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Septiembre 2016

La heroica lección de Allende


Manuel Cabieses Donoso
Editorial “Punto Final”, edición Nº 859, 2 de septiembre 2016

Han transcurrido 43 años desde la muerte del presidente Salvador Allende en La Moneda bombardeada y en llamas. Tiempo más que suficiente para apreciar en toda su magnitud la tragedia que desató en Chile la traición de las fuerzas armadas en cumplimiento de su tradicional papel de escuderos de la oligarquía. El recuerdo de ese hecho histórico se hace especialmente necesario en la crisis que hoy vive el país y cuyo principal ingrediente es precisamente el factor ético. Inspirarse en la lección de Allende de lealtad a los principios en esa hora suprema, ayudará a la futura Izquierda chilena a recomponer el ideario que permite las grandes hazañas de los pueblos.

La lección de Allende -rubricada por el heroísmo de enfrentar el golpe militar con un puñado de valerosos combatientes- ha sido relegada al olvido por muchos que se proclamaban sus “seguidores” y “herederos”. La Izquierda institucionalizada desempolva cada tanto el recuerdo de Allende para cumplir un rito que se hace cada vez más formal. Se sacraliza su nombre, convertido en ícono inofensivo despojado de todo filo revolucionario. En la conducta de esa falsa Izquierda no se rescatan los valores éticos y políticos por los que combatió Allende. El ejemplo más bochornoso lo constituye su propio partido, que hace tiempo abandonó la ideología y los principios originales del PS para hacer suyas las banderas del neoliberalismo.

A través de sus representantes en el gobierno y Parlamento, ese tipo de políticos han gobernado y legislado en beneficio de la billetera de los que derrocaron al presidente Allende y que aplicaron al pueblo un despiadado terrorismo de Estado. Los cinco gobiernos de la Concertación (hoy reencarnada en Nueva Mayoría) han sido el revés de la medalla del gobierno de Allende y la Unidad Popular. Sería muy injusto, desde luego, reprochar esa actitud a la Democracia Cristiana que no tiene parentesco ideológico ni político con la Izquierda. La DC nació en Europa, acunada por la Iglesia Católica para contener los avances del comunismo. En Chile, la DC asociada a la derecha participó en la conspiración golpista alimentada por fondos de la CIA. Sería absurdo, por tanto, pedir que los dos gobiernos post dictadura encabezados por la DC reivindicaran la lección del presidente Allende. Pero los gobiernos de los “socialistas” Lagos y Bachelet, que en nada se diferencian de los de Aylwin y Frei (ni tampoco de Piñera), desnudaron la vergonzosa conversión de antiguos marxistas en diligentes administradores del capitalismo más extremo que existe en el mundo.

Costará mucho esfuerzo -y una titánica batalla de ideas- revertir el daño que ha causado la traición a los principios igualitarios y democráticos cometida por el maridaje de política y negocios. Será la pesada herencia que dejarán estos gobiernos. Barrer con la corrupción necesitará de algo más contundente que la escoba que agitó Carlos Ibáñez en los años 50 para limpiar la corrupción de los gobiernos radicales.

La indiferencia política y la abstención electoral -que ya alcanza al 60%- constituyen formas pasivas de castigo que los ciudadanos aplican al sistema y a sus instituciones. Pero son armas inocuas en la lucha por los cambios políticos y sociales. La abstención, fenómeno en crecimiento -que seguramente se repetirá en las elecciones municipales del próximo 23 de octubre- solo desprestigia aún más al sistema, pero no lo modifica. Los partidos de manos sucias se distribuirán las piltrafas de crédito público que aún restan. Pero las instituciones desprestigiadas seguirán funcionando en medio del páramo social en que ya se encuentran. En las elecciones presidenciales y parlamentarias del 19 de noviembre de 2017 sólo se producirá un cambio de turno en el gobierno. Lo más probable es que la Nueva Mayoría sea reemplazada -otra vez- por Sebastián Piñera y su equipo empresarial. Los partidos se redistribuirán amistosamente los 35 nuevos cupos de diputados y los 12 de senadores que les permite la nueva ley electoral. Los malabaristas de la política ya se preparan para celebrar esas importantes “victorias” parlamentarias. Y así continuará girando el carrusel de la política, si el pueblo permanece con los brazos cruzados y no toma en sus manos la iniciativa de producir el gran cambio que sólo puede provenir de una Asamblea Constituyente.

El 11 de septiembre de 1973 fue un tajo brutal que interrumpió el desarrollo democrático alcanzado hasta entonces por el país. Las consecuencias de ese impacto se mantienen hasta hoy. Este fenómeno tiene diversas expresiones en las relaciones sociales y en la vida cotidiana de los chilenos. La principal es el miedo, un miedo no confesado pero latente en la conducta conservadora -cuando no hipócrita- de vastos sectores. Es el temor a que la imprudencia pueda despertar otra vez la locura homicida de la oligarquía y sus fuerzas armadas. La historia del país está jalonada de masacres, guerras civiles, golpes de Estado, revoluciones, motines, conspiraciones y dictaduras. Sobre todo el espanto que produjo el terrorismo de Estado de los años 70 y 80. Esto hace que el temor tenga un fundamento objetivo. La casta política lo ha utilizado para mantener casi intacto el modelo que implantó la dictadura. Su lema ha sido ceder a las demandas populares con una condición: los cambios pueden hacerse solo “en la medida de lo posible”. Sin embargo, lo que el país necesita es cerrar una brecha histórica y retomar el camino democrático y de justicia social que trazaran el presidente Allende y los partidos populares de los años 70. Esto se ve dificultado por el temor al cambio que impide -por ahora- reconvertir el desprecio a la corrupción en alternativa de democracia participativa. Para que una amplia mayoría ciudadana apoye la alternativa es indispensable generar condiciones para defender al futuro gobierno popular de las maniobras desestabilizadoras y amenazas golpistas que se reactivarán, como siempre sucede. La insistencia del imperio en bloquear los procesos democráticos en América Latina sigue vigente. Lo evidencia la difícil situación que vive Venezuela -objetivo de un plan golpista similar al que sufrió Chile-, y los golpes “blandos” en Brasil, Paraguay y Honduras.

El pueblo organizado y consciente de sus derechos necesitará también construir una alianza con las fuerzas armadas para alcanzar triunfos con fortaleza suficiente para garantizar su existencia. En Chile, país que ha sufrido la traumática experiencia de la dictadura, forjar la alianza pueblo-fuerzas armadas suena a utopía inalcanzable. Las contradicciones son muy fuertes. Pero no se trata de hacer tabla rasa del abismo que abrieron 17 años de tiranía. Ese periodo no solo fue responsabilidad de las fuerzas armadas sino también de la elite civil que las incitaron a martirizar al pueblo. Si pretendemos reemprender -con las diferencias que imponen las condiciones del mundo de hoy- el camino que inició el presidente Allende, hay que volcarse a construir la fuerza social, política y armada que abra paso al futuro. Esto, en los hechos, lo han iniciado los movimientos sociales. La unidad del pueblo explotado se da en la lucha. Lo están demostrando las protestas por el estado miserable de la salud pública y por el robo de las AFP. Movimientos de prolongada resistencia como la lucha ejemplar del pueblo mapuche son inspiradores de la protesta que fermenta en el seno de la sociedad. Lo mismo sucede con el movimiento estudiantil que desde 2006 no ceja en su exigencia de educación gratuita y de calidad. La irrupción masiva a nivel nacional de la Coordinadora de Trabajadores No+AFP abre un espacio favorable al movimiento popular para plantearse metas superiores. Si los movimientos sociales logran confluir en un programa que demande también la convocatoria de la Asamblea Constituyente, se daría un paso fundamental para honrar la lección del presidente Allende. Una Constitución Política democrática en su origen y contenido no resolverá por sí sola la crisis. Pero el proceso de discusión en la base social que iniciará el llamado a Asamblea Constituyente y las decisiones plebiscitarias que trae aparejada la aprobación de la Carta Fundamental y la nueva institucionalidad, permitirán el vuelco democrático que hará posible retomar el camino de la independencia nacional, la soberanía popular y la justicia social que interrumpió la violencia golpista en 1973.

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