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Junio 2010

Las falacias del modelo neoliberal. Consideraciones a partir del caso argentino en los 90*

Hernán Fair**

Resumen

El trabajo indaga críticamente acerca de los supuestos teóricos que definen al denominado modelo neoliberal o neoliberalismo. Para ello, enfatiza en las características y efectos asumidos en el caso argentino durante los años ´90. Partiendo desde un análisis macroeconómico de tipo cualitativo centrado en la caracterización de sus principales lineamientos conceptuales y sus efectos empíricos sobre la estructura económica y social, pretende brindar algunas herramientas teóricas tendientes a poner en cuestión sus postulados presuntamente científicos y objetivos.

1. Introducción

Desde mediados de los años ´70, y sobre todo durante la década del ´90, asistimos a la hegemonización mundial del denominado modelo neoliberal o neoliberalismo, un paradigma que prometía solucionar todos y cada uno de los problemas económicos y sociales derivados del Estado Benefactor de posguerra. El propósito de este trabajo consiste en indagar críticamente acerca de los supuestos teóricos que definen a este tipo de discurso hegemónico defendido desde los principales centros de poder por más de treinta años. Más específicamente, pretendemos dar cuenta de las falacias teóricas, o, al menos, de las limitaciones empíricas, de las premisas que han guiado como ideas fuerza su accionar. Para ello, nos centraremos en el análisis de las características asumidas durante su “fase crítica” (Fair, 2008a), iniciada con la caída del Muro de Berlín y el derrumbe definitivo del régimen soviético. En particular, haremos hincapié en los rasgos característicos que definieron al caso argentino durante los años ´90. En efecto, aunque los lineamientos del llamado modelo neoliberal se expandieron a escala global durante esos años, bajo el gobierno de Carlos Menem (1989-1999), el país sudamericano constituyó, tal como ha sido destacado por varios trabajos (Abeles, 1999; Nochteff, 1999), el caso más extremo de aplicación de las reformas neoliberales en toda la región, e incluso en todo el planeta, con la excepción de la ex Unión Soviética. Pero además, este país representó, en consonancia con la profundización de las políticas económicas de Estado mínimo enmarcadas en el denominado Consenso de Washington, un caso extremo en lo que refiere a su efectos regresivos sobre la estructura social y, más específicamente, sobre el mercado laboral, llegando, hacia finales de la década de los ´90, a niveles de desempleo mayores al 20%, una caída salarial mayor al 40% en relación al año 1975, e índices de pobreza superiores al 50%. En dicho marco, resulta pertinente centrarse en las características particulares asumidas por la experiencia argentina durante aquella fase crítica de implementación de las reformas de mercado, para poder distinguir los rasgos y especificidades que lo singularizan del resto de las experiencias de aplicación de las políticas neoliberales a escala regional y mundial, y, al mismo tiempo, poder brindar, a partir de sus consecuencias empíricas, algunas herramientas que permitan, al menos, poner en cuestión, la “cientificidad” que corrientemente se arrogan sus políticas económicas.

1.1. Algunas consideraciones teórico-metodológicas

Antes de emprender el análisis, resulta importante realizar una serie de aclaraciones teórico-metodológicas. En primer lugar, debemos destacar que lo que se conoce como modelo neoliberal no representa, en realidad, un conjunto de políticas públicas unificadas. En efecto, las políticas neoliberales han variado en gran medida a lo largo del tiempo. Sin embargo, como lo ha destacado Ana María Ezcurra (1998), existen algunas “ideas fuerza” que se han mantenido incólumes desde mediados de los años ´40. Ellas son: la promoción del máximo posible de crecimiento económico como objetivo prioritario, el incremento de la tasa de ganancias capitalista, la reducción de los “costos salariales”, lo que lleva a la merma de los salarios y la flexibilización de los trabajadores, y la contención del gasto público social (Ezcurra, 1998: 15).

En ese contexto, aunque la aplicación de estas “ideas fuerza” fue redefinido ya con Margaret Thatcher en Gran Bretaña (1979) y Ronald Reagan en Estados Unidos (1980), a partir de finales de los años ´80, en consonancia con la crisis de la deuda externa de los países latinoamericanos y la necesidad de cobrar los préstamos adeudados por parte de los acreedores, se constituyó desde los centros de poder, en particular los organismos multilaterales de crédito, un conjunto unificado de políticas que los países periféricos debían aplicar en su totalidad para lograr el crecimiento económico y el consecuente “efecto derrame”. Estas políticas, que se conocieron en 1990 bajo el nombre de “Consenso de Washington” (Washington Consensus), insistían en la necesidad de aplicar una serie de 10 reformas y ajustes estructurales que resultaban indispensables. Entre ellas, el disciplinamiento fiscal, la reducción del gasto público, la unificación de la tasa de cambio, la liberalización del mercado, el impulso a la inversión extranjera directa, la privatización de empresas públicas, la desregulación de la economía, el respeto a la propiedad privada, la reforma del régimen tributario y la liberalización del sistema financiero (Beltrán, 2006: 205).

Ahora bien, en América Latina, y especialmente en Argentina, no se aplicaron estas reformas al pie de la letra de las recomendaciones. Así, por ejemplo, el gobierno de Carlos Menem (1989-1999) estableció en este país en 1991 una paridad cambiaria fija mediante ley (Ley de Convertibilidad) que, a pesar del rol crucial que cumplió y su funcionalidad con la aplicación de las reformas neoliberales (Azpiazu, 1995: 159-161; Viguera, 1998), no se hallaba entre las recomendaciones originales del Consenso de Washington. Del mismo modo, el gasto público, lejos de ser reducido, se incrementó considerablemente durante su Gobierno, en particular a partir de programas focalizados tendientes a limitar los efectos negativos generados por las propias políticas neoliberales1 (Cao, 2007; Del Valle, 2008). Por otra parte, a partir de 1991, se protegieron algunas industrias nacionales, especialmente la automotriz y electrónica, aunque también, por momentos, la textil, papelera y siderúrgica, contradiciendo la necesidad de abrir y desregular el comercio (Azpiazu, 1995). Finalmente, en Argentina el proceso de privatizaciones se vio acompañado de una desregulación económica que incluyó la creación de entes regulatorios ex post, lo que iba en contra de las recomendaciones neoliberales, y la formación de mono y oligopolios “no transitorios” y “no innovadores”, lo que iba en desmedro de su énfasis discursivo en la necesidad de desmonopolización, la promoción de la libre competencia y el incentivo schumpeteriano a la innovación productiva y tecnológica (Nochteff, 1995; Thwaites Rey, 2003).

No obstante estas divergencias en el grado de aplicación del decálogo original, que no impedirá que los organismos multilaterales de crédito apoyen fervientemente las medidas “no neoliberales” aplicadas por el gobierno argentino, al punto tal de considerarlo el “mejor alumno” (Bembi y Nemiña, 2007: 25-26), existirán, a pesar de todo, cuatro políticas económicas cruciales que, en grados mayores o menores, acompañarán a todos los países de la región, y en particular a la Argentina, durante la década de los ´90. Nos referimos a la privatización o concesión de las empresas públicas, la desregulación económica, la apertura comercial y financiera y la flexibilización del mercado de trabajo. Es precisamente en las características teóricas y en los efectos empíricos de estas cuatro ideas centrales del proyecto neoliberal, aplicadas en diferentes grados en cada país2, en las que nos centraremos en el siguiente trabajo. Más específicamente, colocaremos el eje en el caso argentino, al entender, como hemos señalado, que corresponde a un caso extremo a nivel mundial en la aplicación de las políticas neoliberales. A partir de un análisis macroeconómico de tipo cualitativo centrado en la caracterización de sus principales lineamientos teóricos y sus efectos empíricos sobre la estructura económica y social, pretendemos brindar algunas herramientas teóricas tendientes a poner en cuestión los postulados de este tipo de discurso. Se trata de un discurso hegemónico que prometía solucionar la crisis hiperinflacionaria y fiscal y generar un crecimiento económico y modernización tecnológica que lograría recrear el desarrollo ausente tras la “década perdida” de los ´80, pero que, sin embargo, como veremos, terminaría incentivando una crisis económica y social mucho mayor que mostraría, en ultima instancia, las limitaciones de sus postulados presuntamente “científicos” y “objetivos”.

2. Neoliberalismo: los orígenes del modelo hegemónico

El neoliberalismo lleva su nombre de una reformulación del liberalismo tradicional del filósofo y economista inglés Adam Smith, que modificaría sus principales lineamientos teóricos en favor de ciertos ideales de justicia distributiva, en pos de una profundización de la liberalización del mercado (Galbraith, 1992: 108-109; Gómez, 2003). A grandes rasgos, lo que sostiene este modelo de acumulación surgido a mediados de la década del ´40 para oponerse a la “servidumbre” del Estado Benefactor de posguerra, es que el Estado debe intervenir lo menos posible sobre la economía. Ello se debe a que el mercado es entendido como un ámbito caracterizado por la auto-regulación, en el que mediante una especie de “mano invisible”, se logra el bienestar del conjunto de la población a partir de la búsqueda del interés meramente particular. A partir de esa premisa, nunca demostrada empíricamente, pero tampoco discutida por la corriente neoclásica, teóricos ortodoxos como Friedrich Hayek y Milton Friedman iniciaron una crítica feroz a los postulados del Estado Benefactor surgido, precisamente, de la crisis del liberalismo de octubre de 1929 (Anderson, 1997; Ezcurra, 1998).

El Estado Benefactor o Estado de Bienestar, aplicado en Estados Unidos a partir del gobierno de Franklin Roosevelt en lo que se conocería como el New Deal o Nuevo Pacto, y extendido por toda Europa y América Latina durante la posguerra, tenía como premisa, justamente, lo contrario al neoliberalismo. Según sostenía, el Estado ejercía un rol crucial en la regulación y asignación universal de bienes y servicios a partir de un modelo de acumulación fuertemente intervencionista en el ámbito del mercado. En ese contexto, teorizado inicialmente por el economista inglés John Maynard Keynes, el Estado amplió el campo de intervención limitado del liberalismo decimonónico, garantizando elevados salarios y beneficios sociolaborales, un incremento de la inversión pública en el área social y una redistribución progresiva de los ingresos en favor de los trabajadores. Mediante estas políticas económicas, conocidas como keynesianas, se buscaba estimular el mercado interno y la demanda agregada a partir de la incorporación de vastos contingentes sociales al consumo masivo de mercaderías. A su vez, se buscaba “salvar” al capitalismo de una crisis generada, precisamente, por el exceso de oferta de productos y la imposibilidad de ser satisfechos por la población en un contexto de depresión económica e incremento de los índices de inflación.

Este modelo de acumulación, conocido también como “Estado Providencia” o “Estado social”, dominó el área de las políticas públicas mundiales a partir de la posguerra y hasta comienzos de los años ´70. No obstante, en 1971 se produjo un acontecimiento mundial que puso en cuestión su formación hegemónica. En efecto, ese año Estados Unidos abandonó la inconvertibilidad oro del dólar. Desde entonces, el mundo se inundó de dólares, tanto para financiar la por entonces Guerra de Vietnam, como para apoyar el desarrollo de las empresas transnacionales. La consecuencia de ello fue el inicio de un proceso de crecimiento en los índices de inflación monetaria a nivel mundial y una carrera por los precios de las materias primas que contribuyó a generar la crisis mundial de 1973. A partir de allí, los países productores de la OPEP se pusieron de acuerdo para elevar de manera inesperada los precios del petróleo, lo que afectó fuertemente a la economía mundial3. En ese contexto, que generaría el derrumbe de la bolsa de valores y la quiebra de algunos bancos de relevancia, se inicia la fase de expansión de aquel modelo teorizado inicialmente por Von Hayek en 1944 y complementado en el encuentro de Mont Pelerin de 1947 con los aportes de Friedman y Popper (Ezcurra, 1998: 36). De la mano de los “Chicago Boys”, equipo de economistas estadounidenses liderados por el propio Milton Friedman, las recetas de la ortodoxia neoclásica comenzarían a aplicarse en el Chile del General Augusto Pinochet (1973), para luego extenderse paulatinamente a escala global (Fair, 2008a).

Como señala Ricardo Gómez (2003: 28-29), desde el enfoque neoliberal el objetivo primordial consiste en garantizar la mayor libertad económica posible. En ese contexto, la libertad política cumple un rol secundario que, como en el caso de la Dictadura de Pinochet en Chile, y luego el Régimen militar argentino del período 1976-1983, no impedía que los Estados Unidos apoyaran este tipo de regímenes no democráticos, aunque sí promotores de los valores del liberalismo económico4.

En una segunda etapa, sin embargo, estos valores de liberalismo económico se conjugaron con la defensa de los valores de lo que más tarde comenzaría a denominarse la “democracia liberal”. Así, a partir de comienzos de 1980, con el retorno al régimen democrático en la mayoría de los países de la región, ambas premisas inicialmente independientes se complementarían entre sí. De la mano de los gobiernos neo-conservadores de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña (Ezcurra, 1998: 43 y ss.), se dejaría a un lado, de este modo, el anterior respaldo a Dictaduras militares, para buscar un principio de legitimación política “democrática” en el seno de la sociedad civil5 (S. Murillo, 2008: 87). En esos años se produciría, además, un acontecimiento crucial para el devenir de la región: la crisis de la deuda. En efecto, en 1982 México no pudo seguir abonando la deuda externa, por lo que ingresó en una moratoria. En ese contexto, signado por el incremento del crédito barato desde los países centrales, comenzaría hacia mediados de la década del ´80, con el denominado Plan Baker, una nueva etapa en la que los organismos multilaterales de crédito, creados durante la vigencia del modelo keynesiano de Bretton Woods para promover políticas de expansión económica, cambiarían su función de inyectores de liquidez para el desarrollo económico, por un nuevo papel de prestamistas condicionantes (Basualdo, 2006; Bembi y Nemiña, 2007). En otras palabras, organismos como el Fondo Monetario Internacional (FMI), y, en menor medida, el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), centrarán su funcionamiento en el otorgamiento de préstamos económicos a los países “en vías de desarrollo“ mediante créditos financieros a bajas tasas de interés, pero a cambio de la aplicación de determinadas políticas económicas que los Estados se veían obligados a implementar (Gerchunoff y Torre, 1996: 734). A diferencia del período anterior, estas políticas ya no eran expansivas, sino más bien recesivas, y coincidían con las ideas neoliberales planteadas por Hayek, Friedman y Von Mises acerca de la necesidad de reducir las funciones del Estado a su mínima expresión para garantizar la máxima libertad de mercado posible.

En un contexto signado por el creciente endeudamiento de los países de la región latinoamericana, que llevaría a que Estados como Perú y Argentina, entre otros, se vean obligados a declarar también la moratoria “de hecho” del pago de la deuda externa durante 1987 y 1988, los organismos multilaterales de crédito comenzarán a exigir la realización de una serie de ajustes y reformas estructurales de orientación neoliberal para garantizar los préstamos financieros a la región. Estas transformaciones, que incluían la privatización de las empresas públicas, la desregulación de la economía, la apertura comercial y financiera, la reducción y/o focalización del gasto público social y la flexibilización del mercado laboral, terminarían modificando profundamente el modelo de acumulación vigente desde la posguerra (Ezcurra, 1998; Fair, 2008a). Ese patrón de acumulación, que en América Latina se conocería como modelo de industrialización por sustitución de importaciones (ISI), Estado “populista”, Social, o bien “nacional-popular”, había hecho suyos los principales lineamientos teóricos del keynesianismo, si bien con las limitaciones provenientes del tradicional modelo de inserción dependiente al mercado internacional (Cardoso y Faletto, 1976). En ese contexto, el Estado había garantizado elevados salarios, incentivado el desarrollo del mercado interno y del consumo popular y había redistribuido de forma progresiva el ingreso a favor de los trabajadores asalariados. A su vez, había establecido un conjunto de regulaciones sobre el sector privado y, en el plano social, había extendido la ciudadanía a partir del otorgamiento de numerosos beneficios laborales de carácter universal, tales como vacaciones pagas, vivienda digna, salud y educación y convenios colectivos ampliamente favorables a los trabajadores en general, y a los sectores populares en particular (Basualdo, 2004).

No obstante, a partir de los años ´70 y ´80, y en mayor medida durante los años ´90, se iniciaría la hegemonía del nuevo modelo de acumulación pro-mercado a escala mundial. En ese contexto, en las diversas regiones del planeta se expandiría el decálogo neoliberal defendido no sólo por los organismos multilaterales de crédito, quienes buscaban cobrar sus préstamos adeudados de la década anterior, sino también por los más importantes medios de comunicación, así como muchos de los más representativos economistas y empresarios del establishment global (Borón, 2000). Según se afirmaba desde el discurso hegemónico, estas políticas neoliberales lograrían terminar con el Estado burocrático, ineficiente y deficitario que prevalecía hacia finales de los ´80. En su reemplazo, la nueva función limitada del Estado, cedida ahora a las bondades intrínsecas del “libre mercado” y su asignación eficiente de los recursos, permitiría terminar, en los países de América Latina, con largas décadas de atraso y subdesarrollo causados por las políticas de “populismo económico” (Dornbusch y Edwards, 1990: 16 y ss.) o “populismo estatista” (Llach, 1997: 48 y ss.), para insertarlos en la nueva era de crecimiento, modernización tecnológica y expansión mundial. Como veremos a continuación, los postulados del neoliberalismo lejos estarían de cumplir con sus expectativas iniciales en su aplicación empírica.

3. Las falacias del discurso neoliberal

3.1. Las bondades de la privatización

Desde el discurso neoliberal hegemónico se ha insistido en los últimos años, especialmente durante la década de los ´90, en la necesidad de privatizar o concesionar las empresas públicas que históricamente habían pertenecido al Estado. En efecto, en el marco de la crisis del Estado Benefactor de posguerra, estas empresas eran acusadas de promover la ineficiencia en la prestación de los servicios, el exceso de burocracia y de corrupción en el sector público y, por tanto, el excesivo gasto estatal, causante del déficit incontrolable y la ineficacia estatal (Galbraith, 1992: 185). El caso argentino representaría un caso extremo en este proceso de privatización y concesión de las empresas públicas. Para entender esta particularidad, debemos tener en cuenta, en primer lugar, que, efectivamente, hacia finales de los años ´80, muchas de las empresas públicas se hallaban signadas por un ineficiente nivel de prestación de los servicios y un escaso control del gasto público, lo que hacía que predominara la corrupción y diversas prácticas burocráticas y corporativas que, muchas veces en alianza con los proveedores del Estado, favorecían la “captura de agencia” y potenciaban el descrédito del modelo proteccionista de posguerra (Llach, 1997: 37). Además, la mayoría de las empresas estatales generaba déficits públicos en sus balances, lo que incrementaba la crisis fiscal del Estado (Gerchunoff y Torre, 1996). Finalmente, hacia fines de los ´80, la Argentina se hallaba inmersa en una de las experiencias hiperinflacionarias más extremas del planeta, con índices de inflación que alcanzaban cifras de tres dígitos hacia mediados de 1989 y, a su vez, potenciaban la creciente decadencia social (Fair, 2008b). Tomando en cuenta la magnitud que, desde hacía décadas, alcanzaba la crisis del Estado social de posguerra (véase Sidicaro, 2003: 32 y ss.), y planteando una alternativa antagónica, desde el discurso neoliberal hegemónico -que sería apropiado por el gobierno de Menem a partir de su asunción en el mes de julio de ese año- se afirmaba que el sector privado era el más eficiente por definición (Llach, 1997: 36), y que la racionalización de las empresas públicas permitiría reducir la excesiva burocratización del Estado, lo que, a su vez, mermaría el grado de endeudamiento externo y el déficit fiscal a través de los ingresos por la venta de activos al sector privado (Azpiazu, 1995: 161). Finalmente, en relación a la venta de las empresas de servicios, el justificativo de las bondades de la privatización se hallaba en la supuesta recomposición de las tasas de inversión, el mantenimiento y la calidad de las prestaciones (Canitrot, 1992; Thwaites Rey, 2003).

Ahora bien, debemos señalar algunas cuestiones acerca de estos postulados presuntamente “científicos” y “objetivos”. En primer lugar, como lo han puesto de manifiesto algunos trabajos especializados referidos al caso argentino durante los años ´90, la efectiva ineficiencia del Estado en la prestación de los servicios públicos no se debía a una especie de problema inherente y casi genético de ineficiencia estatal, sino a la puja de intereses y demandas contradictorias que eran moneda corriente desde la época de auge del modelo sustitutivo (Sidicaro, 2003). Además, como se ha destacado en relación a la privatización de Aerolíneas Argentinas en octubre de 1990 (Thwaites Rey, 1993, 2003), el propio Estado dejaría “caer” a la empresa, para luego privatizarla de una manera legítima. Por último, el déficit fiscal que era moneda corriente a fines de la década de los ´80, no era motivado sólo por el excesivo gasto público del Estado dirigido a fomentar las asignaciones universales de los asalariados y la permanencia de la burocracia, sino también, y sobre todo, debido a los elevados subsidios, sobreprecios y regímenes de protección y promoción industrial que el Estado garantizaba al sector privado más concentrado a cargo de las empresas públicas (Castellani, 2006a, 2006b). De todos modos, más allá de estas cuestiones, cabe señalar que la mayoría de las empresas que resultaron privatizadas durante el gobierno menemista, y uno de los casos más extremos sería el de la ex aerolínea estatal, aunque también el de los ferrocarriles, una vez privatizadas o puestas en concesión, continuaron siendo marcadamente ineficientes. En otras palabras, su privatización no impidió que siguieran brindando pérdidas económicas y que su servicio fuera deplorable. Pero además, lejos de incrementarse las inversiones, tal como se prometía desde los círculos neoliberales, las propias empresas privatizadas terminaron acordando con el Estado el diferimiento de las inversiones previstas, entre otras medidas netamente favorables al sector privado (elusión de pago de impuestos, incremento descomunal de tarifas, etc.), que terminaron generando negociados muy provechosos para los grupos empresariales concentrados y, al mismo tiempo, perjudiciales para el patrimonio nacional6 (Azpiazu, 1995; Abeles, 1999; Thwaites Rey, 2003). En ese contexto, lejos de garantizarse el Estado mayores recursos para reducir el déficit público, la privatización compulsiva de las empresas públicas -que en el caso argentino, a diferencia de otros de la región, como México, Brasil, Venezuela y Chile, incluyó también recursos naturales estratégicos tales como el petróleo- lo llevó a reducir tales recursos a mediano plazo en manos de un sector privado que, sobre todo a partir de 1993, al concluir la venta de la mayoría de los activos estatales, terminó generando un incremento del déficit fiscal a partir de un creciente endeudamiento externo financiado de hecho por el propio Estado y una fuerte remisión de las utilidades obtenidas a sus casas matrices internacionales a partir del diferencial de tasas, proceso agravado a partir de la firma del plan de negociación de la deuda (Plan Brady) de 19927 (Basualdo, 2000, 2006; Basualdo y Kulfas, 2000).

3.2. Las bondades de la desregulación

El segundo pilar de las reformas neoliberales exigidas por los teóricos del neoliberalismo consistía en la necesidad perentoria de desregular la economía. Mediante este tecnicismo, que eludía la noción de no controlar que connota este concepto, mucho más acentuado en su significado, se hacía mención a la necesidad de eliminar “trabas” que dificultaban el libre funcionamiento del mercado, premisa fundamental que, debemos recordar, nunca era puesta en cuestión por los ideólogos del fundamentalismo neoliberal. Se aducía que el Estado Benefactor de posguerra, en sus distintas variantes, se caracterizaba por una excesiva regulación que desincentivaba la creación de empleo y de inversión privada, por lo que resultaba necesario quitar esas trabas para dejar el libre flujo a las “fuerzas del mercado”. En ese contexto, que en realidad excedía los lineamientos de reforma originariamente planteados en el llamado Consenso de Washington, las privatizaciones de las empresas públicas fueron realizadas, como en el caso testigo (leader case) de Aerolíneas Argentinas (Thwaites Rey, 1993), mediante una carencia de funcionamiento autónomo de los marcos regulatorios. Además de carecer de autonomía, en algunos casos, como en los casos del agua, gas y electricidad, se crearon, incluso, entes regulatorios a posteriori, es decir con posterioridad a las privatizaciones8; y en otros, como en la privatización de los ferrocarriles, los marcos regulatorios directamente fueron eliminados del proceso. En todos los casos, lejos de incrementar la competencia entre privados, como se sostenía, y como acontecería en países como los del sudeste asiático (Nocheff, 1995), se terminó incentivando la formación de monopolios o bien oligopolios en casi todas las privatizaciones (Abeles, 1999; Thwaites Rey, 2003).

Esta modalidad de verdadera “re-regulación” (Azpiazu, 1998) del mercado promovida por la acción u omisión estatal, y extendida, además, a diversas áreas comerciales, impidió que se cumpliesen los contratos tal como estaban acordados, lo que llevó a los privados a no cumplir con las inversiones previstas, abusar de los incrementos tarifarios y eludir el pago de impuestos, entre otras maniobras que muestran la falacia del mercado libre y “autorregulado”. Pero además de permitir la elusión de la innovación tecnológica, la modalidad que adquirió la desregulación comercial incentivó, en casos como la Argentina, y en contraposición a los clásicos lineamientos liberales a favor de la desmonopolización, la formación de mono u oligopolios “no transitorios” y “no innovadores” (Nochteff, 1995). Esta carencia de regulación estatal, en el marco del control oligopólico del mercado, les permitió a las empresas privatizadas fijar más fácilmente los precios de los servicios y garantizarse una mayor acumulación de capital con bajo o nulo riesgo empresario (Azpiazu, 1995: 172; Abeles, 1999).

Finalmente, cabe destacar nuevamente los amplios negociados que se constituyeron en cada una de estas privatizaciones, especialmente aglutinados en una pequeña porción de empresarios diversificados que formarán el núcleo más concentrado del capital local y transnacional, centralizando sus ganancias en reducidas manos (Basualdo, 2000, 2006). Como veremos más adelante, este proceso de concentración y centralización del capital en una pequeña porción de la cúpula empresarial, en un contexto de apertura comercial y sobre todo financiera, terminará contribuyendo, finalmente, a la debacle del modelo hegemónico.

Ahora bien, el tema de la desregulación no se agota en la ausencia o creación tardía o deficiente de marcos regulatorios en el proceso de privatizaciones, sino que se extiende a diversas áreas. Así, en un contexto signado por la necesidad de eliminar “trabas” que “imposibilitan” el “crecimiento” económico y la “competitividad”, lo que luego se traduciría en el “derrame” de riquezas hacia el conjunto de la sociedad, durante la década del ´90 se potenció un proceso de creciente desregulación mundial de los mercados, que se extendió a diversas áreas del sector privado. En el caso de Argentina, por ejemplo, a partir del Decreto de Desregulación Nº2.284, de octubre de 1991, se eliminaron Juntas reguladores del precio de los granos y las carnes que databan de comienzos de la década del ´30. Al mismo tiempo, se eliminaron tasas de estadísticas, exenciones arancelarias a las importaciones de bienes de capital e insumos y diversos regímenes de promoción industrial (como la Ley de “compre nacional”) que databan desde la posguerra. Finalmente, en el campo financiero, se aplicó una desregulación de controles a los capitales internacionales

-en contraposición a otras experiencias similares de la región como Chile, Colombia y Brasil (Gerchunoff y Torre, 1996: 760)- y se eliminó el impuesto a los sellos, entre otras medidas tendientes a abaratar costos directos e indirectos del sector privado más concentrado (Azpiazu, 1995, 1998). En ese contexto, que sin embargo mantuvo algunos regímenes de protección especial, entre los que se destaca particularmente el de la industria automotriz iniciado en 1991, aunque también los regímenes provisorios al papel y al calzado durante 1993 (Viguera, 1998), comenzó a predominar en la cúpula empresarial, la principal beneficiada de estas políticas económicas, un mercado de flujos líquidos, especialmente financiero y en muy menor medida comercial, basado en la creciente especulación del capital (Basualdo, 2000, 2006).

Desde el discurso neoliberal se insistía en que mediante la desregulación, junto con el proceso de apertura -tal como luego veremos- se produciría un crecimiento de las inversiones externas y de la eficiencia de los mercados, que incrementaría la productividad económica y modernizaría a la región, a partir de un aumento de la competitividad empresarial. Sin embargo, el resultado del proceso de liberalización fue la presencia de una economía marcadamente volatilizada. Ello se debe a que, como señalan los propios defensores del neoliberalismo, y en este punto coinciden con el marxismo, el sector privado tiene como objeto principal la búsqueda absoluta de maximización de las ganancias. Si bien este supuesto de racionalidad instrumental ha sido fuertemente criticado por quienes sostienen que existe una racionalidad que excede la pura búsqueda de ganancias económicas al menor costo (Gómez, 2003), cabe señalar que el mismo se mantiene como uno de los elementos primordiales que sostienen a los agentes del mercado, especialmente en las circunstancias mundiales actuales dominadas por la hegemonía del discurso utilitarista neoliberal (Fair, 2008a).

El punto a destacar es que el proceso de desregulación comercial, y en particular financiera, en el marco de una economía carente de incentivos al establecimiento de capitales productivos de larga duración, incentivó la presencia de lo que Keynes denominaba una “economía de casino”. Este proceso de liberalización favoreció la rápida acumulación económica en una gama reducida de grandes empresas nacionales y transnacionales y generó, al mismo tiempo, fuertes desequilibrios comerciales y fiscales en los Estados, obligados a rendir pleitesía a los dictados del “mercado” para garantizarles “seguridad jurídica” y estabilidad en sus negociados (Borón, 2000; Santiso, 2003).

3.3. Las bondades de la apertura comercial y financiera

Señalamos hasta aquí dos de las principales políticas del decálogo neoliberal. En relación a la primera de ellas, cabe señalar que la privatización (y en algunos casos concesión) de casi la totalidad de las empresas públicas generó en algunos países, como en Argentina, considerado el caso más extremo de la región, y casi de todo el planeta, con la excepción de la ex Unión Soviética (Abeles, 1999; Nochteff, 1999), desintegrada en 1991, un fuerte incremento de la deuda externa. En efecto, pese a las importantes ganancias del sector público obtenidas por el proceso de privatizaciones y por la eliminación inicial del déficit generado en la mayoría de las ex empresas estatales, el costo económico (luego nos referiremos al social) abonado fue aún mayor al obtenido por su privatización. Ello se debe, tal como lo ha puesto de manifiesto el caso argentino durante el gobierno de Carlos Menem (1989-1999), a que el sector privado participante del negociado, es decir, los grupos económicos más concentrados del capital nacional y transnacional que actuaron como accionistas menores de las firmas extranjeras, fugaron sus excedentes de capital al exterior para valorizarlos en el sistema financiero. En este proceso de fuga de capitales y posterior valorización financiera del capital, los grupos empresariales se vieron favorecidos por las altas tasas de retorno obtenidas en dólares y el acceso al crédito masivo en el marco de la instauración de la (sobrevaluada) ley de paridad cambiaria fija 1 a 1 de la moneda local y el dólar (Ley de Convertibilidad de abril de 1991) y la firma del citado Plan Brady de 1992, que acrecentó la brecha diferencial entre la tasa de interés local e internacional (Basualdo, 2000, 2006; Basualdo y Kulfas, 2000).

Para entender este proceso de creciente especulación económica por parte del sector privado más concentrado, si bien extendido también a empresas no pertenecientes a la cúpula empresarial, debemos tener en cuenta la profunda transformación producida en el sistema financiero en las últimas décadas. En efecto, durante el modelo conocido como de Bretton Woods, iniciado en la posguerra, los Estados regulaban fuertemente sus economías a partir de tasas de interés negativas que impedían algún atisbo de especulación. No obstante, en consonancia con la aplicación del decálogo neoliberal y el inicio de un proceso mundial de internacionalización del capital líquido en forma de títulos y bonos (Borón, 2000; Santiso, 2003), en los últimos años se inició un período de apertura financiera que modificó profundamente la estructura económica del modelo sustitutivo. Aunque los inicios de esta reforma monetaria se remontan al gobierno neoconservador de Ronald Reagan, que elevó las tasas de interés para controlar de manera definitiva la inflación y favorecer la especulación de la “mayoría satisfecha” que controla, en gran medida, las riendas del país (Galbraith, 1992: 98-101), en la década del ´90 este proceso se profundizaría en Argentina y en el resto del planeta al compás de lo que se conocería como la globalización de las finanzas (Fair, 2008a). En ese contexto, cada uno de los Estados, especialmente los de Latinoamérica, necesitados de las divisas externas para equilibrar sus economías, iniciarían un proceso de alza de las tasas de interés con el objeto de atraer capitales que inviertan en la región.

En Argentina, es precisamente en dicho marco en el que se inscribe el proceso de creciente endeudamiento del Estado a partir de mediados de los años ´70. No obstante, si entre 1977, momento de inicio de la reforma financiera, y 1989, con el fin del gobierno del dirigente radical Raúl Alfonsín (1983-1989), el endeudamiento público era, básicamente, interno, favoreciendo en mayor medida a los grupos económicos diversificados conocidos como la “Patria contratista” (Castellani, 2004, 2006a), en los años ´90 este proceso se internacionalizaría a partir del incremento de las tasas internacionales por sobre la nacional y la creciente dolarización de la economía en el marco del Plan de Convertibilidad de la moneda (Basualdo, 2000, 2006). En ese contexto, los grupos económicos participantes como accionistas menores en el proceso de privatizaciones, los mismos que previamente se favorecían de los subsidios y sobreprecios estatales que ahora eran criticados por generar mayor déficit público, iniciarían un proceso de fuga masiva de capitales para valorizarlos en los bancos del exterior. Al mismo tiempo, las empresas adjudicatorias, en su mayoría grupos extranjeros de carácter transnacional, comenzarían a remitir sus ganancias a sus países de origen. De este modo, se incentivaría mediante dos vías el crecimiento del déficit fiscal del Estado que era generado, paradójicamente, por el sector privado que previamente era el causante de gran parte del déficit público (Schorr y Lozano, 2001). De todas maneras, lo importante de este proceso, agravado a partir de 1991 por la necesidad de atraer divisas tendientes a mantener la equivalencia 1 a 1 de la moneda local y el dólar en el marco del particular sistema de caja de conversión fija (currency board) del Régimen de Convertibilidad, es que, como lo han destacado varios trabajos especializados (Basualdo, 2000; Basualdo y Kulfas, 2000; Kulfas, 2001), el propio Estado debió hacerse cargo de hecho del déficit fiscal generado por el sector privado mediante el mecanismo del endeudamiento externo con los organismos multilaterales de crédito. A partir de allí, el endeudamiento del Estado crecerá de manera vertiginosa hasta alcanzar cifras récord que, desde este enfoque, limitarían el funcionamiento de la economía y, en última instancia, restringirían la capacidad de generar un desarrollo nacional sostenido9. En otras palabras, pese al extendido proceso de privatización y concesión de las empresas públicas, un proceso que permitió el ingreso al fisco de un total cercano a los 23.000 millones de dólares, la deuda externa siguió creciendo en forma ininterrumpida al compás del endeudamiento externo del Estado para hacer frente a la fuga de capitales del sector privado, lo que llevó a que, hacia finales de la década de los ´90, el porcentaje de deuda representara casi el 50% del PBI, cuando en 1992 representaba el 27% del total (Thwaites Rey, 2003: 83-84).

Ahora bien, los teóricos del neoliberalismo no sólo insistirán en la necesidad de abrir las finanzas al “mercado mundial”, sino también en la necesidad de liberalizar el comercio al capital transnacional. Debemos recordar nuevamente que el modelo sustitutivo de posguerra se caracterizaba en Argentina, al igual que en la mayoría de los países de la región, por la presencia de un Estado fuertemente regulador que protegía el mercado interno y el desarrollo de la industria nacional mediante diversos mecanismos regulatorios, tales como la ley de Compre Nacional o los regímenes de protección a partir de diversos aranceles a la exportación10 (Castellani, 2006b). Estos tradicionales mecanismos de protección, sin embargo, comenzarían a ser desmantelados a partir de la reforma comercial de 1976, los intentos de apertura de 1987 y 1988, y sobre todo, a partir de la llegada al poder del menemismo y el inicio del proceso de Reforma del Estado (Viguera, 1998). Así, con Menem como nuevo Presidente, no sólo se eliminó la tradicional Ley de Compre Nacional, sino que, a partir de las leyes de Reforma del Estado y de Emergencia Económica, de agosto y septiembre de 1989, se redujeron fuertemente los aranceles a la exportación, hasta llegar, a partir de comienzos de 1991, a cifras del 0%, como en el caso de los bienes de capital11 (Azpiazu, 1995). Además, a partir de marzo de 1991, se eliminaron las retenciones a la exportación agropecuaria que eran moneda corriente desde la época del peronismo, lo que se tradujo en menores ingresos efectivos para el Estado.

Desde el discurso neoliberal se afirmaba con insistencia que mediante estas medidas se lograría incrementar la competitividad a partir del incentivo a la reducción de los “costos laborales”. En otras palabras, la apertura de la economía promovería una mayor competencia entre los privados a partir de la posibilidad de importar maquinaria e insumos a bajos precios. En ese contexto, se produciría una modernización tecnológica que, desde el discurso político, era asimilado a la modernización y crecimiento del país y el ingreso o inserción a los beneficios derivados del nuevo orden global en expansión (Fair, 2008a, 2008b). En el caso argentino, se afirmaba, además, que la apertura comercial redundaría en una reducción de la elevada tasa de inflación a través del aumento de la competividad externa, lo que lo convertiría en una política económica funcional al mantenimiento del régimen cambiario de Convertibilidad (Viguera, 1998).

No obstante, los teóricos neoliberales omitían o ignoraban señalar el impacto negativo generado por este proceso de apertura económica sobre el déficit comercial de los países periféricos. En efecto, al abrir casi indiscriminadamente las economías al capital transnacional, se incentivaría un fuerte incremento de las importaciones, especialmente de bienes de capital, y en menor medida de bienes de consumo, al tiempo que se reducía el incentivo a las exportaciones. De este modo, en ausencia de una industria manufacturera con capacidad exportadora como la de los países centrales, se impulsaría en la mayoría de los países de la región un creciente déficit comercial, al tiempo que se potenciaba la destrucción de la industria nacional existente.

En el caso argentino, la marcada sobrevaluación cambiaria generada a partir del establecimiento del Régimen de paridad cambiara fija 1 a 1 entre la moneda local y el dólar de 1991, sumado al proceso de apertura comercial asimétrico, terminará por fomentar un incremento notable de las importaciones y una restricción simultánea de las exportaciones. En dicho marco, que se agravará con la remisión de ganancias a sus casas matrices por parte de las empresas adjudicatorias una vez concluida la etapa de privatizaciones, hacia 1993, se producirá un fuerte incremento del déficit comercial (Gerchunoff y Torre, 1996: 747; Schorr y Lozano, 2001). Pero sobre todo, en un contexto de escasa capacidad de exportación e innovación productiva, tal como se observará en el caso argentino durante los años ´90 con la excepción de algunos grupos económicos favorecidos por las ventajas comparativas naturales y/o su capacidad exportadora (industria alimenticia, siderúrgica, petrolera, etc.), los regímenes especiales de protección especial (industria automotriz), o bien por su creciente diversificación e internacionalización horizontal y vertical (Bisang, 1998; Nochteff, 2001), se producirá un efecto marcadamente negativo sobre el mercado laboral que, como veremos luego con más detalle, terminará incentivando una importante destrucción de empleos en el sector industrial y una creciente precarización social de los trabajadores.

3.4. Las bondades de la flexibilización laboral

Desde sus inicios el neoliberalismo insistió como una de sus ideas fuerza en la necesidad de reducir los costos económicos del sector privado (Ezcurra, 1998). Como objetivo explícito se afirmaba que el “mercado”, término que denota una especie de fuerzas impersonales no especificadas que actúan de un modo natural y externo a los sujetos, en lugar de agentes concretos que toman decisiones políticas (Santiso, 2003), perdía el incentivo al desarrollo y expansión del mercado de trabajo cuando existían “trabas” económicas. En ese contexto, se destacaba la necesidad, de acuerdo al discurso de Hayek en favor de incentivar la mayor libertad económica posible (Gómez, 2003), de reducir impuestos “distorsivos”, como los aportes patronales y otros impuestos que gravaban a los sectores más pudientes, en tanto desincentivaban la creación de empleo por parte de los empresarios, al incrementar sus costos. Al mismo tiempo, se señalaba la necesidad de reducir o eliminar las indemnizaciones por despido, enfermedad o accidentes laborales, reducir e individualizar los elevados salarios y eliminar otros “costos laborales” que nuevamente impedían el libre desarrollo de las “fuerzas impersonales” del mercado (Ezcurra, 1998).

Esta necesidad perentoria de reducir “costos laborales” para lograr una mayor eficiencia, iba de la mano de la necesidad nuevamente de reducir el gasto público del Estado, especialmente el social. Se insistía, en ese sentido, que el Estado excedía su gasto público, lo que no sólo generaba un incremento del déficit fiscal, sino que incentivaba un incremento de la temida inflación (Dornbusch y Edwards, 1990). En el caso de Argentina, a partir de la década del ´90 se señalaba de manera insistente, en consonancia con el discurso neoliberal dominante, que la reducción de salarios de los trabajadores, la flexibilización del mercado de trabajo y la reducción del gasto público social, generarían un descenso de las tasas de hiperinflación como las vividas en la trágica experiencia del período comprendido entre febrero y julio de 1989, cuando la inflación había alcanzado niveles inéditos que llegarían a casi 200% mensual12. Al mismo tiempo, se afirmaba que la reducción de “costos salariales”, como la eliminación del salario mínimo, promovería el incremento de la competitividad, lo que terminaría por fomentar una creación mayor de empleo por parte de los sectores empresariales que redundaría, en última instancia, en un beneficio social conjunto (Ezcurra: 1998: 98).

Ahora bien, este tipo de discurso hegemónico en favor de la flexibilización laboral, que insistía, además, que los principales responsables de su situación social de pobreza y de su capacidad de modificarla eran y debían ser los propios trabajadores, y no los empleadores, que eran quienes los contrataban (Galbraith, 1992: 49), no es más que una nueva falacia del modelo neoliberal. En primer lugar, parte de la (errada) premisa de que la inflación es generada por el “exceso de demanda” del sector trabajo. De allí infiere la necesidad de reducir el “excesivo” poder de los sindicatos y de los trabajadores en general que tornan al estado “ingobernable”. Este supuesto, que tiene su origen en los señalamientos de la Comisión Trilateral de la década del ´70, resulta una falacia por varios motivos. En primer lugar, la inflación o hiperinflación, como ha sido analizado en detalle en el caso de Argentina, no se produjo como principal motivación debido a la demanda de un incremento de salarios por parte de los trabajadores, sino que fue un efecto de un proceso no concertado que fue iniciado por los agentes económicos de mayor envergadura para mantener su tasa de ganancias (Levit y Ortiz, 1999), a lo que luego siguió la respuesta, también desordenada, de los asalariados, en busca de la recomposición de sus mermados ingresos (Ortiz y Schorr, 2006). Debemos tener en cuenta, en ese sentido, que desde los años ´60, y en mayor medida desde mediados de la década del ´70, se produjo en Argentina un proceso de creciente diversificación y concentración del capital económico. En ese contexto, se contribuyó desde la modalidad de intervención del Estado a la formación de diversos grupos económicos concentrados que pudieron controlar los precios de manera oligopólica o monopólica (Castellani, 2004, 2006a). Al mismo tiempo, a partir de esos años se produjo una fuerte disputa ideológica entre las diversas fracciones del empresariado que se intensificaría a finales de los años ´80. Por un lado, se hallaban los sectores empresariales de la denominada “Patria contratista”, grupos económicos locales y en algunos casos transnacionales, que dependían directamente de los subsidios, regímenes de promoción industrial, exenciones impositivas y sobreprecios estatales. Por el otro, los acreedores externos, que pretendían cobrar sus préstamos financieros adeudados desde la moratoria de abril de 1988. Aunque este proceso se resolvería en gran medida con el negociado de las privatizaciones, donde ambos sectores saldrían “ganando”, al participar como accionistas menores, en el primer caso, y cobrar sus deudas mediante la enajenación de activos públicos, en el segundo (Abeles, 1999; Basualdo, 2000), lo importante es que el inicio del proceso de hiperinflación fue generado de forma no concertada por estas disputas ideológicas inter-empresariales, lo que llevó a cada sector a intentar resguardar sus propios beneficios económicos para evitar una posible devaluación monetaria en un contexto de fuerte crisis fiscal. Así, a comienzos de febrero de 1989, tras la decisión inicial del Banco Mundial de no otorgarle al país un préstamo financiero en un momento en el que lo requería de manera urgente, se produjo una “corrida” cambiaria hacia el dólar, a la que le siguió el incremento de precios por parte de los grandes empresarios diversificados y la no rendición de divisas por parte de los sectores agroexportadores. Finalmente, en un contexto de incremento masivo de los precios, se produjo la demanda de mayores salarios por parte de los trabajadores, como instancia final y desordenada frente a la realidad acuciante (Ortiz y Schorr, 2006). En dicho marco, en el que además se temía por la posible llegada al poder de Carlos Menem, por entonces defendiendo un “programa electoral populista” (Gerchunoff y Torre, 1996: 735), o de “nacionalismo populista” (Canitrot, 1992), se inició un proceso de creciente inflación, que luego devino en una espiral de hiperinflación, y que terminó, finalmente, con la renuncia anticipada de Alfonsín, a mediados de 1989, en medio de una situación socioeconómica y política incontrolable (Fair, 2008b).

Hemos señalado, entonces, las limitaciones teóricas al postulado neoliberal que afirma que se deben “flexibilizar” las condiciones de empleo para reducir el exceso o “sobrecarga de demandas” generado por la presión salarial de los trabajadores. Cabe destacar que esta crítica pone en cuestión también la necesidad de limitar el “excesivo” poder sindical, a juicio de los neoliberales, causantes principales del incremento de las tasas de inflación. En efecto, lejos de ser resultado del “exceso de demandas” del sector trabajo, en realidad se puede observar que la hiperinflación en Argentina respondió a un proceso más complejo iniciado con las diversas disputas inter-empresariales y la respuesta “defensiva” por parte de los sectores más desprotegidos (los trabajadores asalariados). El caso argentino durante el período hiperinflacionario del primer semestre de 1989 ha mostrado, además, que puede producirse una elevación mayor del dólar en relación a la tasa inflacionaria, que a su vez fuera mayor al incremento salarial (Fair, 2008b). En ese contexto, se ponen en evidencia las limitaciones del discurso neoliberal que sostiene que la hiperinflación es consecuencia directa del conflicto distributivo entre el capital y el trabajo13 (Ortiz y Schorr, 2006: 484-485).

En el fondo, tal como ocurre con el resto de las nociones defendidas por los teóricos del neoliberalismo, lo que se ha buscado en gran medida con estas políticas de flexibilización promovidas por el discurso dominante, ya sea de forma consciente o inconsciente, concertada o no, es una mayor liberalización económica que garantizara a los núcleos de poder concentrado, a la “mayoría satisfecha” que tan bien describía el economista John Kenneth Galbraith para referirse al caso estadounidense (Galbraith, 1992), la obtención de una mayor y mejor acumulación de capital, particularmente de carácter especulativo. Debemos recordar, en ese sentido, que, como sostiene Gómez (2003), tanto para Hayek, Friedman y compañía, como también para sus antecesores neoclásicos Pareto y Walras, lo único que existe como norma de accionar es la racionalidad instrumental medios-fines y el incremento de la eficiencia al menor costo posible. La ética social, y por tanto, algún atisbo de justicia distributiva y solidaria que exceda esta lógica racionalista utilitaria, no existen, entonces, en este esquema.

La segunda medida que dijimos que propone el neoliberalismo para flexibilizar el mercado de trabajo consiste en reducir las cargas patronales, indemnizaciones o impuestos similares que perjudican, según esta teoría, el incentivo a la creación de empleo. Según se afirma, al eliminarse estos gastos “distorsivos” sobre la demanda laboral, el empleador tendría más posibilidades de crear nuevos puestos de trabajo, favoreciendo, así, al conjunto de la sociedad (Ezcurra, 1998: 98). Bajo esa premisa, durante la década del ´90 se aplicaron en Argentina, al igual que en la mayoría de los países de la región, diversos intentos de reducción de los “costos” laborales. Aunque algunos de ellos pudieron ser evitados o limitados por el poder sindical a cambio de ciertos beneficios compensatorios (Etchemendy, 2001; M. V. Murillo, 2008), en el caso argentino los grandes empresarios concentrados lograron reducir fuertemente los aportes patronales para el conjunto de las actividades empresariales entre 1993 y 1994, al tiempo que lograron también la aprobación desde el Estado de diversas leyes de flexibilización laboral que limitaron los amplios beneficios sociolaborales de los que gozaban los trabajadores desde los tiempos de Juan Perón, favoreciendo, al mismo tiempo, la expansión de las ganancias patrimoniales del sector privado a partir de una reducción de sus costos directos e indirectos (Azpiazu, 1995).

No obstante, tal como lo muestran las estadísticas disponibles en los casos de Argentina, Colombia, Ecuador y Perú, estas leyes de flexibilización, concepto que tiene nuevamente una connotación positiva que denota adaptarse a los nuevos cambios, pero que, como señala Bourdieu, sería preferible denominarlo “flexplotación” (Bourdieu, 1999), lejos de incentivar la creación de mayor empleo y desarrollo local, terminó agravando la situación socioeconómica de los trabajadores (Ezcurra, 1998: 98). Como veremos con más detalle a continuación, esta medida, junto con la reducción del gasto público social en algunas áreas clave y la focalización en otras, no hizo más que reducir los salarios de los trabajadores, al tiempo que fomentaba mayores ganancias para los grandes empresarios a partir del surgimiento de nuevas modalidades de trabajo temporarias y a tiempo parcial. Al mismo tiempo, en particular durante la segunda mitad de los años ´90, incentivaría una mayor depresión del mercado interno, al limitar el consumo de los sectores populares y, a su vez, garantizar menores cargas impositivas y por lo tanto, menor recaudación para el Estado, lo que coadyuvaría a acrecentar el déficit fiscal del sector público mediante dos vías opuestas (Schorr y Lozano, 2001).

3.5. El libre mercado como factor de desarrollo económico

Hasta aquí hemos señalado, a partir de la experiencia del caso argentino, algunas de las falacias del modelo neoliberal acerca de la presunta necesidad de luchar contra la ineficiencia en la asignación de los recursos públicos, la “excesiva” burocracia, causante del déficit del sector público, y su supuesta solución derivada del “libre funcionamiento del mercado” a partir de la privatización compulsiva de las empresas públicas. Al mismo tiempo, hemos señalado, siguiendo el mismo ejemplo, las limitaciones de los postulados neoliberales en favor del incremento de la competitividad, la mayor eficiencia y la reducción de los costos laborales derivados del proceso de apertura, desregulación y flexibilización económica. No obstante, debemos recordar que los teóricos del neoliberalismo afirmaban también que la aplicación de las políticas pro-mercado generarían, más temprano que tarde, un crecimiento económico que, a partir de la famosa “mano invisible” de Adam Smith, redundaría en un “efecto derrame” (“Trickle down effect”), que se traduciría casi mágicamente en un beneficio general para el conjunto de la sociedad. Si en la primera parte de este trabajo nos hemos centrado en lo que hemos denominado las falacias del discurso neoliberal a partir de sus efectos regresivos sobre la estructura económica, resulta pertinente abordar ahora esas falacias a partir de sus efectos reales sobre la estructura social. En efecto, el análisis del discurso neoliberal a partir de sus consecuencias perniciosas sobre la estructura económica nos permitió observar con anterioridad su fracaso en concluir con el déficit fiscal y comercial, que en países como la Argentina terminó, incluso, incrementándose notablemente al compás de la fuga masiva de capitales del sector privado más concentrado y la remisión de utilidades de las empresas adjudicatorias una vez concluida la etapa de privatizaciones. Este déficit coadyuvó, además, a incrementar la de por sí elevada deuda externa, al obligar al Estado a endeudarse en el sistema financiero para cubrir de hecho aquel déficit generado por el sector privado. Para tener una idea, Basualdo y Kulfas han calculado que cada dólar de endeudamiento externo, tuvo como contrapartida aproximada, entre 1993 y 1998, otro dólar que se fugó al exterior para valorizarlo en el circuito financiero (Basualdo y Kuflas, 2001: 99). Pero además, en un contexto de fuerte apreciación cambiaria e imposibilidad de emitir moneda, el propio sistema de caja de conversión o “currency board”, tal como fue establecido en Argentina a partir del 1 de abril de 1991, llevó necesariamente al Estado a endeudarse masivamente con los organismos multilaterales de crédito para adquirir divisas y mantener, así, la equivalencia entre la base monetaria y las reservas en oro y divisas, que obligatoriamente debía presentarse en un plano de equilibrio para poder mantener ambas monedas en un régimen de paridad fija14. Esta necesidad perentoria de atraer divisas, en lo que algunos han denominado una “estrategia de autoatamiento” (Gerchunoff y Torre, 1996: 745; Santiso, 2003: 41), llevó a que se incremente tanto la deuda externa, como los propios intereses de aquella deuda, cada vez más abultada, lo que terminó por potenciar, a su vez, el grado de endeudamiento hasta límites insostenibles (Basualdo, 2000, 2006). A este proceso le debemos sumar también la fuerte pérdida de recursos del sector público una vez privatizadas la empresa petrolera estatal y el sistema de jubilación público, entre 1993 y 1994, y una vez reducidas las cargas patronales15, medidas que fueron incentivadas por el establishment local y transnacional, y también la pérdida de recursos del Estado derivada de la remisión de utilidades de las empresas privatizadas a sus casas matrices, además de los viajes al exterior para turismo, potenciados por el abaratamiento del dólar y los efectos positivos iniciales generados por la estabilidad monetaria. Todos estos factores coadyuvaron, sobre todo a partir de mediados de la década, a que se produjese una profunda crisis en la balanza de pagos, que terminaría por asfixiar a las finanzas públicas hasta llegar a la solución de limitar las extracciones de depósitos de los bancos (“Corralito”) de diciembre de 2001 para evitar la fuga masiva de depósitos y la posterior devaluación y default monetario, en un contexto de fuga masiva de capitales y casi nula confianza en el sistema financiero local (Schorr y Lozano, 2001).

Ahora bien, como señalamos anteriormente, la aplicación en América Latina, y en particular en Argentina, de las políticas neoliberales, no sólo generó una profunda crisis económica que terminó por agravar, en lugar de solucionar (con la excepción del tema hiperinflacionario) los problemas heredados de la década anterior, sino que, además, generó también profundas transformaciones en la estructura social que permiten poner en cuestión, mediante nuevos y sólidos argumentos, los postulados que definen a este tipo de discurso hegemónico de sentido común.

Comenzando por el proceso de privatizaciones iniciado en la Argentina a partir de los lineamientos establecidos por las leyes de Reforma del Estado y Emergencia Económica de agosto y septiembre de 1989 (Gerchunoff y Torre, 1996: 736), resulta evidente notar, al recorrer las consecuencias de la aplicación empírica del neoliberalismo, su efecto regresivo sobre las características del mercado de trabajo. Así, el proceso de reducción del funcionamiento estatal no sólo no incrementó la inversión, ni mejoró, en la mayoría de los casos16, la eficiencia y competitividad de las empresas a cargo del sector privado, profundizando, a su vez, el déficit fiscal del Estado a partir de la desregulación económica y la fuga de capitales y posterior remisión valorizada de utilidades por parte de los grupos económicos más concentrados del capital local y transnacional que habían participado como accionistas menores del proceso de adjudicación de estas empresas, sino que generó, a su vez, un agravamiento paulatino de la situación social de los trabajadores. El efecto más evidente de este proceso regresivo es, obviamente, la fuerte pérdida de puestos de trabajo generados por la privatización de las empresas pertenecientes al Estado, un proceso de creciente desocupación que comenzó a sentirse con mayor fuerza en la segunda mitad de la década del ´90 con las crisis internacionales del Tequila, el sudeste asiático, Rusia y la devaluación de la moneda brasileña. Aunque este fenómeno se pudo observar con amplitud en países como Brasil, Ecuador, México, Perú, Uruguay y Venezuela, donde el desempleo aumentó considerablemente (Ezcurra, 1998: 159), uno de los casos más extremos fue nuevamente el de Argentina, donde, sumado a los masivos despidos en la administración pública, se ha calculado la reducción de personal en alrededor de 535.000 puestos de trabajo (Thwaites Rey, 2003: 70). En dicho marco, la tasa de desempleo, que era prácticamente inexistente hasta mediados de los años ´70, terminó alcanzando un récord histórico de 18,5% en mayo de 1995, para luego fluctuar en una tasa algo inferior hasta llegar a la debacle de diciembre del 2001, cuando alcanzaría una cifra de más del 25% del total de la población activa. En ese contexto, lejos se estaba del discurso que señalaba que las reformas de mercado lograrían alcanzar el mítico bienestar general a partir de la eliminación del “cáncer” de la burocracia y la ineficiencia y corrupción del “elefantiásico” sector estatal, como señalaría Menem en reiteradas ocasiones (Fair, 2008b).

Vimos previamente que la “necesidad” de desregulación de la economía representa una nueva falacia que dejaba sin discusión la ridícula presunción acerca de la auto-regulación y eficiencia a priori del sector privado17. En efecto, desde Adam Smith en adelante, se sostiene que existe una “mano invisible”, en el caso de Smith, la mano invisible de Dios, que permitiría alcanzar a largo plazo el beneficio del conjunto de la comunidad mediante la búsqueda del interés puramente particular por parte de los individuos. En ese esquema, no existe la necesidad de un Estado que regule la economía más allá de garantizar el marco jurídico para su expansión, y ello en razón de que el mercado, como afirma la teoría neoclásica, tiende a equilibrarse y a converger de manera automática en un óptimo paretiano (Gómez, 2003). Bajo esta premisa neoclásica, nunca debatida ni puesta en cuestión por los teóricos neoliberales, pero tampoco nunca probada en la experiencia empírica concreta, se incentivó, como vimos, la mayor desregulación de la economía de la que se tenga memoria en toda la historia reciente. A su vez, se promovió un proceso de apertura comercial y sobre todo financiera, que generaría una fenomenal reducción de los costos y una modernización de la economía vía el incremento de la competitividad. En ese contexto, se redujeron o directamente eliminaron diversos aranceles, así como las regulaciones a la entrada y salida de capitales que eran moneda corriente en el modelo sustitutivo de posguerra.

No obstante, lejos de alcanzarse el mítico óptimo paretiano que convergería de manera objetiva la oferta con la demanda en un punto de equilibrio, beneficiando al conjunto de la sociedad (Gómez, 2003), la consecuencia que tuvo la aplicación de este proceso de reformas neoliberales, incluyendo dentro de este esquema a las diversas leyes de “flexibilización” del mercado laboral, no sólo fue adverso para las finanzas estatales, acrecentando el déficit fiscal y en cuenta corriente y el endeudamiento externo por parte del Estado para cubrir el propio déficit generado por el sector privado, sino también sobre el mercado de trabajo. En efecto, el incremento de las tasas de interés incentivado por los ideólogos del libre-mercado para promover el ingreso masivo de inversiones externas, lejos de crear nuevas fuentes de empleo, vimos anteriormente que no hizo sino incentivar el inicio de un proceso sin antecedentes de creciente especulación financiera. Ello se debe a que, al incrementar las tasas de interés, a lo que debemos sumar los beneficios al ingreso de capitales externos sin control por parte de los Estados, un proceso que fue especialmente profundo en la Argentina -que a diferencia de la mayoría de los países de la región, no aplicó ningún tipo de control sobre el capital financiero y mantuvo el rígido sistema de paridad cambiaria de su moneda (Gerchunoff y Torre, 1996: 760)- se terminó por promover un proceso de creciente especulación en los bancos nacionales e internacionales, a través de la proliferación de títulos, bonos o activos líquidos, que desincentivaron, de este modo, la inversión dedicada a la producción nacional (Basualdo, 2000; Schorr, 2006). Se constituyeron, entonces, “cuasi rentas financieras” para los sectores de la cúpula empresarial que, a diferencia de los países centrales y del sudeste asiático (Nochteff, 1995), permitieron la formación de monopolios u oligopolios de escasa innovación y desarrollo productivo (Fair, 2008b).

Por otra parte, aunque existen antecedentes que se remontan hasta la reforma comercial de 1977 (Azpiazu, 1991; Viguera, 1998), sobre todo a partir de la aplicación del Régimen de Convertibilidad de 1991, se llevó a cabo, como vimos, un proceso de creciente apertura comercial que se tradujo en una protección asimétrica que favoreció con regímenes especiales a las grandes empresarios diversificados con capacidad de exportar sus excedentes a terceros países (en particular, a Brasil) y acceso al crédito masivo a bajos precios, o que se beneficiaban de forma directa de las ventajas comparativas naturales. El efecto inmediato de este tipo de apertura y desregulación casi indiscriminado, que dejó sin capacidad de protegerse a las industrias más pequeñas sin capacidad exportadora, en un contexto de fuerte apreciación del tipo de cambio y consecuente avalancha importadora, fue, entonces, una masiva destrucción de gran parte de la industria nacional. Más específicamente, en países como Argentina, que históricamente había tenido un fuerte y robusto Estado Benefactor basado en un esquema de sustitución de importaciones vinculado al desarrollo y expansión industrial (Basualdo, 2004), se produjo una creciente desindustrialización y tercerización de la economía que, al igual que en el intento de apertura y desregulación del Régimen militar del ´76 (Azpiazu, 1991), afectó primordialmente a las pequeñas y medianas empresas (Pymes) del sector industrial y a los trabajadores asalariados en general (Basualdo, 2006; Schorr, 2006), muchos de los cuales, frente a la imposibilidad de sus empresas de competir con los productos internacionales en un marco de desprotección estatal, se quedaron sin trabajo, o bien, de acuerdo a las políticas de “flexplotación”, vieron caer fuertemente sus niveles salariales en relación a los indicadores de comienzos de los años ´70 (Beccaria, 2002). A su vez, en el marco de la reducción y/o focalización del gasto público social y sus beneficios universalizados que eran moneda corriente durante la etapa sustitutiva, los trabajadores asalariados, y especialmente los sectores populares, sufrieron un proceso de creciente precarización laboral que, ya sea promovido de forma consciente o inconciente, concertada o no, resultaría plenamente funcional a los intereses económicos de los grandes grupos empresariales. Así, se ha calculado que las políticas de flexibilización en Argentina, como el establecimiento de contratos temporarios, generaron a partir de 1991 una transferencia de ingresos de alrededor de 2.000 millones de dólares anuales hacia los empleadores (Ezcurra, 1998: 99).

En la misma línea regresiva, la reducción de los aportes patronales llevada a cabo por el gobierno de Menem entre 1993 y 1994, lejos de incentivar el desarrollo social vía el “derrame” de las ganancias empresariales hacia los sectores más desfavorecidos, terminó incentivando un inédito crecimiento económico del Producto Bruto Interno (PBI) que, pese a ser del orden del 8% durante la primera mitad de los años ´90 (Gerchunoff y Torre, 1996: 758), no se tradujo en el mítico “derrame” de la riqueza hacia el conjunto de la sociedad, tal como pregonan los ideólogos neoliberales, sino que se limitó a favorecer, en su mayoría, a los núcleos del poder más concentrado. De este modo, en el marco de las reformas pro-mercado tendientes a reducir los “costos laborales” e incentivar el supuesto interés general, no sólo se produjo una creciente pauperización de los trabajadores, en particular de los sectores populares, aunque también de vastos contingentes de estratos medios y medios-bajos, los llamados “nuevos pobres”, quienes, especialmente a partir de la segunda mitad de la década de los ´90, vieron perder masivamente sus trabajos, o bien redujeron marcadamente sus ingresos (Beccaria, 2002), sino que, además, se terminaron incentivando elevadas ganancias económicas para la gran mayoría de los grupos empresariales, en particular para los más concentrados y diversificados, promoviendo, hacia fines de los años ´90, un incremento inédito de los índices de desigualdad social entre los estratos más ricos y los más empobrecidos de la sociedad18.

4. A modo de conclusión

En el transcurso de este trabajo nos propusimos analizar críticamente las falacias del modelo neoliberal, tomando como punto de partida la aplicación empírica de sus principales postulados teóricos. Partiendo desde un enfoque macroeconómico de tipo cualitativo centrado en la particularidad del caso argentino durante la década de los ´90, colocamos el eje, en una primera etapa, en sus efectos sobre la estructura económica. El desarrollo del trabajo aplicado nos permitió poner en cuestión el discurso legitimador que le sirvió de base. Este discurso hegemónico de sentido común destacaba la incapacidad del Estado de solucionar los problemas de déficit fiscal y comercial, excesivo endeudamiento externo y escasa inversión, y la irregular prestación de servicios públicos. Todos esos problemas eran atribuidos a la ineficiente, corrupta y burocrática intervención estatal, mientras que sólo se solucionarían dejando esas funciones en manos del, por definición, más eficiente y competitivo sector privado. Sin embargo, la experiencia empírica de los años ´90 en Argentina nos permitió destacar que estos problemas de orden económico no hicieron sino agravarse, en particular el endeudamiento externo y el déficit fiscal y comercial, y ello a pesar del ingreso masivo de divisas proveniente del proceso de privatizaciones, apertura y desregulación comercial y financiero, la modernización tecnológica del país, y la virtual aniquilación de las funciones redistributivas y reguladoras que ejercía el Estado desde la posguerra. En una segunda etapa, nos centramos en los efectos perniciosos del llamado modelo neoliberal sobre la estructura social. Tomando como base nuevamente el caso extremo de la Argentina de los ´90, el análisis nos posibilitó reforzar con nuevos argumentos empíricos nuestra hipótesis referida a la falacia de su discurso hegemónico. En dicho marco, destacamos los efectos regresivos de la aplicación de las políticas neoliberales sobre el mercado de trabajo, entre ellos, el incremento de la desocupación y subocupación y la precarización de las condiciones sociolaborales de los trabajadores. La evidencia empírica disponible para el caso argentino nos permitió, además, refutar, o al menos limitar la capacidad explicativa, que se deriva de los supuestos efectos positivos causados por el “derrame” de los índices de crecimiento económico del Producto Bruto Interno sobre las condiciones de vida de los sectores menos favorecidos de la comunidad. Señalamos, en ese sentido, su resultado fáctico a favor de una mayor pauperización de vastos contingentes sociales y un incremento de la inequidad social en los ingresos, a pesar del notable crecimiento económico registrado durante su período de auge. En dicho marco, que contrasta con la experiencia empírica de los fuertes Estados Benefactores de los países europeos, es posible señalar la ausencia de un ciclo de desarrollo social sostenido en el tiempo.

Transcurridas casi tres décadas de hegemonización política, económica, social y cultural de este tipo de discurso falaz convertido en sentido común universal, la reciente crisis mundial de Wall Street ha vuelto a poner en cuestión el mito del modelo neoliberal y sus supuestas bondades socioeconómicas intrínsecas e indiscutibles. En efecto, la crisis financiera mundial generada por la desregulación total de las finanzas por parte de los Estados nacionales, que ha puesto al descubierto los enormes negociados de los núcleos de poder económico más concentrados, ha mostrado, por enésima vez, las falacias de los postulados conceptuales de este modelo teórico y político que nunca pudo ser demostrado empíricamente, pero que, sin embargo, ha ejercido durante largo tiempo un fuerte poder e influencia social hasta convertirse en una verdad absoluta con presunción de cientificidad y objetividad. Esta crisis, al igual que había ocurrido previamente con el caso argentino a fines del 2001 y las quiebras de grandes empresas como Enron en Estados Unidos, por citar sólo algunos ejemplos, no hace más que reafirmar con nuevos argumentos que el discurso neoliberal se encuentra construido sobre un conjunto de grandes falacias teóricas, aunque con fundamentales implicancias socioeconómicas prácticas, en el que la aplicación de sus políticas económicas de fomento a la privatización compulsiva de las empresas públicas, la apertura comercial y financiera, la desregulación y “flexibilización” del mercado de trabajo y la reducción y/o focalización de la inversión pública en el área social, sólo sirvieron de base, ya sea de forma consciente o inconsciente, concertada o no, para una mayor acumulación por parte de los núcleos más concentrados del poder político y económico y para una mayor pauperización de los trabajadores asalariados en general y los sectores populares en particular19. En efecto, como se ha intentado demostrar de forma aproximativa en este trabajo a partir de las particularidades que asumió el caso extremo de la Argentina de los ´90, aunque es posible llegar a una conclusión similar -si bien nunca de forma causalística, ni absolutamente concluyente20- si se aborda lo sucedido en el resto de los países de la región, en consonancia directa con el grado de aplicación de los postulados neoliberales, el fenomenal proceso de transformación excluyente y antipopular iniciado a mediados de los años ´70, y profundizado de una forma inédita en los años ´90, terminó por destruir casi en su totalidad el componente de redistribución e inclusión social del Estado en favor de los sectores más humildes y desprotegidos que caracterizaba, con sus inevitables limitaciones y contradicciones, al modelo sustitutivo de posguerra. Como hemos visto, los trabajadores, especialmente los pertenecientes a los sectores populares, aquellos “cabecitas negras” que, en la experiencia argentina, habían sido integrados socialmente como sujetos plenos de derecho por el peronismo, terminaron siendo los principales afectados por las políticas ortodoxas. Estos sectores no sólo vieron reducir drásticamente el total de sus ingresos en las últimas tres décadas, sino que, además, en muchos casos, perdieron masivamente sus trabajos y sufrieron una notable precarización de sus condiciones de vida. Al mismo tiempo, sin embargo, una pequeña elite, conformada por los grandes empresarios nacionales y transnacionales, vieron incrementar de una manera inédita su tasa de ganancias, obteniendo, principalmente vía el mecanismo de la especulación financiera, enormes masas de recursos económicos valorizados.

En ese contexto de fracaso de las políticas neoliberales, aunque con un enorme éxito para garantizar la permanencia y expansión de las ganancias patrimoniales de los sectores más concentrados del capital, tal como se ha puesto en evidencia en el reciente “salvataje” estatal de 700 mil millones de dólares a los grandes bancos por parte de los Estados Unidos, al tiempo que se “evaporaban” 2,6 millones de empleos en sólo un año (Clarín, 10/01/09), y teniendo en cuenta que, como señalaba Karl Popper, toda teoría científica se refuta en su posibilidad de ser rechazada, la base empírica acumulada en estas décadas que parecen estar llegando a su fin, nos permite destacar, de forma aproximativa y correlativa, que los postulados teóricos del discurso neoliberal, al menos tal como fueron aplicados en casos extremos como la Argentina de los años ´90, no son más que un conjunto de falacias insostenibles tendientes a legitimar una ideología indefendible que carece del más mínimo rigor científico y la más elemental formación ético-solidaria.

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Fuentes

Diario Clarín (Argentina)

Notas * Artículo publicado en la Revista OIKOS, Año 13, Número 28, Mes de Diciembre, Facultad de Administración y Economía, Universidad Católica Silva Henríquez (UCSH), Santiago de Chile, Chile, páginas 215-246. ISSN: 0717-327X. Disponible en su versión en línea en http://www.edicionesucsh.cl/oikos/oikos28/28_09.zip

** Magíster en Ciencia Política y Sociología (FLACSO), Investigador Becario del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Doctorando en Ciencias Sociales en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Correo electrónico: herfair@hotmail.com

  1. En realidad, estas políticas "compensatorias" se condicen con el "aggioramiento" llevado a cabo por los ideólogos del "modelo" neoliberal, principalmente a partir de una segunda etapa iniciada tras la crisis asiática de 1997. En ese contexto, se aplicaron un conjunto de reformas de segunda generación, conocidas como Consenso post Washington, que promovieron desde el BID y el BM la necesidad de implementar una serie de políticas públicas focalizadas para paliar los efectos negativos generados en una primera etapa por las reformas neoliberales (véase Stiglitz, 1997; S. Murillo, 2008: 85 y ss.). De todos modos, en este trabajo nos centraremos en las falacias de las Reformas de Primera Generación aplicadas en la región y, específicamente, en las características asumidas en el caso argentino durante el gobierno de Menem.
  2. En efecto, a pesar de que estas cuatro políticas resultaron, durante la década del ´90, el eje en el que giró lo que se conoce como el neoliberalismo, las mismas, tanto en América Latina, como en particular en Europa y Estados Unidos, tampoco se aplicaron de manera estricta. Así, por ejemplo, en la mayoría de los países de la región, y en mucho mayor medida en los países nórdicos de Europa, e incluso en los países anglosajones, se mantuvo algún grado mayor o menor de protección arancelaria a la industria nacional y, con la excepción casi solitaria del caso argentino, a los capitales financieros. Nuevamente con la excepción del caso argentino, en casi todos los países de la región el Estado mantuvo también en su poder a empresas clave como el petróleo (casos de México, Brasil, Venezuela), o el cobre (Chile). Finalmente, cabe destacar que, contrariamente a lo que ocurriría en los países de América Latina, donde los lineamientos del Fondo Monetario Internacional obligaron a los Estados de la región a desregular en su conjunto el sector agroexportador para fomentar el "libre comercio", tanto en Europa como en Estados Unidos, los gobiernos mantuvieron amplios subsidios a los agricultores de sus países para protegerlos de los efectos regresivos originados, precisamente, por el proceso de desregulación y apertura que ellos mismos fomentaban.
  3. Ello se debía a que en Occidente el petróleo era el insumo básico para desarrollar la industria, y, a partir de ese momento, había que restringir su consumo a escala global.
  4. Recientes documentos desclasificados muestran que el gobierno estadounidense de Richard Nixon apoyó el Golpe de Estado contra el presidente socialista chileno Salvador Allende para "evitar que se formara una segunda Cuba" en América (Clarín, 16/10/08).
  5. En dicho marco, como destaca Susana Murillo (2008), se creó, en 1982, la Comisión Bipartita para Centroamérica, bajo la presidencia de Henry Kissinger, la cual "se propuso estudiar los intereses de EE.UU. en la región y las amenazas a ellos, así como las medidas a largo plazo que mejor los favoreciesen, tomando en cuenta los aspectos sociales, económicos y "democráticos" de la comarca". Según los documentos desclasificados de la Comisión, la misma "debía aconsejar sobre los medios de conseguir un consenso nacional sobre una política global de los Estados Unidos para la región" (Ob. cit., p. 87).
  6. Recientemente, una resolución de la Cámara Federal argentina ha llamado a declaración indagatoria a Carlos Menem y a su Ministro de Economía, Domingo Cavallo, al entender que la privatización de la empresa Aerolíneas Argentinas, en octubre de 1990, tuvo como "finalidad" la "sustracción de bienes del Estado" y que los hechos posteriores a 1994 "se tradujeron en un claro perjuicio patrimonial" sobre la empresa y el Estado (Clarín, 21/11/08).
  7. El denominado Plan Brady, firmado en 1992, consistía en un plan de reestructuración de deuda con el FMI, tendiente a canjear la mayor parte de los créditos contraídos con bancos comerciales por títulos de deuda soberanos a treinta años, a los que se les aplicarían quitas de capital y reducciones en la tasa de interés, respaldados a través de la adquisición de un bono de la Reserva Federal de los Estados Unidos. A partir de allí, el FMI adquiría la capacidad de realizar un "monitoreo constante" sobre el gobierno nacional previo al otorgamiento de los créditos financieros (véanse Bembi y Nemiña, 2007: 19-20).
  8. Entre los entes regulatorios creados de manera tardía, lo que contradecía además el discurso del Banco Mundial y el FMI, podemos citar la Comisión Nacional de Telecomunicaciones, Ente Nacional de Regulación de Gas, Ente de Regulación de Electricidad, Ente Tripartito de Obras y Servicios Sanitarios concesiones viales y explotación de ferrocarriles (véase Abeles, 1999: 100).
  9. Es importante destacar que los principales teóricos que se han ocupado de este proceso de endeudamiento del Estado para hacerse cargo del déficit generado por el sector privado, entre los que se destaca el grupo de Economía y Tecnología de FLACSO liderado por el Dr. Eduardo Basualdo, sólo han mostrado una fuerte correlación y no una explicación causalística que pudiere especificar de forma determinante y concluyente la vinculación de estas dos variables que configuran este proceso.
  10. Cabe señalar que dentro del propio modelo sustitutivo existieron dos fases históricas. Mientras que en la primera, que se extendió durante el período 1946-1955, el eje de la industrialización será la industria liviana y mediana para el mercado interno y la expansión del consumo de los sectores populares, en la segunda fase, conocida como "desarrollista", el eje se colocó en la construcción de una industria pesada vinculada a la exportación y el consumo de los sectores medios y altos urbanos. Sobre esta diferenciación, puede verse Basualdo (2006).
  11. En realidad, durante el menemismo se produjeron diversas etapas en el proceso de apertura, llegando a su etapa de profundización a partir de marzo de 1991, cuando se fijaron inicialmente tres niveles arancelarios diferenciales (22%, 11% y 0%), que, sin embargo, luego serían transformados de acuerdo a las circunstancias externas (por ejemplo, la devaluación del Cruzeiro de 1992 en Brasil) y, en menor medida, en razón de las fragmentadas y contradictorias presiones internas de los diversos sectores empresariales. Un análisis detallado de este particular se encuentra en Viguera (1998).
  12. Cabe mencionar que tanto en Argentina como en Estados Unidos, el gasto público se incrementó durante los años ´90. Sin embargo, en ambos países se dejó en un lugar secundario la lógica de universalización que caracterizaba al modelo benefactor, especialmente en el país sudamericano, para centrarse en la focalización del gasto hacia los sectores más perjudicados por las políticas de ajuste. Sobre el particular, véanse los trabajos de Cao (2007) y Del Valle (2008).
  13. Tal es el caso, por ejemplo, del reciente trabajo de Bonnet (2008), quien aborda en detalle, desde un enfoque marxista-derivacionista, la instancia de la "lucha de clases" entre el capital y el trabajo como elemento principal que explicaría el episodio hiperinflacionario, al tiempo que critica a este tipo de visiones "estructuralistas" centradas en el aspecto de lucha de las diversas fracciones interempresariales como elemento explicativo del proceso hiperinflacionario.
  14. El Régimen de Convertibilidad, aprobado a fines de marzo de 1991 por una ley en el Congreso, y vigente a partir del 1 de abril de ese año, estableció originariamente una banda cambiaria entre 8.000 y 10.000 Australes por dólar, aunque adoptó de hecho el techo de la misma como tipo de cambio fijo (Canitrot, 1992). A partir del 1 de enero de 1992, la paridad cambiaria fija, que establecía la libre intercambiabilidad de pesos y dólares e impedía emitir moneda que superara el total de reservas en poder del Banco Central (BCRA) y la indexación de precios de acuerdo a los índices de inflación, fue reemplazada por una igualación de la nueva moneda, el Peso (que reemplazó al Austral) en un sistema de equivalencia obligatoria y fija 1 a 1 con el dólar.
  15. En efecto, entre 1994 y 2001 el Estado dejó de recaudar por ambos conceptos un total de $70.000 millones de dólares, de los cuales 30.000 millones fueron a las AFJP y 40.000 millones a las empresas por reducción de las cargas sociales (Thwaites Rey, 2003: 91).
  16. Por supuesto que existen algunas excepciones. En el caso de Argentina, los teléfonos son un buen ejemplo de ello. Sin embargo, cabe señalar que la empresa pública ENTEL aumentó las tarifas en un 711% entre enero y noviembre de 1990 (Abeles, 1999: 100), y que el Estado se hizo cargo de la abultada deuda de la empresa previo a traspasarla al sector privado, entre otras medidas que profundizaron la crisis estatal (Thwaites Rey, 1993, 2003).
  17. Un ex gerente del banco Merril Lynch ha reconocido recientemente, en un arrebato de sinceridad, que la reciente crisis de Wall Street, que ha puesto en evidencia el mito de la auto-regulación del sector privado, fue posible ya que "dominaron los resultados a corto plazo, no sólo como meta para el inversor, sino también para las compensaciones para los gerentes". Además, "hubo obligaciones que se "convirtieron" en AAA (la mejor nota de calificación, que alienta mucho a comprarla porque se supone que prácticamente no hay riesgo), basados en modelos matemáticos sin suficiente historia para respaldarlo ¡y fueron aceptados y ratificados por las agencias calificadoras de riesgo!". En ese contexto, el ex gerente concluye que es todo el modelo actual, donde el capitalismo fue ganado por el corto plazo, la causa de esta crisis" (citado en Clarín, 21/09/08). Para un análisis más general de los efectos que genera la desregulación financiera en el enriquecimiento de los gerentes y altos directivos, véase el más actual que nunca trabajo clásico de Galbraith (1992: 65-66 y ss.).
  18. Nuevamente el caso argentino representa un caso extremo, donde en 1974 los asalariados poseían el 48,46% del total del PBI nacional, mientras que menos de veinte años después, en 2003, la cifra llegaba a sólo un 21% (Clarín, 24/11/08).
  19. Así, como señala un estudio del diario Wall Street Journal sobre 120 compañías bancarias y de construcciones en los últimos cinco años de incentivos a la desregulación del mercado, los más altos ejecutivos se embolsaron más de 21.000 millones de dólares. A su vez, durante la burbuja de las empresas tecnológicas de los años ´90, unos 50 directivos se llevaron 100 millones de dólares cada uno vendiendo acciones antes de la caída (nota citada en Clarín, 23/11/2008). En ese contexto, un informe señala que los altos ejecutivos ganaban en Estados Unidos hace tres décadas entre 30 y 40 veces lo que ganaba un trabajador. En 2007, en cambio, la proporción aumentó a 344 veces (Clarín, 24/09/08).
  20. Es importante destacar, en ese sentido, que existe toda una vertiente alternativa que señala que la causa del "fracaso" del neoliberalismo en la Argentina y en el resto de los países de la región se debe a su insuficiente, o bien a su deficiente, aplicación empírica, ya sea por no seguir al pié de la letra los postulados originales del Consenso de Washington, ya sea por la ausencia o deficiente aplicación de las llamadas Reformas de Segunda Generación o Consenso Post-Washington, las que habrían de ser complementadas a las Reformas de Primera Generación a partir de la crisis del sudeste asiático de 1997. De todos modos, en este trabajo nos hemos centrado en la aplicación "realmente existente" de las reformas de mercado en la Argentina que, pese a no aplicarse al pié de la letra de las recomendaciones de John Williamson de 1990, han llegado a representar, igualmente, uno de los casos más extremos de implementación de las reformas neoliberales en todo el planeta.

En Globalización: HERNÁN Fair Sept 2009 El sistema global neoliberal



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