La coherencia del pensamiento crítico, la pasión de la revolución
Fernando Martínez Heredia es el maestro -en el sentido estricto de la palabra- de varias generaciones de militantes intelectuales que intentaron pensar y hacer la revolución en América Latina. Es conocido el poema del poeta guerrillero salvadoreño Roque Dalton, en el que recuerda sus clases de filosofía en una humilde casa de La Habana con un profesor que lo exasperaba con su sistemática tos, que Fernando arrastró hasta nuestros días. Roque Dalton fue uno de sus discípulos. Clases individuales, conferencias magistrales, reuniones grupales. En el hall de su casa, o en un auditorio universitario. En actos políticos, entre miles de personas que abrazaban en su palabra la voz de la Revolución Cubana.
Un intelectual revolucionario, vuelto intelectual por la obra misma de la revolución. “Sería un error creer que porque nos hicimos marxistas sucedió todo, cuando la verdad es que nos hicimos marxistas por todo lo que sucedió”, escribió Fernando hace muchos años, y lo repitió al recibir el Premio Nacional de Ciencias Sociales de Cuba. Filósofo, abogado, sociólogo… conspirador de revoluciones triunfantes y de revoluciones soñadas. Maestro de un marxismo desafiante, incisivo, despojado de toda concesión al statu quo o a las conveniencias burocráticas. Guevarista en tiempos en que Guevara no era más que una imagen heroica y su legado teórico era puesto en sordina. Mariateguiano, cuando el pensamiento del Amauta bordeaba los límites incluso del marxismo “realmente existente”. Gramsciano en su concepción y en su práctica de la revolución como una batalla cultural descomunal contra todas las formas de dominación. Castrista, si por esto entendemos la fidelidad no a una persona, sino a una obra que transformó para siempre las creencias sobre los límites posibles de la acción humana.
Ser revolucionario en Cuba fue siempre desafiar las correlaciones de fuerza que supuestamente determinaban la imposibilidad del proyecto socialista. Fernando Martínez Heredia nos enseñó a diversas generaciones el valor del diálogo creativo, en el que no hay fronteras posibles para imaginar el cambio del mundo, en el que no hay autoridad que emane de citas o de acumulación de años y estudios. El “adultocentrismo” tan arraigado en las ciencias sociales, que consagra a intelectuales que sólo se mueven entre “pares reconocidos académicamente”, destinando un lugar subordinado a los jóvenes que interpelan esos saberes, era absolutamente ajeno a Fernando, siempre buscando conectarse con jóvenes, discutir cuestiones apasionadamente, renovando inquietudes y evitando halagos.
Debatiendo con la seriedad que merece todo intento de batallar contra las diversas formas de opresión y dominación, compartimos largas horas de charla, de recorrer el continente buscando las novedades que pudieran convertirse en tendencias revolucionarias. Compartimos la aventura de pensar la revista América Libre, en tiempos de contrarrevolución, después de la caída del Muro y de los fetiches que había creado en muchas de nuestras concepciones dogmáticas sobre lo que es y lo que no es el socialismo. Fernando había criticado desde mucho antes la ortodoxia, el esclerosamiento del marxismo. Por ello no lo tomó de sorpresa su derrumbe, y pudo aportar claridad en tiempos oscuros. Artífice e hijo de la Revolución Cubana, no creyó que la teoría pueda ser un reflejo de las necesidades prácticas de una obra política, por más grandiosa que esta fuera. El pensamiento crítico tiene que soltar amarras para poder revolucionar una y otra vez las creencias construidas en siglos de dominación.
Cuando lo conocí, en 1987 en Nicaragua, Fernando trataba de recuperar, para las nuevas generaciones que asomábamos a la militancia después de las dictaduras latinoamericanas, el pensamiento del Che. Dos años después ganó el premio de ensayo de Casa de las Américas por su libro El Che y el socialismo, una de las obras más significativas en la indagación de los alcances teóricos del pensamiento guevariano.
En uno de esos viajes a Cuba, anduve paseando con él por las librerías de libros usados o viejos que hay en La Habana, intentando completar la colección de aquella revista paradigmática que cumpliría ahora cincuenta años de existencia: Pensamiento Crítico, de la cual Fernando fue su director y su animador, junto con los entonces jóvenes muchachos del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana. En Pensamiento Crítico encuentro una y otra vez varias claves para comprender esa caldera de imaginación, ideas, y búsquedas políticas que agitaba a la generación de los 60, en América Latina y el mundo. Porque coherente con el espíritu internacionalista de la Revolución, ahí escribieron latinoamericanos -muchos de los cuales dejaron sus vidas regadas en nuestro continente, en coherencia con lo que decían y pensaban-, y también europeos, africanos, asiáticos. Cambiar al mundo no era una bella frase para los intelectuales militantes de aquel tiempo. Era un compromiso y un desafío.
Cuando en nombre del marxismo predominó el pensamiento soviético post-stalinista, mecanicista, pragmático, y su influencia se hizo sentir en las ciencias sociales y en el propio curso de la Revolución, la dirección política cubana cerró Pensamiento Crítico. Muchos de los jóvenes revolucionarios que encontraban en este foro de ideas un aliento a sus ansias de “incendiar el océano” (como relata Fernando en su discurso de aceptación del Premio Nacional de Ciencias Sociales), sufrieron entonces un fuerte revés. Pero no fueron derrotados. Porque para ellos, ser revolucionarios no era una moda. No era una postura para ganar simpatías en la estructura partidaria, o en los eventos institucionalizados del mundo político o académico ligado a la Revolución. Ellos eran revolucionarios por convicción, por pasión. Revolucionarios de partido. Y partidarios de revolucionar una y otra vez las prácticas y las teorías que comienzan a fosilizarse si se estereotipan o se tornan justificación de un orden y no un desafío de cualquier intento conservador. Ellos son revolucionarios cincuenta años después. Y lograron tal vez encontrar la manera de serlo confiando en los ideales, y con un sentido de coherencia que difícilmente podamos encontrar en otros ámbitos.
Fernando Martínez Heredia, pedagogo de la revolución, era un tipo sencillo, un amigo en toda ocasión, un crítico cuando consideraba que perdíamos el horizonte o confundíamos el camino, un “compa” divertido a la hora de romper las solemnidades que enferman de manera terminal los ímpetus de las revoluciones. Fue además un intelectual armado. Quiero decir, armado para batallas disímiles, tanto en el terreno de las ideas, como en el de las pasiones. Porque él nos enseñó que no se trata de convencer solamente con buenos argumentos, sino que hay que aprender a enamorarse de las revoluciones y a transmitir esos amores, con argumentos y con gestos. Pedagogo del ejemplo, era austero en todos sus actos públicos y privados.
Personalmente le agradezco la posibilidad de comprender a la Revolución Cubana como una obra esencialmente humana, con sus luces y sombras, y como parte de ella, la creación intelectual de la generación guevariana. Sólo quisiera que su reconocimiento nos sirva para que su obra intelectual sea más difundida, más conocida en toda América Latina. Para que nos ayude a seguir formando intelectuales no domesticados. Para seguir encendiendo la herejía del pensamiento crítico, en cualquier lugar donde se quiera y se desee cambiar al mundoCLAUDIA KOROL
Editorial de “Punto Final”, edición Nº 878, 23 de junio 2017.
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