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Junio 2016

Sobre Todorov y Camnitzer:

El arte político y las posibilidades de la memoria ejemplar

LASP 502-01: Culture and Power in Latin America

Profesor: Roberto Brodsky

Estudiante: Alessandra Soto

Ensayo III Unidad

Elizabeth Jelin define los trabajos de memoria como una disputa política entre distintas narrativas para darle sentido del pasado. Hacer memoria no sería emprender una “batalla contra el olvido” sino una competencia hermenéutica entre distintas versiones del pasado por volverse hegemónicas (Jelin, 2002:27). Desde una perspectiva que va más allá de la oposición binaria entre estado y sociedad civil, la autora plantea que en este campo de disputas de memoria actúan diversos actores – a los que ella llama “emprendedores de la memoria” - entre los cuales están la elite económica, intelectuales, artistas, comunidad internacional, ONGs y organizaciones de víctimas (Jelin, 2002:33).

En este ensayo me centraré en un grupo de “emprendedores de la memoria” en particular, el de los artistas. Ante la oleada dictatorial que sufrió la región en la década de los setenta, el arte político intenta cuestionar la “historia oficial” impuesta por la elite gobernante, ofreciendo memorias alternativas desde la sociedad civil. Su tarea no sólo se reduce a la denuncia durante los períodos de represión política - desde espacios clandestinos o en el exilio – sino que es una tarea que se prolonga a la transición y consolidación democrática en la región.

A la luz del marco teórico propuesto por Tzvetan Todorov y de las reflexiones del artista Luis Camnitzer, analizaré las posibilidades y desafíos del arte político latinoamericano para competir en el campo de litigios hermenéuticos por la interpretación de pasados de violencia política. En primer lugar, haré referencia a las posibilidades del arte político, a la luz de la distinción de Todorov entre memoria literal y memoria ejemplar. Me enfocaré en los lenguajes que ofrece el arte para trabajar con pasados traumáticos, asumiendo la inevitable relación entre memoria, olvido y selección. En segundo lugar, reflexionaré sobre los desafíos del arte político, centrándome en los abusos de la memoria propuestos por Todorov: la sacralización y la banalización del pasado. A partir de la noción de deshonra y empatía trabajados por Camnitzer visitaré distintos ejemplos de arte político en Latinoamérica que intentan superar la dicotomía entre víctima y victimario, de modo de producir así memorias contra hegemónicas que congreguen a una audiencia más amplia y permitan avanzar en justicia y reconciliación.

Las posibilidades de representación: Los lenguajes del arte político

La memoria de hechos traumáticos se confronta a la dificultad de construir una narrativa adecuada sobre experiencias que se experimentan como incomunicables. Walter Benjamin habla del enmudecimiento que produce la primera guerra mundial en las víctimas. El shock liquida la experiencia transmisible y nacen los “hombres mudos” que no encuentran una forma para el relato de lo que han vivido (En Sarlo, 2012:30).

A mi parecer, el arte ofrece justamente la posibilidad de utilizar un portafolio simbólico mucho más vasto que el lingüístico frente a los desafíos por comunicar el horror. El arte permite la experimentación con nuevos lenguajes, más allá de las palabras. Pienso en documentales realizados por la segunda generación de las víctimas de las dictaduras latinoamericanas, que recurren al lenguaje audiovisual y al arte para compartir su postmemoria de violencia política (Hirsch, 2012). “Infancia clandestina” (2011) de Benjamín Ávila utiliza el cómic para referirse a recuerdos traumáticos, en lo que podría ser una cita a “Maus” (1986) de Art Spiegelman. Albertina Carri recurre al teatro en su documental “Los rubios” (2005), y le da la voz a una actriz para que la personifique.1

A su vez, los problemas de representación y comunicabilidad vinculados a los trabajos de memoria se relacionan con la lógica de olvido y selección que está en el corazón del acto de recordar hechos traumáticos. Como plantea Todorov, el olvido es parte constitutiva de la memoria y el reestablecimiento integral del pasado es imposible (Todorov, 2000:15-16). En una línea similar, Elzbieta Sklodowska nos recuerda que las poéticas del recuerdo conducen a las políticas del olvido, subrayando las contradicciones que están en el centro de los hechos de memoria (Sklodowska, 2001:257). La autora explica que el olvido opera como autocensura psicológica para proteger al sujeto de la reactuación lacerante del trauma y como una narrativa de memoria para quienes el silencio es estratégico.

Así como la memoria está constituida por una dosis de olvido, la memoria procede por selección, entiéndase por ello autocensura, memoria selectiva u olvido.2 Si asumimos lo anterior, los ejercicios de memorias serían ejercicios de reconstitución, de intentar armar un rompecabezas sin contar con todas las piezas. Me parece interesante entender la memoria como sinécdoque, como metonimia que se refiere al “todo”, al pasado, desde la “parte”, los recuerdos que han sobrevivido al olvido. La noción de memoria sinecdótica, como “la parte por el todo”, creo que resalta la imposibilidad de recuperar el pasado en su totalidad y el imperativo por la selección en los trabajos de memoria. Y me parece que el arte político tiene justamente esa capacidad de trabajar con los fragmentos y vacíos propios de las secuelas de episodios de violencia política.

La figura del cenotafio sería la obra de arte por definición, ese ataúd que carga el vacío ante la ausencia de un cuerpo. El arte permite trabajar con la parte, con lo más cercano a la nada, y desde ahí hacer referencia a un todo, a los desaparecidos por la dictadura. Ausencia y presencia que se funden en un duelo sin funeral, un funeral sin cuerpo, un ataúd vacío, un cenotafio.


Este punto hace eco del rol clave que tiene la fotografía en los trabajos de memoria en general y en el arte político en particular. Como bien reconocen Roland Barthes (2009) y Marianne Hirsch (2012), la fotografía es un certificado de presencia que indexa en el recuerdo y fija en el tiempo una presencia ausente. Pienso en el efecto fantasmático y espectral de las fotografías de los detenidos políticos argentinos por desaparecer en ESMA; en las imágenes de las cámaras de gas en el Holocausto; y en la iniciativa de la Comisión de Verdad en Perú, que organizó la exposición “Yuyanapaq: para recordar” en un afán por crear un álbum familiar de la violencia política que azotó al país durante la transición a la democracia.

El arte político apropia estas fotografías y produce collages que, al modo de un caleidoscopio, invitan a mirar el pasado traumático desde nuevos prismas. Justamente este es el recurso que emplea uno de los hijos de las víctimas en Argentina, quien en el documental “Nietos: Identidad y memoria” (2005) de Benjamín Ávila, comparte cómo el arte le ha permitido realizar el duelo de su padre desaparecido. Tomando fotos del álbum familiar, entremezcla las últimas imágenes de su padre vivo con las de su madre en la actualidad, en un intento por incorporar su ausencia siempre presente.

En casos extremos de violencia política, donde no quedan imágenes que denuncien los abusos ni recuerdos fotográficos de las víctimas, el arte político puede operar como sustituto de la fotografía. Un ejemplo que va en esta línea lo ofrece el documental del artista Rithy Panh, quién en el documental “La imagen perdida” (2013), se propone reconstruir su aldea de infancia que fue arrasada por la dictadura de Pol Pot en Cambodia. El arte le permite recuperar este pasado perdido de las víctimas del genocidio, mediante la recreación de su comunidad a través de pequeñas figuras que el artista talla pacientemente en madera.

De la memoria literal a la ejemplar

Tzvetan Todorov propone un marco teórico para los estudios de memoria en dónde el foco estaría en los usos de la memoria. A diferencia de Paul Ricoeur y su énfasis en la cualidad del testigo, Todorov se centra en la utilidad de la memoria. Mientras Ricoeur se pregunta si el testimonio viene de un testigo verdadero o un testigo falso,3 Todorov añade una segunda interrogante sobre la función de la memoria que produce ese testigo. Para él, la memoria por la memoria no tiene un valor en sí, sino el uso que se hace de esa memoria.

A mi parecer el arte político es un vehículo predilecto para la transición desde la memoria literal hacia la memoria ejemplar. Todorov define a la memoria literal como una memoria que se queda atrapada en el pasado, en la repetición ritual del trauma.4 Esta memoria define al pasado traumático de modo singular y superlativo, al punto que todo intento de comparación sería una profanación o un intento por atenuar su gravedad (Todorov, 2000:34).

La memoria ejemplar, por el contrario, opera por analogía en vez de por singularidad. En vez de que el presente quede sometido al pasado, la memoria ejemplar propone una lectura del pasado que ilumina el presente con lecciones para el porvenir. El autor explica que, por ejemplo, el aceptar Auschwitz y Kolyma como casos extremos de violencia política, no quiere decir que sean hechos incomparables con otras maquinarias de exterminio en la historia. Relacionarlos con otros fenómenos de violencia política permite pasar de la intransitividad del hecho a la universalidad de la lección (Todorov, 2000:45). La memoria ejemplar sería la memoria que permite convertir el pasado en un principio de acción para el presente, en vez de una excusa para desentendernos del hoy e ignorar las amenazas actuales (Todorov, 2000:52).

Una lección crucial que se deduce de la propuesta de Todorov es que justamente la memoria literal no es la que puede asegurar el “nunca más” de los hechos de violencia política. El acto de comparación que está en el corazón de la memoria ejemplar es el que permite avanzar en la comprensión de éstos fenómenos y asegurar que no vuelvan a ocurrir en el futuro, sino que se avance en un proceso de efectiva justicia, reconciliación y no repetición.

La ruta recorrida por el documentalista Patricio Guzmán me parece un interesante ejemplo de las posibilidades del arte para producir el tránsito desde la memoria literal a la memoria ejemplar. Pienso en dos de sus obras más emblemáticas, “La Batalla de Chile” (1978) y “La nostalgia de la luz” (2010) y veo cómo el paso del tiempo opera como un bálsamo que va atenuando el dolor inminente de la herida y permite una lectura más profunda y densa en significaciones de los hechos de violencia política ocurridos en Chile. Recién ocurrido el golpe militar, la urgencia por denunciar – propia de todo testimonio – lo lleva a construir una memoria literal que recuenta el último año del gobierno de Salvador Allende antes del golpe de estado. Pero a casi cuatro décadas del quiebre de la democracia, Guzmán produce un material que no pretende ser una fuente histórica de consulta. A mi parecer aparece el documentalista/artista más que el documentalista/víctima, que toma con perspectiva los hechos y formula una memoria ejemplar que permite obtener lecciones para la humanidad. “La nostalgia de la luz” ofrece una mirada de longue durée que sitúa la historia política reciente de Chile dentro de una narrativa más amplia y trascendente, en donde astrónomos, arqueólogos y familiares de los desaparecidos confluyen en sus búsquedas.

El enfoque de Guzmán me hace pensar en la posibilidad de entender la memoria literal como un paso necesario para la construcción de la una memoria ejemplar.5 Todorov no lo plantea en estos términos, pero me parece una lectura interesante. En esa línea, la memoria literal funcionaría como archivo de memoria que recopila los hechos el pasado, y va constituyendo los cimientos sobre los cuales se escribe luego la memoria ejemplar. Me pregunto, ¿puede haber memoria ejemplar sin antes existir una memoria literal? Parecería que se requiere una sedimentación de la memoria literal para desde ahí construir una memoria literal.

Algo similar sucede con el memorial “El ojo que llora” de Lika Mutal, el cual fue construido como un espacio para el duelo y la reflexión sobre los actos de violencia política que acaecieron en Perú producto de la guerra entre el Estado y Sendero Luminoso entre 1980 y 2000. En vez de una memoria literal reducida al horror de las víctimas directas, la artista ofrece una interpretación que trasciende el hecho singular y se conecta con la prolongada genealogía de dolor que ha sufrido el mundo andino, representada en la escultura en piedra de la madre diosa de la fertilidad que llora la pérdida de los suyos.

Tanto la obra de Guzmán como el memorial de Mutal son ejemplos de un arte político que logra trabajar exitosamente desde una nostalgia reflexiva. Como propone la crítica rusa Svetlana Boym, hay una nostalgia que va más allá de la reconstrucción de un origen traumático. Existe una nostalgia reflexiva que permite nombrar y revisitar el trauma pero sin quedarse atrapada en esa escena original, sino que se proyecta al futuro una memoria que sobrepasa la melancolía (DiGiovanni, 2013:8.19). Memoria ejemplar y nostalgia reflexiva parecen ser dos conceptos vitales para la posibilidad del arte político en la construcción de memorias alternativas del pasado.

Por una audiencia más amplia

Jelin propone otra manera de formular el tránsito de la memoria literal a una memoria ejemplar que se centra en la importancia de la audiencia para los trabajos de la memoria. Su concepto de “emprendedores de memoria” hace justamente énfasis en la importancia de estos actores sociales por convocar a un público lo más amplio posible para asegurar la consolidación de sus narrativas del pasado.

Las transiciones de retorno a la democracia han asegurado la existencia de un “addressable other”, de un público empático interesado en recibir los testimonios de memoria (Jelin, 2002:65). Le corresponde al arte político aprovechar esta apertura política y producir trabajos de memoria inclusivos.

Jelin invita a los trabajos de memoria a trascender la configuración de un “nosotros excluyente”, de la reducida audiencia de las víctimas, a un “nosotros inclusivo”, que interpele a la sociedad en su conjunto (Jelin, 2002:42).6 Vinculando la propuesta de Jelin con la de Todorov, la memoria literal estaría únicamente dirigida a una “audiencia interna”, y la memoria ejemplar sería capaz de trascender las barreras de la identificación y dirigirse a una comunidad mayor construida en la alteridad.

El arte político debe evitar el riesgo de transformar la memoria en un monopolio de las víctimas directas. Ellas no son la única “voz autorizada” para dar testimonio. Si este es el caso, la interpretación del pasado es tan personal y específica que no permite iniciar procesos de reconciliación nacional. La memoria ejemplar permite justamente tránsito de una memoria personal e intransferible a una memoria social y política compartida que logre desafiar las narrativas hegemónicas de la “historia oficial”.

Los abusos de la memoria

Como mencionábamos anteriormente, dentro de su propuesta sobre los usos de la memoria, Todorov desarrolla un argumento sobre los posibles abusos de la misma. Por un lado, define el riesgo de la sacralización del pasado, el cual consiste en el aislamiento radical del recuerdo que produce una conmemoración obsesiva del pasado y un culto a la memoria. Por otro lado, el autor hace referencia a la posible banalización del pasado, es decir, la asimilación abusiva entre pasado y presente que lleva a la naturalización del horror, a la obscenidad.

El arte político no está exento de estos peligros. La artista colombiana Doris Salcedo se pregunta: ¿cómo representar la violencia sin exaltarla o hacerla inevitable? ¿Cómo hacerlo sin que las víctimas sean nuevamente víctimas?7 A mi parecer, sus cuestionamientos hacen justamente referencia a los dos abusos posibles de la memoria que identifica Todorov y plantean un interesante debate sobre los desafíos del arte político.

En este punto creo que es iluminador el comparar la obra del periodista Javier Rebolledo, “La danza de los cuervos” (2012) con la "Serie de la tortura uruguaya" (1983) del artista Luis Camnitzer. Ambos se centran en el mismo hecho, los actos de violencia y tortura cometidos durante las dictaduras latinoamericanas del cono sur por los aparatos represivos estatales. Rebolledo, desde el periodismo, ofrece un detallado recuento del operar de la Brigada Lautaro en Chile, a partir del testimonio de Jorgelino Vargas – “el mocito” - ex empleado civil de la CNI y la DINA. Como “minúscula engranaje del exterminio”, Jorgelino decide en 2007 romper el juramento de silencio y abre la llave de la verdad, en un vómito de memoria que llevó a la condena de 60 ex agentes chilenos (Rebolledo, 2012:11). Desde el periodismo, Rebolledo recoge el testimonio de “el mocito” y comparte con el público una memoria literal de los distintos métodos de tortura empleados por la dictadura chilena para deshumanizar y asesinar a la oposición política. Es un relato crudo, sin anestesia, preciso, como los fueron los distintos castigos operados por estos cirujanos del horror.

En cambio, Camnitzer ofrece desde el arte una propuesta alternativa que se complementa muy bien con la de Rebolledo, y permite la formulación de una memoria ejemplar sobre el dolor y la violencia. En "Serie de la tortura uruguaya" el artista comparte 35 fotograbados, en donde texto e imagen hacen alusión a las violaciones a los derechos humanos en Uruguay pero que a su vez es capaz de ir más allá del caso específico y enfrentar al espectador con un múltiple espectro de interpretaciones posibles. Alejado de la crudeza de “La danza de los cuervos”, la obra de Camnitzer ofrece un contrapunto a la obscenidad y al peligro de la banalización del pasado. Su arte, de hecho, es una respuesta interesante a la crítica que hace Susan Sontag en “Ante el dolor de los demás” (2011). En esta ensayo, Sontag cuestiona la capacidad de la fotografía para producir empatía, dado el proceso de desensibilización que han sufrido los ciudadanos frente al sufrimiento ajeno, producto del actual bombardeo fotoperiodístico de imágenes de violencia y guerra. Camnitzer ofrece una re-sensibilización a través del arte, mediante la apropiación de la fotografía desde el uso del grabado y el texto.

El arte político no debe estar en función de los proyectos de monumentalización que sacralizan a las víctimas y las vuelven héroes de guerra. Ni tampoco puede someterse a la mercantilización del pasado y la creación de un mercado de horror que profita del dolor ajeno y lo sobreexpone obscenamente (Jelin, 2002:75). Como recuerda Jelin, el boom biográfico y testimonial puede caer en la banalización del pasado.

Parte del éxito que tiene Camnitzer en evitar los peligros de sacralización y banalización del pasado reside en su decisión de enfocarse en la noción de deshonra en vez que en el de violencia. Este concepto permite, según él, una mirada a menor escala, que se enfoca en los pequeños y cotidianos actos de ultraje que conectan al público con la obra de arte, en vez de en los grandes actos de violencia que alejan al espectador y sacralizan el pasado. A la vez, la noción de deshonra es lo suficientemente personal como para producir en el público una empatía que diluye toda posibilidad de banalización del mal. Mientras la violencia se reduce a estadísticas que escapa al radio posible de empatía, la deshonra transfiere una experiencia, una revelación al público.

Camnitzer plantea que el arte debe “salvar la biografía de la víctima y coordinarla con la biografía del espectador” (Camnitzer, 2013:45). Para él el arte no debe remitir sólo a la mirada del artista sino que tiene el imperativo de conectar a la obra con el público. El arte político cierra así la distancia entre la víctima y el espectador y evita la obscenidad de volver a humillar a la víctima. Es un arte que no queda atrapado en el recuerdo traumático al modo de la memoria literal, sino que abre un espacio de sanación y sentido propio de la memoria ejemplar.

Más allá de justos y pecadores

El arte político que evita los riesgos de la sacralización y la banalización del pasado delatados por Todorov, es un arte que es capaz de problematizar la dicotomía entre víctimas y victimario. En la superación de esta distinción está a mi parecer la posibilidad real de que los trabajos de memoria produzcan reconciliación y justicia. Las comisiones de verdad convocadas por los gobiernos transicionales no son suficientes. Ellos producen la memoria literal de los hechos, narran las violaciones a los derechos humanos, ponen nombre y cifra a la violencia política. Pero en su afán de justicia y reparación no logran congregar a la sociedad en su conjunto sino que proponen una memoria en función de la dicotomía víctima/victimario, en donde gran parte de los ciudadanos no tiene lugar alguno. En realidad, el común de los sujetos se sitúa en una zona gris, en una ambigüedad intermedia, de cómplices pasivos en contextos de dictadura que buscaron sobrevivir en medio de la violencia política.

Todorov entiende muy bien este terreno claroscuro que difumina la distinción entre justos y pecadores. Por lo mismo, hace una invitación a dejar de juzgar desde la superioridad moral de la víctima, y en cambio, reconocer y combatir el mal en nosotros mismos. Octavio Paz reflexiona en la misma línea: “No sólo era el régimen de Díaz Ordaz, el asesino confeso, quien había actuado contra los estudiantes en Tlatelolco, sino la otredad, interior e intrahistórica: el otro México no está afuera sino en nosotros: no podríamos extirparlo sin mutilarnos” (Paz en Hozven, 2014:15). Por último, las palabras del intelectual argentino José Pablo Feinmann resumen con claridad este punto: “Cuando un país produce la ESMA, no se sale adelante diciendo sencillamente fueron ellos. Tampoco se trata de aliviar a los criminales diciendo fuimos todos. Se trata de enfrentar la densidad del acontecimiento: no hay retorno, no hay sociedad de buenos y malos” (2008).

Me pregunto qué ofrece el arte político en esta línea. ¿Cómo logra el arte problematizar las categorías de víctimas y victimarios? En primer lugar, el arte político tiene la posibilidad de cuestionar las narrativas de memoria impuestas por los gobiernos de transición democrática en Latinoamérica que han escrito una “historia oficial” en donde la mayor parte de la sociedad es retratada como “buenos ciudadanos” que fueron víctimas pasivas de un fuego cruzado entre los “dos demonios” del gobierno dictatorial y los insurgentes. Como bien explica Jelin, esta narrativa busca despolitizar el conflicto y no ayudan a la comprensión del fenómeno ni a la formulación de lecciones para el futuro (Jelin, 2002:54).

Camnitzer es consciente del peligro de la megalomanía utópica de atribuirle al arte un poder que no tiene, pero a la vez confía en la capacidad transformadora del arte sobre la realidad (Camnitzer, 2013:48). Para él el arte político sería capaz de impactar las relaciones de poder, produciendo una redistribución y transferencia de poder a través de la empatía (Camnitzer, 2013:46). La noción de empatía sería la piedra angular sobre la cual se cimienta la posibilidad del arte político para producir una memoria ejemplar.

La empatía cuestiona la reificación del otro, entendida la reificación como proceso de deshumanización. La víctima deja de ser un “otro” con mayúscula (sacralización) o con minúscula (banalización) y surge la capacidad de ver en el otro un espejo de lo que podría haber sido yo, en tanto víctima o victimario. Como menciona Katherine Hite, “la empatía puede entenderse como una relación entre seres humanos que puede cuestionar la distancia entre los detenidos y los que podrían haberlo sido, entre los asesinos y los que podrían haberlo sido” (Hite, 2013:80).

Obras como el documental “El mocito” (2011) de Marcela Said y Jean de Certeau, y el estudio de Nelly Richard sobre las autobiografías de ex militantes del MIR que se convirtieron en cómplices de la CNI, ofrecen retratos que nos ayudan a humanizar y complejizar la figura de los victimarios. ¿Hasta qué punto Jorgelino puede ser considerado un cuervo, un ave de carroña que se alimenta de cadáveres ajenos, como sugiere el título de la obra de Rebolledo? ¿Cómo juzgar la traición de la “Flaca Alejandra? ¿Qué margen de acción tenían estos personajes para rebelarse?

El caso del memorial a las víctimas de la violencia política en Perú, “El ojo que llora”, ofrece otro ejemplo interesante. La inclusión dentro de las víctimas del conflicto de 41 presos Senderistas que fueron asesinados en la cárcel abrió un intenso debate en la sociedad peruana que llevó a la vandalización del memorial (Hite, 2013:70). La distinción víctima/victimario parece dificultar procesos de reconciliación nacional en contextos de violencia política tan complejos e intensos como el peruano, en donde la mayor cantidad de violaciones a los derechos humanos fueron perpetuados, no sólo por los militares, sino principalmente por la misma sociedad civil, entre vecinos de una misma comunidad en Ayacucho.



Conclusiones:

En este ensayo reflexioné sobre la labor del arte político en la producción de narrativas de memoria en Latinoamérica, en su intento por producir lecturas alternativas sobre los hechos de violencia política que acaecieron en la región en los años setenta. Haciendo dialogar a Todorov con Camnitzer, analicé las posibilidades y desafíos de los artistas en cuanto “emprendedores de memoria”. Dentro de las posibilidades del arte político planteé que el arte ofrece modos de representación capaces de lidiar con la naturaleza fragmentaria del recuerdo, y su permanente interacción con dinámicas de olvido, autocensura y selección. Ante una memoria que opera de manera sinecdótica, - donde sólo quedan “partes” que hacen referencia a un “todo” irrecuperable y a ratos incomunicable - el arte permite la experimentación con nuevos lenguajes. Luego analicé las posibilidades del arte político de producir memorias que transiten desde la literalidad a la ejemplaridad, de modo de asegurar que el pasado no coopte el presente sino que lo provea con lecciones para el futuro.

En cuanto a los desafíos del arte político para producir una memoria ejemplar sobre pasados de violencia política, hice referencia a tres puntos interrelacionados. Primero, que el arte debe ser capaz de congregar a la sociedad en su conjunto. Un segundo desafío es que la obra de arte evite abusar de la memoria, produciendo una sacralización o banalización del pasado. Y por último, una memoria ejemplar desde el mundo de las artes sólo es posible en la medida que problematiza la distinción entre víctima y victimario.

Parafraseando las preguntas de Salcedo, el arte político tiene la capacidad de representar la violencia sin exaltarla (sacralizarla) ni volverla inevitable (banalizarla). Obras de arte que producen memorias ejemplares no hacen de la víctima nuevamente víctimas, sino que la re actuación del pasado traumático se proyecta al presente y permite generar empatía y compromiso en la sociedad en su conjunto. Finalmente, en contraste con Adorno, no sólo creo que el arte es posible después del horror, sino que es esencial para la construcción de narrativas alternativas sobre el pasado que permitan avanzar en los procesos de consolidación democrática en Latinoamérica.



Referencias bibliográficas


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Todorov, Tzvetan (2000) Los abusos de la memoria. Barcelona: Paidós.



Notas

1 Este ejercicio de representación vicaria de Carri me recuerda las palabras de Ricardo Piglia en sus reflexiones sobre los desafíos de la literatura del futuro. Enfrentado a los límites mismos del lenguaje en donde es imposible expresar directamente la verdad, la única alternativa que le queda al intelectual, y en este caso a la víctima, sería darle la voz a otro para que transmita el mensaje (Piglia, 2001: 36).

2 El caso del documental “El mocito” (2011) de Marcela Said y Jean de Certeau ilustra este punto. Su obra se centra en Jorgelino Vergara, ex empleado civil de la Brigada Lautaro en Chile, en quien confluye recuerdo, memoria selectiva y autocensura. Jorgelino recuerda con memoria fotográfica todos los horrores que sucedieron al interior del centro de detención, tortura y muerte mientras fue menor de edad. Pero una vez le toca recomponer los hechos en los cuales estuvo involucrado en su vida adulta, súbitamente sus recuerdos se vuelven borrosos. Volveré sobre este personaje más adelante en el texto.

3 El marco teórico propuesto por Ricoeur es muy interesante ya que desplaza el énfasis en el contenido del testimonio a la cualidad del testigo. Su propuesta se aleja de aproximaciones como la del antropólogo David Stoll, quienes evalúan el testimonio según la veracidad factual de los hechos de memoria. La pregunta central, a ojos de Ricoeur, deja de ser si efectivamente ocurrieron los hechos tal cual lo narra Rigoberta Menchú, sino si ella constituye un testigo verdadero. El argumento de Stoll puede ser consultado en David Stoll (1999) Rigoberta Menchú and the Story of All Poor Guatemalans. Boulder: Westview Press.

4 Esto lo vinculo con la reflexión de Roberto Hozven sobre el uso del antefuturo verbal como uno de los aprendizajes contenidos en la obra de Octavio Paz. Para Hozven, este dispositivo lingüístico permite al sujeto ensayar un escenario mejorado. El antefuturo verbal es un “tiempo operativo reparador” que permite imaginar un horizonte futuro distinto al de la repetición del trauma (Hozven, 2014:12). Según Hozven, la obra de Paz hace una invitación psicoanalítica a los mexicanos a reconocer y nombrar el pasado de violencia político que ha sufrido el país para poder transfigurar el futuro. En ese sentido, propone una memoria ejemplar que en vez de quedarse atrapada en el pasado, se proyecte al futuro asegurando la no repetición y la reparación.

5 Sin embargo, el documental “El botón de nácar” (2015) del mismo director, complejiza más el argumento, al mostrar que dentro de un acto de memoria pueden coexistir los dos usos de la memoria propuestos por Todorov. La primera parte del documental realiza una propuesta de memoria que trasciende el hecho histórico particular mediante una lectura poética que tiene como epicentro la figura del agua. Pero la segunda mitad del material cae en abusos de la memoria que llevan contradictoriamente a la exaltación del discurso nacionalista que justificó la violencia que el documental intenta denunciar. Es el mismo estado-nación que glorifica Guzmán a través de la obra del mapa de cuero, el que tiene hoy en extinción a los pueblos originarios del sur del país y el que torturó y desapareció a las víctimas de la “Caravana de la muerte” en el desierto de Atacama. En ese sentido, la obra de Guzmán sería un ejemplo de cómo el paso de una memoria a otra no son definitivos.

6 Un ejemplo interesante en el tránsito de una memoria excluyente a una exclusiva corresponde a la organización H.I.J.O.S. en Argentina, que desde la complicidad de una comunidad conformada por víctimas de segunda generación, reconoce la necesidad de generar una memoria alternativa de los años de dictadura militar que convoque a un público más amplio.

7 Las reflexiones de Salcedo me recuerdan a la famosa objeción de Theodor Adorno sobre la posibilidad del arte después de Auschwitz. Para el filósofo alemán, tornar el horror en belleza, lejos de ser algo civilizado, es, de hecho, bárbaro. El arte político, en su afán de denuncia, produciría el paradójico efecto de volver la violencia aceptable o incluso agradable. Para Adorno no hay manera más radical de borrar la violencia que dándole belleza y redimiéndola.









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