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Octubre 2017

Ecuador


De periodisjueces y accountability


Adalid Contreras Baspineiro

Para el espectáculo más que para la justiciabilidad

La agenda mediática en el Ecuador ha sido ganada por una andanada de acusaciones sobre presuntos hechos de corrupción, ya desde el desarrollo del proceso electoral de principios de año en contra del Vicepresidente Jorge Glas Espinel; y ahora también con una arremetida en contra del Presidente del Consejo de la Judicatura, don Gustavo Jalkh. Esto ocurre en un proceso comunicacional que se desarrolla dosificando píldoras noticiosas que no logran mostrar ni una secuencialidad, ni una unidad temática, ni una contundencia fáctica y menos profundidad en los casos. Y por la manera como se trata comunicacionalmente el tema, podríamos hablar de la existencia de un proceso de enredo informativo hecho más para el espectáculo que para la justiciabilidad.

En esta maraña de hechos, casos y notas expuestas comunicacionalmente con un estilo de la máxima novedad y alarma pretendiendo involucrar a las citadas autoridades y otras que aparecieron en escena y podrían seguir apareciendo otras más, es inocultable que más allá de los propósitos altruistas innatos a la lucha contra la corrupción contenidos en las acciones gubernamentales, sectores conservadores buscan, pescando en río revuelto, desestabilizar las bases de la revolución ciudadana y sus conquistas.

Así dadas las cosas, en este caso la lucha contra la corrupción no es un fin en sí mismo, sino un mecanismo para afectar –desde el campo de la comunicación- los imaginarios sobre una forma de gobierno en el Ecuador emparentada con el Socialismo del Siglo XXI, aduciendo que es necesario seguir los movimientos del péndulo de la historia que pareciera inclinarse hacia los superados modelos de ajuste estructural. No olvidemos que fue precisamente la ciudadanía ecuatoriana, con el triunfo electoral de Lenin Moreno Garcés, quien cuestionó este enfoque votando mayoritariamente por la continuidad y profundización de la revolución en democracia.

Pero no es nuestro propósito analizar los pormenores de este proceso, sino el tratamiento que los medios de comunicación y los/las periodistas hacen del tema de la corrupción. Para ello vamos a identificar sus formas de tratamiento mediático, considerando la articulación entre la información sobre hechos de corrupción (existentes o supuestos), con los roles de los medios y periodistas, y el involucramiento de las ciudadanías. En las formas de tratar comunicacionalmente estas relaciones radican tendencias diferenciadas.

Una primera aproximación nos permite afirmar que los medios de comunicación, cumpliendo su tarea informativa, han contribuido, en conexión con actores del mundo político, a destapar y poner en escena un tema delicado de gran interés con preocupación para las ciudadanías, el mundo político y las autoridades.

Una segunda afirmación evidencia que, más allá de este rol que obedece a la naturaleza informativa, se cometen excesos cuando los medios de comunicación operan arrogándose el rol de fiscalías y/o comisarías, así como cuando los y las periodistas se otorgan la función de sheriffs y/o jueces. Estos papeles los realizan en y con la naturaleza de sus espacios mediáticos: los sets televisivos y las cabinas radiofónicas, especialmente, con programaciones que tienen en común su característica acumulativa de incidentes que son expuestos por retazos, en lenguaje de masividad, tal y como se los recogen en sus fuentes, sin obligarse a procesamientos rigurosos de sus textos ni de sus composiciones.

En una tercera afirmación digamos que tal como ocurre en todo contexto caracterizado por la presencia de un pluralismo polarizado en el ejercicio de la palabra, con temas y acciones que se politizan, los enfoques y tratamientos de los hechos de corrupción están diferenciados según las dependencias financieras, las afiliaciones políticas, las convicciones, o los (des)afectos de los medios y de los/las periodistas.

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Los/las periodisjueces

Una primera tendencia es la que denominamos inquisidora, y que está siendo impulsada especialmente por los medios relacionados con los consorcios comerciales y sus partidos, mismos que no dejan de trabajar por reponer la economía de libre mercado y sus oligopolios multimediáticos. Siguiendo el estilo sensacionalista que fue establecido durante el proceso de liberalización de los medios de comunicación respecto a sus referentes deontológicos, el tratamiento de los hechos de corrupción se caracteriza por convertir los incidentes en escándalos, basándose para ello a veces en datos o medios datos y otras, muchas otras veces, en presunciones.

Otra característica de estos programas, es que su estilo se edifica sobre la base de otros anteriores en los que la política fue trasladada de las calles y balcones a los medios de comunicación, para hacerse en los códigos de la masividad televisiva del rating y el espectáculo que anteponen las formas y las estéticas a los contenidos, con roles de los medios y de los/las periodistas tendiendo a reemplazar los de los partidos y los políticos. Sobre esta base, ahora, medios y periodistas aspiran a cumplir los roles de jueces y fiscales enjuiciando, juzgando y condenando en los sets, lenguajes, estilos, alcances, levedades y ritmos medializados. Resulta paradójico (por decirlo de algún modo) ver cómo algunas autoridades de las entidades públicas, y también de la justicia, son puestas en el banquillo de los acusados, rindiéndoles cuentas a las ciudadanías a través de sus respuestas y explicaciones a sus eventuales inquisidores, los/las periodisjueces, quienes con un nivel de conocimientos de la extensión de una laguna y un dedo de profundidad sobre los temas en cuestión, provocan una suerte de espacios educativos, por las cátedras que los implicados dictan en sus respuestas a las acusaciones.

Se trata de típicos esquemas de posverdad con primicia informativa en los que atrás quedó el recurso periodístico de la noticiabilidad, mientras que en su manejo está bien presente lo que la Ley Orgánica de Comunicación llama linchamiento mediático. Recordemos que la posverdad construye realidades a partir de indicios que sin ser necesariamente verificados ganan validez en los imaginarios, moviéndose en el mundo de las apariencias y de las emociones y abriendo caminos para la especulación con culebrones que saben convocar pasiones sin responsabilizarse de sus consecuencias. Como dice David Roberts, son productos de la pospolítica desconectada de las reglas de la política pública, que se generan en tiempos de desorden, levedad informativa y de redes.

Contrariamente a lo que se pudiera pensar, la posverdad no es un problema sólo de enunciación, sino también de recepción, en la medida que los relatos sensacionalistas alimentan las ansiedades de sociedades polarizadas que convierten en verdad aquello que se necesita creer como cierto, aunque no lo sea. En concordancia con las dinámicas de estos procesos, se da un curioso fenómeno por el cual, en el diálogo cotidiano, también las ciudadanías se asumen con capacidad de (des)calificar y enjuiciar hechos y actores en base a datos que podrían ser o no verificados.

Por su parte, en el tradicional y esperemos que no viejo sino auténtico periodismo, los criterios de noticiabilidad toman en cuenta valores que al/la periodista le permiten seleccionar acontecimientos, como dice Mauro Wolf, entre un número imprevisible e indefinido de hechos para llevarlos a una cantidad estable de noticias con existencia y validez pública. Este proceso de selección o noticiabilidad, con apego a la ética, por el que los medios y periodistas le dan significado público a los acontecimientos, se da con criterios como la novedad, originalidad, imprevisibilidad e inedetismo; la evolución con expectativa de los acontecimientos; la incidencia en la sociedad o el grado de importancia, magnitud y gravedad de los hechos; la proximidad con la vida de la ciudadanía; la jerarquía de los implicados; y los desplazamientos de los acontecimientos en diferentes espacios.

Este deber ser de la selección informativa es sin embargo saltado por la nueva categoría periodística de los/las periodisjueces, quienes parapetados en la libertad de expresión y en el criterio de la responsabilidad individual que obedece a sus propias convicciones y no necesariamente a compromisos ni responsabilidades con la sociedad, se ocupan de deslegitimar y de anticipar enjuiciamientos. Como se sabe, la responsabilidad social comprende el respeto a la intimidad y la dignidad de las personas, además de la convivencia humana, la veracidad y la inclusión ciudadana. Y esto se traduce en la ética periodística, que Paul Ricouer entiende en el ejercicio profesional con servicio a la verdad, el ejercicio responsable de la libertad y la promoción de la justicia con participación social, partiendo de la comprensión de la comunicación como un derecho.

Sin embargo, el estilo inquisidor de los hechos de corrupción suele desenraizarse de estos valores y procedimientos, amparándose en una muy sui géneris idea de periodismo de investigación, que se lo ejerce en base a pruebas inacabadas, a acumulaciones de documentos que no suelen ser clasificados, ni categorizados, ni validados, además de entrevistas con políticos y opinólogos afines a sus enfoques. En strictu sensu, periodismo de investigación consiste en la tarea de revelar y esclarecer responsablemente cuestiones encubiertas de manera deliberada detrás de una masa caótica de datos y circunstancias que dificultan su comprensión, desarrollando para ello una actividad crítica, sistemática y de profundización rigurosa y exhaustiva en la comprobación de los hechos, para lo que se requiere el uso de fuentes primarias y documentos referenciales, tanto públicos como secretos. En la práctica éste es un mecanismo de rigor investigativo poco desarrollado, y que suele confundirse con el denominado “periodismo de filtración” que está hecho de intervenciones apresuradas, en base a indicios y presunciones, construidas al ritmo de “pruebas” obtenidas gracias al escurrimiento de documentos o primicias informativas, sin desarrollar procesos investigativos con el debido rigor metodológico en su comprobación y su necesaria noticiabilidad.

En honor a la verdad, lo que hacen los medios en el tratamiento de los temas de corrupción es un periodismo de filtración acompañado de una vorágine (des)informativa que presenta las cosas tal y como suelen ser conseguidas, o tal y como vienen, sin la suficiente dedicación de tiempo, sin la necesaria preparación, sin el rigor metodológico en la comprobación de su veracidad y sin el orden requerido para su presentación.

De todas maneras, por lo general son programas de alto rating, y que además suelen etiquetarse bajo la fórmula de una identidad de “periodismo independiente” que con las permisividades del libre flujo de la información suele pasar por alto los deberes consagrados para los periodistas en el Derecho a la Información, que se resumen en los cuidados de la dignidad humana, la reputación de las personas y la legitimidad social expresada en la seguridad ciudadana, la moral pública, la paz, la convivencia y las inclusiones.

El resultado del funcionamiento de estos mecanismos de levedad analítica es de un evidente hartazgo ciudadano con abonamiento de sus desconfianzas en la política y en los políticos, así como en la erosión de honras y legitimidades, sin que estos derroteros se traduzcan necesariamente en sanciones jurídicas o en sanciones sociales, sino más bien en atrincheramientos ciudadanos en sus respectivas militancias, cuestionando o en su caso defendiendo los poderes.

Nos preguntamos si dada esta situación deben los medios de comunicación centrar sus acciones en la información de hechos verificables, o si es lícito que pretendan suplir las responsabilidades de la justicia a la que desacreditan. También quedamos con la inquietud de saber si este tratamiento de estilo periodisjueces, contribuye, o no, a esclarecer los hechos y cortarlos, como debe ser, o por el contrario los fagocitan en el rating y la espectacularización de la vida.

Este es un modelo de tratamiento informativo de la corrupción, el predominante, pero existen otros en la experiencia ecuatoriana.

Accountability

Otro modelo de tratamiento mediático del tema de la corrupción lo encontramos en la voz y mensajes del ex presidente Rafal Correa Delgado y sus seguidores, que tienen en las redes sociales el espacio que los medios masivos les niegan o, al menos secundarizan, figurándolos en los imaginarios como los responsables de un sistema de corrupción que dicen debe revertirse cambiando las estructuras que sostienen las políticas estatales.

Esta tendencia busca explicar no solamente los hechos que se denuncian sino los procesos que han constituido las conquistas de la revolución ciudadana. Por ello no se puede decir que hayan asumido una estrategia defensiva sino más bien aclaratoria, explicativa, con réplica y aspiración por ampliar el tratamiento de la corrupción en forma integral a otros gobiernos y otros espacios, temas y actores, como los implicados en la fuga de sus fortunas hacia los paraísos fiscales. No les es fácil agendar estos temas ni salir de una incómoda situación en la que se avasallan mensajes inculpándolos de actos que implican a algunas de sus ex autoridades como el ex Ministro de Energía, Carlos Pareja Yanuselli, y otros, en el sonado caso Odebrecht.  En estas condiciones, es difícil que una parte de la población quiera recordar que las investigaciones contra la corrupción se iniciaron durante la gestión de gobierno de Alianza País.

Una tercera corriente, que podemos definir como moderada y oscilante, radica en el rol de los medios públicos (gubernamentales). El hilo de sus mensajes está en el pedido del presidente Lenin Moreno por una cirugía mayor a la corrupción, caiga quien caiga. En este proceso, a diferencia de otras experiencias donde los juicios a autoridades se desenvuelven en lo que Sutherland llama “delitos de cuello blanco”, caracterizados comunicacionalmente porque los medios afines trivializan los hechos (eludiendo o distrayendo con otros temas, u otorgando un trato preferencial a los implicados con criminalizaciones sofisticadas), se tiende al tratamiento del tema en las instituciones responsables, como la Fiscalía y la Judicatura, para que los medios generen y diseminen información desde estos espacios.

La experiencia que motiva estas reflexiones deja en evidencia la importancia estratégica que tiene en la gestión pública el accountability, o la obligación que tienen los poderes del Estado de rendir cuentas permanente y oportunamente, además de asumir responsabilidades ante los ciudadanos mostrando su estricta sujeción a la legislación y demostrando la validez de su gestión con resultados. En casos como los de la lucha contra la corrupción, que por supuesto debe ser combatida sin tregua y con la máxima responsabilidad, comunicacionalmente es necesario que el accountability ocurra en los marcos y los procedimientos institucionalizados de la justicia. Sin duda que operar de este modo, recolocando los códigos mediáticos en los de la noticiabilidad, la responsabilidad social, la autoregulación periodística ceñida a sus códigos de ética y el derecho a la información y la comunicación, resultaría saludable para la democracia.

Adalid Contreras Baspineiro

Sociólogo y comunicólogo boliviano. Fue Secretario General de la Comunidad Andina - CAN



https://www.alainet.org/es/articulo/188061







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