industrias culturales populares, espacios físicos comunitarios, infraestructura, etc.

Por otro lado, no basta con difundir las expresiones nacionales y populares, sino que se trata de un ejercicio de poder efectivo de estas expresiones. A su vez, un Estado socialista debe impulsar y promover formas de producción, distribución, comercialización y consumo no capitalistas. Es necesario que los espacios materiales y simbólicos de inclusión social para la cultura popular se hallen sujetos en los marcos de las comunidades, del poder popular, donde el Estado garantice la independencia de su desarrollo critico. Así, al momento de involucrarse en los ámbitos formales de reconocimiento social, sea estos el Estado o el ámbito privado, las prácticas culturales populares se encuentren adheridas al terreno ideológico popular. Cuando el Estado asume el control sobre los bienes simbólicos, el acceso e inclusión de los fenómenos marginales a los marcos de representación nacional no puede reducirse a su institucionalización formal, sino que debe generar espacios propios de sustento.

Una adecuada política cultural socialista debe permitir que las formas emergentes de expresión cultural puedan librar una lucha interna dentro de los aparatos culturales. Una conveniente y adecuada inclusión de las expresiones del arte marginal como prácticas reconocidas y admitidas como parte de la identidad nacional y regional puede solidificarse de manera oportuna (o sea, salir del estado de marginalidad persistente) sólo cuando las masas desprotegidas pasan a ocupar espacios sociales, económicos y políticos concretos en el seno del poder popular. El proceso de cambio abierto durante los últimos años en la región puede significar una apertura a tal exigencia. Es que no puede existir, insistimos, un proceso amplio de liberación nacional y regional en América Latina sin la reivindicación política de los sectores que se hallan representados por la cultura popular y sus prácticas emergentes, puesto que el arte y la cultura popular no sólo son los pilares simbólicos esenciales para el desarrollo de los movimientos nacionales, sino que además, permiten los mecanismos de descolonización necesarios para desconectarse de los procesos ideológicos globales del capitalismo opresor.

Los cambios ocurridos en América Latina luego de la crisis aguda del modelo neoliberal en la región, pueden consolidar aquellas manifestaciones que durante mucho tiempo permanecieron excluidas del proceso cultural, ya sea en forma de "resistencia" hacia las representaciones dominantes o, por el contrario, de modo constituyente para el desarrollo de un proyecto o movimiento nacional y regional. La función de la cultura popular en esta coyuntura social asume un doble propósito: Por un lado, tender a la unificación de los sectores nacionales que los procesos hegemónicos de la globalización buscan ocultar a través de los aparatos ideológicos y, por otro lado, revelar en el campo ideológico y cultural las desigualdades y tensiones sociales que enfrentan a los intereses nacionales y populares con los intereses transnacionales o antinacionales.

Una cultura popular bajo la construcción del socialismo no sólo debe reivindicar la cultura nacional y popular sino que debe perseguir como objetivo la igualdad social y cultural de las sociedades oprimidas por el capitalismo, el imperialismo y las burguesías dominantes. Ciertamente, dicho objetivo es imposible sin la construcción de nuevos espacios de poder popular que sostengan y ratifiquen la trascendencia de la cultura popular y, por lo mismo, inspiren la auténtica revolución contrahegemónica.



Bibliografía Consultada


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En Globalización: DIEGO Tagarelli


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Feb 2010 La "traición" de la burguesía latinoamericana

Nov 2009 Marginalidad e inclusión del arte y la cultura popular: Breve aporte teórico para una descripción del proceso histórico latinoamericano

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