Escribir sobre los atentados en París es pisar terreno resbaladizo. Las sensibilidades están a flor de piel. Si uno recuerda que antes de esas muertes hubo cientos de miles de muertes en territorios árabes, no faltará quien se indigne. Y si sólo recuerda las muertes recientes en París, se indignarán otros. Por eso, aunque todas las muertes sean terribles, no voy a lamentarlas aquí. ¿De qué serviría? Tampoco haré juicios morales. ¿Para qué sirve condenar en el papel los asesinatos? Quizá sea mejor intentar identificar a los verdaderos asesinos, a los de París, Libia, Siria e Irak. Aunque para ello haya que dar un pequeño rodeo. UN BUEN CONSEJO Henry Kissinger es un personaje tan despreciable como sorprendente. Alemán nacionalizado estadounidense, fue Secretario de Estado de los presidentes Nixon y Ford, le puso fin a la guerra de Vietnam, recibió el premio Nobel de la paz, fue ideólogo del “Plan Cóndor” y de los golpes de Estado en Chile, Argentina y Uruguay, y todavía le sobró tiempo para dirigir a varias corporaciones y organizar el fútbol profesional en los EEUU. El juez Baltasar Garzón ha intentado procesarlo y se le ha exigido que devolviera el premio Nobel, pero hasta ahora ha eludido las dos cosas. Allá por 1991, cuando George Bush (padre) invadió por primera vez a Irak, Kissinger escribió un brillante artículo periodístico en el que analizó los límites de la invasión. Dijo que los EEUU no podían derrocar a Sadam Hussein, porque para hacerlo tendrían que destruir a Irak y eso dejaría sin contrapeso a Irán y descompensaría el delicado equilibrio de fuerzas de Oriente medio, lo que traería problemas a los EEUU. En aquél momento, la invasión se detuvo sin derribar a Hussein. Años después, George Bush (hijo) y Barak Obama cumplieron la ambición de Bush (padre). Con el pretexto de las Torres Gemelas, además de invadir Afganistán, derrocaron a Hussein y, para ello, como vaticinó Kissinger, destruyeron a Irak y a cualquier posible equilibrio de fuerzas en la región. Después, con la entusiasta colaboración de los gobiernos de la OTAN, derrocaron y mataron a Kadafi en Libia, bombardearon a Siria y promovieron revoluciones y levantamientos en casi todos los países de la zona. Desde entonces, los países occidentales han recibido los efectos del “terrorismo islámico”. Las Torres Gemelas en Nueva York, atentados en Londres, en Madrid, y dos veces en París. Sin embargo, nunca ha sido destruido un blanco militar, ni una instalación estratégica, ni ha muerto un presidente o líder político occidental. ¿Qué pasó en los años que median entre la primera, tímida, invasión a Irak y éste presente de invasiones y atentados generalizados? ¿Cómo un “halcón” de la política estadounidense, como Henry Kissinger, puede parecer una prudente “paloma” comparado con los actuales gobernantes estadounidenses y europeos? EL PEQUEÑO Y SUCIO SECRETO El análisis de Kissinger sobre la primera invasión a Irak es el de un político, el de un hombre de Estado. Más allá de su criminalidad, el Kissinger de hace veinticinco años seguía pensando en función de los intereses de los Estados Unidos. Y no sólo él, ya que Bush (padre) fue frenado en 1991. Quizá buena parte de la dirigencia política estadounidense, al igual que Kissinger, seguía pensando la política internacional desde la óptica de los intereses de su país. El secreto –el pequeño y sucio secreto- es que en los EEUU y en Europa ya no deciden los políticos. Basta ver cómo se resolvió la crisis financiera de 2008, transfiriendo recursos públicos a los mismos banqueros que se habían fundido especulando y defraudando, para percibir que el poder real lo ejercen otros, en ese caso los banqueros. Y basta ver el gasto enorme (también de dinero de los contribuyentes) hecho para llevar la guerra y controlar el petróleo o el gas en los países árabes, para advertir que, además del omnipresente capital financiero, los beneficiarios son las compañías petroleras y la industria del armamento y la tecnología militar. Para esas corporaciones, dislocar al mundo no es un problema si eso sirve a sus intereses. No se puede afirmar que el atentado contra las Torres Gemelas, o los ocurridos en Madrid, Londres o París, fueran de conocimiento previo de los presidentes de los respectivos países. Pero sí que, en estos asuntos, nada es lo que parece. Porque, para un presidente, los atentados en territorio propio deberían constituir un fracaso inexcusable. Sobre todo si fueran consecuencia de sus propias decisiones. Sin embargo, nos hemos acostumbrado a que presidentes como Bush (hijo) y como Hollande, pocos después de los atentados, salgan por televisión postulándose para héroes, anunciando que intensificarán los bombardeos o invadirán un nuevo país ¿Qué es el Estado Islámico? ¿Quién lo financia? ¿Quién le da dinero, le compra petróleo y le vende armas? ¿Quién lo utiliza para intentar derribar al gobierno sirio de Bachar al-Asad? Son, curiosamente, los “aliados de Occidente”, Arabia Saudita, Israel, Turquía. Los fanáticos musulmanes del “EI” utilizan armas estadounidense y francesas. No sería extraño que las víctimas parisinas hubiesen pagado con sus impuestos las balas que los mataron. El Estado Islámico, con sus atentados y decapitaciones a cuchillo cuidadosamente filmadas, oficia como un “cuco” repugnante, útil para justificar la intervención de las potencias occidentales. ¿Cómo explicar, si no, que haya crecido en soldados y en territorio pese a ser, en teoría, sistemáticamente atacado por los EEUU y por las potencias de la OTAN? AJEDREZ Siria es hoy el tablero de una compleja partida de ajedrez, en la que también juega Rusia. Gas, petróleo, gasoductos, estratégico acceso al Mediterráneo, y el de por sí formidable negocio de la guerra (pagada con fondos aportados por los ciudadanos), son algunos de los factores que explican el fenómeno, más allá de los conflictos religiosos. Como en toda partida de ajedrez, hay piezas y peones sacrificables. Es muy probable que el Estado Islámico se vuelva inconveniente en poco tiempo y, como pasó con Bin Laden y Al Qaeda, sea sustituido por otro ogro asustador. Y es posible que las vidas de los europeos y estadounidenses estén siendo consideradas también como fichas prescindibles, necesarias para alimentar el odio y justificar guerra. La pregunta es, ¿a quién le sirve la guerra? Y, también, ¿a quién no le sirve? Sin duda, a los ciudadanos europeos no les sirve. Los pone en riesgo y les cuesta fortunas que pasan a manos de la industria militar y de quienes la financian. Sin embargo, es probable que, enardecidos por los ataques y por la incesante propaganda sobre la crueldad del Estado Islámico, los europeos terminen respaldando a los políticos que hagan los discursos más xenófobos, belicistas y liberticidas, con lo que el negocio y el poder de los inversores de la guerra, los verdaderos asesinos, se redondeará. GUERRA EN EL DICCIONARIO La guerra tiene además otro frente: el del lenguaje mediático. Un universo paralelo, en el que el término “terrorismo” equivale a “musulmán”, pero no sirve para describir a un montón de aviones europeos o estadounidenses bombardeando ciudades y matando niños. Un universo en el que es posible afirmar que los atentados en París “iniciaron la guerra”, olvidando que Francia viene bombardeando a Siria e Iraq desde hace mucho. Es un extraño universo en el que la “primavera árabe”, cuando se somete a elecciones, produce aplastantes mayorías de fundamentalismo islámico, y la “oposición pacífica y democrática” (esa que “se convoca por celular y simpatiza con Occidente”)se transmuta en hordas de mercenarios o de fanáticos armados hasta los dientes, como la que linchó a Kadafi luego de que la aviación francesa destruyó el convoy en el que el líder libio huía. Un universo en el que el Consejo de Seguridad de la ONU está integrado por los mismos países que bombardean sin autorización de la ONU. En síntesis, un universo en el que nada es lo que se nos dice que es, y en el que el escepticismo y la desconfianza son la única forma de evitar la manipulación. ¿TÍTERE DE SEGUNDA MANO? En ese contexto, Uruguay se jacta de ser aceptado en el Consejo de Seguridad de la ONU. ¿Tiene alguna chance de modificar los planes de los cinco países que controlan e integran en forma permanente el Consejo? La respuesta es obvia. Lo que hará será legitimar los planes de esa media decena de gobiernos, que a su vez obedecen a intereses económicos que ya no pertenecen ni son controlados por ningún Estado. O sea, un títere de segunda mano. Cuando la realidad del poder es absolutamente
perversa, la lucidez y la distancia son el único camino digno. Lástima que las
declaraciones del Canciller, en París, anuncien otro camino. |