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Octubre 2010

CIUDADANÍA, REPRESENTACIÓN Y LIDERAZGO. APUNTES DEL CASO ARGENTINO ACERCA DE UN VÍNCULO INDESTRUCTIBLE*

Hernán Fair*


Resumen*

El artículo analiza el proceso de construcción y transformación social de la ciudadanía colocando el eje en el caso argentino. Partiendo de un enfoque diacrónico, afirma que su génesis sólo puede ser entendida en su doble dimensión de ciudadanía política y social. A su vez, en una segunda etapa, señala la íntima relación de este proceso con las nociones de representación y liderazgo.


1. Introducción

En las llamadas Polis griegas, los habitantes que eran considerados ciudadanosi deliberaban y tomaban las decisiones que afectaban a la ciudad-Estado de manera directa, por lo que no requerían la intermediación de representantes. No obstante, con el crecimiento paulatino del tamaño y la población de las ciudades, el auto-gobierno del pueblo se hizo materialmente imposible (Manin, 1998: 39; Schnapper, 2004: 165). En efecto, como ya lo habían destacado autores como Madison y Sieyes, las condiciones de la modernidad impedían estructuralmente el “autogobierno” del pueblo debido a la ausencia del tamaño reducido y la homogeneidad social de antaño. Se requería, entonces, a partir de allí, establecer algún tipo de gobierno representativo (Manin, 1998: 19).

En ese contexto, se debió recurrir a diferentes instancias que actuaran como legitimadoras y organizadoras de lo social. Como señala Laclau (2005), hasta finales del siglo XVIII la instancia clave será la religión. En ese tipo de sociedades, el poder político estaba concentrado en el Príncipe, representante de Dios en la Tierra, y la sociedad era pensada como un cuerpo jerárquico y ordenado de manera estricta. Con la caída del Antiguo Régimen y el advenimiento de la modernidad, a partir de la Revolución Francesa, se producirá, sin embargo, una transformación drástica y a la vez crucial en los modos de representación. En efecto, a partir de entonces dejará de existir la sociedad regida por la lógica teológico-política fundada en la voluntad divina (Laclau, 2005). Al dejar de existir un fundamento trascendente de lo social, se hará necesario, entonces, suplir esta carencia con algún objeto legitimador (Schnapper, 2004: 157-168). Como lo ha destacado Laclau (2005), el nuevo fundamento que organice y legitime lo social en reemplazo de la “teoría descendente” pasará a ser ahora el mito del Pueblo (Lefort, 1990). En ese contexto, según el teórico argentino, los cambios operados en la representación implicarán una democratización política de las sociedades (Laclau, 2005: 201).

No obstante, este proceso de democratización no se producirá de un día para el otro. Al contrario, será consecuencia de un largo proceso histórico en el que correrá mucha sangre. El primer elemento democratizador que emergerá de las entrañas de la Revolución Francesa y sus conocidas banderas liberal-democráticas de “Igualdad, libertad y fraternidad” será la instauración del voto. En efecto, como señala Bernard Manin, si en un comienzo prevalecía la legitimidad basada en la unción divina, o las diferencias basadas en el nacimiento, la riqueza o el saber (Manin, 1998: 12), a mediados del siglo XIX, es decir, más de medio siglo después de la Revolución Francesa, se implementará en Gran Bretaña el sufragio universal e individual. De este modo, se terminará con el modelo dominante de parlamentarismo liberal (Manin, 1998). En ese modelo, el representante sólo obedecía a su partido, desligándose de lo que se conoce como el Pueblo. Sin embargo, con la creciente complejización de las sociedades modernas el voto se individualizará y universalizará, expresándose a través de él la llamada “voluntad general” (Schnapper, 2004: 162). Pero esta transformación en el tipo de representación no sólo será consecuencia del proceso de complejización y división del trabajo, con su secuela de industrialización, sino también, y fundamentalmente, será efecto de la presión por participar en la Cosa Pública por parte de las masas urbanizadas a partir del proceso de cambio tecnológico. En efecto, el proceso de modernización, desarrollado a partir de las transformaciones derivadas de la Revolución Industrial y del éxodo del campo a la ciudad, generará unas masas disponibles y con ansias de participar política y socialmente.

Debemos decir, sin embargo, que este proceso de masificación no sucederá de igual modo en todas las sociedades. En efecto, al tiempo que los países europeos se industrializarán fuertemente a partir del desarrollo de maquinarias y otros bienes de capital durables, los países de la llamada periferia se desarrollarán a partir de las ventajas naturales de las materias primas, funcionando como proveedoras de productos primarios a las sociedades del centro. En ese contexto, la formación de una ciudadanía se retrasará en relación a aquellos países.

El siguiente artículo se propone analizar el proceso de construcción y transformación social de la ciudadanía colocando el eje en el caso argentino. Partiendo de un enfoque diacrónico, afirma que su génesis sólo puede ser entendida en su doble dimensión de ciudadanía política y social. A su vez, en una segunda etapa, señala la íntima relación de este proceso con las nociones de representación y liderazgo.


2. La construcción de la ciudadanía en Argentina

2.1. La ciudadanía política


El caso de Argentina es un ejemplo del particular modelo dependiente de inserción económica (Thwaites Rey, 1994; Ferrer, 2006). En efecto, nuestro país ha tenido desde sus orígenes una inserción al mercado mundial como proveedora de productos agropecuarios a los países europeos y en particular a Gran Bretaña (Nochteff, 1995). Esta relación, basada en las excepcionales ventajas comparativas del país, adquiere relevancia para entender el proceso de construcción de la ciudadanía política. En efecto, la ausencia de un proceso de industrialización tal como acontecería en Europa, impedirá la formación de una clase obrera urbanizada y organizada política y socialmente. En ese contexto, predominará un régimen político elitista y conservador conformado por un comité de notables de provincias (el denominado Unicato) que abusará de los mecanismos de clientelismo y fraude electoral y reprimirá a los trabajadores (Botana, 1998). No obstante, la presión de los sectores medios en expansión y la necesidad de obtener legitimación política llevarán, finalmente, al régimen liberal-conservador, presente en el poder desde 1880, a otorgar cierto grado de participación. En ese contexto, mediante la llamada Ley Sáenz Peña, concederá en 1912 el voto universal, secreto y obligatorio a una parte de la población (las mujeres eran excluidas).

Poco después, en 1916, se realizaron las primeras elecciones presidenciales. El sorpresivo triunfo obtenido por la Unión Cívica Radical (UCR), partido de clase media surgido de la Revolución del Parque de 1890 como respuesta al fraude conservador del “Unicato” (Romero, 1994), significó un cambio cualitativo en el modelo de ciudadanía limitada del orden conservador. Aunque este cambio, expresado en la extensión de la participación política y la celebración de elecciones limpias y transparentes, estuvo signado por la continuidad de muchas de las prácticas clientelísticas y prebendarias que caracterizaban al período anterior, especialmente durante el gobierno de Hipólito Yrigoyenii, resulta evidente que el radicalismo llevó a cabo una democratización política que, al menos de una manera relativa, expandió los grados de ciudadanía política presentes hasta 1916.


2.2. La ciudadanía social


La adquisición de la ciudadanía, sin embargo, no puede limitarse a la dimensión política. Por el contrario, uno de sus componentes esenciales lo constituye lo que Marshall ha denominado la ciudadanía social. Continuando con nuestro recorrido del caso argentino, esta conquista nos remite nuevamente a las transformaciones sociales y económicas producidas a partir de la primera mitad del siglo XX. Aunque los antecedentes del proceso de industrialización nos remontan a la década del ´20, con la importación de maquinarias desde los Estados Unidos (Villanueva, 1972) y a la década del ´30, con la creación de juntas reguladoras y del Banco Central (Romero, 1994), será recién a partir de la entrada en escena de Juan Domingo Perón, en 1945, que se producirá el cambio más relevante. En efecto, como es sabido, Perón instauró una sólida alianza con los sindicatos industriales emergentes del proceso de urbanización e industrialización garantizándoles amplios beneficios económicos y sociales. Si bien se han discutido ampliamente los intereses subyacentes detrás de este proceso de inclusión, resulta indudable que la llegada al poder del peronismo significó para las masas populares el acceso a una ciudadanía social que hasta entonces les era negada (James, 1990; García Delgado, 1994; Martucelli y Svampa, 1997). En líneas generales, el peronismo incorporará a los trabajadores asalariados o al Pueblo, como comenzará a denominarlos a partir de allí (Sigal y Verón, 2003), a través de un incremento del gasto público en áreas como vivienda, educación, infraestructura y salud, elevados niveles salariales y derechos sociales que serán incluidos en la Reforma de la Constitución Nacional de 1949 (Torre, 1990). Al mismo tiempo, pese a continuar con las prácticas “hegemonistas” (Aboy Carlés, 2001) que caracterizaban al yrigoyenismoiii, el peronismo extenderá parcialmente la ciudadanía política, al garantizar, a partir de 1952, el voto femenino. Pero lo más relevante a los fines de nuestro análisis, es que estas transformaciones en la estructura económica generaron en nuestro país, y también en la mayoría de los países latinoamericanos y europeos, importantes transformaciones sociales. En efecto, la intervención del Estado social como mecanismo regulador y asignador de bienes y servicios para consumo interno generó una mayor homogeneización e integración social. Esta homogeneización, ligada al proceso de industrialización, permitirá que el total de los trabajadores asalariados alcance un nivel de participación en el total del ingreso nacional de casi el 50%, índice nunca alcanzado antes ni superado desde entonces (Basualdo, 2004). En los siguientes 30 años, el Estado industrialista continuaría presente, si bien su funcionamiento sería diferenteiv.


3. El quiebre de la ciudadanía social


Esta rápida introducción de un tema que merece una discusión que aquí no podemos extender, nos permite situarnos en un tercer y último quiebre histórico. Este quiebre, sin embargo, no será incluyente, sino excluyente a nivel construcción de ciudadanía. Su origen lo podemos situar a partir de mediados de la década del setenta, momento en el que se produjeron importantes transformaciones políticas, económicas y sociales a escala global. Estas transformaciones, ligadas a los cambios en la organización del trabajo como consecuencia del proceso de globalización (Yannuzzi, 1997) y la implantación del neoliberalismo (Roberts, 2002), han ayudado a debilitar a los partidos políticos clasistas y a los sindicatos de la época industrial, afectando principalmente a los sectores obrerosv (García Delgado, 1994; Cheresky, 2006a: 75-76). En efecto, las políticas de apertura económica, desregulación, flexibilización laboral, privatización y reducción del gasto público social iniciadas a partir de entonces y de manera ascendente en las décadas subsiguientes, han generado una creciente precarización de los trabajadores asalariados, pero sobre todo, han fomentado una mayor heterogeneización y fragmentación de las sociedades actuales (Laclau, 2005; Quiroga, 2006: 131), afectando la homogeneidad y la solidaridad clasista previamente existente (Giddens, 1996).


En nuestro país estas transformaciones, iniciadas parcialmente con el Golpe militar de 1976 (Azpiazu, Basualdo y Khavisse, 1989; Castellani, 2004) y potenciadas a niveles inéditos durante la década del ´90 (Azpiazu, 1995; Basualdo, 2000), generaron un proceso de desindustrialización y precarización que heterogeneizó, segmentó y polarizó a la sociedad de manera feroz, terminando con la solidaridad y homogeneidad que caracterizaba a los trabajadores industriales (Villarreal, 1996; Svampa, 2005). Este proceso de fragmentación social se vio potenciado, a su vez, por las políticas de flexibilización laboral implementadas durante el menemismo (1989-1999), que incentivaron la diferenciación salarial por ingresos, el trabajo a tiempo parcial y el incremento de los trabajadores por cuenta propiavi (Tenti Fanfani, 1993; Torrado, 1994). En ese contexto, ¿cómo impactaron estos cambios en la ciudadanía y el proceso de representación?


4. Las nuevas formas de ciudadanía emergentes


Según Schnapper, en las nuevas democracias fragmentadas las formas de acción organizadas son reemplazadas por la acción política inmediata y directa (Schnapper, 2004). En nuestro país, por ejemplo, el proceso de marginación social generado por las políticas neoliberales, junto con el creciente distanciamiento hacia las organizaciones representativasvii, posibilitó el surgimiento de protestas de desocupados, los llamados piqueteros, disociados del sector fabril y de los sindicatos y partidos políticosviii (Delamata, 2003, 2004). Al mismo tiempo, algunos autores señalan que en el nuevo contexto de desinstitucionalización, surgen, de manera simultánea, nuevas formas de ciudadanía basadas en la “autorepresentación”, como es el caso de la importancia que adquiere el capital social y el “Tercer Sector” (ONG´s, etc.), los comedores escolares, microemprendimientos solidarios, pero también protestas sociales como la “Cruzada por Axel”ix, la lucha por los Derechos Humanos, las protestas ecológicas (como el conflicto de las papeleras con Uruguay) o contra el abuso policial. Estas nuevas formas de reclamo con independencia de las instituciones representativas tradicionales serían expresión de una mayor autonomía ciudadana y un mayor grado de “autorreflexión” (Giddens, 1996) de la sociedad civil y contribuirían a generar nuevos lazos sociales (Cheresky, 2006a; 81-82, 91-92; Quiroga, 2006: 128).


4.1. El rol de los liderazgos


Ahora bien, las novedosas formas de participación directa, ¿constituyen nuevas modelos de democratización popular de la ciudadanía? Creemos que no. En efecto, como vimos a lo largo de este trabajo, la ciudadanía se encuentra íntimamente ligada al proceso de representación, y este último proceso se encuentra indefectiblemente asociado a la noción de liderazgo. En otras palabras, no puede haber ciudadanía sin representación y no puede existir una representación que carezca de liderazgos. Como lo ha destacado Novaro (1994, 2000), los liderazgos representativos cumplen una función clave en las sociedades actuales. Ello se debe a que, frente a la heterogeneidad reinante en la ciudadanía y la imposibilidad de representar un único interés común o una única voluntad general indivisible, tal como lo soñaran tantos filósofos políticos desde Rousseau en adelante, los liderazgos logran homogeneizar simbólicamente a los representados (Laclau, 2005: 151 y 200, 2008; Pitkin, 1985: 154 y ss.). En otras palabras, el nuevo contexto de fragmentación social es campo propicio para la representación mediante liderazgos, tan vapuleada, por otra parte, por gran parte de la tradición liberal (Novaro, 2000). Tenemos, entonces, que en las nuevas democracias puede convivir un proceso de crisis de legitimación o crisis de representación de las organizaciones políticas junto con lo que Manin denomina una “metamorfosis de la representación” (Manin, 1998).

Según Manin (1998), en las democracias contemporáneas predominan los liderazgos personalistas que construyen la oferta política mediante imágenes en los medios de comunicación que logran trascender a los desprestigiados y “profesionalizados” partidos políticos (García Delgado, 1994; Alcántara, 2004: 191). En estas nueva “democracia de lo público” el candidato debe definirse a sí mismo, definir a un adversario y presentar diferencias, y ninguna división social, económica o cultural es más importante que otras a priori. Por el contrario, las líneas de escisión son múltiples, y el gobernante puede proponer diferentes opciones, sin saber de antemano los resultados (Manin, 1998: 31-32). Por otra parte, la oferta se impone más allá de los electores. En ese sentido, aunque no se pueden inventar con total libertad los principios de escisión que se proponen y no todas las escisiones tiene el mismo valor o utilidad, se trata de un voto reactivo mucho mayor al que había en los sistemas representativos anteriores, basados en la estructura social previamente existente y el carácter expresivo (Manin, 1998: 32-33; Schnapper, 2004: 183).


Laclau (2005), al igual que Manin, considera que los líderes tienen una dimensión instituyente, y que esa dimensión no puede tener una determinación a priori (Laclau, 2005: 151 y ss.). Además, coincide en que nunca existe una total libertad para proponer líneas de escisión. Por el contrario, siempre existen “prácticas sedimentadas” que condicionan a toda identidad (Laclau, 2005: 138-139; Aboy Carlés, 2001). Pero si hasta aquí concuerda con Manin, rechaza, sin embargo, la idea de este autor de que en la llamada “democracia de partidos” pudiera existir una representación “espontánea e inmediata”. En efecto, para Laclau no existen identidades plenamente constituidas, por lo que no puede existir una representación como “reflejo” de intereses previamente existentesx. En ese sentido, la autonomía de los liderazgos, si bien en épocas anteriores era menor debido a que existía una mayor homogeneidad social, nunca dejó de hacerse presente de algún modo. Por otra parte, si bien Laclau afirma que toda identidad es relacional, se diferencia de Manin, y también de Saussure (1961), de quien toma el concepto, en el sentido de que las identidades no son simplemente diferenciales, sino que, por el contrario, deben instituir líneas de antagonismo para poder constituirse como tales (Laclau, 1996, 2005). Pero la diferencia más importante en relación al trabajo del teórico francés, es que Laclau parte de la base de que el elemento clave en todo análisis político no es la oferta de los líderes, sino las “demandas sociales insatisfechas” de los electores (Laclau, 2005, 2008). Si bien coincide en que los líderes resultan cruciales, para Laclau los representantes responden a las demandas sociales. Además, el vínculo de representación no puede limitarse a la identificación con liderazgos personalistas a partir de imágenes simplificadas y esquemáticas que interpelan a través de la televisión, como creen Manin (1998) y Schnapper (2004: 174 y 183), entre otrosxi, sino que los trasciende. En efecto, la representación total con el líder, afirma Laclau, basándose en Freud, es sólo un caso extremo de identificación (Laclau, 2005: 130).

Dejando de lado la excepcionalidad de la representación puramente “afectiva” con el líder, Laclau sostiene que todo liderazgo debe constituir lo que denomina “significantes tendencialmente vacíos” (Laclau, 2003, 2005). Con ello se refiere a palabras o imágenes que trascienden su contenido particular para articular simbólicamente a diferentes sectores sociales. En efecto, como señala Cheresky, “sostener un liderazgo de popularidad nacional supone el abandono de la marca particularista de origen en provecho de convocatorias más universalistas, capaces de crear una identificación diferencial” (Cheresky, 2006b: 10). Precisamente, en sociedades fuertemente fragmentadas como las actuales, y frente a la crisis de los partidos políticos (García Delgado, 1998, 2003), estas categorías éticas (orden, justicia, libertad, igualdad) resultan cruciales, pues permiten trascender el particularismo inherente a toda propuesta y crear formas “universalizantes” o, lo que es lo mismo, hegemonías políticasxii (Laclau, 1996, 2003, 2005, 2008).


4.2. La doble dimensión de la representación


Hanna Pitkin (1985), en un exhaustivo análisis del concepto de representación, señala, en este sentido, que existen dos enfoques principales para abordar este tema. El primero de ellos, que denomina la perspectiva de la autorización, afirma que el representante cumple el rol de sustituir al representado. Así, estos autores autonomizan el rol del representante, ignorando el papel que cumplen los representados en el proceso. La segunda perspectiva, que denomina la perspectiva del mandato, considera que el representante actúa en lugar del representado. De este modo, y en contraposición a la perspectiva anterior, subraya la importancia que adquiere la responsabilidad de los representantes ante los representados. Si el caso extremo del primer tipo coincide con la representación hobbesiana, el caso extremo del segundo tipo coincide con el republicanismo deliberativo de autores como Rawls y Habermasxiii, quienes no otorgan ninguna autonomía a los liderazgos (Pitkin, 1985). Laclau, en la misma línea, si bien pone el acento en la función de re-presentación, esto es, en el hecho de “hacer presente algo que se encuentra ausente”, también señala que todo líder debe “efectivamente representarlos” (Laclau, 1996, 2005: 204-205), es decir, que debe ser representativo, en los términos de Pitkin. De este modo, a la dimensión que podríamos denominar unificadora de toda representación, le incorpora una dimensión legitimadora. Ambas, como señala Pitkin, resultan necesarias en todo proceso representativo, y más aún, en las sociedades contemporáneas, fuertemente fragmentadas y diferenciadas (Novaro, 2000).


4.3. La crisis de representación en Argentina


Situándonos nuevamente en el caso argentino, vimos anteriormente que la implementación de las reformas neoliberales produjeron una creciente fragmentación y segmentación social del espacio público. En ese contexto, el régimen militar y los gobiernos democráticos de Alfonsín y sobre todo Menem y De la Rúa, terminarán en gran medida de destruir la ciudadanía social constituida a partir de la llegada al poder del peronismo.

En ese contexto, llegamos a octubre del 2001 con una creciente deslegitimación del sistema político, lo que se expresará en el “voto castigo” de las elecciones legislativas. En ese entonces, un porcentaje cercano al 50% de la ciudadanía no sufragará, lo hará en blanco o impugnará su voto (Godio, 2002). Poco después, un nuevo despojoxiv fomentará una movilización multitudinaria a Plaza de Mayo al grito de “Que se vayan todos”. Se trataba de una protesta que incluía a todo el sistema representativo, incluyendo a políticos, sindicalistas, periodistas e incluso a jueces de la Corte Suprema. El resultado, como todos sabemos, será la renuncia de Fernando De la Rúa (1999-2001) y la posterior salida del Régimen de Convertibilidad.

Tenemos, entonces, hacia finales del 2001, una sociedad fuertemente fragmentada y en una profunda crisis de representación, una crisis que no era sólo de legitimación, sino también de (falta de) unificación. En otras palabras, la sociedad no atravesaba sólo una crisis representativa, sino también la imposibilidad de re-presentar o hacer presente a los representados. Sin embargo, tras el breve y fallido intento de impugnación del régimen representativo en su conjuntoxv, se producirá el cuarto quiebre a partir de la asunción de Néstor Kirchner, en mayo del 2003.


5. Recomposición de la ciudadanía, representación y liderazgo en la Argentina actual


Como dijimos, Néstor Kirchner asumirá el mando en 2003 en medio de una grave crisis política, económica y social. En ese contexto, aunque el reestablecimiento de la ciudadanía política se hallaba presente, con ciertas irregularidadesxvi, ya desde 1983, como lo muestra el respeto casi absoluto de la prensa y de las libertades civiles y políticasxvii, la ciudadanía social, del mismo modo que el liderazgo y la representación, se hallaban virtualmente destruidas. El Presidente, sin embargo, logrará una rápida recomposición de ambas. ¿Cómo logrará hacerlo?

Comenzando por la cuestión del liderazgo, el electo Presidente logrará reestablecer rápidamente la autoridad presidencial a partir de un liderazgo que satisfará demandas sociales postergadas, al tiempo que revalorizará otras mediante una dimensión instituyente (Cheresky, 2004a; Quiroga, 2005: 347). Debemos tener en cuenta, en este sentido, que la identidad kirchnerista se constituyó desde un discurso de fuerte impugnación al menemismoxviii. Este tipo de discurso no era independiente de la demanda electoral, que expresaba su rechazo a la “pura amenaza” (Laclau, 1996, 2005) que representaba la figura de Menemxix y su modelo neoliberalxx. Pero además, su discurso antagonizaría con la ineficiencia y la falta de decisión de De la Rúa, a la que contrapondrá el rápido recuento de hechos concretos, principalmente en los campos de la ética, la política y los derechos humanosxxi (Quiroga, 2005: 347-348).

Sin embargo, entre sus logros, el elemento clave sería la instauración de una moneda estable y la recuperación económica. En efecto, el derrumbe de la Convertibilidad, a partir de la devaluación de la moneda, había puesto de manifiesto la desconfianza no sólo hacia los partidos y la política (Cheresky, 2003; García Delgado, 2003), algo que era común en nuestra larga historia de líderes caudillistas y personalistas (De Riz, 1986), sino también hacia un bien clave como es la moneda (Quiroga, 2005: 314-315). Como señala Quiroga, la moneda no sólo representa el equivalente universal, sino que es una fuente que contribuye a generar confianza social y a evitar la violencia y la disolución social (Quiroga, 2005: 122-124, 327-329). En otras palabras, la moneda, en su pura función política, permite instituir lo socialxxii (Laclau, 2005: 150 y 194).

En el contexto de fuertes protestas que había originado la devaluación asimétrica del 2002xxiii, agravada por la crisis económica y social, asomaba precisamente una situación de creciente descomposición del orden socialxxiv. El Gobierno, favorecido por el tipo de cambio competitivo, lo que incentivará un fuerte crecimiento del mercado interno, logrará, sin embargo, recomponer rápidamente la situación social y recuperar la confianza en la moneda. En ese contexto, que se materializará en una notable mejora de los indicadores socioeconómicos, el Presidente conseguirá reconstruir la autoridad y la cohesión ausente (Quiroga, 2005: 325, 328-329).

Así, estabilizando la economía y recomponiendo en gran medida la situación socialxxv, Kirchner logrará remontar una legitimidad de origen débilxxvi hasta alcanzar una “operación hegemónica” (Laclau, 1996, 2005). Esta hegemonía, en el sentido gramsciano, se expresará en niveles inéditos de popularidad, cercanos al 80% a lo largo de sus cuatro años de gobierno, que se pondrán de manifiesto mediante una relación más directa líder-masas sustentada a través de las encuestas de opinión pública (Cheresky, 2004a: 25-26, 2004b: 55, 2006a: 66).

En ese contexto de recomposición de la autoridad pública y de la situación de grave crisis económica y social, el liderazgo kirchnerista logrará revertir, así, la doble crisis de representación que observamos anteriormente, es decir, la ausencia de unificación y de representatividad. Al mismo tiempo, esta regeneración del liderazgo y la representación le permitirá también reconstituir parcialmente la dimensión de ciudadanía social, una reconstitución que, si bien no será del todo efectivaxxvii, y que, en lo que refiere a la dimensión de ciudadanía política, será acompañada por la permanencia de las tradicionales prácticas antirrepublicanasxxviii, le posibilitará mantener hasta el final de su mandato el vínculo de tipo plebiscitario expresado a través del apoyo cotidiano en las encuestas políticas.


6. Conclusiones

En el transcurso de este trabajo nos propusimos analizar el proceso de construcción y transformación de la ciudadanía en nuestro país. Según observamos, nuestra historia estuvo signada por cuatro grandes quiebres históricos en relación a este tema. El primer de ellos comenzó con el yrigoyenismo, que incluyó políticamente a los ciudadanos a partir del establecimiento del voto obligatorio, secreto y universal. El segundo se inició con el peronismo, un movimiento que incluyó socialmente a las masas trabajadoras excluidas por el sistema. El tercer quiebre fue de carácter regresivo y se produjo con la ruptura de la ciudadanía social de la etapa previa a partir del Proceso. El cuarto, finalmente, se inició con el kirchnerismo y se relacionó con la recomposición parcial de la ciudadanía social previamente conseguida.

En una segunda etapa, analizamos la íntima relación del concepto de ciudadanía con las nociones de representación y liderazgo. Según vimos, el quiebre iniciado en 1976 y potenciado en la década del ´90, generó una fragmentación, heterogeneización y segmentación que terminó con la homogeneidad existente en la etapa de desarrollo de la ciudadanía social. Este proceso de transformación estructural, incentivado por el fenómeno de la globalización y la aplicación de las políticas neoliberales de reforma del Estado, terminó generando, además, una creciente exclusión social que desembocaría en el 2001 en una crisis de representación. Al mismo tiempo, sin embargo, las nuevas circunstancias serían campo propicio para la generación de nuevas formas de representación desinstitucionalizadas. De este modo, la crisis de representación ciudadana, expresada tanto en su dimensión de (ausencia de) unificación como de (ausencia de) representatividad, se conjugaría con un proceso de metamorfosis de la representación.

No obstante, vimos que las nociones de ciudadanía y representación no podían ser entendidas sin la presencia de liderazgos. En ese contexto, tras el fracaso de la experiencia post devaluación monetaria, se produjo la llegada al poder de Néstor Kirchner. El Presidente electo lograría, a partir de diversas medidas simbólicas de reparación institucional y ética, junto con el incentivo de políticas de fomento al mercado interno, estabilizar la economía, mejorar los indicadores económicos y sociales y recomponer la autoridad pública perdida. Concluimos, entonces, que la emergencia del liderazgo kirchnerista, si bien continuará con muchas de las tradicionales prácticas hegemonistas contrarias a la división de poderes republicana, apuntará, en cierta medida, a la recuperación de la dimensión de representación y de ciudadanía social.


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FUENTES

Diario Clarín

* Artículo publicado en Revista Pensares. Publicación del CIFFyH, Número 5, Mes de Noviembre, Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba (UNC), Córdoba, páginas 247-267. ISSN: 1515-3959.

* Investigador Becario Doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Doctorando en Ciencias Sociales en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Correo electrónico: herfair@hotmail.com.

i No obstante, sólo una pequeña minoría formada por hombres libres era considerada ciudadana. Las mujeres, esclavos y extranjeros, que representaban entre todos un porcentaje cercano al 90% de la ciudad, eran, en cambio, excluidos.

ii En efecto, durante las dos presidencias de Hipólito Yrigoyen (1916-1922, 1928-1930), el líder radical intentó unir a todos los ciudadanos a su “Causa”, que se confundía con la de la Nación. En ese contexto, pese a garantizar elecciones limpias y democráticas, tenderá a desconocer la legitimidad de sus adversarios, a quienes acusará de ser el “Régimen” (véanse De Riz, 1986; Aboy Carlés, 2001).

iii Al igual que el yrigoyenismo, el liderazgo de Perón se constituirá a partir de una lógica movimientista que tenderá a desconocer la legitimidad de sus adversarios, a quienes acusará de ser el “Antipueblo” o la “AntiPatria” (véanse García Delgado, 1994; Sigal y Verón, 2003).

iv En efecto, a partir de la caída del peronismo, trascurrida en 1955, se iniciará una etapa denominada “desarrollista” que, con distintos matices, aplicará políticas liberales de ajuste y devaluación junto con medidas keynesianas de fomento a la industria pesada que generarán ciclos continuos de “stop and go” (al respecto, véanse Nochteff, 1995; Ferrer, 2006).

v La política y las identidades existentes han perdido intensidad, además, a partir del fracaso del keynesianismo y el derrumbe del comunismo.

vi Sobre el particular, véase Fair (2008a).

vii Para un análisis del modo de actuación corporativa del sindicalismo durante el gobierno de Menem, véase Fair (2008b).

viii Los piqueteros surgieron como una protesta provincial contra los despidos generados por la privatización del sector petrolero, expresándose en cortes de ruta o “piquetes” desligados de los sindicatos.

ix Movilización social extrapartidaria producida en el año 2006 en reclamo de mayor seguridad ciudadana.

x Según Manin (1998), “la representación sólo se convierte en reflejo en una situación social particular cuando una división social supera a las demás y se impone con evidencia como la escisión fundamental” (op. cit., p. 39). Laclau, en cambio, afirma que la demanda siempre tiene cierto margen de independencia de la oferta y que no existe una representación por “reflejo”. Si ello fuera posible, agrega, no habría representación, sino “pura presencia” (Laclau, 2005: 200-207; véase también Laclau, 1996). Para una crítica a las perspectivas neo-institucionalistas y procedimentalistas basadas en la “perspectiva del mandato”, véanse Pitkin (1985), Novaro (2000) y Aboy Carlés (2001).

xi Al respecto, véase por ejemplo Sartori (1998).

xii El concepto de hegemonía es entendido aquí en el sentido gramsciano. Nos alejamos, de este modo, de la tradicional definición del término en la ciencia política institucionalista, que lo define como el abuso de poder por parte de los líderes en desmedro de los partidos políticos y el Parlamento.

xiii Para una crítica tanto al modelo hobbesiano como al deliberativo de Habermas y a la teoría de la justicia de Rawls, véase Laclau (1996, 2005).

xiv Nos referimos a la instauración del denominado “Corralito”, medida de emergencia tomada por el entonces Ministro de Economía Domingo Cavallo, que limitó la extracción bancaria a $250 por un período de noventa días para evitar la inminente caída del Régimen de Convertibilidad. Un análisis detallado de este proceso se encuentra en Camarasa (2002).

xv Recuérdense, en ese sentido, el rápido fracaso de las Asambleas barriales.

xvi Las irregularidades se relacionarán básicamente con el abuso de poder del Ejecutivo, ya sea a través del uso excesivo de decretos de necesidad y urgencia, vetos y delegación de poderes (Mustapic, 1995; Ferreira Rubio y Goretti, 1996), o a través del control del Poder Judicial. Estas prácticas “delegativas”, como lo han llamado algunos autores (O´Donnell, 1992, 1997; Muñoz, 2003) o “decisionistas”, como la han denominado otros (Torre, 1991; Quiroga, 2005) no implican sin embargo, según se desprende del enfoque que seguimos aquí, un tipo de democracia “anti representativa” (como lo entiende O´Donnell) o “pos-representativa” (Abal Medina, 1998).

xvii Aunque durante el gobierno de Menem y el gobierno de Kirchner se producirán algunas críticas a la relación del Gobierno con la prensa, habrá un respeto casi absoluto de la libertad de expresión, además de comicios electorales cuya limpieza intachable no será puesta en duda por ningún sector.

xviii Kirchner apelaba al voto rechazo a la corrupción, la frivolidad y el imperialismo, asociados con Menem. Además, lo llamaba a este “el fantasma del pasado”. Como respuesta, prometía expandir el mercado interno y reducir la deuda pública (Cheresky, 2004a: 21, 2004b: 48-49, 2006a: 66).

xix Así, las encuestas previas decían que 7 de cada 10 ciudadanos nunca lo votarían (Cheresky, 2004a: 29). Por otra parte, el voto anti-menem se mostraba en el hecho de que cualquier candidato que se le enfrentara en segunda vuelta lo vencía (Cheresky, 2004b: 54-55). No debemos olvidar, además, que en enero del 2003 Duhalde designó a Kirchner como su candidato. Así, obtuvo el apoyo del aparato bonaerense del PJ y logró subir desde 8,1% en diciembre de 2002 a 16,6% en enero del 2003, según una encuesta de Mora y Araujo. Por último, retuvo a Roberto Lavagna, exitoso ministro de Duhalde e incorporó a Daniel Scioli, asociado a la moderación, como candidato a vicepresidente (Cheresky, 2004b: 46 y 49). De este modo, Kirchner lograría incorporar el voto de peronistas no menemistas y no peronistas de centro izquierda, además de sectores medios independientes (Cheresky, 2004a: 33).

xx En efecto, si en 1989 un 59,4% de la sociedad estaba a favor de las privatizaciones, frente a sólo 16,4% que estaba en contra (Cheresky, 2004b: 43, nota 15), en el 2002, en cambio, un 65% quería reestatizar los servicios públicos y un 38% estaba de acuerdo con dejar de pagar la deuda externa, según una encuesta de Gallup de julio (véase Cheresky, 2004b: 44, nota 16).

xxi En este sentido, enjuició a los jueces de la Suprema Corte “adicta” del menemismo y limitó las atribuciones presidenciales en la designación de los jueces, intervino las Fuerzas Armadas y la policía, derogó las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y el decreto que impedía la extradición de militares, revisó los contratos de las empresas privatizadoras e intervino el PAMI. Al mismo tiempo, logró una favorable reestructuración de la deuda externa. Así, creció el entusiasmo frente a un Presidente que se oponía a la corrupción de menemismo y, al mismo tiempo, se enfrentaba a las corporaciones a partir de hechos concretos que contrastaban con la ineficiencia de De la Rúa (véanse Cheresky, 2004b: 38, 2006b: 7 y Quiroga, 2005: 349).

xxii Para un análisis en la misma línea en relación al Plan de Convertibilidad durante el gobierno de Menem, véase Fair (2008c).

xxiii La devaluación que implementó Duhalde en enero de 2002 incrementó la pobreza hasta llegar al 53%, mientras que la indigencia alcanzó el 24,8% (véase Quiroga, 2005: 330).

xxiv Esta situación de caos se expresó en cacerolazos, piquetes, ataques a políticos y a bancos y el vallado del Congreso, además de saqueos a supermercados y comercios en cientos de barrios pobres del país (véase Camarasa, 2002).

xxv El índice de salarios se incrementará casi un 200% entre diciembre del 2003 y junio del 2007, mientras que la desocupación se reducirá del 20 al 7,5% y la pobreza e indigencia de 50,9% a 29,2% y del 24,1% a 10%, respectivamente (Clarín, 27/10/07). Además, durante el mismo período, la economía y el consumo privado crecerá a índices cercanos al 9% anual, al tiempo que se crearán más de 3 millones de puestos de trabajo y se reducirán los índices de empleo informal en un 10% (Clarín, 28/02/08 y 19/03/08; Clarín, Suplemento ”iEco”, 02/03/08 y 23/03/08).

xxvi En la primera vuelta, Menem había obtenido el 24,45% y Kirchner el 22,24% (Cheresky, 2004b: 52). El ex presidente renunciaría, sin embargo, al ballotage, frente a la previsibilidad de una derrota inminente y catastrófica. De este modo, Kirchner asumiría con menos de un 25% de apoyo electoral.

xxvii En efecto, aunque el kirchnerismo logrará una mejora notable de algunos indicadores sociales, un estudio privado reciente señala que durante el 2007, el 14% de los trabajadores registrados ganaba más de $2.500, mientras que un 28% recibía menos de $800 (Clarín, “iEco”, 09/03/2008). Debemos tener en cuenta, además, que durante su Gobierno persistieron altos niveles de empleo informal y pobreza.

xxviii Lejos de terminar con las prácticas decisionistas de los gobiernos de Menem y De la Rúa, Kirchner mantendría, y en muchos casos acentuaría, esta modalidad de liderazgo contraria al respeto de las instituciones republicanas (al respecto, véase Quiroga, 2005).


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(*) Abstract

The article analyses the citizenship construction process and social transformation focusing on the Argentinean case. On the basis of a diachronic approach, affirms that his genesis only can be understood in his double dimension of politic and social citizenship. In turn, in a second stage, indicates the intimate relation of this process with the notions of representation and leadership.

Key words: Citizenship – Representation – Leadership – Democracy – Argentina


En Globalización: HERNÁN Fair
Junio 2010 Las falacias del modelo neoliberal. Consideraciones a partir del caso argentino en los 90
Sept 2009 El sistema global neoliberal


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