“Hay una colusión entre empresas para un propósito criminal, el fraude fiscal”
Entrevista de Pedro Ramiro y Erika González a Alfred M. de Zayas, experto independiente de la ONU (CTXT, 30 de enero de 2017)En la Sala de los Derechos Humanos y la Alianza de Civilizaciones, en el edificio de las Naciones Unidas en Ginebra, un cartel a la izquierda de la puerta de entrada recuerda quienes costearon su remodelación: Miguel Ángel Moratinos, César Alierta, Emilio Botín, Antonio Brufau, Isidre Fainé, Javier Monzón, Salvador Alemany, Narcís Serra y otra docena de ilustres empresarios y altos cargos del gobierno español. Son —lo eran en 2007, cuando se creó esta fundación— los patronos de ONUart, una entidad público-privada fundada hace una década por las grandes multinacionales españolas con el apoyo del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación, cuya primera labor fue sufragar la restauración de la Sala XX en la sede de la ONU en Ginebra. Un poco más adelante, cerca de los nombres de los que entonces eran los presidentes de Telefónica, el Banco Santander, Repsol, La Caixa, Indra, Abertis y Caixa Catalunya, otra placa conmemora la inauguración de la sala en 2008 por parte del rey Juan Carlos y José Luis Rodríguez Zapatero, sin ninguna mención a que la famosa cúpula de Miquel Barceló que la corona fue en parte sufragada con dinero de la cooperación española. Al tomar asiento, los logotipos bien visibles confirman que todo el sistema de telecomunicaciones y megafonía corre a cargo de Telefónica.
Precisamente en esta sala, a finales del pasado mes de octubre, es donde se reunió el grupo de trabajo intergubernamental sobre empresas transnacionales y derechos humanos de Naciones Unidas, constituido hace dos años y medio a propuesta del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, para ver cómo poner en marcha una normativa internacional vinculante que obligue a las grandes corporaciones a respetar los derechos humanos en cualquier parte del mundo. Ahí, rodeadas por las presiones de las grandes potencias y las multinacionales —no solo simbólicamente por sus logos y placas conmemorativas sino también, y sobre todo, por los representantes de la Unión Europea y de los lobbies empresariales—, las delegaciones de numerosos países y diferentes organizaciones de la sociedad civil volvieron a certificar la necesidad de establecer instrumentos jurídicos a nivel global para paliar la evidente asimetría que hay entre la fortaleza de la lex mercatoria y la fragilidad del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Una de las personas que más se ha dedicado a denunciar cómo las empresas transnacionales, los tratados comerciales —llamados habitualmente de “libre comercio”, aunque no tengan nada de libre intercambio entre partes iguales—, los acuerdos de inversión, los mecanismos de arbitraje inversor-Estado y los paraísos fiscales impiden avanzar hacia un sistema internacional más democrático y equitativo es Alfred Maurice de Zayas. Abogado, escritor, historiador y experto en el campo de los derechos humanos, Zayas es profesor visitante en varias universidades y actualmente compagina la enseñanza de Derecho Internacional con su posición en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas como experto independiente para la promoción de un orden internacional democrático y equitativo.
Tuvimos la ocasión de coincidir con Zayas en Ginebra en octubre y, de nuevo, en diciembre en Madrid, con motivo de su participación en un acto en el Congreso de los Diputados para analizar las posibilidades de avanzar hacia la democracia económica a nivel internacional. Y nada más sentarnos a conversar sobre la incidencia de sus estudios y de sus intervenciones en múltiples foros y encuentros de Naciones Unidas, así como en diversos parlamentos nacionales y regionales, nos dice: “Mis informes han sido recibidos con respeto por el Consejo de Derechos Humanos y por la Asamblea General de la ONU, pero nada cambia. Facts without consequences”.
¿Eso responde al debilitamiento de las Naciones Unidas en los últimos tiempos?
El momento más crítico fue en 1999, con la política de Bill Clinton en Yugoslavia. Y después en 2003, con la intervención de George W. Bush en Irak. En esos momentos se dejó de lado a Naciones Unidas, se relegó a una organización que no tenía nada que decir. Estados Unidos inicia una acción militar contra la integridad territorial de un país soberano, sin la aprobación de la ONU para el uso de la fuerza, y el mundo tolera que eso pase. En esos dos años se declaró, básicamente, Naciones Unidas como una organización irrelevante.
Los Estados siguen creando problemas porque no se ajustan a sus obligaciones internacionales. Y esto es, desde luego, debido a la impunidad inherente al sistema. No se ha previsto cómo obligar a los “grandes” a cumplir. En mi primer informe a la Asamblea General abordé el problema de la necesidad de la reforma de las Naciones Unidas y todo el mundo estaba de acuerdo. Yo apoyo la propuesta que hizo Kofi Annan de aumentar el número de Estados en el Consejo de Seguridad, de 15 a 25. También tenía toda una serie de propuestas sobre el derecho de veto —en el artículo 27, párrafo 3, de la Carta de Naciones Unidas se dice que las decisiones sustantivas tienen que ser adoptadas por unanimidad de los cinco Estados con presencia permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU—, especialmente para el control de este mecanismo, de forma que un único veto no debería ser suficiente para bloquear una decisión. Porque cuando un Estado usa el veto debería tener el deber de explicarlo ante la Asamblea General para imponerle una cierta obligación moral. También puede, poco a poco, definirse cuáles son las precisiones sustantivas que pueden ser sujetas al veto.
¿Qué otros factores impiden una adecuada labor de Naciones Unidas para garantizar los derechos humanos?
Nosotros, lamentablemente, seguimos el paradigma neoliberal y eso fue un grandísimo error. La Declaración Internacional de los Derechos Humanos de 1948 es holística, es un documento integrado pero, lamentablemente, en el año 1950, cuando se redactó el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, ciertos poderes económicos forzaron la separación artificial entre los derechos civiles y políticos y los derechos económicos, sociales y culturales. Los primeros, considerados derechos de primera generación, se establecían como importantes; los económicos, sociales y culturales, llamados de segunda generación, se consideraron menos prioritarios. Eso ya perjudica la interrelación, interdependencia y universalidad de los derechos humanos.
Luego inventan el concepto de los derechos de tercera generación, como el derecho al medio ambiente o el derecho a la paz, y eso ya son castillos en el aire, algo que en algún futuro puede realizarse. Yo querría derrumbar ese sistema artificial y he propuesto a la Asamblea General y al Consejo de Derechos Humanos un paradigma funcional, basado en el “para qué existen”, empezando por la dignidad humana, que es la fuente de los derechos humanos. Los derechos son reglas escritas para realizar la dignidad humana, pero lo crucial no es la codificación de un derecho, sino que funcionalmente tiene que asegurar la dignidad.
¿Para qué se creó la figura del experto independiente para la promoción de un orden internacional democrático y equitativo?
En septiembre de 2011 se crea el mandato de experto independiente en una resolución ómnibus [1]. Es como crear una resolución para el Alto Comisionado de los Derechos Humanos porque me da un mandato universal —que empiezo a ejercer en mayo del año siguiente—: los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, están todos. Y no me hacen una invitación específica a estudiar los tratados de “libre comercio” o la libre determinación, sino que me dejan identificar cuáles son los obstáculos para un orden internacional democrático y equitativo, y cuáles son las estrategias pragmáticas para resolver esos problemas.
Y usted dice, entonces, que el actual sistema económico impide un orden internacional democrático y equitativo.
Como experto independiente lo que me interesa es analizar qué cuestiones impactan sobre los derechos humanos. Y hay pocas cosas que impacten más que la economía. En relación a cuáles son las barreras para la protección de los derechos humanos, en particular los derechos económicos, sociales y culturales, están los tratados mal llamados de “libre comercio”, junto con los tratados bilaterales de inversión, que no protegen el espacio regulatorio de los Estados.
Según el análisis ontológico del Estado y del capitalismo, el deber del Estado es legislar y regular en el interés público; la ontología del empresario es correr riesgos para generar beneficios. Ese riesgo le pertenece al empresario, el Estado no puede garantizarle al empresario que va a obtener un determinado beneficio, eso es aberrante. Y eso es precisamente lo que han logrado en estos años del liberalismo extremo. En los ochenta y los noventa se inventaron los mecanismos de arbitraje entre inversores y Estados, que son inválidos porque van en contra de la ontología del Estado y del propio capitalismo. Es inaceptable que una empresa transnacional como Veolia, por citar un ejemplo, estableciera un pleito internacional a Egipto porque el gobierno decidiera subir el salario mínimo. Un empresario sabe cuáles son los riesgos; algunos son previsibles, entre ellos, los relacionados con los derechos humanos. Y sabiendo que los Estados son parte del Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, es evidente que van a tener que adoptar medidas de protección del medio ambiente, de la salud y de la educación pública. Así que esto tiene que ser parte de sus previsiones.
¿Qué más puede decir de esos sistemas de arbitraje inversor-Estado?
Si un Estado, que tiene obligaciones de proteger el medio ambiente, tiene la facultad de dar o denegar un permiso de construcción, es evidente que el empresario no tiene derecho per se a que le den el permiso. Por eso, no tiene sentido que en Canadá, en Nueva Escocia, Bilcon acuda a un tribunal de arbitraje cuando quiere construir una cantera y se le deniega el permiso. Se saltan toda la jurisdicción nacional, las decisiones democráticas del pueblo de Nueva Escocia y de los expertos que hicieron un estudio de impactos ambientales. Y van directamente a los tribunales arbitrales que, como forman parte de un sistema que ignora la ley nacional, consideran que la única legislación que tiene que aplicar es el tratado de comercio, separado del régimen de Derecho Internacional. Y deciden, como positivistas, que es una expropiación de la legítima expectativa de obtener un beneficio, con lo que dicen que el Estado tendría que pagarle 300 millones de dólares a la empresa.
¿Hay en la ONU contrapesos suficientes a estos sistemas de arbitraje?
Hasta ahora, no hay contrapesos. Son problemas de prioridad entre dos regímenes de Derecho y hay que definir cuál de ellos tiene la prioridad. Para mí, es evidente que los derechos humanos prevalecen. Se podrían enviar estos casos a la Corte Internacional de Justicia, de conformidad con el artículo 96 de la Carta de Naciones Unidas, que le permite a la Asamblea General pedir una opinión consultiva sobre cuestiones jurídicas como, por ejemplo, en caso de conflicto qué derecho prevalece.
Si se envía esta cuestión a la Corte Internacional de Justicia, dará la respuesta que yo acabo de dar. Este sistema de arbitraje es contra bonos mores [contra el interés general] porque está cometiendo una injerencia en la ontología del Estado, está obstaculizando el buen funcionamiento del sistema del Derecho Internacional, en particular en la protección de los derechos humanos. Por lo tanto, todos estos tratados violan el artículo 53 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, en el que se prohíben los tratados que van contra el ius cogens [derecho que se debe observar necesariamente, en cuanto sus normas tutelan intereses de carácter público] y contra bonos mores. Lo que haría falta sería reivindicar y refrescar la doctrina que existe en el Derecho Internacional, que ha sido olvidada recientemente porque este ha sido impactado, como todo, por el neoliberalismo.
El Parlamento Europeo, precisamente, rechazó en noviembre una resolución para que se pudiera pedir al Tribunal de Justicia Europeo que examinase si el CETA incumplía la normativa europea.
En mi propio informe al Consejo de Derechos Humanos, en 2015, pedí que la Corte Europea de Luxemburgo se pronunciase sobre la ilegalidad del Tratado Transatlántico de Comercio en Inversiones entre EEUU y la Unión Europea, el TTIP. Considero que los tribunales arbitrales son completamente contrarios al Derecho europeo y no sé hasta qué punto la Corte podría iniciar un caso y pronunciarse. Si salen millones de personas europeas a la calle exigiendo que la Corte Europea se pronuncie sobre este aspecto, no es posible que el Parlamento Europeo lo bloquee. Pero hay una intransigencia increíble en este campo, y lo he visto en muchos europarlamentarios. Muchos no quieren escuchar esto y punto. Esto es en sí una traición a su responsabilidad como representantes parlamentarios.
Usted también ha elaborado informes sobre la evasión fiscal.
Mi informe de 2016 a la Asamblea General se centraba en los paraísos fiscales, la evasión fiscal y la responsabilidad de las empresas en el pago de impuestos. Es escandaloso que entre diferentes países haya una competición a ver quién ofrece una mayor exención de impuestos o una muy baja tributación, para así atraer a las empresas. La cuestión es que hay una conspiración para defraudar a los Estados en su derecho de imponer impuestos. Y esto es comparable con lo que contempla la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción. Tenemos una situación en la que hay una colusión entre empresas para un propósito criminal, que es el fraude fiscal.
Es inconcebible que la comunidad internacional haya conocido la existencia de estos paraísos fiscales y no haya hecho nada para controlarlos. No ha logrado que el traslado ilícito de fondos de un país a otro se frene, no ha bloqueado la posibilidad de trasladar las ganancias de las empresas a compañías ficticias, que se crean en estos puertos de corrupción llamados “paraísos fiscales”. Un problema es que el legislador no ha tipificado este crimen de colusión o conspiración de fraude. Porque aquí están implicados los más distinguidos bufetes de abogados, firmas de auditoría y bancos. En mi informe tengo una serie de recomendaciones pragmáticas, hay soluciones pero falta la voluntad política de los gobiernos de poner fin a estos abusos.
En este marco, las empresas transnacionales disfrutan de una gran impunidad cuando violan los derechos humanos ¿Qué se está haciendo en la ONU frente a ello?
En la segunda sesión del grupo de trabajo intergubernamental sobre un instrumento vinculante en relación a los derechos y obligaciones de las empresas transnacionales, se discutió el aspecto penal y hubo propuestas sobre la criminalización de ciertas actividades de las empresas transnacionales. Desde luego, es evidente que si hay actividades de las empresas que causan graves daños al medio ambiente, eso puede ser un crimen justiciable ante la Corte Penal Internacional, cuyo artículo 7, párrafo 1k es suficientemente amplio para incluir crímenes de ecocidio, que con frecuencia tienen como consecuencia muertes por problemas de salud. Aparte de eso, se ha propuesto que se cree un tribunal especial para las empresas, al que las víctimas puedan presentar sus quejas. El problema con la Corte Internacional de Justicia es que solo pueden presentar casos los Estados, pero si creamos un nuevo tribunal para las empresas, entonces las víctimas podrían tener un recurso y una expectativa de obtener reparación. Además, se puede usar como modelo el tribunal que se creó de conformidad con la Convención de la ONU sobre el Derecho del Mar, es un buen modelo para crear un tribunal de empresas.
¿Cree que al final la ONU aprobará un instrumento vinculante para obligar a las empresas transnacionales a cumplir los derechos humanos?
En la actualidad se están redactando las propuestas sobre este instrumento vinculante y sabemos que no va a haber consenso. En relación al consenso, una de las cosas que más me irritó de las tres reuniones que tuvimos sobre el Derecho Humano a la Paz fue que el presidente del grupo de trabajo, desde el primer día, anunció que él quería una declaración de consenso. Yo hablé públicamente en aquella reunión y dije que el consenso es imposible, y que es mucho más importante adoptar un texto legal fuerte y completo, que sea votado, que tratar de lograr lo imposible. Es mejor tener alguna abstención y algún voto en contra que tener un texto que no dice nada. En mi opinión, el texto que se aprobó recientemente por la Asamblea General retrocede en relación a la resolución sobre el Derecho de los Pueblos a la Paz, adoptado en 1984. Es decir, tenemos una situación de retrogresión de los derechos humanos. No queremos eso con respecto a las empresas. Queremos que haya una definición de sus obligaciones y un mecanismo para que esas obligaciones sean efectivas y un mecanismo de recurso y reparación a las víctimas. Estoy seguro que la vamos a tener, pero probablemente los Estados centrales votarán en contra.
Me gustaría que los medios de comunicación hagan una pregunta cuando estos Estados centrales se nieguen a aprobarlo: si hoy en día la Declaración Universal de los Derechos Humanos tuviese que votarse, ¿qué votarían la Unión Europea y los Estados Unidos? Estas potencias han votado sistemáticamente en contra de cualquier resolución sobre el derecho a la paz y los Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Y es que sus acciones, hoy en día, contradicen no sólo los artículos del Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, sino también la misma Declaración Universal.
Pedro Ramiro (@pramiro_) y Erika González son investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.
http://omal.info/spip.php?article8220
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