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La renta agraria: Entre los grandes terratenientes, los pools de siembra y el Estado nacional.

Por Diego Tagarelli.

Sociólogo.

Argentina.

martintagarelli@yahoo.com.ar

El conflicto entre el Gobierno Nacional y las entidades que agrupan al sector agropecuario en la Argentina, nos obligan a reflexionar sobre las tensiones económicas y sociales que se han desatado en el país durante casi cuatro meses desde que el gobierno anunciara en el mes de marzo un nuevo esquema de retenciones a las exportaciones agropecuarias. Desde cortes de ruta en las principales vías de comunicación nacional, protestas de algunos sectores sociales pudientes en las ciudades, desabastecimiento, inflación, hasta estrategias de complicidad de los medios masivos más importantes de información y aparición de algunos personaje siniestros en la escena política nacional, los días arduos que ha vivido la sociedad argentina desde que el gobierno formulara las retenciones móviles a las exportaciones de soja y granos, no dejan de causar asombro si es que se tiene en cuenta las formidables fortunas que los agentes económicos del campo han logrado en los últimos años. No obstante, para desenmascarar tal asombro y develar las dimensiones críticas que ha alcanzado este conflicto, es imprescindible analizar y situar las recientes disputas desde un enfoque histórico para advertir y comprender las nuevas alianzas sociales, políticas e ideológicas en el marco de una política económica que merece profundizar los aspectos nacionales más postergados por los gobiernos democráticos en su rivalidad con las fracciones concentradas del capital.

Lo que está en juego en estos días no es sólo el mañana, las posibilidades futuras de crecimiento o ahogo del destino nacional, sino la trama más profunda y significativa de los derroteros históricos de un país que nunca dejó de dirimir sus diferencias fundacionales, las contradicciones profundas del pasado que siempre resultaron inconclusas. Más aún, está en disputa la continuidad democrática de un país que ha sido asechado nuevamente por ciertos intereses “golpistas” de nuestra vieja oligarquía adherida a las nuevas formas de producción exigidas por el mercado mundial.

Sabido es que las experiencias de muchos países de la región, desde los tiempos de la balcanización americana hasta la actualidad, han estado marcadas por el establecimiento de economías dependientes basadas en el monocultivo para la exportación. Es así que cuando la soberanía alimenticia es formulada como parte de una responsabilidad imperiosa del Estado y asimilada como política pública, los reclamos de los sectores más acomodados de la sociedad y las entidades patronales del campo, quienes se dicen dispuestos “a llegar hasta las ultimas consecuencias” para evitar ceder una porción de la mayor rentabilidad que les viene de afuera, emprenden sus virulentos ataques antidemocráticos y regresivos, permitiéndose el lujo (como acaba de ocurrir en la Argentina) de permanecer ociosos durante meses a la vera de las rutas desabasteciendo el mercado interno, mientras sus empleados trabajan en los campos.

Claro que estas experiencias y coyunturas socioeconómicas marcadas por fuertes antagonismos sociales y políticos no representan algo novedoso ni, mucho menos, una muestra del carácter individual de las economías subdesarrolladas de América Latina. Este golpe económico acaecido en Argentina, con sus consecuencias políticos y sociales específicas, muestran algunas similitudes –si bien con sus respectivas diferencias- con el Gobierno de Evo Morales en Bolivia y las padecidas anteriormente en el Gobierno de Chávez en Venezuela o de Correa en Ecuador. Si bien cada uno tiene o tuvo sus particularidades nacionales propias, en todos los casos aparecen las disputas de los sectores tradicionales del poder y de sus aliados externos contra las medidas de corte popular, lo cual define un campo de antagonismos y contradicciones que interpela a la situación de América Latina en su conjunto. El ejemplo de lo que está ocurriendo en Bolivia, con el chantaje autonomista de los grupos económicos concentrados en las regiones de Santa Cruz, Tarija, etc., constituye un ejemplo de primer orden para leer lo que puede significar el retorno de un federalismo construido desde el puro oportunismo de los poderes económicos agropecuarios en la Argentina.

Cabría preguntarse entonces, en primera instancia, si en el trasfondo de esta situación no se estaría conformando un nuevo estadio en la evolución del capitalismo monopolista, puesto que tras varias décadas de neoliberalismo, privatizaciones, desregulaciones del Estado y apertura económica que dieron impulso a importantes procesos de globalización, la reconfiguración en escala mundial de una nueva división internacional del trabajo, equiparable a la de fines de siglo XIX cuando tuvieron auge las denominadas economías agroexportadoras, inducieron a transformar los procesos de acumulación de los países periféricos bajo nuevas alianzas entre el capital transnacional y las oligarquías nacionales con la amparo de determinadas fracciones sociales medias de la sociedad y los medios masivos de comunicación para, de manera agresiva, quebrantar las dimensiones estructurales de los nuevos procesos nacionales de América Latina que conciben una mayor intervención del Estado en la economía.

Los meses trascurridos en el conflicto entre las entidades agropecuarias y el gobierno protagonizaron en el país el primer choque del siglo entre las dos opciones antagónicas más importantes del capitalismo periférico en América Latina. Por un lado, el modelo agroexportador, de regresiva distribución del ingreso y de concentración de las rentas diferenciales y de las riquezas naturales. Por otro lado -si bien el gobierno aún no alcanza a definir una estrategia integral y netamente nacional- un modelo industrial, autónomo y que pretende apelar crecientemente a la soberanía nacional. En efecto, los países que escogen la opción de generar rentas elevadas en explotación de sus recursos naturales y se resignan a tener estructuras productivas dependientes de su producción primaria nunca se liberan del subdesarrollo, la vulnerabilidad ante las contingencias del mercado mundial, la pobreza y la exclusión social. Por lo que una manera de bloquear esa opción neoliberal monoproductiva es oponiendo un modelo de desarrollo nacional que no sólo capte parte de aquella renta diferencial, sino que adquiera contenidos profundos en política económica en el marco de una mayor justicia social.

El campo ha sido a lo largo de nuestra historia un segmento del mercado mundial y no una actividad fundamental de la economía nacional, por lo que sus formas de producción y comercialización no pueden ser manipuladas por las políticas públicas. Los reclamos de las entidades ruralistas son comprensibles, solo si se ubican en una perspectiva integradora del desarrollo nacional y la aceptación de que le campo, como la industria y todos los sectores productivos de bienes transables, es, en primer lugar, un sector fundamental de la economía nacional y no un segmento más del mercado mundial.

Sin embargo, su lugar en el mercado y su gran influencia económica en el rumbo político del país, le llevaron a inclinarse por los medios más antidemocráticos posibles para resguardar sus intereses. La capacidad de movilización y daño social y político desplegada por la burguesía agroexportadora y sus clases auxiliares desde el 11 de marzo logró mucho más de lo que ella misma imaginaba: poner a un gobierno a la defensiva. Esta burguesía agroexportadora, es decir, la oligarquía y la burguesía comercial argentina, no peca de ignorancia al saber que vienen largos tiempos de altos precios donde la rentabilidad a futuro será fabulosa. Pero lo más importante, radica en sus propósitos divisionistas para lograr consolidar en el país una organización económica monoproductiva conforme a las demandas del capitalismo monopolista del siglo XXI. Es insostenible no considerar que la clase social dominante decisiva en la historia argentina siga siendo la oligarquía como sector hegemónico, capaz de alinear a las demás fracciones del capital en torno a sus intereses. Clase dominante que aspira imponer y delinear el comportamiento agroexportador históricamente opresor en un contexto internacional que requiere de una capacidad productiva en base al cultivo y exportación de soja.

Algunos críticos sostienen que el poder ha emigrado de manos de la vieja oligarquía a las nuevas y cada vez más poderosas fracciones del agronegocio, a las cadenas agroalimenticias y a las corporaciones exportadoras. Pero aquella oligarquía tradicional no se desvaneció en el aire. Los grandes terratenientes que constituyeron el núcleo de la oligarquía agropecuaria no han dejado de ser el agente económico central. Sería ilógico, y lo desmienten los hechos, que hubieran cedido ese rol a un conjunto de productores o capitales arrendatarias de tierras. Por el contrario, las figuras protagónicas de las transformaciones en el comportamiento agropecuario son, una vez más, los grandes propietarios rurales, la oligarquía, con sus cambios de alianzas e introducción de un nuevo paradigma económico en el país. Al concebirse históricamente como clase social integrada al mercado mundial, subordinada a la potencia y a los capitales hegemónicos de cada época, pero sin ceder nunca la propiedad y el poder dentro del país, es inadmisible pensar que durante los últimos años fueron desplazados por las nuevas corporaciones mundiales, puesto que son las mismas corporaciones del mercado internacional que se sostienen gracias al predominio de las oligarquías en los países dependientes.

Claro que detrás de esta oligarquía e, incluso, detrás de los pequeños productores están los pools sojeros que dada la crisis bancaria internacional canalizan hacia el mundo agrícola los capitales financieros que distorsionan sus precios. Las causas de la suba mundial de alimentos radican, en gran medida, en que las inversiones especulativas dejaron las bolsas financieras y se trasladaron a los alimentos y el petróleo. A su vez, el aumento especulativo del petróleo aumentó los costos de los productos agrícolas. Esto explica en parte el auge de la demanda de diversos granos. En el caso de la soja, tuvo que ver con la necesidad de Europa de encontrar un alimento balanceado adecuado para alimentar sus cerdos, pollos y vacunos. También contribuyeron los nuevos proyectos para impulsar los agros combustibles con la idea de reemplazar las fuentes nutritivas de los alimentos para existir como fuente de energía. Asimismo, China e India se han constituido en demandantes de soja a niveles fenomenales.

Pero antes de dilucidar este dilema que envuelve las problemáticas de muchos países que optan por perseguir algunos cambios en el modelo neoliberal –aunque más no sea para implementar apenas algunas medidas de interés nacional como en la Argentina-, detengámonos previamente en el análisis de algunos datos que revelan la situación del campo en la Argentina:

Hace 10 años la soja sólo ocupaba menos de 5 millones de hectáreas, en la actualidad supera los 16 millones de hectáreas. El área destinada a frutas cayó casi 100 mil hectáreas. Lo mismo ocurrió con las hortalizas. En 1998 el total del área sembrada para otros cultivos era de 26,2 millones de hectáreas, de las que sólo el 0,5 se destinaba a soja. En la actualidad se extendió la frontera agropecuaria al norte del país con lo que la superficie de siembra estimada para el 2008 es de 30, 2 millones de hectáreas. De ella, 16, 6 millones serán sembradas de soja. Es decir, que el área sembrada total creció 4 millones de hectáreas y la de soja 11 millones.

El incremento de los precios en la soja y algunos productos agrícolas valoriza las tierras destinadas a ellos. El valor de mercado de los campos registró una verdadera estampida desde la devaluación, al punto que los 12.000 dólares por hectárea que llagaban a pagarse en la Pampa Húmeda superan los valores de las mejores tierras productivas de los Estados Unidos.

La superficie sembrada de soja en la campaña 2006/2007 creció 152 por ciento respecto del promedio de la década del noventa. La de trigo avanzó apenas el 1 por ciento y la de maíz el 12 por ciento. El campo genera sólo el 6 por ciento del PBI y emplea un porcentaje reducido de la mano de obra, 11,4 por ciento de la población económicamente activa. Hay 70.000 productores de soja: 69.000 manejan el 20 por ciento de la producción, mientras que 2.000 producen el otro 80 por ciento. Las 218 mil familias que representan el 71 por ciento de los productores del campo, siembran 21, 3 millones de hectáreas y aportan el 53 por ciento del empleo rural, pero no tienen ni un dirigente en la mesa de negociaciones que está dialogando con el gobierno. Argentina produce alimentos como para una población 12 veces mayor que la actual. Sin embargo, dos millones de personas no llegan a comer o comen mal en un país record de producción. Y lo continuarán pasando por las mismas condiciones extraordinarias del campo por sus altos precios de los alimentos. Son 135 millones de toneladas de alimentos básicos suficientes como para 450 millones de personas.

Se exporta el 91, 7 por ciento de lo que se produce, pero aún así los productores quieren subir los precios locales. En Argentina solo queda el 8,3 por ciento de la producción. El fuerte incremento en el precio de los alimentos profundizó los niveles de pobreza en el mundo. Sólo en América Latina hay 10 millones más de pobres a raíz de la reciente suba del 15 por ciento promedio en el valor de productos de primera necesidad. Los trabajadores rurales que están dentro de la informalidad (el 70 por ciento en toda la actividad agropecuaria) viven en condiciones de semiesclavitud. El campo también significa trabajo infantil: Casi 3 chicos de cada 10 realizan trabajo infantil en tareas agropecuarias, superando por mucho a la que se ve en las ciudades y lleva a situaciones limites: niños esclavizados y niños que hacen bandera para los aviones que los fumigan. El sector rural es el que registra mayores niveles de incumplimiento en la liquidación de aportes a la seguridad social. Se estima que el 75 por ciento de los peones trabaja en negro. Los daños ambientales causados por el cultivo de soja en el país en los últimos años ascienden a más de 4.400 millones de dólares. La expansión de la soja está arrasando el bosque nativo y las tierras de los pueblos originarios contrariando la Constitución Nacional. El modelo de agronegocios basado en la soja transgénica desalojó, en los últimos 10 años, a 300 mil familias de campesinos e indígenas que tuvieron como destino los barrios pobres de lasa grandes ciudades. Mil hectáreas de soja pueden ser manejadas por solo 4 personas, mientras que un tambo con esa superficie requiere 20 trabajadores. Si esa porción de tierra estuviera en manos de familias campesinas indígenas implicaría trabajo para 350 personas. Argentina no es un país pobre, es un país injusto.



Entre el capitalismo nacional y el capitalismo semicolonial

Para comprender el trasfondo de este conflicto es imprescindible, en primer lugar, dejar de lado algunos aspectos ideológicos que discurren con los procesos nacionales acaecidos en algunos países de América Latina por cuanto no coinciden con el establecimiento de un socialismo salido de las profundidades teorías del marxismo occidental. Esto significa que es indispensable reconocer el carácter capitalista emprendido en algunos de estos países, pero sin dejar de percibir que estos cambios y antagonismos que se dan en algunos países de América Latina, incluida la Argentina, denotan una profunda diferencia que existe entre un capitalismo dependiente, semicolonial, donde el imperialismo opresor ahoga todo crecimiento y toda modernización, con respecto a un capitalismo nacional donde los recursos naturales y las fuerzas productivas se movilizan intensamente dentro de una planificación general dirigida a resguardar la independencia económica y la soberanía política.

Sin embargo, caeríamos en el mismo error si estableciéramos una similitud entre el capitalismo tal cual se desarrolló en los países centrales y este capitalismo nacional que viven o desarrollan algunas naciones de América Latina. Aquel capitalismo europeo o norteamericano, si bien logró el apoyo del Estado, especialmente en cuanto a sus tarifas protectoras establecidas para resguardar sus economías frente a los embates del mercado internacional, se fundó esencialmente sobre la empresa capitalista privada y monopolista, y llevó a cabo la acumulación del capital succionando enormes masas de plusvalía a sus trabajadores. Pero en los países de América Latina, o como lo demuestran la historia misma de la Argentina a partir del primer peronismo en 1945, ese capitalismo tiene particularidades propias que le permiten romper a largo plazo con sus mismas condiciones de existencia en cuanto las fuerzas del imperialismo atentan contra él. Por un lado, el proceso de crecimiento de las fuerzas productivas se intenta desarrollar a través de una amplia franja de empresas estatales a tal punto que podría hablarse más de una economía mixta que de una economía privada; por otro lado, la acumulación del capital no se basa fundamentalmente –o mejor dicho, esencialmente- en la explotación de los asalariados, sino en la traslación de ingresos desde los sectores agrarios o petroleros a los sectores industriales y productivamente marginales de los segmentos económicos nacionales. Ambos aspectos otorgan a ese capitalismo perfiles insólitos y el apoyo consecuente de los trabajadores, campesinos, indígenas o, en algunos casos, de la burguesía industrial.

Si la intención por parte de algunos gobiernos que se consideran populares y nacionales quebrara la dependencia y promoviera el desarrollo de las fuerzas productivas, no puede dejar las empresas de industrias estratégicas en manos del imperialismo, más aún cuando la debilidad de la burguesía nacional impone un aspecto diferencial en la conducta económica de las clases sociales. Por lo que el Estado debe asumir esa tarea. Estatización es sinónimo de nacionalización, así como privatización lo es de extranjerización.

Esa burguesía nacional en los países periféricos de América Latina, y específicamente de Argentina, falta a la cita histórica por dos razones: por su debilidad material (apenas emergida recientemente en el país agropecuario donde le imperialismo y la oligarquía ganadera la han hostigado siempre); y por su colonización ideológica, producto de su subordinación a los medios de difusión oligárquicos, desde la escuela hasta los diarios, que le impide alcanzar una conciencia nacional para intentar erigirse en clase dominante.

Ahora bien, analicemos el caso argentino, teniendo en cuenta algunas consideraciones históricas y sociales particulares. Sucede que las excepcionales condiciones del clima y el suelo de nuestra zona pampeana han permitido producir alimentos a costos notablemente inferiores a los del resto del mundo. Es decir, en nuestra producción agropecuaria, además de la rentabilidad común propia de este tipo de producción, existe una utilidad excedente llamada renta diferencial y que está dada por la diferencia entre le costo del mercado mundial (que se fija en función de la producción de países con clima y suelo no privilegiados) y el costo argentino. Esta ventaja comparativa ha signado el carácter de nuestra oligarquía, donde su ganancia no proviene de la explotación de sus peones rurales (con pocos hombres maneja enormes extensiones de campo), sino fundamentalmente de la renta diferencial.

Esta clase dominante está marcada por ese rasgo fundamental no burgués, parasitario y al derrochar sus fabulosos ingresos y no en reinvertirlos, no acumuló capital. Por eso hay enriquecimiento y no crecimiento cuando estas fracciones son las que manejan las palancas del rumbo económico nacional.

Si el gobierno se apodera parcialmente de esa renta diferencial, como lo hizo el primer peronismo, y la convierte en pivote de su política pública de crecimiento económico y de justicia social, entonces estamos ante el caso de un país que ensaya, por primera vez en más de 50 años, el inicio y desarrollo de un capitalismo nacional. No obstante, en tanto los precios internacionales de los productos exportables sean alto y permitan mantener ese traslado de riqueza habrá conciliación entre el capital y el trabajo, habrá, como dicen algunos: pacto social. De lo contrario, como en 1955 el rumbo hacia un proceso de cambio y trasformación profunda que implique liberarse de las ligazones más perturbadoras del capitalismo como modo de producción imperante, quedará inconcluso.

No por estas diferencias hay que considerar que las formas de producción capitalista en los países periféricos, por más independientes y nacionales que sean, signifiquen un motivo de crecimiento y justicia social para un desarrollo superior de las condiciones de vida en los pueblos oprimidos por el imperialismo, sino más bien, que pueden representar una desconexión y posterior ruptura con el imperialismo a partir de las modificaciones de los vínculos estructurales con el capitalismo mundial. Puesto que el desarrollo de un capitalismo nacional requiere de un fuerte compromiso de las clases trabajadoras y de los sectores marginales de la economía para imprimirle impulso, por lo mismo son estas diferencias y condiciones las que hacen inviable a largo plazo el consiguiente desarrollo capitalista en las periferias, lo cual implica alimentar estos procesos como vías de desconexión y transición para la implementación de modelos nacionales y populares revolucionarios y transformadores. No obstante, esta consideración excede el tratamiento fundamentado en este tema, por lo que sería inoportuno profundizarlas ahora, pero es necesario reconocerlas a modo general de análisis.





Entre la intervención del Estado y el predominio del libre mercado

Veamos pues, cuál es el objetivo de las retenciones, porque según hemos visto hay una intención más profunda detrás del reclamo rural y es la distribución del ingreso y una lógica de acumulación distinta o, mejor dicho, una pretensión de limitar y entorpecer el proceso de distribución del ingreso a través del aprovechamiento de las rentas diferenciales Toda distribución del ingreso supone retenerles ganancias a los sectores propietarios. Es la puja por un capitalismo atrasado y un capitalismo moderno tal como hemos dicho.

Las retenciones implican, como muchas de las políticas económicas implementadas por otros países que tienen el objetivo de desarrollar sus industrias y reducir las desigualdades sociales, afectar determinados intereses. La producción agraria en Argentina se asemeja mucho a la producción petrolera. En ambos existe una renta, un margen de ganancia por encima de la generación normal. Pero la decisión de apropiarse de un porcentaje de esas rentas extraordinarias de los recursos nacionales es, sencillamente, una condición necesaria pero no suficiente para conseguir quebrar aquella diferencia entre un capitalismo dependiente y otro nacional. Es el principio y no el final de una política económica para la defensa de los intereses generales de la nación. Quitarles recursos al campo para transferirlos al resto de la sociedad a través de subsidios a la industria, programas sociales u obras de infraestructura, seguramente sea la decisión correcta, pero también revela un dato negativo y es la tremenda primarización de la economía en base a una estructura exportadora que ha perdurado durante estos últimos años en Argentina. Quienes desde la doctrina del laissez faire o desde las posiciones de los medios de comunicación e información especializados, critican las retenciones por constituir una transferencia de recursos de un sector específico a otro, omiten en señalar que se trata de un impuesto que va sobre la renta y no sobre las ganancias, dados los niveles de rentabilidad presente como resultado de los precios internacionales.

La existencia de renta abre la posibilidad de potenciar el desarrollo industrial y agropecuario de un país. Pero para que la renta sirva para impulsar el crecimiento integrado del país, las retenciones deben inscribirse en un plan de desarrollo industrial y agropecuario que contemple los intereses nacionales y populares de manera intensa.

Las retenciones tienen una lógica económica muy clara: En primer lugar, son una forma rápida de incrementar los ingresos fiscales apoderándose de una rentabilidad que sirve para desconectar los precios internacionales de los precios internos. Por otro lado, el aumento de las retenciones apuesta a propiciar otros cultivos y limitar el cultivo de soja. Si no existiesen retenciones a las exportaciones en los alimentos, sus productos se venderían más caros, renta que obtendrían a costa de los sectores asalariados, cuestión esta que engloba apenas parte de la problemática en la distribución del ingreso.

El mecanismo de las retenciones tiene por sobre todo tres objetivos reivindicatorios que no pueden desestimarse:

1)- Redistribuir la riqueza (no alcanza por si solo, pero es un requisito para ello).

2)- Ponerles un techo a los precios de los alimentos de primera necesidad para que sean accesibles a los ciudadanos de menores ingresos.

3)- Contener la sojización del campo en defensa de la diversidad productiva.

Pero para comprender el por qué de esta función es preciso detenerse en algunos de sus aspectos más relevantes. No es lo mismo un productor que produce y comercializa en condiciones de libre mercado, o las consecuencias económicas y sociales que de esto se deriva, que quien lo hace bajo la intervención del Estado y bajo condiciones de mercado interno. Más específicamente, en condiciones de libre mercado, un productor argentino de alimentos tiene dos opciones:

1)- Exportar (a precio internacional)

2)- Vender al mercado interno

Si el Estado no interviene cuando el precio internacional es mayor que el precio local, los argentinos para abastecernos, deberíamos pagar el precio internacional. De lo contrario, el empresario exportaría toda su producción. Ahora bien, si el Estado le cobra retenciones al exportador, este recibe, precio internacional menos la retención. Con esta nueva condición, las opciones del empresario son:

1)- Exportar (a precio internacional menos retenciones)

2)- Vender al mercado interno

Ante esta situación, los argentinos ya no tendríamos que pagar al empresario el precio internacional, sino el precio internacional menos las retenciones. Pero con esto no basta para mantener los precios de los alimentos. Parte de lo recaudado por retenciones es destinado a subsidiar los precios internos, para bajar aún más los precios al consumidor. Esto lo hace el Estado a través de compensaciones a los productores.

En consecuencia, se plantean los desafíos de construir un modelo de país que debe combinar, necesariamente, las ventajas comparativas naturales del agro con una creciente capacidad industrial y con la prioritaria reducción de la brecha social. La historia enseña que para mejorar la distribución de la renta hay que afectar el poder económico, que hoy tiene su manifestación en la trama multinacional sojera. Por ese motivo, la crisis es política y no económica.

Es en este marco que hay que entender la formación de un bloque político y económico opositor de fuertes propósitos desabastecedores y antidemocráticos.





Entre la Democracia y la Dictadura del Mercado

Las clases que en los últimas décadas del siglo XIX habían organizado la Nación e insertado su economía en el mundo como proveedora de materias primas agropecuarias e importador de bienes manufacturados no fueron capaces de organizar un partido político que representara sus intereses dentro de la competencia democrática. Esto no es de extrañar en un país donde la oligarquía fue y es el sector fundamental de la economía que no precisó de un partido político para manejar los destinos del país. Cuando sus intereses son puestos en cuestionamientos como resultado de los cambios nacionales e internacionales, este sector hegemónico de las clases dominantes en el país ensaya la apertura de procesos de desestabilización y ruptura democrática, originando un ciclo de crisis que desarticula los vínculos económicos y sociales de toda sociedad dividida en clases.

Aglutinando las fuerzas del subdesarrollo, este frente integrado por el monopolio mediático de los medios de comunicación, las transnacionales afectadas por la política de captación estatal de las rentas diferenciales, los grandes terratenientes, las fracciones acomodadas de la sociedad, amplios sectores de la clase media, la derecha partidaria y la izquierda cipaya, es decir, esta nueva “derecha” que intenta asociar distintas tendencias de época, procura imponer nuevamente en la Argentina la ruptura del orden institucional democrático. Pero no sólo por romper con las reglas formales de la democracia burguesa este sector activa sus mecanismos de ruptura institucional, sino más bien porque sus medidas de protesta adoptadas son sobredimensiónales, objetivamente reaccionarias e ideológicamente golpista, clasista y aún racista: desabastecimiento de alimentos de primera necesidad, inflación, intervención de militares asociados al golpe militar del 76, etc.

Cuando el gobierno permaneció a la defensiva y las clases medias ayudaron a generar un clima de hostilidad permanente, el lockout agropecuario permitió que se asomen y mezclen otros intereses políticos y económicos que nada tuvo que ver con los reclamos a retenciones móviles. Es que ya no se trata, para estos sectores, meramente de las retenciones sino de la ruptura social y el quiebre democrático. El plan de lucha promovido por las cámaras patronales agropecuarias asumió un carácter político excepcional. El saldo del piquete del desabastecimiento fue el alumbramiento de un nuevo bloque de poder pero con las mismas figuras del capital. En este sentido, el lockout agrario dejó de ser un problema meramente económico y se transformó en un problema de poder.

Hay, sin embargo, quienes sostienen desde la “izquierda partidaria” (cierta izquierda política de Argentina cuyos dirigentes dicen representar a las grandes masas trabajadoras cuando en realidad sus intereses encarnan sólo a una minoría) que no es la batalla entre dos modelos distintos, ya que el proyecto del Gobierno y de la Sociedad Rural es sustancialmente idéntico, puesto que ambos son capitalistas. Esta “izquierda” oportunista -exigiendo una reforma agraria al mismo tiempo que apoyando el paro del campo y las cacerolas de la gente de bien de la ciudad de Buenos Aires- vuelve a dejar en claro sus alianzas históricas con la derecha nacional. De la misma manera que la Federación Agraria, aglutinando a los pequeños productores, se encuentra aliada con lo peor de la historia del país, con los enemigos históricos de su propia entidad rural, para confrontar con el primer gobierno que en medio siglo puso en debate la apropiación individual de la riqueza generada por procesos colectivos, la izquierda funcional de Argentina ignora las diferencias fundamentales que representan un capitalismo semicolonial de un capitalismo nacional con sus respectivas alianzas de clase en la coyuntura económica y en el desenvolvimiento de las fuerzas productivas del capitalismo monopolista.

En cuanto a los medios de comunicación, pocas veces el periodismo jugó un papel tan importante, brutal, parcial como en estos momentos. Con el propósito mediático de ocultar el trasfondo ideológico y económico en sus coberturas periodísticas, la prensa e intelectuales del país ofrecieron el espacio propicio para la aceptación legítima del golpe agropecuario. Estos medios de comunicación que son el producto de una expropiación del espacio público convertido en privado, que forman parte de una estrategia neoliberal mundial que compró el dominio de la opinión pública, que su propiedad en el país es tan espuria como la propiedad de la tierra, aliados del terror y el genocidio, asientan las bases ideológicas específicas para completar y definir en el campo simbólico la legitimidad del golpe económico patronal. En otras palabras, este golpe económico de los dueños de las tierras no hubiese sido posible sin el apoyo cómplice y monopólico de los dueños de los medios de comunicación. De ahí que las entidades patronales hayan logrado mimetizar sus intereses sectoriales, su avidez rentista, con los imaginarios de amplios sectores sociales, fundamentalmente, los sectores medios de la sociedad más habituados a la tradición ideológica de la oligarquía.

De lo que no cabe duda es que en la historia económica, política y social de la Argentina retornan las confrontaciones entre protagonistas que se repiten: el peronismo y las privilegiadas rentas agrarias. Desde el plano económico el IAPI fue el arma más genuina que el primer peronismo impulsó en América Latina. Al reemplazar a los monopolios como Bunge y Born que intermediaban entre los productores y el mercado internacional, el IAPI se apropiaba de los capitales excedentes que derivaban a beneficiar los intereses de los sectores más postergados. El golpe de 1955 motivado por el sector agrario representó el pasaje de una economía que centralizaba el capital en la industria y en los sectores populares a una economía que centralizaba el capital en los sectores tradicionales de la ganadería y la agricultura ligados a los trusts cerealeros, a la tradicional oligarquía vacuna argentina.

En cuanto al desenvolvimiento social del conflicto, una vez más las clases sociales enfrentadas reaparecen con sus nuevos y viejo actores. Cuando las cacerolas como forma de protesta apropiada por las clases pudientes de la sociedad se remitían a algunas esquinas porteñas o a las grandes ciudades del interior del país, pero sin extensión en las barriadas populares, definió el paisaje social que acompaña el conflicto entre el gobierno y el campo. Eso no significa que en los sectores bajos de la sociedad haya conformismo absoluto con el rumbo nacional de la política, pero si que, por fuera de las consecuencias inflacionarias que las entidades motivaron con sus cortes de ruta, el choque no alcanzó a prender en el zócalo de la pirámide social. Dato considerable, porque una cosa es que la clase media sea quien fije el humor colectivo que los grandes medios estimulan y reproducen, y otra muy distinta, es que sin el concurso de las franjas populares pueda consolidarse un clima de desestabilización.

Ahora bien, de qué manera se pueden detener estas fuerzas golpistas y sectoriales que aspiran a degradar las posibilidades económicas y sociales de cambio nacional abierto por las condiciones internacionales y la crisis mundial del capitalismo imperialista. Luis D`Elía, líder piquetero y dirigente social citó una frase histórica: “A la fuerza brutal de la antipatria, opondremos la fuerza del pueblo organizado”. Ahora bien, ¿existe tal organización popular?

El gobierno carece de prácticas de divulgación o estrategias de difusión popular que tanto tuvo el primer peronismo como gastador intelectual de una época popular. Se trata entonces de una construcción política que incorpore nuevos integrantes con voces propias. Si de lo que se trata es de diversificar la producción para que exista un mercado interno a precio razonable y promover la defensa frente al mercado mundial, especialmente ahora que hay una crisis en Estado Unidos, es imperioso que América Latina debe refuerce sus políticas de seguridad alimentaria, poniendo a los alimentos como tema en la región y promoviendo su agricultura entre pequeños y medianos campesinos. Solo bajo las coordenadas de otro modelo agrario con soberanía alimentaria, es posible conformar un movimiento nacional que apele a las formas históricas de Liberación Nacional. Es decir, no puede esta medida de retenciones móviles –que la hemos calificado como una medida altamente progresista- permanecer como una simple disposición de política económica destinada a salvaguardar los intereses nacionales sólo coyunturalmente, sino que debe ampliar y profundizar los mecanismos de intervención estatal para establecer una mayor equidad social y sostener la ilegitimidad de la apropiación individual de la renta. Pero aún más, sin afectar las demás rentas que los restantes agentes económicos transnacionales ajustan al servicio del mercado mundial, es imposible alimentar un verdadero y genuino proyecto nacional que apele al apoyo activo de las mayorías nacionales. La renta financiera, como así también las que generan el petróleo, el gas y la gran minería marchan rumbo a los bolsillos de los grandes bancos y empresas.

Los recursos naturales son propiedad de la sociedad, que le otorga legítimamente al Estado la capacidad de su distribución en el marco de la igualdad social. De manera que sin una adecuada nacionalización de nuestros recursos naturales conducidos por una fuerte participación popular, no se superaran las condiciones del subdesarrollo y las diferencias actuales entre los sectores de mayores ingresos y el resto de la sociedad. Es por ello que parte de esas rentas extraordinarias deben ser consignadas por el Estado con el objetivo primordial de atacar el núcleo duro de la pobreza y suscitar un crecimiento equilibrado hacia todos los sectores sociales. De ahí que estas retenciones a la renta agraria definan el destino nacional. Como hemos titulado el artículo, el destino nacional está definido por esta encrucijada fundamental: Si los grandes terratenientes y los pools de siembra, o el Estado nacional.



Por Diego Tagarelli.

Sociólogo.

Argentina.

martintagarelli@yahoo.com.ar



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