Tratado sobre la vergüenza
Diego Sztulwark
Comentario sobre el libro de Bruno
Bosteels, Marx y Freud en América Latina.
Como
en la carta-confesión de Óscar del Barco, lo que Rozitchner llama una versión
cristianizada del mandamiento ético de Lévinas (“No mataras”) ha llegado a
terminar con la posibilidad misma de la militancia política. En este contexto,
finalmente, parecería completamente apropiado y comprensible buscar un retorno
a la ética borgiana de la honestidad textual, sin la pretensión imposible de
una ética de la liberación. La pregunta con la que me gustaría terminar, sin
embargo, es si no deberíamos considerar también la posibilidad de que hoy sería
quizás más urgente liberarnos de la ética
B. Bosteels.
I
Bruno Bosteels ha
decidido mirar de frente el estado fantasmal que envuelve a las izquierdas del
continente luego de los años de fervor de los 70, de los intentos de revolución,
y luego de las sucesivas derrotas. Y para ello ha resuelto seguir la pista más
fuerte: el itinerario de Marx y Freud en nuestra región desde los tiempos
mismos de la admiración de José Martí por el barbado de Tréveris pasando por
José Revueltas y el 68 mexicano, hasta llegar a los capítulos argentinos
centrados en León Rozitchner y Ricardo Piglia y la crisis del 2001. El libro
propone una lectura sintomática de los desencuentros
–expresión tomada del gran libro de José Aricó, Marx y América Latina- que acompaña a la tentativa misma de
revolucionar la sociedad y producir en simultáneo una nueva subjetividad
individual. Bosteels lo hace bajo el supuesto –ya presente en su libro anterior
publicado en castellano, Badiou o el
recomienzo del materialismo dialectico-
de que una política emancipadora, hoy día, debe admitir el agotamiento de la
política leninista y desplegarse en clave de procesos inmanentes de
subjetivación.
A la enumeración
del subtítulo del libro -Política,
psicoanálisis y religión en tiempos de terror-, bien hubiera podido sumarse
“literatura y crítica”. Aun así, nos seguiríamos preguntando por la expresión
“tiempo de terror”, que tiende a justificar la conjunción entre Marx y Freud y que
conlleva una pregunta sobre la naturaleza de esa temporalidad violenta, que por
momentos adjudicamos al terrorismo de Estado de la última dictadura, solo para advertir
que esa violencia es aún más estructural y permanente. No porque el terrorismo
de Estado sea solo la síntesis más perfecta de reconversión de la sociedad –sería
así el opuesto exacto de la idea misma de revolución-, sino porque esa
violencia contrarrevolucionaria, por así llamarla, se constituye extendiéndose
en el tiempo, como ocurre hoy con el gobierno elegido por la vía electoral en
la Argentina.
América Latina vive
en tiempos de terror y la política, el psicoanálisis y la religión (así como la
literatura y la crítica) se nos abren como campos de elucidación de esa
vivencia. El libro de Bosteels restituye una tesis tan sencilla como certera:
hay una violencia esencial propia de los procesos de inclusión en el mercado
mundial capitalista. Se trata de una violencia histórica que comienza con la
espada y la cruz durante la conquista, sigue con la picana y con la cruz
durante la dictadura, y se consolida con la exclusión social (y con la cruz) durante
los tiempos del capitalismo global y neoliberal. La influencia de la obra de
León Rozitchner es fuerte en este tipo de enfoques. Tiende a “desentrañar” (una
expresión muy suya) la subsistencia del terror como condición de institución de
la acumulación de capital, como lógica represiva consolidada en el nivel del Estado
y como esencia de la separación que se transmite en el campo imaginario
vinculado a la religión.
II
En 1965, el Che
Guevara publica, en el semanario Marcha
de Uruguay, “El socialismo y el hombre en Cuba”, texto en el cual plantea el
papel de los aspectos llamados “subjetivos” en el proceso histórico de
superación del capitalismo y de construcción de una nueva sociedad. Individuo y
sociedad, subjetivo y objetivo, material y moral, cuantitativo y cualitativo, son
los términos de una dialéctica que resuelve proponer el problema del hombre
nuevo como tarea principal de la revolución. “Para construir el comunismo,
simultáneamente con la base material, hay que construir al hombre nuevo”, y el
instrumento adecuado con que cuenta el poder revolucionario para esa
transición, en el nivel de la “movilización de las masas”, debe ser de índole
“moral”, sin despreciar el uso adecuado de los “estímulos materiales”, ya que
la “más importante ambición revolucionaria” es “ver al hombre liberado de su
alienación”.
Solo un años
después de esta publicación, León Rozitchner publicaba en la revista La Rosa Blindada, de Argentina, y en la
revista Pensamiento Crítico, de Cuba,
“Izquierda sin sujeto”, un artículo que discutía con el peronismo
revolucionario de su amigo John W. Cooke, donde contreponía dos modelos humanos
a partir de dos liderazgos de contenidos opuestos: Fidel Castro y Perón.
Mientras el último era el “cuerdo”, ya que se inclinaba por conservar a la
clase trabajadora dentro de los marcos de sumisión del sistema, el primero era el
“loco”, puesto que había catalizado las insatisfacciones y disidencias
dispersas en el campo social cubano y había operado, a partir de ellos, una
revolución social. Según Rozitchner, la revolución no se consuma con ideas en
tanto que ideas puramente coherentes en la teoría, ni tampoco por medio de
logros materiales inmediatos en la práctica. Ambos aspectos deben estar conectados
para que entre ideas y prácticas surja una praxis, una transformación del
sujeto. La tarea de crear un hombre nuevo y unas masas revolucionarias no era
tarea sencilla en la Argentina, y para afrontar esas dificultades Rozitchner se
pone a trabajar sobre la obra de Freud.
III
Unos años
después, en 1972 y ya muerto el Che, Rozitchner vuelve a tomar la Revolución
Cubana como motivo de una contraposición entre modelos humanos antagónicos. En
su libro Freud y los límites del
individualismo burgués escribe: “Creemos que aquí Freud tiene su palabra
que agregar: para comprender qué es la cultura popular, qué es actividad
colectiva, qué significa formar un militante. O, si se quiere, hasta dónde debe
penetrar la revolución, aun en su urgencia, para ser eficaz”. Y agrega que la
teoría psicoanalítica debe volver a encontrar “el fundamento de la liberación
individual en la recuperación de un poder colectivo, que sólo la organización
para la lucha torna eficaz”.
El
revolucionario, dice Rozitchner en un apartado llamado “Transformación de las
categorías burguesas fundamentales”, es un operador fundamental de la cura en
tanto que trastoca la “forma humana” en la que se expresa e interioriza el
conjunto de las contradicciones del sistema de producción social. El
revolucionario, en la medida en que actualiza el enfrentamiento con lo que lo
somete ya no solo en el campo de sus fantasías sino en el efectivo plano
histórico, adopta la imagen de un “médico de la cultura”, y así se liga con la
de las masas insurrectas que señalan la salida de las “masas artificiales”
teorizadas por Freud.
Todo lo contrario
de lo que, según Rozitchner, ocurre en el plano religioso en el que Cristo “nos
sigue hablando, con su carne culpable y castigada, de inconsciente a inconsciente,
de cuerpo a cuerpo, en forma muda”. En la religión “encontramos solo la salida simbólica
para la situación simbólica, pero no una salida real para una situación real:
nos da la forma del padre pero no la del sistema de producción, donde ya no hay
un hombre culpable, sino una estructura a desentrañar”. Cristo forma sistema
“con la fantasía infantil, pero no con la realidad histórica”. Rozitchner
encuentra entonces en este Cristo de la religión el tipo de forma humana opuesto
al del Che Guevara. En tanto que modelos de forma humana, el primero,
perteneciente a lo religioso, funciona como modelo de “encubrimiento” y el
segundo, próximo al psicoanálisis freudiano, como modelo de “descubrimiento”, siendo
los modelos dramatizaciones, “como los dioses del Olimpo, de las vicisitudes de
los hombres”, con diferentes potenciales de acceso al sistema de relaciones
sociales que toda forma humana conlleva.
En efecto, para
Rozitchner se destacan dos tipos de modelos: “los congruentes con el sistema,
los que en su momento fueron creadores de una salida histórica y que sin embargo
se siguen conservando más allá de su tiempo y del sistema que los originó, como
si fueran respuestas siempre válidas, aunque en realidad ya no (la figura de
Cristo, por ejemplo)” y aquellos que, actuales, asumen su tiempo “y la
necesidad de su unilateralidad como aquellas cualidades que deberían conquistar
por ser fundantes de otras (la figura del Che, por ejemplo)”. Estos últimos
asumen su tiempo sin modelos verdaderos
y deben enfrentar, por tanto, “la creación de nuevas formas de hombre” y
de mujer en los que la “necesidad actual, determinada” se exprese. En este
último caso, dice Rozitchner, no se trata de un superyó, porque el modelo
humano carece “del carácter absoluto que adquieren los otros: la lejanía y la
normatividad inhumana aunque sí entran a formar parte de la conciencia de los
hombres, como formas reguladoras del sentido objetivo de sus actos”.
Esta distinción
le permite a Rozitchner explicitar el “carácter político que asume, aquí en Freud,
el superyó colectivo. Si toda forma humana no es sino aquella en la cual el
sistema histórico se hace evidente en su contradicción, si en cada hombre la
contradicción del sistema está interiorizada, sin que se pueda salir de ella a
no ser bajo la forma de la sumisión, la neurosis o la locura, entonces Freud
nos muestra aquí que la única posibilidad histórica de cura es el
enfrentamiento también con los modelos culturales, que regulan las formas de
ser individual como las únicas formas de humanidad posible”.
El Che Guevara es
tomado por Rozitchner, entonces, en 1972, como modelo revolucionario del
superyó, contra el oficial. “Siguiendo el caso del Che Guevara, se ve claramente
cómo su conducta aparece, en tanto índice de una contradicción cultural,
asumida por él hasta el extremo límite del enfrentamiento” y se ve al mismo
tiempo cómo, en la dinámica del enfrentamiento, Guevara suscita “la forma de
hombre adecuada al obstáculo para que se prolongue, por su mediación, en los
otros como forma común de enfrentamiento y lucha”. Este modelo guevariano, que
enfrenta al sistema no en sus fantasías sino en el terreno del sistema de
producción capitalista, abre –dice Rozitchner- “para los otros el sentido del
conflicto y muestra a los personajes históricos del drama, en el cual cada uno
debe necesariamente incluirse”.
IV
La Revolución
Cubana introdujo en el continente una polémica directa sobre la “forma humana”
correspondiente a la superación del neocolonialismo y el capitalismo, y
Rozitchner había comprendido muy tempranamente en sus libros Moral burguesa y revolución, y luego en Ser Judío –textos que Bruno Bosteels
conoce bien-, que esa polémica abarcaba una confrontación filosófica y política
en el campo imaginario dominado por la religión. Marx y Freud eran invocados,
desde América Latina, para desarrollar una nueva concepción de la subjetividad
revolucionaria.
Así lo comprendió
Alberto Methol Ferré, pensador latinoamericano que se presenta como próximo a
Jorge Bergolio y que fue un relevante asesor de Antonio Quarracino en la
polémica contra la teología de la liberación de fines de los setenta. “La Iglesia
–dice Ferré- rechazaba al marxismo esencialmente por su ateísmo y su filosofía
materialista. No se le oponía en su vocación de justicia social. Y no hay que
olvidar que el marxismo encarnó el despliegue en la historia del más amplio e
intenso ateísmo conocido hasta el momento. Hasta que no fue sintetizado por el
materialismo histórico marxista, el ateísmo no se convirtió en un movimiento
histórico organizado”. Ahora
bien, en América Latina, recuerda Ferré, el marxismo “tiene el rostro de la
Revolución Cubana”. Es ella la que lo torna “realmente significativo”. Cuba
“representa el retorno de América Latina” y “Fidel Castro es el nombre de mayor
influencia y de mayor repercusión que jamás haya habido en la historia contemporánea
de América Latina”, superando incluso a Simón Bolívar. “Cuba fue una suerte de
onda anómala”, en la que la “simbiosis Che-Fidel” obró como síntesis capaz de
vincular los extremos geográficos del continente. Y fue también una “gigantesca
revancha moral de la juventud de América Latina” que acabó por provocar “un
holocausto de jóvenes latinoamericanos, fascinados por el Che, que terminaron
perdiendo contacto con la realidad”.
Una Iglesia sin un
enemigo principal, dice Ferré, se queda sin capacidad de acción. La “enemistad”
para la Iglesia es inseparable de un “amor al enemigo”, que busca “recuperar al
enemigo como amigo” reconociendo en el enemigo una verdad extraviada en su
ateísmo. Y bien, una vez concluida la enemistad con el marxismo (que en América
Latina se expresó para Ferré como guevarismo) a partir de su derrota del año 1989,
la Iglesia procura recuperar para sí la crítica (ya no radical) del capitalismo
y apropiarse de su áurea revolucionaria para combatir a un enemigo nuevo y
temible, que ya no es el mesianismo marxista sino un nuevo ateísmo que se
comporta como un “hedonismo radical” (un “agnosticismo libertino”): un nuevo
consumismo infinito que renuncia a cualquier criterio de justicia y para el
cual el único valor es el poder. Caído el marxismo, el enemigo ahora es el
neoliberalismo, un ateísmo libertino que hace la apología de los cuerpos
sensibles.
V
No deja de resultar
ilustrativo del actual estado de cosas –gracioso, si no fuese también doloroso-
que ese neoliberalismo sea declamado en el presente por el hijo de León
Rozitchner, autor de discursos del presidente Macri. El neoliberalismo de estos
años invoca un cuerpo sensible que ya no aspira a ninguna idea de supresión de
las estructuras de dominación –al contrario, para esa subjetividad esas
estructuras simplemente resultan inexistentes- ni refiere su propia potencia a
instancia colectiva o revolucionaria alguna (solo reconoce la empresa y la
competencia como dinámicas colectivas legítimas). Se trata de un ateísmo sin
trascendencia –en palabras de Ferré- aunque dispone de saberes prácticos
sofisticados respecto de los procesos micropolíticos de la subjetivación.
La polémica de la
Iglesia -preocupada por la comunidad, la pobreza y el carácter divino, y por lo
tanto sin historicidad de las estructuras humanas- con los neoliberales
sudamericanos se desarrolla, sin embargo, sobre un cierto marco común, expresivo
de ese tiempo de terror al que alude el
libro de Bosteels. Ese marco común es la exclusión de eso que Marx y Freud habían
inventado, cada uno por su cuenta en sus respectivos campos: la escucha del
síntoma –lucha proletaria o deseo- que conlleva una alianza con un proceso de
verdad aún por concretar. La alianza con el síntoma, en el plano social e
individual, da lugar a un nuevo modo de concebir la verdad como aquello a lo
que solo se accede mediante la autotransformación del sujeto. Es este sujeto el
sujeto de la investigación militante. El
pastorado –vaticano o neoliberal- vuelve a fijar al sujeto a su condición
natural, orgánica y creada. Lo fija a una salud fundada en la estabilidad y lo
envuelve con una visión moralista del mundo. El sujeto en tiempos de terror es
el sujeto impotente respecto de los fenómenos de violencia que hoy vemos
intensificarse en el cuerpo de las mujeres, de los pibes y pibas en los barrios
y en la represión política. Una vez más, la teología política es una: la
propiedad privada (respecto de la cual solo se discuten sus abusos y excesos)
que la política incluso progresista no se atreve a cuestionar, sin advertir
hasta que punto su persistencia es subjetivante.
A Bosteels no se
le escapa el 2001 argentino, esa emergencia de “máquinas de guerra” sin
política socialista, que constituyó la última tentativa de investigación
militante –hasta la emergencia reciente de Ni
una menos- como recurso de una subjetivación política inmanente. Como
muchos de nosotrxs, se pregunta si la apuesta a la inmediata reversibilidad del poder en contrapoder
–como escribimos en Colectivo Situaciones por aquellos años, pensando en la
historia de las insurrecciones argentinas pero también, señala el autor, bajo
la influencia de la filosofía de Toni Negri, inspirada en Foucault y en la
historia del obrerismo italiano- no conduce a la impotencia política, por
cuanto la fuerza del orden global tiende a absorber todo gesto de autonomía. Bosteels
desconfía con razón de las filosofías del “complot” que –como sucede en el
libro Imperio- dan lugar a un
“optismismo ontológico y unas “irrefutables figuras del saber”, aunque rescata
de aquellas posiciones la tesis de la anterioridad de la resistencia al poder
que las fundamenta. Quizás sea esa desconfianza lo que haya que pensar a fondo.
Menos como un sistema de refutaciones y mas como una ética (en sentido
spinoziano) que se niega –como lo hacía Nietzsche- a proyectar saberes o
expectativas propias sobre procesos de naturaleza incierta. Bosteels formula preguntas
que abren el espacio de ese balance necesario. El libro tiene páginas muy
interesantes sobre el papel de la vergüenza como fuerza revolucionaria en los
inicios del movimiento obrero y sobre el papel de la vergüenza como duelo
interminable tras la derrota, que impone un repliegue, y un goce del repliegue
respecto de lo político. Los espectros andan sueltos. Se hace necesario, al
libro de Bruno Bosteels experimentar una nueva relación con la vergüenza. Alguna
vez el gran pensador italiano Paolo Virno de paso por Buenos Aires se refirió a
la vergüenza como la experiencia propiamente humana de no saber que hacer con
uno mismo, de no coincidir con la realidad. Una vergüenza que revela, en esa no
coincidencia, el camino de la invención posible, de una profunda historicidad.
http://anarquiacoronada.blogspot.cl/2017/04/tratado-sobre-la-verguenza-diego.html