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Septiembre 2016

CHILE: CUMPLEAÑOS DEL TERROR


Federico García Morales
1974

¿Es América Latina un laboratorio de sistemas políticos?

Si fuera así, la experiencia chilena, en este último año nos llevaría a lo más denso de las novelas de Orwell, a la realización del Estado como campo concentracionario. Proyectada esa experiencia al mundo, nos queda sin embargo la confianza en que éste no demorará en explotar.

Pensando siempre en términos de experiencias de laboratorio: sí, en todas partes los sectores progresistas tuvieron mucho que admirar en el régimen de Allende. Parecía que con él se disipaba la negra noche colonial. Sus reformas liquidaron el viejo latifundio y el capitalismo de Estado parecía abrirse hacia otras formas sociales de producción: los obreros reclamaban muy airadamente una mayor injerencia en el control de las empresas y esta actividad la clase trabajadora se proyectaba a los niveles de Estado. Sin embargo, esto no llegó nunca a parecerse a los regímenes de Europa oriental. Chile siguió siendo hasta la madrugada del 11 de septiembre un país profundamente democrático.

De allí que el vencedor del 11 de septiembre fuera un triste vencedor sobre la democracia. La institucionalidad que defendió Allende, al negarse a renunciara era el vieja institucionalidad democrática de su país. Él mismo era el pilar central de toda posibilidad de diálogo, una vez que fue derribado, al diálogo siguió la fuera bruta.

No importa en este artículo examinar el modo cómo se llevó a cabo el golpe, ni discutir las tendencias íntimas de la burocracia militar. Interesa observar la calidad de la experiencia que propone al juicio del mundo.

En primer lugar, “para que todo esto funcione” se debió derogar hasta la raíz el principio democrático de la elección. Toda autoridad que derivara su potestad de una libre elección quedó abolida. En el Estado, en todos sus niveles, en los sindicatos, en las Universidades, etc. Desde entonces, hay Jefes, alcaldes-delegados, directores-delegados de sindicatos, rectores delegados. Esto, con algunas salvedades: la Sociedad Nacional de Agricultura o la Sociedad de Fomento Fabril, que siguen eligiendo sus directores.

Pero, también “para que todo esto funcione” se debió hacer entender a la gente hacia dónde debía mirar en busca de instructivas. Esto se logró haciendo desaparecer físicamente a la vieja dirección del Estado o a quienes pudieran intentar regenerarla: direcciones de partidos políticos, de sindicatos, o simples intelectuales. Pero, sobre todo, montando la gran escena del terror, que combinaba fusilamientos masivos, torturas y detenciones. El patrullaje, el control, el toque de queda, la eterna presencia armada “en todo lugar”, hacía el resto. El miedo les enseño a los chilenos a descubrir, un poco a tientas, quién era la autoridad.

El Estado, se dijo entonces, se había salvado.

¿Qué Estado? ¿Regido por los principales?

En buen Aristóteles nos encontrábamos con una revolución oligárquica que promovía el asentamiento de una Monarquía de derecho divino. “Yo veo en todo esto la mano de Dios” –se apresuraba a decir Pinochet. Sin embargo, en el siglo en que vivimos también hubo otras experiencias en donde los hombres llevaron el poder a manos de un Gran Jefe. “Jefe Supremo” es el título del nuevo cabeza de Estado. Su poder no deriva de una consulta al pueblo. Precisamente descansa en la abolición de ese principio, en la liquidación de toda competencia, en la suma magnífica del terror que se desencadena a través de una escala de obediencias ciegas o perversas.

La Junta Militar chilena lleva un año de veteranía. Su carácter sigue siendo el mismo de sus primeros días. En el camino, muchos de sus miembros han perdido la máscara populista con que intentaron cubrirse. La represión sigue, agigantada, su camino tenebroso. En los últimos días se repiten las redadas en Santiago y las principales provincias. En los pequeños pueblos el gran terror se siente duro sobre la carne. La OEA, casi con fastidio ha debido declarar su repulsión ante tanto crimen de esta criatura. Pero los crímenes los reporta en una infinita lista de casos individuales y no cuestiona el sistema.

Y el problema es que la experiencia chilena es hoy un sistema perverso.

De espaldas al derecho, de espaldas a toda sensibilidad social, de espaldas a toda noción de desarrollo económico o político: es simplemente el dominio de un país por una maffia de revanchistas económicos y matones a la espera de convertirse en poder social, en elite reconocida y aceptada.

Por eso, no han dudado un instante en lanzar al receso a los partidos de la centro derecha, mientras terminaban de aniquilar a las izquierdas. El poder, que de tanto disfrute, son ellos y no quieren compartirlo.

La corrupción puede, sin embargo, llegar a ser un buen negocio dentro de ciertos límites. Por ejemplo, necesita mantener la circulación económica para poder sobrevivir. Esta circulación debía mantenerse mientras frenaba el desarrollo económico estatal, e intentaba hacer renacer al Lázaro capitalista privado.

Todo esto quiso lograrlo a través de una inflación sin paralelo, mientras congelaba los salarios. La acumulación pudo ser enorme, pero sin vertiente adecuada: el mercado se contrajo, y los negocios se vinieron al suelo. El Estado, por otra parte, no podía defenderlos sin descuidar los créditos parasitarios y el armamentismo propiciado por la nueva mentalidad gobernante. El resultado de todo esto es la crisis que viene en Chile. Una crisis económica como no conoció nunca dicho país, con proyecciones sociales donde no existen canales de expresión o de resistencia dentro del sistema.

Por todo esto pensábamos que este “experimento” que ha ocurrido en este laboratorio no puede proyectarse válidamente al resto del mundo, si pensamos que es conveniente que éste sobreviva. Triste gloria la de Pinochet y compañía.







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