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Enero 2017

El derrumbe del sistema americano y la victoria de Trump


Marcos Reguera

En tan solo seis días, el próximo 20 de enero, Donald J. Trump pasará de ser presidente electo a ser presidente de los Estados Unidos. Sin bien está por ver aún cuáles serán las implicaciones reales de su toma de posesión, en un plano simbólico su victoria electoral ha sacudido el mundo abriendo numerosos interrogantes sobre lo que su presidencia puede suponer para la primera potencia global y el resto de países.

Este artículo forma parte de una serie de tres análisis que desgranarán distintos aspectos de la América de Trump, las elecciones, y la futura presidencia. El objetivo es ofrecer herramientas y claves de comprensión para que las lectoras y lectores puedan interpretar las numerosas noticias que se seguirán sucediendo sobre el próximo inquilino de la Casa Blanca.

En este primer capítulo, El derrumbe del sistema americano y la victoria de Trump, se intenta ofrecer una explicación de conjunto de las causas históricas, culturales y políticas que prepararon el terreno para la victoria del magnate neoyorquino.

El precio de la globalización para el American Way & Dream:

Las expresiones “American Dream” y "American Way of Life" juegan en la cultura norteamericana el papel de ideas de consenso sobre el significado de la vida en sociedad. Son el equivalente americano a la idea europea del Estado del bienestar: las condiciones sociales que permiten que un individuo y su colectividad puedan llevar una vida plena desde el nacimiento hasta la tumba. En Europa ese marco de bienestar queda a cargo del Estado, que debe regular y atenuar las injusticias para garantizar una vida digna. En los Estados Unidos, por el contrario, se entiende que son la ausencia del Estado y las oportunidades del mercado lo que provee el bienestar para quien lo persigue. Este consenso genera dos ideas relacionadas:

El American Dream se refiere a la promesa de éxito social y una vida de riqueza para aquel que tenga la voluntad de perseguir su propio engrandecimiento y reúna los suficientes méritos individuales. El American Way of Life son las condiciones concretas que dan cuerpo al American Dream. La sociedad de consumo, la democracia, la libertad económica y de expresión, la cultura popular, los valores morales, etc. No importa que pensemos que estas ideas sean mitos. Lo importante es que rigen la mentalidad de la gente generando realidad social, aunque no siempre sea la realidad que imaginan y desean los actores que viven bajo el American Dream y el American Way.

El American Way & Dream (como me referiré a ambos a partir de ahora) es, por lo tanto, a grandes rasgos, el contrato social de los estadounidenses.

Desde hace cincuenta años asistimos al desvanecimiento del modelo clásico del American Way & Dream, de una América blanca que progresa en una sociedad de consumo, con la promesa del éxito para el que se esfuerza y una vida en barrios residenciales.

La estampa nunca fue del todo real, aunque sí se corresponde con un momento de crecimiento sostenido y redistribución de la riqueza tras la Segunda Guerra Mundial, en lo que se llamó el consenso de Postguerra entre capital y trabajo. Estos años de crecimiento sostenido desde 1945 hasta 1973 marcaron a fuego en la mentalidad americana una imagen dorada de los Estados Unidos que no sólo se proclamaba como una realidad del momento, sino como una promesa para las generaciones venideras.

Desde hace cincuenta años asistimos al desvanecimiento del modelo clásico del ‘American Way & Dream’, de una América blanca que progresa en una sociedad de consumo

Aun así, no todos formaban parte de ese relato de recompensa al éxito económico y valores tradicionales en barrios residenciales. Los afroamericanos sufrían la segregación, los latinos vivían una marginalidad crónica y las mujeres y minorías sexuales vivían subordinadas y ninguneadas bajo las figuras patriarcales del marido y hombre blanco heteronormativo. El American Way & Dream no sólo era homogéneo, sino que además era terriblemente excluyente.

Desde los años sesenta del siglo XX las minorías raciales y sexuales, las mujeres y muchos progresistas se han aliado en la lucha por los derechos civiles, que ha recuperado la tradición de la lucha contra la esclavitud para construir unos Estados Unidos más inclusivos. Sus reivindicaciones no tienen por objetivo acabar con el American Way & Dream, sino conseguir que se cumpla para toda la población su hipotético punto de partida: la igualdad de oportunidades, es decir, igualdad de acceso a la competición económica.

Con la firma del acta de derechos civiles del presidente Johnson en 1964 se terminaba de cimentar una lucha legal de largo recorrido, y se codificaba el esfuerzo de las protestas por los derechos civiles, saltando estos de las calles a la política institucional en el Partido Demócrata. Éste se convirtió desde ese momento en el partido de los derechos civiles y las minorías. En esa época muchos jóvenes entrarán en el partido atraídos por su mensaje moderno y por los vientos de cambio, incluso muchos republicanos, como Hillary Clinton a finales de los años sesenta.

Pero el American Way & Dream no sólo se vería alterado por la paulatina (e incompleta) inclusión de los excluidos, sino que además se vería contestado por otro fenómeno distinto pero paralelo (temporalmente hablando) y es el fin de los Estados Unidos como la "Fábrica del Mundo".

Nixon fue el primero en sentenciar el modelo económico de postguerra salido de la conferencia de Bretton Woods. Con sus políticas económicas iniciaría la Era Neoliberal

Desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial los Estados Unidos habían sido el principal productor global de bienes manufactureros orientados al mercado mundial, lo que creó veinte años de bonanza que permitieron cimentar el American Way & Dream como una sociedad industrial y de consumo con posibilidades económicas casi ilimitadas. Pero esto comenzó a cambiar con la recuperación económica de las zonas europeas devastadas por la guerra (el despegue alemán y la configuración de la Comunidad Económica Europea), así como por la industrialización de sociedades agrarias del tercer mundo, en especial las economías asiáticas, que comenzando por Japón, seguido por los Tigres Asiáticos y con la incorporación final de China han configurado un nuevo bloque mundial que ha desplazado el centro económico del océano Atlántico al Pacífico. Dichas sociedades pasaron de ser mercados estadounidenses a competidores económicos de manera simultánea. Si a esto le sumamos que la reforma monetaria de Nixon y la situación de estanflación del momento dispararon la crisis del petróleo de 1973 y la descompensación entre oferta de bienes producidos, muy superior a la capacidad de consumo interno norteamericano, tenemos que a principio de los años setenta se generaron las condiciones para que los Estados Unidos no pudieran sostener el ritmo de crecimiento económico necesario para mantener el American Way & Dream, y de esta manera surgió la necesidad de reformar la economía para sostener el modo de vida americano.

Nixon fue el primero en sentenciar el modelo económico de postguerra salido de la conferencia de Bretton Woods. Con sus políticas económicas iniciaría la Era Neoliberal a través de su reforma monetaria, con la abolición definitiva del patrón oro y su sustitución por el dólar como patrón de referencia para la convertibilidad global, y la apertura de los Estados Unidos a la economía china con su visita a Pekín, preparó la economía norteamericana para una globalización que ya estaba desde hace tiempo en marcha por la propia lógica capitalista.

A corto plazo fue un gran éxito porque recobró para los Estados Unidos el liderazgo económico. A largo plazo liquidó el factor nacional de la economía americana acentuando su dependencia del exterior.

La brecha salarial de los años ochenta llevó a George H. W. Bush a preparar el primer gran tratado de libre comercio para compensar parte de la caída del consumo interno, el NAFTA

Ronald Reagan profundizó el enfoque inaugurado por Nixon con su “Reaganomics” desviando recursos públicos desde el gasto en servicios sociales a los contratos de defensa, iniciando los programas de desregulación económica, así como implementando una bajada selectiva de impuestos que, en teoría, liberaría ingresos para el consumo.

A corto plazo consiguió un crecimiento macroeconómico palpable gracias al desvío de fondos públicos desde el Estado a ciertos sectores privados, así como por la desaparición de regulación laboral, económica y medioambiental que facilitó una mayor flexibilidad y dinamismo para los negocios. A largo plazo el precio que pagó la sociedad norteamericana fue el empobrecimiento de grandes sectores de su población, profundizar en su impacto medioambiental que agravaba el calentamiento global y el inicio de la decadencia de los grandes sectores industriales tradicionales por la desprotección laboral y la imposibilidad de competir con altos salarios en un mercado mundial con economías sin regulación laboral.

La brecha salarial de los años ochenta llevó al presidente George H. W. Bush a preparar el primer gran tratado de libre comercio para compensar parte de la caída del consumo interno. El NAFTA, que amplió el mercado para los productos americanos, abrió a su vez las fronteras a los productos canadienses y mexicanos e inició todo un proceso de deslocalización industrial a México.

Bill Clinton terminó de aplicar el NAFTA y aprobó la Gramm-Leach-Bliley-Act en 1999 que desregularizó el sector bancario, apuntalando la dinámica de financiarización de la economía. El proceso de globalización llegó a su cúspide durante su mandato y el de su sucesor, George W. Bush, bajo cuya presidencia un sector bancario con una regulación menor y distintos objetivos provocó una política crediticia desbocada y especulativa que hinchó la burbuja inmobiliaria. Dicha burbuja explotaría al final de su mandato con la caída de Lehman Brothers y el inicio de la gran crisis global.

Obama, por su parte, ha intentado controlar parte de los efectos más perniciosos de la desregulación financiera mediante una política de rescate y subsidios a la zona industrial clásica de los Grandes Lagos. También ha favorecido a través de Ben Bernanke un enfoque monetario algo más heterodoxo del favorecido por Alan Greenspan en la reserva federal en las décadas precedentes. Pero estos tímidos cambios no rompieron con la dinámica expuesta anteriormente, y prueba de ello ha sido su apuesta por los tratados de libre comercio del TTP en el pacífico o el TTIP (aún inconcluso) con la Unión Europea.

La zona de los Grandes Lagos, la América de las grandes factorías automovilísticas, ha pasado de ser el centro económico estadounidense a una zona empobrecida y en decadencia

Vemos pues que las últimas décadas han supuesto una dinámica constante de auge globalizador de un capitalismo desregularizado, con los Estados Unidos consiguiendo con cada reforma económica mantenerse a la cabeza de las economías mundiales, pero al precio de horadar las bases económicas nacionales que habían hecho posible el American Way & Dream. Esto, por supuesto, no es responsabilidad ni resultado exclusivo de la política norteamericana. Es una dinámica capitalista mundial, pero a la que los distintos presidentes norteamericanos han contribuido de manera decisiva.

Los resultados de esta dinámica son múltiples, pero para la victoria de Trump hay uno que se alza con gran importancia. La zona industrial tradicional de los Estados Unidos, la zona de los Grandes Lagos, la América del motor y de las grandes factorías automovilísticas, ha pasado de ser el centro económico estadounidense a una zona empobrecida y en decadencia.

El mercado ya no podía ofrecer una salida para la población de esa región ya que su estructura productiva no encajaba en la nueva economía globalizada. Las ayudas estatales y los servicios públicos desaparecieron por culpa de los recortes, pero no del todo. Como resultado de las políticas de discriminación positiva las minorías raciales tuvieron aún acceso a unos recursos que la clase trabajadora y parte de la clase media blanca empobrecida dejaron de percibir. El impulso de la lucha por los derechos de las mujeres consiguió que estas accedieran al mundo laboral, doblando el número de competidores en el mercado de trabajo. A lo que hay que añadir una mayor presencia de inmigrantes en zonas que generalmente habían sido blancas, así como el cierre de fábricas y negocios por la deslocalización industrial.

Si ni el Estado ni el mercado ofrecen los medios de reproducción vital, aparecen nuevos competidores para los pocos puestos de trabajo existentes, y los valores sociales y culturales de la época de bonanza se ven cuestionados por las élites culturales de zonas aún económicamente boyantes, el camino a la desunión queda pavimentado.

Aquellos cuyos puestos de trabajo pueden ser deslocalizados se encuentran dislocados. Su realidad es globalizada, pero no sacan ganancia de ello a pesar de estar en un espacio céntrico

La idea fundamental de toda esta explicación es que la globalización no sólo genera ganadores y perdedores en el tablero global, entre el centro y la periferia. Sino que dentro del centro, en los países desarrollados supuestamente ganadores, se genera un desdoblamiento entre una parte de la sociedad integrada en y otra dislocada ante la globalización.

Esta idea es muy importante para mi argumento, pues explica por qué dentro de zonas que debieran ser netamente ganadoras la globalización se comporta como un arma de doble filo, enriqueciendo y generando oportunidades para un segmento de la población y destruyendo las condiciones de vida para muchos otros. Ninguno de estos segmentos sociales está excluido de la globalización, todos forman parte de ella y sus vidas se insertan en la misma a través del trabajo, de su ausencia, y en todos los casos a través del consumo. Esta desigualdad en el disfrute o sufrimiento del proceso globalizador no se debe exclusivamente a que se resida en zonas ganadoras (centro) o perdedoras (periferia) dentro de un país, sino por el lugar que se ocupa o se ha dejado de ocupar en la estructura económica y productiva global.

Aquellos cuyos trabajos pueden insertarse con facilidad en el mercado global, o sus derechos laborales se mantienen con la protección de la época precedente, se encuentran integrados y su conflicto con la globalización es menor. Aquellos cuyos puestos de trabajo pueden ser deslocalizados, o aquellos trabajadores que acceden en una situación de vulnerabilidad al mercado laboral se encuentran dislocados, porque su realidad es globalizada, pero no sacan ganancia de ello a pesar de estar en un espacio céntrico, y por lo tanto, teóricamente ganador.

Y es entre los dislocados entre los que el mensaje populista ha triunfado, pero para entender las consecuencias de esto antes tenemos que pensar otros problemas.

Road to disunion

Road to disunion” es una expresión acuñada por los historiadores para referirse a la situación que los Estados Unidos vivieron en la década anterior a la Guerra Civil Americana. Lo que subyace a esta frase es la idea de que hubo un momento en la historia de los Estados Unidos donde el país se fracturó en dos mitades, con sociedades y proyectos políticos distintos, irreconciliables y antagónicos, cuya incapacidad de llegar a un acuerdo acabó sumiendo al país en una guerra civil.

Por supuesto, este no es el escenario que se nos plantea en la actualidad, a pesar de las alarmas por la victoria de Trump. Aunque el fenómeno del “road to disunion” sí que se encuentra en marcha.

Al día siguiente de que Trump ganara las elecciones presidenciales numerosos estadounidenses de las costas y de las grandes ciudades acudieron a manifestarse en contra del presidente electo. Esta situación no era nueva. En el año 2009, tras la toma de posesión de Obama, hubo grandes manifestaciones en su contra, en contra de su nueva ley fiscal y un rumor sobre su lugar de nacimiento para intentar desacreditar su legitimidad como presidente. Era el nacimiento del Tea Party. Estas protestas (y las sucedidas tras la elección de Trump), que podrían entenderse como un atentado contra el procedimiento democrático, forman parte de una larga tradición norteamericana de desobediencia civil, que, respetando los cauces institucionales, los impugnan.

El sentimiento de divorcio con el sistema es muy profundo. Pero no sólo contra él, sino contra la parte de América que se ha erigido en contrincante, y que a ojos de cada una de las dos Américas “ha secuestrado” el American ‘Dream’

En toda campaña presidencial hay siempre muestras de odio y decepción hacia el rival y su victoria, pero siempre se acata el resultado de las urnas, incluso cuando se demuestra que hubo fraude, como ocurrió en el año 2000. ¿Por qué en las últimas elecciones se han dado estos procesos de impugnación y desobediencia civil a ambos lados del espectro político? Porque el sentimiento de divorcio con el sistema es muy profundo. Pero no sólo contra él, sino contra la parte de América que se ha erigido en contrincante, y que a ojos de cada una de las dos Américas “ha secuestrado” el American Dream; ya sea porque excluye de él a los oprimidos, o porque aniquila sus valores tradicionales.

En realidad se trata de un proceso que viene gestándose desde muy atrás, desde los años sesenta, cuando las luchas por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam consiguieron visibilizar las tremendas injusticias que se escondían en la sociedad norteamericana y el dudoso papel que esta jugaba en el mundo.

En el punto siguiente explicaré qué es un sistema de partidos, por el momento sólo diré que la alianza electoral que sostenía al Partido Demócrata como el partido dominante en los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, y tras esta, se resquebrajó cuando los demócratas aceptaron las demandas del movimiento por los derechos civiles y perdieron el Sur de los Estados Unidos; una región que dominaban desde los tiempos de la guerra civil en el siglo XIX. Así como iniciaría la progresiva pérdida de influencia entre los trabajadores de clase obrera blanca, que en Estados Unidos suelen ser católicos y conservadores en temas sociales.

La alianza electoral que sostenía al Partido Demócrata se resquebrajó cuando los demócratas aceptaron las demandas del movimiento por los derechos civiles y perdieron el Sur de los Estados Unidos

De esta manera se iría dibujando a través de las décadas siguientes un antagonismo de una América moderna, inclusiva, progresista, abierta al mundo y radicada en las costas, cuyo proyecto político es construir una sociedad moderna frente a una América tradicional, homogénea, religiosa y obsesionada con “los valores americanos” y el orden, cuya mayor fuerza radicaría en el Sur y el medio Oeste.

Así surgió la división contemporánea del reparto de voto que se conocería como sexto sistema de partidos. Pero esta divisoria era algo más que dos zonas distintas de votantes que constituirían la base para los dos grandes partidos. Con el tiempo cristalizó como dos Américas divididas sobre qué valores deben definir a los Estados Unidos. Dos Américas que no pueden verse, ni dialogar entre sí.

La victoria de Obama en el año 2008 fue la victoria moral y simbólica de una de esas dos Américas. El símbolo de que la lucha por los derechos civiles había conseguido romper el último techo de cristal con la conquista de la Casa Blanca por parte de un afroamericano. Donald Trump, por otra parte, es el Obama de la otra América, de la América conservadora que desea restaurar la paz social que ellos creen perdida por el relativismo y la mano blanda de los liberales de las costas. La América conservadora nunca llegó a aceptar a Obama como el legítimo presidente, y la América liberal-progresista no aceptará tampoco nunca a Trump. Y esto es así porque tanto Obama como Trump representan dos rupturas fundamentales con la tradición política norteamericana. Obama representa la ruptura racial con el hecho de que la presidencia recaiga sobre un varón de raza blanca, mientras que Trump representa la ruptura con la tradición republicano-liberal de respeto a las minorías y la prohibición de que la democracia devenga en tiranía de la mayoría.

Ahora bien, la elección de Trump supone algo más que la victoria de la América conservadora. Si observamos estas elecciones con distancia y dejando al individuo de lado, nos encontraremos que lo que ha operado ha sido la implosión de la América moderna y su proyecto de modernización, así como el colapso del sexto sistema de partidos.

El colapso del sexto sistema de partidos:

En la política norteamericana se llama sistema de partidos al conjunto de elementos recurrentes que, elección tras elección, se repiten haciendo que la contienda electoral se desenvuelva bajo unas reglas de juego específicas: qué partidos compiten y cuál es su programa. Quiénes son sus electores, sus preferencias y preocupaciones.

Resulta evidente que, aunque el Partido Demócrata y el Republicano compitan desde las elecciones de 1856, hoy en día no se tratan en esencia de los mismos partidos que había entonces. El Partido Republicano que llevó a Lincoln al poder no fue el mismo, con la misma ideología y votantes, que el que aupó a Reagan. De la misma manera que el Partido Demócrata que se erigió en defensor de la esclavitud en la antesala de la guerra civil no tiene la misma ideología y votantes que aquel que alzó al primer presidente afroamericano. A lo largo de siglo y medio el Partido Demócrata y el Republicano se han enfrentado defendiendo distintas visiones de la política y apoyados por un electorado distinto. Y cada vez que se ha dado un cambio sustancial en la relación del partido con sus votantes (porque recibió grupos nuevos, o perdió algún grupo de votantes tradicional), así como cada vez que el partido realizaba un cambio en el programa político profundo, decimos que el sistema de partidos ha cambiado, y que su coalición de votantes se ha transformado, porque el partido, aunque se llame igual, ya no representa lo mismo ni a los mismos votantes.

El colapso del Partido Republicano, como con mucha perspicacia supo ver William Saletan en Slate Magazine, se asemeja a un Estado fallido, y Trump es su señor de la guerra

He hablado también sobre la coalición de votantes. Como el lector imaginará, en cada elección ambos partidos tienen que movilizar con un solo mensaje a perfiles de votantes muy diversos. De distinta raza, género, clase social, ideología, rural o urbano, distinta religión, y así un largo etc. Todo eso en un país donde las identidades grupales pesan mucho en la decisión del voto. Pero los distintos grupos no votan al azar, sino que los partidos tienen la habilidad de generar un mensaje que unifica a varios grupos que se vean identificados simultáneamente con el mismo partido. A esto es a lo que se llama coalición de votantes. A un grupo heterogéneo de colectivos que son exitosamente articulados por un partido a través de una idea de sociedad compartida, aunque las reclamaciones concretas y las identidades difieran entre sí.

Esta misma idea es la que está detrás de la teoría moderna del populismo, cuando intelectuales como Ernesto Laclau o políticos como Íñigo Errejón hablan de “significante vacío”, una idea articuladora de demandas plurales de distintos colectivos que los unifica a pesar de sus diferencias en un mismo proyecto. En el fondo los populistas solamente han teorizado, a veces sin saberlo, sobre una realidad práctica de la política estadounidense. Esto además explica por qué la política norteamericana presenta simultáneamente un elevado grado de institucionalismo y de populismo.

Las coaliciones de votantes se rigen por una regla. El partido que consiga construir la coalición más variada, grande, ecléctica y fiel vencerá cuantas elecciones se le presenten. Así ocurrió durante el quinto sistema de partidos, cuando Franklin D. Roosevelt construyó la coalición del New Deal, que agrupaba a la mayoría de los trabajadores, hombres blancos conservadores del Sur y votantes católicos. Con esa coalición de votantes los demócratas gobernaron durante casi treinta años los Estados Unidos sin perder apenas ninguna elección presidencial contra los republicanos (con la excepción de Eisenhower), a la par que construyeron el consenso de postguerra y el American Way of Life sobre el que se asentaría el American Dream.

Ya hemos comentado antes que esa coalición se rompió cuando los demócratas perdieron el Sur por aceptar los derechos civiles y que el Partido Demócrata pasó de ser un partido de clase trabajadora blanca y católica a ser un partido que apuesta por unos Estados Unidos modernos e inclusivos. En la anterior sección presenté cuál ha sido la línea de fractura que ha dividido a demócratas y republicanos en el sexto sistema de partidos, en el que nos encontramos hasta estas elecciones.

Aquí hablo de su colapso, aunque no necesariamente de su desaparición o su sustitución por un séptimo sistema de partidos, aunque creo que existe una posibilidad de que esto pase, y, de ocurrir, sería el legado más duradero e influyente que Donald Trump podría crear.

La razón del colapso del sistema de partidos es que los dos grandes partidos han implosionado. Así como por encontrarnos ante una posible restructuración de las coaliciones de votantes demócrata y republicana. Analicemos primero el deterioro del Partido Republicano.

Puede resultar paradójico que hable de colapso del Partido Republicano cuando éste ha conseguido amasar un poder institucional en estas últimas elecciones con el que no contaba desde el año 1928. Pero el hecho de que un partido conserve un nombre no implica que siga siendo el mismo si el resto de condiciones ha cambiado.

Los neoconservadores, a pesar de que han quedado en nuestra memoria como la quintaesencia del político republicano, han sido una rareza en la historia del partido por su militarismo y excesivo interés en asuntos internacionales

Desde la dimisión de Nixon en 1974 y la retirada de Kissinger el Partido Republicano ha estado dominado por el mismo grupo de personas ininterrumpidamente hasta el final de la segunda Administración Bush en el año 2008. Me refiero a los neoconservadores o republicanos neocon. De entre los políticos neoconservadores las figuras más conocidas eran Dick Cheney, Donald Rumsfeld, George H. W. Bush, John Bolton y Paul Wolfowitz, por citar sólo a los más relevantes. Reagan tuvo algo de neoconservador, aunque era más neoliberal y coqueteó con el paleoconservadurismo. Y aunque tanto Gerald Ford como George W. Bush no eran neoconservadores, los neocon fueron los detentadores reales y efectivos del poder durante sus mandatos, por lo que sus presidencias sí lo fueron (esto es especialmente cierto en el caso de George W. Bush).

Los neoconservadores, a pesar de que han quedado en nuestra memoria como la quintaesencia del político republicano, han sido una rareza en la historia del partido por un motivo: su militarismo y excesivo interés en asuntos internacionales. Los viejos republicanos tendían a abrazar más la otra línea tradicional de la política exterior, el aislacionismo, pues les permitía concentrarse en la vigilancia de los valores tradicionales y el orden en el interior del país, pilares fundamentales de su credo político, mientras que los demócratas suelen ser internacionalistas más destacados, obsesionados por cortar el mundo bajo su particular visión idealizada de América. El hecho de que muchos neoconservadores fueran demócratas, o incluso trotskistas, antes de convertirse en republicanos explica por qué generacionalmente aunaron ambas tendencias.

Pero en lo concerniente a la crisis del Partido Republicano, es importante recordar que, cuando a partir de 2004 las cosas comenzaron a torcerse en Irak, la popularidad de la segunda Administración Bush cayó en picado provocando una oleada de dimisiones. John Ashcroft y John Bolton en 2005, Donald Rumsfeld en 2006, Paul Wolfowitz en 2007. Y aquellas figuras fuertes que no dimitieron durante el segundo mandato, como Karl Rove, Dick Cheney o Condoleezza Rice, abandonaron la política tras la presidencia. Tan sólo quedó George H. W. Bush, como neoconservador fuerte en el partido, y ya era demasiado mayor para poder controlarlo y evitar el hundimiento.

El escenario que se dibujó tras la desaparición de los neoconservadores fue el de un partido con liderazgos frágiles y encontrados. Por un lado surgió una sucesión de líderes institucionales débiles, con un perfil moderado y fuertemente ligados al establishment de Washington DC. Los candidatos a la presidencia John McCain y Mitt Romney, o el expresidente de la Cámara de Representantes John Boehner fueron los principales candidatos del aparato republicano para cerrar la crisis en la que entró el partido durante la Era Obama. Junto a estos candidatos, y muy frecuentemente frente a ellos, apareció una tropa de demagogos de extrema derecha aupados por el Tea Party que contestaron continuamente a los sucesivos débiles líderes del establishment, forzando a los moderados a tener que acompañarse de los elementos cercanos al Tea Party para no perder a su voto más radical y movilizado.

A pesar de su popularidad entre la derecha más movilizada estos políticos anti-establishment no consiguieron imponerse a los débiles líderes moderados, principalmente por tres motivos:

El primero fue que eran candidatos de minorías, y no de coaliciones de votantes. A estas alturas queda clara la importancia de saber conectar el discurso con grupos heterogéneos y masivos para triunfar en la política americana. Los políticos del Tea Party eran perfectamente capaces de convocar masivas manifestaciones, pero en el área institucional nunca consiguieron imponerse al aparato republicano porque sus seguidores ultramovilizados no eran suficientes para contrarrestar al resto de grupos que miraban con suspicacia a estos líderes populistas.

Trump es ahora presidente de la primera potencia mundial en decadencia, ¿exportará con su victoria también una nueva revolución conservadora?

Por otra parte, el propio Tea Party estuvo siempre dividido entre dos almas complementarias a la hora de organizar la protesta y movilizar a las bases republicanas, pero con preocupaciones y programas políticos que si bien no eran incompatibles, no tenían demasiada relación entre sí más allá del enemigo común.

Anterior al Tea Party pero de gran importancia en su conformación como fenómeno de masas, la derecha cristiana evangélica de numerosas iglesias se presenta unificada a través de un mensaje ultraconservador sobre la supuesta pérdida de los valores cristianos por parte de América, y su mayor foco de protesta residió en las llamadas luchas culturales: la restricción del aborto, la prohibición del matrimonio homosexual, la defensa de la familia tradicional, y toda reivindicación que preservase el núcleo de lo que ellos identificaban como "valores americanos". Sus principales líderes fueron Sarah Palin, Michele Bachmann, Newt Gingrich, Rick Santorum, Ben Carson y Ted Cruz.

Fundamental en la conformación del Tea Party, el ala libertariana de inspiración anarcocapitalista despliega la reivindicación de un Estado mínimo en todos los aspectos de la vida (el minarquismo). Su bestia negra era la política fiscal de Obama y su núcleo de valores giraba alrededor de una defensa a ultranza del individuo y sus derechos: derecho a las armas, defensa extrema de la libre empresa y el libre mercado, defensa de los servicios privados de educación y salud, y en general toda reivindicación que apoyase una independencia del individuo con respecto al Estado. El santo apóstol de este grupo era el veterano congresista Ron Paul, en cuya campaña por la nominación republicana a la presidencia tuvo origen el Tea Party en el año 2008, aunque los libertarianos también encontraron otros paladines para su causa como Paul Ryan, Rand Paul o las ultraconservadoras Sarah Palin y Michele Bachmann, que aunque no son libertarianas estrictas sí han asumido buena parte de su credo antiestatista.

De hecho, la única figura que ha podido aunar ambas familias, además del presentador radiofónico Rush Limbaugh, fue Sarah Palin. Quizás la única política del Tea Party con capacidad presidenciable. Sin embargo, una mezcla de fuerte rechazo de la élite republicana tradicional, junto a su incuestionable enriquecimiento personal por su actividad mediática tras haber sido candidata a vicepresidenta por McCain en las presidenciales de 2008 la disuadieron de continuar su carrera política, prefiriendo adoptar el papel de "suma pontífice" de los radicales en las hondas.

Esta división interna del Tea Party fue otra de las razones que le impidieron cobrar fuerza para llevar a cabo su asalto a un Partido Republicano debilitado. Y aunque las dos familias encontraron en su lucha contra la reforma sanitaria de Obama, el Obamacare, una causa común, no consiguieron rentabilizar su alianza lo suficiente como para generar un líder competitivo, y esto se debe en parte a la otra debilidad de los políticos del Tea Party, que fue lo que yo llamo "la paradoja de los cruzados morales".

Sin importar a qué ala del Tea Party perteneciera, todo político republicano radical compartía un elemento discursivo común: su rechazo a lo que ellos identificaban como una élite política de Washington, corrupta y despilfarradora, los políticos de Washington, el establishment de ambos partidos. En contraste ellos se presentaban como políticos redentores cuyo principal mandato era limpiar la capital de corrupción y hacer que la voz y el cabreo de sus electores se oyera fuerte. Dichos políticos, si conseguían convencer a los electores de su circunscripción con este discurso, llegaban a una ciudad donde efectivamente es común el intercambio de favores entre políticos, así como entre los políticos y los representantes de los lobbies. Pues sin el apoyo de los compañeros y la financiación de los lobbies ningún político puede hacerse oír en el Congreso o en los medios de comunicación. De igual manera les es imposible sacar adelante la legislación necesaria para contentar a sus electores. Por lo que al final siempre acababa ocurriendo la paradoja de que si los representantes de protesta se mantenían puros en su rechazo a las reglas de juego, caían en la irrelevancia, pues en un sistema donde la corrupción es estructural ni se les escuchaba, ni podían presentar resultados concretos y palpables a sus electores. Pero si se "ensuciaban" pactando con otros políticos más poderosos o con los lobbies, entonces eran tachados de traidores por sus electores y veían retirada su confianza en la renovación del mandato. De esta manera, el discurso de cruzada moral y política encerró a los políticos del Tea Party en una paradoja irresoluble que fue acabando con la carrera política de muchos de ellos.

Y de esta manera se acabó consumando el colapso del Partido Republicano. Desaparecida la generación neoconservadora que lo había gobernado por tres décadas, con unos líderes moderados débiles y desacreditados, y unos candidatos radicales divididos, incapaces de generar coaliciones de votantes y de lidiar con sus contradicciones, el partido navegó durante una década a la deriva, descartado como partido de gobierno y transformado en partido de protesta. Ganador de todas las elecciones legislativas y perdedor de todas las presidenciales, fue incapaz de traducir su resistencia en el poder legislativo en poder político real.

Esta situación allanó el camino a que un liderazgo fuerte y ajeno al partido pudiera conquistar la organización superando las resistencias y lógicas inmunitarias del poder orgánico. Esta es también una de las razones que explican por qué Trump fue capaz de conquistar el Partido Republicano mientras que Bernie Sanders acabó siendo derrotado por la maquinaria institucional del Partido Demócrata, a pesar de tratarse de un líder de masas mucho más capacitado que Hillary Clinton. El Partido Demócrata, aunque iba a sufrir una crisis de legitimidad y posterior colapso de igual naturaleza que el Partido Republicano, aún conservaba en funcionamiento a su élite partidista, y, con ello, los mecanismos inmunitarios para poder manipular el procedimiento democrático a favor de su candidata. Pero el colapso del Partido Demócrata requiere de un análisis pormenorizado que realizaré cuando analice la figura de Clinton y las razones de su derrota.

El colapso del Partido Republicano, como con mucha perspicacia supo ver William Saletan en Slate Magazine, se asemeja a un Estado fallido, y Trump es su señor de la guerra. Los Estados fallidos son aquellos en donde la autoridad central y legítima es incapaz de asegurar la integridad y bienestar de sus ciudadanos, así como el cumplimiento de la ley y de las prerrogativas gubernamentales. Un Estado que no puede comportarse como tal, y que por tanto ve aparecer en su seno una multitud de poderes menores oportunistas que arrebatan trozos de poder al Estado, gobernándolos como sus reinos de taifas. Lo habitual en estas situaciones es que el Estado desaparezca dando lugar a nuevas realidades políticas (como ocurrió en los Balcanes), que el poder central acabe por retomar el control con el tiempo (caso de Colombia), o que uno de los sujetos oportunistas acabe avasallando a los demás y tome el poder central para sí (como hizo Putin en Rusia). Este es el caso también de Trump con el Partido Republicano (quizás por eso él y Putin se entienden tan bien) y lo habitual cuando un señor de la guerra toma un Estado es que repueble el gobierno con sus vasallos leales y adeptos.

Richard B. Spencer, el brillante y peligroso líder intelectual de la facción Radix de la Alt Right, la nueva extrema derecha americana, comparó a Trump con la figura de Napoleón. Napoleón tomó oportunistamente el poder cuando los elementos en conflicto de la Revolución Francesa se destruyeron entre sí, corporeizando en su figura una visión autoritaria de la revolución. Trump se alza de las cenizas del Partido Republicano para corporeizar una visión más autoritaria del American Way & Dream cuando este parece herido de muerte. Napoleón con sus conquistas exportó el modelo de la Revolución Francesa por toda Europa. Donald J. Trump es ahora presidente de la primera potencia mundial en decadencia, ¿exportará con su victoria también una nueva revolución conservadora?

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Marcos Reguera. Investigador en la Universidad del País Vasco.

http://ctxt.es/es/20170111/Politica/10492/Estados-Unidos-Trump-Obama-democracia.htm







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