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Abril 2019

Cambio climático y rebelión

Joan F. Aguado

La vida es una experiencia asombrosa. Un día cualquier en la ciudad es como un palco abierto a múltiples obras de teatro simultáneas, desde la del tendero del barrio hasta la del consejo de administración que se reúne unos cuántos pisos más arriba. Así, el mundo parece un colosal Titanic, un complejo ecosistema en cuyo seno coexisten diversos niveles.

El temor surge cuando sospechas que la analogía puede ir más allá y el trágico naufragio puede, también, estar acechando a nuestro planeta. ¿Será el cambio climático nuestro particular iceberg?

Nuestra nave se enfrenta al desafío del calentamiento global. A pesar de ello, y mientras la evidencia científica alcanza el mayor consenso conocido sobre la magnitud de la amenaza, algunos lobbies insisten en mantener rumbo hacia la fatídica colisión.

La reciente cumbre de Katowice sobre el cambio climático ha escenificado este divorcio de la manera más desoladora posible. Pese a la urgente necesidad de adoptar medidas para reducir las emisiones de gases causantes del calentamiento global, EE.UU., Rusia, China, Kuwait y Arabia Saudí se descuelgan de los acuerdos y parecen empeñados en capitanearnos hacia el desastre.

Es un movimiento aparentemente sin lógica. Aunque tales países sean extremadamente ricos, el Titanic nos dejó una clara enseñanza: viajemos en primera o tercera, cuando el buque se hunda, el gélido y profundo océano será nuestra fosa común. Cierto es que un billete en primera te permite, por lo menos, apurar con deleite los placeres de la vida entre salones de té y lujosos camarotes, mientras que en la fría y mugrosa clase tercera esos mismos días se harán interminables. No obstante, cuando la proa se sumerja, todos compartiremos el mismo final.

Ahora bien, ¿y si el final no fuese el mismo para todos? Porque la historia del Titanic es, también en esto, sorprendente. La tasa de supervivientes entre los pasajeros de primera clase fue del 64%, mientras que en tercera apenas alcanzó el 28%. Y es que, hasta en la muerte, la clase importa.

Por eso, ante el inminente naufragio climático al que nos dirigimos, cabe preguntarnos si dispondremos de suficientes botes salvavidas para todos. Probablemente no. ¿Pueden las clases dominantes estar pensando en construirse su particular Arca de Noé? Parece descabellado, pero los experimentos que se vienen realizando desde hace algunos años para reproducir biosferas artificiales indican que, tal vez, no lo sea tanto.

“Biosfera 2” es el proyecto que se inició a finales de la década de 1980 en el desierto de Arizona y cuyo objetivo era crear biosferas cerradas capaces de sustentar vida humana con la mente puesta en la colonización de otros planetas. El experimento fracasó, pero el sueño de hacerlo realidad permanece. Y tanto permanece, que en estos momentos hay una importante suma de capital privado financiando proyectos de colonización de Marte, como el estadounidense Space X, que pretende llegar al planeta rojo en la tercera década del siglo XXI. Emiratos Árabes Unidos también tiene su propia hoja de ruta para visitar aquel planeta y para ello han creado una Ciudad Marciana en el desierto de Dubái. A la misma carrera se ha sumado Rusia, con voluntarios que han pasado los 520 días que se supone que se permanecería en Marte encerrados en una instalación de la agencia espacial rusa en la que se simulaban las condiciones de vida marcianas.

Pretenden ser refugios para la vida, aunque la pregunta es para cuántos. Viendo los descomunales costes de estos proyectos, alcanzar la nueva tierra prometida en el planeta rojo o en la propia Tierra será digno del más rico pasajero de primera del Titanic y, por supuesto, fuera del alcance de la masificada clase media, baja y ultrabaja que habita nuestro planeta azul.

Aunque estos escenarios espaciales aún parecen lejanos, la creación de nuevos mundos en nuestro propio mundo es ya una realidad, bien sea en forma de urbanizaciones de lujo o de viviendas con altos niveles de equipamiento. Y lo será cada vez más, porque es indudable que si no llegamos a tiempo de detener el cambio climático, habrá que adaptarse a las nuevas condiciones.

Adaptarse o morir. Diversos organismos internacionales como Naciones Unidas lanzan una señal de alarma: las tasas mortalidad y morbilidad se incrementarán en más de un 6% en este siglo y podremos tener 1.000 millones de almas obligadas a abandonar sus países a causa del cambio climático.

La adaptación será determinante. De hecho, si se han registrado menos muertes de las esperadas se ha debido a la mayor capacidad de adaptación: mayor presencia de aparatos de aire acondicionado en las viviendas, principalmente, y también mejores servicios sanitarios. Pero adaptarse al cambio climático, a las olas de calor y frío, cuesta dinero.

¿Podrán los ciudadanos de segundas y terceras clases destinar suficientes recursos económicos a proveerse de climatización, pagarse una casa rodeada de vegetación, acondicionarse la vivienda para dotarla de mayor confort térmico? Los datos dicen que no.

Aproximadamente el 20% de los hogares españoles son “pobres energéticos”, o dicho de otro modo: 7 millones de personas no pueden gastar dinero en refrescar sus casas cuando aprieta el calor ni en calentarse cuando es el frío el que muerde. Estas personas tienen un 25% más de probabilidades de morir o de ver agravadas sus patologías previas debido a las dificultades para mantener una temperatura adecuada en sus viviendas. En la práctica, podemos estar asistiendo a una especie de “selección climática” donde los grupos de población con menor poder adquisitivo, ya sean ciudadanos o países, serán los primeros en caer.

Así las cosas, habrá que ver si los miserables se resignarán a perecer o, por el contrario, se amotinarán para salvar sus vidas dirigiendo el navío a un rumbo más razonable y seguro para todos aunque, como en todo motín, esa rebelión se pague con algunas bajas.

Joan F. Aguado









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