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Febrero 2010

LA “TRAICIÓN” DE LA BURGUESÍA LATINOAMERICANA

Por Diego Tagarelli

¿Qué sentido adquiere la existencia de la burguesía en América Latina? ¿Sobre qué condiciones y aspiraciones históricas se asienta el proyecto político de la burguesía nacional y regional? ¿Es la burguesía la clase social dominante que retiene el poder económico y traza las líneas hegemónicas en las sociedades latinoamericanas? ¿De qué burguesía hablamos cuando pensamos en la burguesía latinoamericana?

De todos estos interrogantes surge una pregunta ineludible, esencial para el esbozo de la problemática adoptada, porque en la medida que la denominación “traición” -en el sentido político- tiene la doble acepción o significación de “desertar” a un proyecto definido para “entregarse” a otro proyecto u objetivo decididamente incompatible con el anterior, está claro que coexisten intereses desiguales y, por tanto, la pregunta correcta debería formularse de la siguiente manera: ¿Hacia quién y dónde está dirigida la traición de la burguesía latinoamericana? Y como el consecuente de la deserción y renuncia es el traspaso y entrega a otro proyecto, resulta entonces un nuevo interrogante: ¿Con quién, por qué y hacia dónde resuelve traspasarse la burguesía latinoamericana?

No hace falta acudir a la extensa bibliografía aportada por la sociología académica para responder a estos dos interrogantes. Tampoco es necesario recurrir a los textos fundamentales de Marx o Lenin para esclarecer la cuestión. Sólo basta con prestar atención a los acontecimientos económicos, políticos y sociales acaecidos en la región. E incluso, ante la omisión de un análisis general, como última instancia, basta con sumergirse en el entorno que desnuda la realidad social de los sectores burgueses. Si algún intelectual extraviado, de esos que pasan largas horas analizando el comportamiento de las sociedades desde la mera abstracción teórica, no logra dilucidar tales interrogantes y sigue sosteniendo alguna duda, pues existe como alternativa final una última recomendación casi tan evidente como contemplarse en el espejo: encontrar la tumba de la burguesía nacional en el histórico cementerio de las clases sociales “suicidas”. (1)

LA BURGUESÍA LATINOAMERICANA, ESA RODAJA DE QUESO EN EL SÁNDWICH…

Al inicio de este artículo formulamos una pregunta fundamental: ¿De qué burguesía hablamos cuando pensamos en la burguesía latinoamericana? Las clases dominantes en América Latina asumen históricamente una conducta dependiente con respecto a los centros mundiales y, fundamentalmente, en relación al imperialismo de turno. La distribución económica desigual de los países en el capitalismo mundial asigna un carácter estructural dependiente a las clases dominantes en las naciones periféricas. Ya hemos insistido suficiente en artículos previos que esas clases dominantes, al encontrarse sujetadas al imperialismo y los movimientos del capital extranjero central, renuncian al proyecto capitalista de desarrollar un proceso propio de acumulación y establecen un tipo de régimen especial, un sistema económico, político y cultural de subordinación al que podemos distinguir como “capitalismo dependiente”, donde las oligarquías de la región (antiguas oligarquías, oligarquías financieras y modernas burguesías terratenientes) asumen el control de los recursos naturales y ocupan el lugar hegemónico como fracción de clase dominante. Es una oligarquía que ha transitado por distintos momentos históricos y adquiere en la actualidad una orientación suficientemente compleja, pero, no obstante, continúa sustentando y defendiendo los mismos intereses económicos y políticos que le dieron origen, es decir, los intereses terratenientes y comerciales (agrarios, petroleros, mineros, etc.) puestos al servicio de las necesidades imperialistas.

Este sector dominante de la economía latinoamericana forma una suerte de “burguesía regional terrateniente” y cuenta con el respaldo de otros agentes sociales de las economías nacionales, entre los que sobresalen la burguesía comercial intermediaria, la burguesía industrial, la pequeña burguesía y los actores ideológicamente dependientes propios del sistema periférico. Estas fracciones se organizan como bloque de clase dominante bajo el predominio hegemónico de la burguesía terrateniente, instaurando alianzas coyunturales en su seno debido, primordialmente, a la necesidad de asegurar e instrumentalizar los márgenes de beneficio económico según los distintos intereses en juego y sus presencias concretas en los aparatos del Estado.

Pero sucede que la condición históricamente dependiente y semicolonial de los países de la región trastorna constantemente tales alianzas, pues la forma especial en que los países de América Latina son incorporados al capitalismo mundial hace que el imperialismo instituya sus vínculos más enérgicos con la fracción terrateniente de la burguesía -la cual afinca su poder como segmento del mercado internacional y del imperialismo-, asfixiando así un proceso capitalista autónomo que limita, condiciona y obstaculiza el crecimiento industrial y comercial de las burguesías industriales y las pequeñas burguesías nacionales que, al fin y al cabo, se sujetan y reconocen en el desarrollo del mercado interno y el Estado nacional. (Es absurdo suponer, como lo hacen algunos partidos e intelectuales considerados representantes de la izquierda latinoamericana, que la burguesía industrial o los “empresarios nacionales” representan el grupo dominante que mantienen el control del poder económico y político, siendo este sector el principal enemigo de las masas explotadas).

De manera que estas enormes fracciones de la burguesía, ante determinadas circunstancia de crisis mundial y ante el efecto natural del antagonismo con las oligarquías nacionales, se vuelcan a los movimientos nacionales que agrupan a las clases trabajadoras y sectores populares diversos enfrentados objetivamente a la burguesía terrateniente y el imperialismo. De ahí que podemos afirmar que estos sectores de la “burguesía nacional”, es decir, los sectores de la burguesía industrial, la pequeña burguesía y los amplios sectores sociales medios de latinoamericana resultan como el queso del sándwich, habitan como un sujeto social ubicado en el medio de la oligarquía y la clase trabajadora, es decir, se encuentran dispuestos entre la burguesía terrateniente y los sectores populares. Sus intereses son tan contradictorios con la oligarquía como con la clase trabajadora, como así también sus alianzas son imprescindibles tanto con la oligarquía como con los sectores populares. No obstante, debido al encadenamiento asfixiante del imperialismo hacia los países latinoamericanos, las burguesías que se inscriben en el desarrollo de los procesos de acumulación interno acaban siendo afectadas potencialmente como las clases trabajadoras y, por consiguiente, sus intereses resultan más compatibles a los intereses de los sectores populares. Claro que, dado los avances de la mundialización capitalista es insensato considerar la presencia sólida y perdurable de las burguesías nacionales, pero aunque su debilidad estructural, política y cultural pareciera despojarla de la historia presente, se presenta como un sector socioeconómico existente dentro de la estructura social de los países de la región, cautivo y sofocado por su relación semicolonial al capitalismo global. Más aún, aunque tenga reservas con el intervencionismo estatal y reniegue de los cambios revolucionarios, es un sujeto social que ha podido incorporarse en los frentes nacionales junto a los demás sectores nacionales y explotados.

La burguesía latinoamericana no tiene otro destino que vincularse a los trabajadores para desarrollar su proyecto de clase que, claro está, asume un comportamiento particular, distintivo y concurrente con el desarrollo de la clase trabajadora. Ella es víctima, al igual que los trabajadores, de una organización económica y social que no la favorece en los hechos. Más aún, la base social de la cual resultan estas burguesías está compuesta por las fracciones nacionales de clase media que, por lo general, no poseen ingresos muy superiores a los de los trabajadores. (Claro que, naturalmente, la oligarquía y el sistema semicolonial se han encargado muy bien de trasmitir una serie de valores y fábulas que permite que estas franjas sociales y sus representantes burgueses conciban e imaginen que tienen un status superior al de los trabajadores). Es que la lucha por la liberación nacional, la justicia social y la revolución en América Latina es, en un primer momento, la lucha contra el imperialismo que actúa a través de la oligarquía (“burguesía terrateniente”) y los engranajes políticos, económicos y culturales puestos a su servicio. En este sentido, la revolución de las clases explotadas en América Latina es indisoluble de la revolución nacional y regional. Una no puede resolverse sin la otra. Y en tanto la revolución es nacional y regional, significa que se integran a la misma vastos sectores nacionales que son oprimidos por el imperialismo. Por lo que la revolución en los países latinoamericanos no puede reducirse a la clase trabajadora, al proletariado, pues reafirmaría la debilidad y la posterior derrota frente al imperialismo. La clase trabajadora, si bien posee el papel fundamental como clase revolucionaria, debe contar con el apoyo de otras fuerzas nacionales: pequeña burguesía, parte de la burguesía industrial menos dependiente del imperialismo, peones rurales, estudiantes, clase media popular, etc.

Pero estas burguesías nacionales de América Latina, en lugar de adherirse indisolublemente a las clases populares y trabajadoras en un gran frente que desarticule las conexiones dependientes con el imperialismo y suprima las influencias de la oligarquías (con lo cual estaríamos ante un proceso de transformación decisiva que favorecería íntegramente a los proyectos nacionales, dentro de los cuales los intereses de las burguesías nacionales, industriales e intelectuales serían admitidos), siempre han optado por permanecer como el queso en el sándwich. ¿Por qué renuncian estos sectores de la burguesía a los procesos de liberación nacional? Respondamos a este interrogante de manera sencilla: al ser incapaces de encabezar su propia revolución burguesa nacional, desconfían de las clases populares que lideran los movimientos de liberación nacional y regional ya que aspiran a modificar precisamente las estructuras del capitalismo periférico bajo las cuales se repliegan estas burguesías. Desconoce, así, que tales modificaciones no sólo defienden los intereses nacionales de los sectores oprimidos por el imperialismo, sino que, además, ignora que un cambio estructural en las condiciones dependientes del capitalismo los ubicaría como actores fundamentales del desarrollo nacional. Esta debilidad, ineptitud e incapacidad de las burguesías latinoamericanas de asociarse a las clases trabajadoras se corresponde en gran parte con el rígido compromiso que mantiene con la superestructura dominante, puesto que comparte las pautas y principios ideológicos de las clases terratenientes y de las burguesías centrales. Compromiso que es absolutamente incongruente y contradictorio con su determinación estructural ocupada en el sistema económico y social periférico.

Es que el efecto que engendra el capitalismo y sus distintas etapas de mundialización en las débiles burguesías nacionales de la región es una extendida y profunda distancia entre los lugares ocupados en las estructuras económicas y sus formas de reproducción en la superestructura política, ideológica y cultural. El establecimiento en las naciones latinoamericanas de economías dependientes, cuyos modos de producción están dados según las condiciones de despojo de sus recursos y bienes primarios para la transferencia y sostenimiento de las economías centrales y sus grupos monopólicos mundiales, origina una debilidad en las condiciones económicas capitalistas de estos países; debilidad que conduce a la impotencia y fragilidad de los grupos burgueses para dirigir los procesos de acumulación y que, ante el control hegemónico de la burguesía terrateniente en los asuntos políticos y económicos, sobrevienen como agentes subordinados del sistema, ubicándose en las esferas intermedias del poder y en los sectores subdesarrollados y complementarios de la estructura económica (la industria, el comercio, la burocracia, las instituciones públicas y privadas, etc.). Sin embargo, el sustento de las propias condiciones de dependencia en América Latina exige el establecimiento de una superestructura que ha conseguido no sólo encubrirle a estos sectores de la burguesía sus propias condiciones materiales -“reales”- de sometimiento, sino también procurarle una concepción cuyo merito es haber podido instituirle la idea y convicción de que en nuestras sociedades rige el desarrollo del capitalismo donde se ubican como agentes económicos y sociales privilegiados y predominantes, en las esferas y espacios privilegiados y dominantes de la organización social. En este sentido, el progreso, el respeto a las instituciones, el ascenso en la jerarquía social, la obediencia al mercado, el individualismo, etc., no sólo son los valores que adoptan las débiles y oprimidas burguesías nacionales de la región para distanciarse de las clase populares, sino además que representan el espacio ideológico y superestructural que los divorcia de sus propias condiciones reales de existencia, es decir, de su ubicación en la estructura económica.

De ahí resulta común en nuestros países que, por un lado, los empresarios nacionales asuman un comportamiento parasitario semejante a la oligarquía, aceptando las reglas internacionales del capital y persiguiendo el objetivo de satisfacer las necesidades impuestas por la superficialidad del mercado en bienes y gastos suntuarios. Por otro lado, es habitual que la enorme franja de empleados y trabajadores que actúan como fuerza de trabajo asalariada (empleados públicos y privados, burócratas, comerciantes, trabajadores intelectuales, etc.) en los aparatos institucionales “distinguidos” del capitalismo moderno, conciban e imaginen que poseen una jerarquía superior a los trabajadores manuales, obreros y asalariados explotados del sistema capitalista. Evidentemente, esta búsqueda de diferenciación obedece no tanto al nivel de ingreso obtenido (puesto que en los países periféricos la masa de trabajadores asalariados percibe su salario según las necesidades del capital internacional y de los niveles de trabajo excedente que son transferidos a los países centrales, lo cual establece un promedio general en todos los sectores ocupacionales sometidos por el capital extranjero y el imperialismo), sino más bien depende del lugar ocupado en la producción y en los espacios de la superestructura ideológica y cultural. Porque, pese a las diferencias socioeconómicas objetivas que separan y dividen a las burguesías nacionales de los trabajadores, las condiciones económicas bajo las cuales se desarrollan las burguesías nacionales de América Latina se hallan obstaculizadas, sujetadas y reprimidas por el imperialismo, lo cual sitúa a las fracciones de la burguesía en un escenario concurrente con las clases trabajadoras; escenario que, ni más ni menos, personifica el contexto económico sujeto a las condiciones capitalistas dependientes. Claro que, a diferencia de las clases más populares, los sectores sociales de la burguesía se inclinan hacia un “posicionamiento” social fundado en la defensa, acatamiento y sumisión de las prácticas ideológicas de la superestructura dominante; una suerte de “comportamiento suicida” que es inherente a las burguesías nacionales de la región por cuanto su intervención en los aparatos ideológicos dominantes se define por su obediencia, que no es más que la propia negación de sus propias condiciones “reales” de existencia.

Pero hay una peculiaridad aún más determinante: Si bien estas burguesías nacionales y subyugadas se reconocen en definidas ocasiones como integrantes de esos frentes nacionales, intervienen en ellos en la medida que su prosperidad económica se desenvuelve bajo el impulso de los embrionarios procesos industrializadores que, en el marco de las relaciones capitalistas, sostienen los Estados Nacionales ante la sustracción parcial de las rentas diferenciales obtenidas de las exportaciones de los bienes y recursos primarios volcados al exterior. Es decir, si bien forma parte de los frentes nacionales antiimperialistas, lo hace en el marco de la conservación de las estructuras del capitalismo dependiente que se sujeta a los cambios del mercado internacional. Por eso, cuando las fuerzas del capitalismo mundial y el imperialismo condicionan estas formas de inserción autónoma de las naciones periféricas -a través de la alteración de los precios internacionales; injerencia política y militar; bloqueo y desabastecimiento económico; etc.- los movimientos nacionales son empujados hacia tendencias más radicales, por lo que las burguesías abandonan los espacios de lucha y se vuelven nuevamente hacia el imperialismo y la oligarquía. Cuando los enfrentamientos con el imperialismo y la burguesía terrateniente se agudizan y los programas nacionales adquieren dimensiones concretas de redistribución del poder, afectando ciertos intereses propios del capitalismo periférico, los sectores industriales y los grupos de la pequeña burguesía, que no se identifican con una vocación nacional revolucionaria y atribuyen el motivo de sus eventuales adversidades económicas a los cambios transformadores impulsados por las clases populares en el seno del Estado, escogen plegarse nuevamente a los proyectos de la burguesía terrateniente y el imperialismo, desistiendo definitivamente al proyecto de liberación nacional y regional que consuma, paradójicamente, sus intereses de clase y a los cuales concluye por rechazarlos frecuentemente.

Sucede que los fantasmas de la revolución en Sudamérica siempre han espantado a las burguesías nacionales. Y aunque esos fantasmas le adopten y admitan ciertas aspiraciones históricas, estas burguesías avasalladas por el imperialismo desprecian a todo fantasma que contemple los intereses de las mayorías explotadas. Sus formas de asimilación con un tipo e imagen de superioridad ética que le imprime la organización social dominante, acaban por recrean en estas burguesías una diferenciación con las masas populares, a la que consideran inferiores, incapaces y portadoras de los fantasmas oscuros del populismo y el socialismo tirano e ineficaz. Siempre han estado paradas en Latinoamérica, pero mirando hacia Europa o Estados Unidos y dando la espalda al resto de los pueblos. Asimismo, los vínculos que mantienen con la burguesía terrateniente y la reproducción del comportamiento parasitario de las burguesías de los países centrales, conducen a la introducción de las fórmulas ortodoxas de la economía capitalistas, según las cuales sus ingresos deben provenir de la extracción abusiva del excedente del producto social del trabajo. Propósito que empujan a las burguesías nacionales a limitar las propias condiciones de crecimiento industrial y del desarrollo capitalista, puesto que aquella adopción de las políticas económicas burguesas -reducción de salarios reales, hostilidad hacia el Estado, desafección de convenios colectivos, caducidad de la legislación laboral, obstrucción al pleno empleo; etc.- es contraria al desarrollo de un proceso industrial autónomo en los países dependientes.

Es que el desarrollo de un modelo de acumulación que adecue el crecimiento de las burguesías nacionales, adquiere un carácter muy particular que es necesario tener en cuenta dentro de los marcos capitalistas. Cuestión que es ignorada por estas burguesías. Cuando los recursos naturales y las fuerzas productivas se movilizan intensamente dentro de una planificación general dirigida a resguardar la independencia económica y la soberanía política, afectando los intereses monopólicos transnacionales del capitalismo, significa que los sectores del empresariado y de la burguesía afectados por el imperialismo adoptan dentro de los movimientos nacionales un desempeño importante para el crecimiento de las industrias nacionales. Pero tal adopción y crecimiento no puede ser aceptado respetando las reglas del capitalismo mundial, trascendiendo las disposiciones de un Estado Nacional que afecta los intereses monopólicos y violentando contra los sectores de la clase trabajadora. El capitalismo europeo o norteamericano, si bien logró el apoyo del Estado (especialmente en cuanto a sus tarifas protectoras establecidas para resguardar sus economías frente a los embates del mercado internacional), se fundó esencialmente sobre la empresa capitalista privada y monopolista, y llevó a cabo la acumulación del capital succionando enormes masas de plusvalía a sus trabajadores. Pero en los países de América Latina ese capitalismo tiene particularidades propias que le permiten romper a largo plazo con sus mismas condiciones de existencia en cuanto las fuerzas del imperialismo atentan contra él. Por un lado, el proceso de crecimiento de las fuerzas productivas se intenta desarrollar a través de una amplia franja de empresas estatales a tal punto que podría hablarse más de una economía mixta que de una economía privada; por otro lado, la acumulación del capital no se basa fundamentalmente -o mejor dicho, esencialmente- en la explotación de los asalariados, sino en la traslación de ingresos desde los sectores agrarios, petroleros, mineros, etc., a los sectores industriales y productivamente marginales de los segmentos económicos nacionales. Ambos aspectos otorgan a ese capitalismo perfiles insólitos y el apoyo consecuente de los trabajadores, campesinos, indígenas, etc. Si la intención por parte de algunos gobiernos que se consideran populares y nacionales quebrara la dependencia y promoviera el desarrollo de las fuerzas productivas, no puede dejar las empresas de industrias estratégicas en manos del imperialismo, más aún cuando la debilidad de la burguesía nacional impone un aspecto diferencial en la conducta económica de las clases sociales. Por lo que el Estado debe asumir esa tarea. Estatización es sinónimo de nacionalización, así como privatización lo es de extranjerización.

Por todo esto, pese a que los pactos y compromisos en determinadas coyunturas entre las burguesías nacionales (que producen para el mercado interno) y las clases trabajadoras representan una desconexión frente al imperialismo y la oligarquía, dependen de determinadas condiciones internacionales y de la posición de los sectores empresariales e industriales para desarrollar un proceso de acumulación sin desistir de las clases trabajadoras. No obstante, cuando los procesos de cambio exigen el compromiso político y económico de las burguesías para articular sus beneficios junto con las clases trabajadoras, constituyendo un poderoso frente de liberación nacional que no sólo elimine definitivamente la influencia de la oligarquía, sino más aún, que rechace los “valores” y preceptos de la superestructura dominante, esta burguesía escoge desertar a todo cambio para seguir perpetuando su proyecto nacional y regional inconcluso. En fin, el grado de colonización ideológica y cultural, por un lado, y las conexiones históricas, económicas y políticas con las formas del subdesarrollo periférico, por otro lado, forman una burguesía subsidiaria, compradorizada, una burguesía destinada a mantenerse como “queso de sándwich”, dependiente y divorciada de los procesos revolucionarios históricos y, por lo mismo, contrarrevolucionaria y resueltamente peligrosa cuando se lo propone.

LA TRAICIÓN DEL SIGLO XXI

Desde mediados de la década del noventa, importantísimas transformaciones se operan en toda la región, cuyos efectos sociales y políticos se verificarán más tarde. El agotamiento y la crisis del modelo neoliberal arrastrará a las burguesías nacionales, por su relación semicolonial establecida con Estados Unidos, a una caída sin precedentes en la historia de América Latina. Con las limitaciones propias de las burguesías de los países dependientes -escasa conciencia histórica, reproducción de los patrones dominantes de la clase terrateniente, incapacidad para agruparse, etc.- este sujeto social encuentra, sin embargo, canales políticos para expresarse en los movimientos sociales nacionales y los gobiernos surgidos en el seno de la crisis neoliberal; gobiernos que, bajo el apoyo popular de las mayorías nacionales, puede aglutinar los intereses de estas fracciones de la burguesía. La llegada de gobiernos en algunos países con fuerte identidad popular (surgidos a finales del siglo pasado y principios del siglo XXI) va a trastrocar las superestructuras políticas dentro y fuera de las fronteras nacionales, mientras que desde el punto de vista económico, una mayor independencia frente a los Estados Unidos asociada a una política macroeconómica proteccionista posibilitarán la convergencia de ciertos sectores de la burguesía nacional castigados por el neoliberalismo. Nadie puede negar que, durante este periodo, los diversos proyectos políticos emergentes de la región definieran un modelo económico que favorecía asimismo a las burguesías nacionales. Pero tales convergencias, implicaba participar en los frentes nacionales junto a las clases populares que, sin duda, defendían e interpelaban intereses sociales más profundos y, a largo plazo, irreconciliables.

Esos nuevos frentes y movimientos nacionales, pues, eran canalizados de diferentes y específicas posiciones por cada uno de los actores sociales. Salvando las indudables diferencias sociales y económicas de cada país, podemos decir que, en general, se asistía a la formación de nuevos frentes nacionales que incorporaban a los distintos sectores castigados por el neoliberalismo. En ese sentido, para los trabajadores ocupados significaba un avance en sus condiciones reales de existencia. Para la burguesía industrial y el pequeño empresariado enterrado por el neoliberalismo representaba una cierta defensa frente al inestable contexto internacional y los productos procedentes del exterior. Para el resto de los semiocupados, desocupados, trabajadores estacionales, clase media empobrecida y los amplios sectores sociales marginados, el nuevo rumbo político encarnaba mayores oportunidades concretas de irrumpir en la escena nacional como nuevos sujetos sociales. De manera que las políticas económicas y sociales desarrolladas por muchos gobiernos de la región en el periodo que transcurre, aproximadamente, desde los años 2001-2003 hasta los años 2007-2008, procuraron satisfacer las diversas posiciones, cuyo objetivo pudo alcanzase inicialmente a partir de la ejecución de un modelo económico que recuperaba parte de las rentas diferenciales o, en el mejor de los casos, de la nacionalización o estatización de los recursos naturales y materias primas. Por lo mismo, los procesos abiertos incipientemente en la región durante esta etapa no adquieren un perfil decisivo y definido, substanciado e inseparable de un determinado sector social, sea este burgués, obrero, indigenista, etc., sino que expresa a todos los sectores sojuzgados.

No obstante, el paulatino fortalecimiento de las economías nacionales mediante políticas de desarrollo económico autosostenido si bien hacía frente a los vendavales de la crisis neoliberal y permitía estimular el incremento del capital nacional (resucitando a las débiles burguesías nacionales) y aumentar la demanda de trabajo a través de la reactivación del mercado interno, la afirmación de un proceso autónomo que agrupase satisfactoriamente a los diversos sectores y actores socioeconómicos dependía de factores estructurales que excedían las cuestiones macroeconómicas y estrictamente económico-financieras. A diferencia de los procesos emergentes de industrialización en América Latina durante las década del 30 y 40 del siglo XX, donde los cambios de la economía mundial y el desarrollo de modelos de acumulación nacional en base a la sustitución de importaciones dieron origen a una clase obrera industrial y a un empresariado nuevo y distinto, el siglo XXI encontraba a los países de la región sumergidos en la desindustrialización, la pobreza estructural y con las economías nacionales estranguladas por su dependencia al circuito financiero global. El neoliberalismo marcó en América Latina el colapso del sistema capitalista dependiente, con las burguesías industriales eclipsadas del escenario económico productivo y las clases populares y trabajadoras desplazadas del mercado formal de trabajo, lo cual presentaba serios obstáculos y limitaciones para impulsar un proceso de crecimiento extendido apoyado en el consenso de las diferentes clases sociales.

Ante semejante vulnerabilidad interna de las economías nacionales y el consecuente resultado que arrojaban las fuertes contradicciones sociales en el campo político, un “pacto social” entre el devastado proletariado y la sofocada burguesía nacional e industrial no podía sostenerse únicamente con el traspaso de ingresos de los sectores económicos dominantes hacia la industria y el trabajo como transcurrió durante el modelo sustitutivo de importaciones en el siglo pasado. Más bien, ahora el espacio de acuerdo social entre los diversos sectores no sólo obedecía al compromiso establecido en el seno del Estado por la distribución de esos ingresos, sino que además dependía del comportamiento de las fracciones de la burguesía con respecto a la posición de los gobiernos nacionales frente a los cambios estructurales.

Resulta que los sectores de la burguesía en América Latina dejaron de ser aquella burguesía pujante de mediados del siglo XX: mientras que una parte de las burguesías nacionales se asoció durante las décadas del ochenta y noventa a la “burguesía terrateniente dominante” para acceder a los negocios del mercado financiero internacional, otra parte desapareció victima de las políticas económicas neoliberales, con lo cual muchos países de la región se hallaron, posteriormente, en los inicios de un proceso de crecimiento sin el sustento socioeconómico de esas burguesías industriales y comerciales. De ahí que el proceso de crecimiento abierto luego de la hecatombe neoliberal cobrara menos fuerza e intensidad. No sólo el Estado debía intervenir en las esferas privatizadas de la economía y en las actividades industriales reservadas para la burguesía, sino que además debía revivir a todos los sectores trabajadores y empresariales perjudicados con el objetivo de reactivar los mercados internos, el consumo y el empleo. Por ello, durante los primeros años del siglo XXI comienza a instituirse de manera gradual una estrategia que persigue acompañar a través del Estado el desarrollo de las economías nacionales, promoviendo e impulsando a las burguesías nacionales y protegiendo a las clases trabajadoras.

Pero decíamos anteriormente que tales “acuerdos sociales” entre los diversos sectores no podía asegurarse exclusivamente en función del traspaso de ingresos de los sectores económicos dominantes hacia la industria y el trabajo, sino que además dependía del comportamiento de las fracciones de la burguesía con respecto a la posición de los gobiernos nacionales frente a los cambios estructurales. Por ello, al reimpulsar los espacios económicos y productivos de las burguesías, algunos gobiernos centrales de la región preservaron los esquemas de producción capitalista y concedieron márgenes de beneficio económico para estos sectores que les permitía reubicarse en la estructura social (Argentina, Brasil, Chile, Uruguay son, quizás los ejemplos más representativos). Por lo mismo, en la medida que la crisis internacional (proveniente y originaria de los países dominantes) no se manifestaba “abiertamente” en los países desarrollados y los términos de intercambio comercial no trastocaban potencialmente los niveles de exportación regional, un tipo de acuerdo entre las clases populares trabajadoras y las burguesías nacionales podía mantenerse sin afectar a ningún sector.

Sin embargo, ni las condiciones nacionales e internacionales, ni las burguesías nacionales casi extinguidas eran las mismas. A su vez, si bien estos gobiernos expresaban los intereses nacionales opuestos al imperialismo, eran los sectores populares más postergados, organizados en movimientos sociales, los que formaban la verdadera base social que acompañaba los cambios en la región. Una transformación en las condiciones de dependencia en la región que sostenga el compromiso entre el capital y el trabajo, no bastaba -como señalamos anteriormente- con la transferencia de los ingresos recogidos de los productos primarios, sino que requería de la ampliación de sus bases industriales en base al condicionamiento de las burguesías nacionales por medio del Estado y los trabajadores u organizaciones sociales. Y en este sentido, las burguesías nacionales de la región volvieron a ejecutar sus hazañas históricas de la traición, resignándose a ser, junto con las burguesías terratenientes, la fuerza interna dependiente cuya misión ha sido impedir toda modificación de la estructura. En el siglo XXI, ha quedado al desnudo que un desarrollo de las economías dentro de los marcos del capitalismo posee una limitación estructural por las características dependientes que asumen las fuerzas internas de los países periféricos. E incluso, las principales economías de la región que fueron históricamente vanguardia del proceso capitalista nacional (Argentina, Brasil, Chile y México) son hoy las economías más vulnerables frente a los cambios mundiales.

Si hay alguna relación histórica que distingue actualmente el comportamiento de la burguesía nacional y la formación de procesos capitalistas autónomos es la realidad del capitalismo a nivel mundial. No estamos frente a una crisis coyuntural de la economía capitalista que, en su condición imperialista, ensaya nuevas formas de dominación global a partir del desarrollo de las fuerzas económicas hegemónicas, sino que estamos en presencia de una crisis que abriga como causas profundas el agotamiento del sistema y sus acciones políticas y militares para sostenerse. Tal crisis ha puesto en evidencia el cambio categórico entre los países centrales y periféricos y, por lo mismo, las mutaciones de las sociedades nacionales en América Latina. En este contexto, un proceso de “desconexión” que desarticule las “conexiones” opresivas del imperialismo para instaurar un desarrollo soberano y autónomo, no puede consumarse obedeciendo incondicionalmente las pautas del sistema capitalista nacional y el comportamiento de las burguesías nacionales como podía ocurrir en décadas anteriores, puesto que la inserción de los países periféricos en la organización mundial exhibe condiciones rigurosamente distintas. Es decir, un modelo que contemple un proceso industrial autónomo, con una economía que asegure el desarrollo de una clase trabajadora, del empresariado interno, etc., debe avanzar hacia una trasformación en las condiciones de dependencia que excede los esquemas de desarrollo capitalistas autónomos o nacionales, ya que un desarrollo capitalista nacional en este contexto, si bien adquiere particularidades distintas y puede liberarse de cierta obstrucción y paralización incitada por el imperialismo, depende del grado de independencia de los sectores productivos frente a la “burguesía terrateniente exportadora” y de la capacidad del Estado para desafiar al capital extranjero, cuestiones estas que resultan profundamente débiles dado los alcances del proceso de extranjerización nacional y regional.

Sería muy arduo profundizar sobre estos aspectos. Sin embargo, queremos significar en los lugares ocupados por la burguesía nacional en un escenario que exige una urgente liberación económica, política, social e histórica. Y he aquí dos de sus derrotas históricas recientes. Por un lado, la asimilación superestructural de las burguesías con la clase oligárquica: cuando las clases dominantes perdieron el poder político y sintieron afectados sus intereses económicos monopólicos, se lanzaron fuertemente a una contrarrevolución conservadora que terminó asimilando a los sectores medios nacionales y las franjas de la burguesía nacional. Por otro lado, la crisis internacional que terminó repercutiendo en la región en los últimos años: aunque la crisis ya había impactado fuertemente en la región desde finales de la década del noventa, desplazando a las burguesías nacionales al campo popular hasta formar alianzas con las masas explotadas, una vez que la crisis se pronunció a nivel global dado su influencia sobre las grandes empresas multinacionales desde los años 2007-2009, algunos gobiernos se vieron obligados a avanzar en un proceso de nacionalización económica que modificaba rotundamente el rol intervencionista del Estado en las esferas productivas, lo cual significaba un condicionamiento estructural sobre las burguesías que, poco a poco, fueron plegándose a una estrategia política y económica opositora. Sin proponérselo, las débiles burguesías nacionales de Latinoamérica volvían a cavar su propia sepultura.

Ya durante los años 2006-2008, muchos de los frentes nacionales enfrentados a las oligarquías tradicionales, a las burguesías terratenientes y al imperialismo que habían accedido al poder en algunos países de América Latina, se encontraban fracturados. Sus programas ya no servían a todos los sectores que anteriormente habían coincidido. Las burguesías nacionales aceptaron formar parte de esos frentes nacionales mientras cosecharon beneficios y en tanto salían perjudicados por su alianza mantenida anteriormente con la burguesía terrateniente. Cuando la lucha de clases se agudizó y la crisis internacional se manifestó abiertamente a nivel global, a muchos gobiernos se les dificultó ser los representantes del policlasismo. Al no conseguir la aprobación de algunos sectores de la burguesía nacional, la mayoría de los procesos en la región quedaron solo con los sectores populares más combativos, de los cuales todo movimiento nacional no puede prescindir, pues constituye su columna vertebral. Evidentemente, los procesos nacionales en cada país se empeñaron en conservar la unidad de todos los sectores. Sin embargo, cuando las condiciones internacionales y las presiones de la oligarquía y el imperialismo comenzaron a amenazar tales unidades, desplazaron a algunos grupos de la burguesía de las alianzas que mantenían con las clases trabajadoras.

La reconstrucción de esas alianzas entre los diversos actores y sectores nacionales como regla que garantiza la victoria de una verdadera transformación es improbable. Si bien esos frentes nacionales constituidos inicialmente conquistaron una adhesión y pudieron consensuar una lucha conjunta contra el imperialismo y la oligarquía, en la actualidad esas alianzas se tornan insostenibles y, por el contrario, volver a rehacerlas encarnaría la capitulación concluyente de las naciones latinoamericanas frente al imperialismo y la burguesía terrateniente. En aquella coyuntura, dada desde finales de la década del noventa, principios de siglo XXI y prolongada aproximadamente hasta los años 2007-2008, tales unidades eran posibles porque los sectores de la burguesía nacional en la región, los sectores sociales medios, etc., apoyaron los distintos proyectos nacionales. Pero cuando los programas nacionales tomaron dimensiones más populares, concretas y la redistribución del poder social cobró mayor importancia, las fuerzas aliadas se fueron poco a poco apartando y muchos gobiernos se quedaron con lo medular del movimiento, es decir, las clases más populares y explotadas por el capitalismo periférico. Aquellos aliados, por lo tanto, pasaron a las filas adversarias, a las mismas que habían combatido años atrás. Por lo mismo, reconstruir los frentes nacionales contando con el apoyo de los mismos sectores significaría renunciar a lo que determina la razón de ser de los movimientos nacionales en Latinoamérica: su carácter antiimperialista y su interés por la revolución social.

Los desafíos de ahora son más profundos y difíciles que antes. Las burguesías nacionales se dieron vuelta (como siempre hacen en los países semicoloniales) porque no es la clase pionera, emprendedora y progresista de los centros capitalistas, sino una clase supeditada, económica y culturalmente, a la oligarquía y el imperialismo. No existe otra alternativa que la radicalización de los procesos de cambio en las naciones. En la Latinoamérica del presente, una mayor distribución del ingreso únicamente puede conseguirse desarrollando una política nacional y regional que despoje los intereses de la clase privilegiada, profundizando radicalmente la estructura dependiente. Es decir, no ya afectando parcialmente las rentas diferenciales de los bienes y recursos exportables que se apropia la oligarquía, sino despojarla entera e íntegramente, avanzando sobre la propiedad privada que acapara, como así también afectando rotundamente los intereses del capital financiero, sus rentas, etc.

Algunos componentes de los frentes nacionales han claudicado en sus posiciones antiimperialistas y reeditarlo implica llevar a los trabajadores y demás sectores populares a una unidad paralizante y conciliadora con los intereses antinacionales. Pero para eso, los procesos nacionales abiertos en cada uno de los países que consiguieron desconectarse parcialmente del neoliberalismo imperialista, deben asumirse como revolucionarios y socialistas. Siguiendo a John Williams Cooke, podemos decir que la revolución “será un producto propio, adecuado a las circunstancias latinoamericana. Porque serán movimientos de masas, es decir, que no serán manejadas por grupitos intelectuales que copian recetas, sino por conductores que se pongan a la cabeza y hablen el lenguaje de la hora. Lo que no habrá será conciliación de clases, equilibrio social, ni nada por el estilo. Porque eso fue posible en una coyuntura que ya no existe. Ahora podrán actuar frentes nacionales policlasistas, pero con las clases revolucionarias –obreros, campesinos, intelectuales, pequeña burguesía- en el comando. Y empiecen como empiecen terminarán en el socialismo. Las tendencias internas que quieren inmovilizar la situación y no considerarla como punto de arranque para transformaciones subsiguientes, serán arrasadas”.

(1) - Hay quienes, desde una perspectiva teórica, sostienen que la burguesía nacional habría desaparecido plenamente en los países periféricos en cuanto los avances en la globalización del capital y el neoliberalismo anularon los espacios socioeconómicos contenidos en el desarrollo de los capitalismos nacionales. Desde otra perspectiva, (que no es más que la adoptada en este artículo) hacemos referencia a una burguesía nacional “suicida” que, debido a su ubicación estructural en las formaciones sociales periféricas, adopta un comportamiento contradictorio en los procesos nacionales de la historia latinoamericana, asumiendo un rol antagonista en determinadas coyunturas que llevan a las fracciones de la burguesía nacional a oponerse a los cambios en las condiciones económicas dependientes que, paradójicamente, acogen sus intereses. Sin embargo, la existencia “real” de estas fracciones de la burguesía se nos presenta indiscutible. Para que deje de ser pertinente su existencia e, incluso, el análisis de clase, tendría que desaparecer no sólo el capitalismo, con sus contradicciones de clase específicas, sino la división misma entre propiedad y no propiedad de los medios de producción, o lo que es lo mismo, el divorcio entre los trabajadores directos y los medios de producción. No cabe duda alguna de que el capitalismo no sólo sigue existiendo, sino que se ha expandido en forma prodigiosa en todo el mundo, sometiendo o disolviendo los otros tipos de relaciones sociales. Esto no significa negar que las clases sociales y sus fracciones, así como las relaciones que mantienen entre sí, hayan sufrido transformaciones importantes en las últimas décadas y que estas transformaciones ameriten profundas investigaciones y análisis concretos de formaciones sociales también concretas. Sucede que los cambios en las condiciones de vida o en los ingresos de los miembros de las diferentes clases o los que afectan la importancia numérica de las mismas o los referentes a sus posiciones en las relaciones de fuerza, son procesos que afectan a las clases sociales, pero de ninguna manera desmienten su existencia. Las burguesías nacionales, pues, existen en función de tales condiciones que, claro está, pueden resultar incompatibles a sus “posiciones” coyunturales determinadas por la superestructura. Por ello, decimos que mantienen un comportamiento “suicida”, un comportamiento político e ideológico muchas veces incongruente con sus condiciones económicas concretas.


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