Julio 2015
Apuntes
sobre la política de Estados Unidos hacia América
Latina y Cuba
como
parte de su proyecto de dominación continental (1996-2009)
Lic. Waldo Barrera
Martínez*
wbarreram@uci.cu
Resumen
Los gobiernos estadounidenses
del período 1996-2009, al igual que sus antecesores,
concentraron sus esfuerzos en conseguir los propósitos
continentales mediante apoyos, concesiones y acciones, siempre por
encima de las opiniones latinoamericanas sobre prioridades y
oportunidades de cooperación, con toda seguridad debido a la
persistencia de históricas pretensiones hegemónicas. No
obstante, también existieron cambios significativos en las
relaciones interamericanas. Los procesos del ciclo de políticas
públicas se volvieron mucho más complejos y
contradictorios en EEUU a medida que se multiplicó el número
y diversidad de los actores implicados en su elaboración. Los
planes y programas destinados a América Latina y al Caribe
adquirieron sus rasgos de la interacción entre varias
influencias internas provenientes de regiones, sectores y grupos
diversos hacia el interior de la superpotencia, a menudo
discrepantes. En comparación con los años sesenta, las
relaciones entre EEUU y el subcontinente, al final del período,
se centraban mucho menos en la geopolítica, la seguridad
nacional y la ideología, en este último caso, al menos
en el sentido político declarado. Respecto a Cuba, los tres
mandatos representaron, con sus matices y acciones concretas, la
continuidad de la fracasada política de sus antecesores
encaminada a fortalecer
y endurecer el bloqueo económico, comercial y financiero y el
incremento de las actividades de carácter subversivo dirigidas
a asfixiar la revolución y propiciar su tan anhelado cambio de
régimen y el retorno al capitalismo.
Palabras clave:
Estados Unidos, Relaciones Interamericanas, Barack Obama, William
Clinton, Goerge W. Bush, Cuba.
INTRODUCCIÓN
El presente trabajo pretende
analizar cómo la preeminencia de EEUU en Latinoamérica
varió en cuanto a sus patrones de interdependencia,
cooperación y conflicto y cómo se manifestó esta
situación específicamente en el caso de Cuba, en el
período comprendido entre 1996, cuando se aprueba
la denominada Ley Helms-Burton e introducen en nuestro país
los servicios de Internet,
y 2009.
Partiremos
del hecho de que las relaciones de la nación norteña
con lo que Martí denominó en su época Nuestra
América, han estado históricamente condicionadas por
tres elementos principales: la promoción del bienestar
económico de EE.UU., la protección de su seguridad
nacional y la presión de la política doméstica
(Schoultz).
En lo relativo a Cuba, ha
sido la política doméstica la que ha jugado el papel
fundamental, comenzando desde 1820 y continuando hasta las elecciones
presidenciales norteamericanas de los últimos años.
Resultaría imposible explicar la política de EEUU hacia
nuestro país, por ejemplo, sin reconocer el impacto que en
ella ha jugado desde 1959 la comunidad emigrada cubana. El Estado de
la Florida, donde reside el 67% de los cubanoamericanos
(Arboleya, 2013:101), dispone de
25 votos electorales, que lo ubican en cuarto lugar por el número
de éstos en toda la nación. Aún cuando los
cubano-americanos constituyen menos del 5% de los votantes de dicho
territorio, “mas allá de la funcionalidad que ha tenido
el tema cubano para catapultar a los políticos
cubanoamericanos en la política norteamericana, un factor que
ha contribuido de forma determinante en la consolidación de su
influencia ha sido el poder alcanzado en el sur de la Florida, donde
(…) se han articulado las redes que hoy día controlan
buena parte de los cargos públicos y las decisiones
gubernamentales del área. Se trata, por tanto, de una fuerza
política local, la cual, sin embargo, ha sabido potenciar su
impacto en la política estadual e incluso nacional, gracias a
sus conexiones con importantes grupos políticos
norteamericanos” (Arboleya,
2013:167-169).
En los últimos
cincuenta años, cambios trascendentes ocurridos en América
Latina y el Caribe y también hacia el interior de EEUU y en
todo el mundo, han modificado sustancialmente las relaciones
interamericanas. Durante los años ochenta (conocidos como “la
década perdida”), el declive económico de la
región, acompañado por la reorientación de las
políticas públicas, redujeron algunos aspectos de esa
redefinición y aceleraron otros. Algo similar ocurrió
tras el colapso del sistema socialista mundial a principios de los
‘90, cuando la nación norteña quedó como
única superpotencia del mundo. Algunas de las tendencias
subyacentes que comenzaban a remodelar las relaciones entre ésta
y América Latina durante la década de los ‘70, se
intensificarían nuevamente desde mediados de los ‘90,
reforzadas por nuevas tendencias, entre ellas el desarrollo de la
estructura y funcionamiento de la economía mundial y el
ascenso de China. (Lowenthal, 2010)
A medida que los países de la zona
intensificaban la actividad comercial mutua y con Asia, la
participación de EE.UU. en el comercio sudamericano menguaba
lenta pero continuamente luego de alcanzar su punto más alto a
mediados del siglo XX. Algo similar sucedió con la inversión
extranjera directa, que del 24% en 2000, cayó al 22% en 2005,
a la par que la de otros países se incrementaba. La ayuda
económica oficial de la superpotencia también decreció:
de un volumen del 77% de ayuda bilateral en 1970, pasó a 22%
en 1985 y a sólo 16% en 1997. Desde entonces, el auxilio
económico norteamericano ha vuelto a crecer, al menos en
términos relativos si se compara con el de otros donantes. En
2008, sumó más de 30% pero concentrado casi de manera
exclusiva en el Caribe, América Central, Bolivia, Perú
y Colombia, intensamente involucradas en la producción y
tráfico de drogas y en la Iniciativa Mérida, programa
anti narcóticos en México. De manera análoga, la
abrumadora dependencia de la región del equipo militar
norteamericano –desde la Segunda Guerra Mundial hasta 1965–
dejó su lugar a una notable diversificación de las
fuentes de armamento, aunque EEUU continúa representando el
proveedor más importante de armas para México, Colombia
y buena parte de las naciones centroamericanas y caribeñas
(Lowenthal, 2010).
En los pocos años transcurridos del
presente siglo, los Estados latinoamericanos han reafirmado cada vez
con más fuerza sus propios intereses. Brasil ha tomado la
iniciativa al ocuparse de la organización de la Unión
de Naciones Suramericanas (Unasur), la Comunidad Sudamericana de
Naciones y el Consejo Sudamericano de Defensa; Venezuela inició
la construcción de la Alternativa Bolivariana para las
Américas (ALBA), el Bancosur, institución crediticia de
desarrollo para la región, y Telesur, la multinacional cadena
latinoamericana de televisión al servicio de los pueblos de la
región. En 2003, Chile y México, a la sazón
miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, soportaron las fuertes
presiones de EEUU y rehusaron aprobar la resolución impulsada
por Washington y Londres para legitimar la invasión a Iraq.
Sólo siete de los treinta y tres países del área
apoyaron la posición estadounidense sobre el particular: cinco
Estados centroamericanos, Colombia y República Dominicana
(Lowenthal, 2010).
Naciones como Brasil, Chile, Perú,
Venezuela, Cuba y, en menor medida, México, Colombia, Costa
Rica y algunos países de Centroamérica– han
diversificado enormemente sus relaciones más allá del
hemisferio, estableciendo vínculos con miembros de la Unión
Europea y del Foro de Cooperación Económica
Asia-Pacífico, China, India, Rusia e Irán.
Conceptos, políticas e
instituciones forjadas durante la posguerra comenzaron a perder
validez a principios de los años ‘70, a medida que el
poder se hacía más difuso y disminuía la
capacidad de Washington para controlar los eventos en el hemisferio.
Para 2009, tales ideas, acciones y organizaciones se habían
vuelto bastante inapropiadas, como lo era, por ejemplo, el caso de la
OEA. Ajustarse a tal declive ha resultado un desafío para la
política estadounidense. Las actitudes, políticas y
retórica de la administración de ese país quedó
a menudo, a la zaga frente a la realidad cambiante.
La nueva correlación de fuerzas en la
arena internacional, luego del derrumbe del llamado “Socialismo
Real” en Europa del Este, en el caso de Cuba, se reflejó
en dos planos simultáneos como expresión de igual
número de tendencias de la política estadounidense:
aumentó el bloqueo económico y el aislamiento político
y diplomático de la Revolución y, al mismo tiempo, el
aliento a la formación de una sociedad civil alternativa,
mediante la comunicación y ciertos intercambios, como base
para acelerar el desarrollo de la mal denominada “oposición
interna” para conseguir la pretendida “transición
a la democracia” y el cambio del régimen a un sistema
social, económica y políticamente dócil a la
superpotencia del norte.
Los estrategas del gobierno estadounidense
consideraron llegado el momento oportuno para quebrar el sistema
social y político cubano. La fragilidad y vulnerabilidad del
país estaba entonces en sus niveles más altos.
Enfrentábamos en Cuba una aguda crisis económica
ocasionada principalmente por el tremendo impacto provocado por la
pérdida de los principales mercados internacionales.
DESARROLLO
Para los gobiernos de EEUU electos después
de la Guerra Fría, su política exterior ha estado
supuestamente al servicio de la promoción de la democracia
representativa y la economía de mercado, considerados pilares
fundamentales para la consolidación del actual orden mundial,
justificativos del liderazgo internacional del país, además
de un marco de referencia en la caracterización de sus aliados
y enemigos.
La administración demócrata de
William Jefferson Clinton (1993-2001)
Accede al poder luego de una
campaña electoral concentrada casi exclusivamente en asuntos
económicos internos. El ex gobernador de Arkansas, habló
muy poco de política exterior durante la contienda, aunque
criticó desde la perspectiva de los DDHH la decisión
del gobierno anterior de interceptar las embarcaciones provenientes
de Haití repletas de emigrantes intentando ingresar a EEUU.
También manifestó su oposición a la entonces
propuesta de creación del TLCAN, expresando su preocupación
sobre varios asuntos ambientales y laborales. La evolución
posterior demostraría claramente en ambos casos que sólo
se trataba de una intención electoral.
Una vez instalado en la Casa
Blanca, e incluso desde semanas antes, comenzaría a variar el
rumbo.
Frente a los reportes de que cientos de miles de haitianos se
preparaban para huir hacia EEUU, rectificó su posición
y les negó la entrada. Hizo a un lado sus reparos iniciales y
emprendió una campaña intensa y exitosa para la
aprobación del TLCAN. En respuesta a las intensas presiones
del caucus
negro en el
Congreso, presionó con fuerza para restituir en su puesto a
Jean-Bertrand Aristide, primer presidente de Haití electo
democráticamente y derrocado por un golpe de Estado, en
septiembre de 1991.
Clinton arribó a la presidencia en un
momento de grandes oportunidades para la política exterior
norteamericana, tanto en América Latina como en otras
regiones:
La URSS se había disuelto de manera
pacífica, desapareciendo con ello el otro polo de poder
global e instaurándose la época de la unipolaridad en
las relaciones internacionales, la hegemonía norteamericana.
En varias naciones del
hemisferio arribaban al poder gobiernos emanados de grupos
antiautoritarios que habían contado con el apoyo de las
políticas de Carter.
Al menos en esos momentos, la influencia de
EEUU en el mundo enfrentaba muy pocos desafíos o
cuestionamientos (Lowenthal, 2010).
El presidente dio continuidad
a la estrategia antinarcóticos de su predecesor con un
significativo reforzamiento de la ayuda militar y económica a
Colombia como parte del denominado Plan Colombia. Apoyó
también los esfuerzos pacificatorios y de reconciliación
nacional de Guatemala y ante el colapso de la economía
mexicana, en diciembre de 1994, movilizó recursos para ayudar
a estabilizar sus finanzas. Convocó la realización de
la Cumbre de las Américas, en Miami, en ese propio mes; por
primera vez desde 1967, se realizaba una reunión de todo el
hemisferio.
En dicha reunión
manifestó su compromiso de incorporar al TLCAN a Chile y
otras naciones que hubieran emprendido reformas económicas y
ganó el apoyo mayoritario de la región para el inicio
de la constitución del Área de Libre Comercio para las
Américas (ALCA); no obstante, a partir de ese momento, haría
muy poco por la continuación del proyecto y en poco tiempo
perdía la atribución de “vía rápida”
(fast track)
otorgada por el Congreso para las negociaciones comerciales. No
visitaría más a América Latina hasta la mitad de
su segundo mandato (Lowental, 2010).
Sin embargo, en otros temas
hemisféricos, en especial la política hacia Cuba,
Washington estaba mucho más concentrado en las consecuencias
políticas inmediatas que en el fondo de los asuntos o en las
implicaciones a largo plazo para las relaciones interamericanas. La
administración Clinton falló estrepitosamente en
adaptar las políticas y relaciones estadounidenses a las
transformaciones históricas, tanto regionales como
internacionales, ocurridas en la década de los ‘90
(Palmer, 2006).
Con
relación a Cuba, la política estadounidense permaneció
anclada en la lógica de la Guerra Fría. Sus marcos
destacados en la etapa serían esbozados por la ley Helms
Burton. Sancionada en 1996, autorizaba a ciudadanos norteamericanos
propietarios de bienes expropiados por la revolución a
demandar a las empresas extranjeras que utilizaran dichas
propiedades. De igual modo, permitía al gobierno impedir la
entrada a EEUU de los empresarios y ejecutivos de dichas empresas.
Las sanciones abarcaban las instituciones internacionales y países
receptores de ayuda norteamericana. Además
de recrudecer el bloqueo, creaba los mecanismos para transformar la
sociedad cubana mediante la concesión de financiamiento
destinado a la pretendida transición, estableciendo
condiciones estrictas que limitaban las posibilidades del Poder
Ejecutivo para modificar su política hacia la Isla, en tanto
codificaba y convertía en ley todas las sanciones hasta ese
momento introducidas mediante órdenes ejecutivas en diferentes
momentos.
Para la subversión política e
ideológica contra Cuba, 1996 abría además un
nuevo campo de acción: el de las nuevas tecnologías de
la información y las comunicaciones (TIC). El 22 de agosto, se
conectaba el país a Internet mediante un enlace por satélite
con el proveedor internacional norteamericano Sprint
Corporation, inaugurándose en
octubre el primer servicio de este tipo.
En abril de 1998, Marc Thiessen, vocero de la
comisión de relaciones exteriores del Senado norteamericano
realizaba una declaración sorprendente: “…el
debate acerca de Cuba tiene que ser sobre las maneras de subvertir el
régimen de Castro”
(Carter, 1998).
Desde esa fecha y cada vez con más
fuerza, debido al constante financiamiento, aprovisionamiento y
capacitación, utilizando las más diversas vías y
formas, sus agentes se han venido desenvolviendo de manera más
o menos eficaz en ese terreno, principalmente a través de los
llamados periodistas independientes, que difunden mediante blogs
“personales” alojados en servidores ubicados
mayoritariamente en EEUU, Radio y TV Martí, El Nuevo Herald y
otros órganos de prensa norteamericanos y de múltiples
países, sus “noticias”. Las denominadas redes
sociales de la Web 2.0, de manera especial Facebook, Twitter y
YouTube, replican y expanden después por todo el mundo estas
informaciones ampliamente manipuladas.
El seis veces congresista
republicano y presidente de la corporación IDT, Jim Courter,
aseguró a principios de junio de 2000 que Internet “…ha
hecho mucho para llevar el capitalismo democrático a otras
partes del mundo. Fue fundamental, creo, en el derribo del muro de
Berlín. Fue fundamental en las protestas estudiantiles contra
la política de Berlín Oriental [...] CNN, las redes, e
Internet fueron fundamentales en la caída de la vieja Unión
Soviética. Y creemos que lo mismo debe ocurrir en Cuba”
(Drake &
Kalathil, 2000).
El intento de politizar la conexión a
Internet para convertirla en una herramienta subversiva continuaría
siendo una estrategia explícita, incluso proclamada por el
ejército norteamericano
(Demarest, 2001).
La administración republicana de
George Walker Bush (2001-2009)
Arribó a la
presidencia con una manifiesta falta de interés en los asuntos
internacionales, si bien ya había hablado sin rodeos de la
importancia de México, país del que aprendió
algo como gobernador de Texas. En sus días como candidato
presidencial, prometió que “miraría hacia el Sur,
no como una idea de último momento, sino como un compromiso
fundamental” (Smith,
2008:307). Su
primer viaje como mandatario al extranjero sería precisamente
a México –el 16 de febrero de 2001– para visitar a
su homólogo Vicente Fox. Ambos se entendieron muy bien
(Lowenthal, 2010).
Los ataques terroristas de Al-Qaeda al World
Trade Center y el Pentágono, el 11 de septiembre, hechos sobre
los cuales aún hoy no está todo claro, supuestamente
provocaron una alteración fundamental de las prioridades
internacionales de este gobierno. El contraterrorismo pasaría
a convertirse entonces en la preocupación central de EEUU,
provocando una redefinición de sus relaciones con México,
el resto de América Latina y, de hecho, con todo el mundo. Las
tensiones surgidas con México y Chile –resultado de la
reacción de ambos países en el seno de ONU ante la
exposición del representante norteamericano relacionada con la
pretendida presencia de armas de destrucción masiva en Iraq–
amenazaron con invalidar otros intereses estadounidenses en América
Latina.
La antipatía de
numerosos funcionarios y ciudadanos latinoamericanos, desafectos por
la incapacidad de las políticas de liberalización
económica para generar mayor crecimiento y equidad, se vería
exacerbada por varios nombramientos políticos en el entorno de
Bush. Se trataba de funcionarios ligados a la comunidad
cubano-americana que apoyaban la implementación de políticas
de línea dura contra la Isla, incluyendo un endurecimiento
importante de las sanciones. Estos fueron los autores del Report
of the Commission for Assistance to a Free Cuba,
de 2004, del que se hablará más adelante. Sus
representantes denunciarían públicamente –sin
éxito, por cierto– a los candidatos populares de
izquierda de Bolivia y Nicaragua en un tono consular propio de los
años ‘60. Debe recordarse, también, el papel
desempeñado por la administración Bush durante el
fallido golpe de Estado contra el líder venezolano Hugo
Chávez, en 2002.
La actuación en Honduras, ilustra el
abordaje privilegiado en el uso del poder frente a la emergencia de
una situación de conflicto, cuando las tensiones entre
principios e intereses afloraban con mayor nitidez. De manera
diferente a la actuación cuando el golpe contra Chávez,
EEUU se manifestó desde el inicio en defensa del presidente
depuesto, patrocinando una salida negociada con el aval de la mayoría
de los países miembros de la OEA, ganando legitimidad para una
solución que si bien favorecía su geopolítica
regional, apuntaba hacia un camino de negociación. Frente a la
demostración de poder del gobierno de facto y las presiones
del partido Republicano, dejó que la correlación de
fuerzas de la política hondureña definiera el rumbo de
la situación, asumiendo los costos de reconocer la restitución
del status quo anterior a Zelaya. En esa postura, pesó la
prioridad común de las administraciones Republicanas y
Demócratas de confrontar la incidencia de los países
asociados a la Alternativa Bolivariana para las Américas, ALBA
(Ayerbe, 2010).
El Plan Estratégico del Departamento de
Estado 2007-2012, elaborado conjuntamente con la Agencia para el
Desarrollo Internacional (USAID), en el ámbito hemisférico,
establecería las prioridades a articular a través de
una agenda que tendría como marco principal de negociación
las Cumbres Presidenciales iniciadas en Miami en 1994. (Ayerbe, 2007)
Si bien Bush hijo, invertiría parte de su
capital político en desarrollar vínculos con América
Latina, estableciendo la marca de más viajes a la región
–trece en ocho años–, la relación entre
Washington y la mayoría de las capitales latinoamericanas se
enfrió marcadamente. Durante la cuarta Cumbre de las Américas,
en Mar del Plata, Argentina, en 2005, Estados Unidos recibió
una tunda discursiva con las proyecciones antiglobalización de
Chávez, apoyado por los mandatarios de Bolivia, Ecuador y
Nicaragua y del anfitrión de la Cumbre, el presidente Néstor
Kirchner.
Sería durante este gobierno que el
Congreso aprobaría la construcción del controversial
muro en la frontera con México, con lo cual minaba aún
más sus relaciones con el vecino del sur. Dicha administración
impulsó también la liberalización comercial y
negoció acuerdos de libre comercio con Panamá y
Colombia, aunque no consiguió su ratificación por el
legislativo. En muchos países latinoamericanos, las encuestas
de opinión mostraban crecientes e inéditos niveles de
desaprobación hacia EE.UU., sus políticas y liderazgo,
tanto entre el gran público como entre las élites
(Lowenthal, 2010).
El 10
de octubre de 2003, Bush presentó un proyecto para Cuba
denominado inicialmente Comisión
Presidencial para la Asistencia a una Cuba Libre,
con el objetivo
principal de fortalecer y endurecer el bloqueo económico,
comercial y financiero impuesto a la Isla, y que también
contemplaba otras actividades subversivas encaminadas a asfixiar la
revolución. Conocida en Cuba por primera vez el 6 de mayo de
2004 como Plan Bush (León
Cotayo, 2006) y
luego en su segunda versión en julio –el
Informe
al Presidente en junio de ese año, presentado por Condoleezza
Rice, Secretaria de Estado y Carlos Gutiérrez, Secretario de
Comercio
(The
White House: Fact Sheet: Commission for Assistance to a Free Cuba
Report to the President, President´s Statement on Second Report
of the Commission for Assistance to a Free Cuba, july 10, 2006)–
contentiva de medidas más severas y millones de dólares
adicionales para sitiar y desestabilizar al país.
Para su puesta en práctica utilizaron
cientos de especialistas y expertos de distintos departamentos y
dependencias del gobierno norteamericano como la USAID, la NED y la
CIA. El proyecto pretendía introducir el sistema capitalista
en Cuba bajo términos como la “transición
democrática”, disfrazando sus verdaderas intenciones de
dominación con el uso de un lenguaje común y palabras
como libertad, democracia, DDHH y elecciones democráticas,
ocultando sus intenciones neocoloniales e imperialistas; asimismo,
preparar las condiciones para viabilizar el eventual gobierno que
surgiría luego del fin de la revolución y asesorar y
formar liderazgos capaces de lidiar con el proceso de creación
de una economía de mercado. Entre las principales medidas,
ampliaba los recursos gubernamentales para la protección y
desarrollo de la sociedad civil cubana; restringía los viajes
de estudiantes universitarios estadounidenses y de investigadores,
limitados a programas directamente vinculados a los objetivos de la
política de gobierno, entre otras (Ayerbe, 2004).
La manifestación más burda del
intervencionismo estadounidense en Cuba, contentiva de las
expresiones más claras y extremas de los enfoques ideológicos,
doctrinales y reaccionarios presentados en toda la historia del
conflicto bilateral después del triunfo revolucionario, fueron
destilados por la Comisión Ejecutiva creada por mandato del
presidente Bush, bajo el nombre de Comisión para la Asistencia
a una Cuba Libre, ofrecería sus recomendaciones
(Commission
for Assistance to a Free Cuba,
mayo de 2004).
No ha faltado el respaldo de
algunos medios académicos, como la Universidad de Miami, que
en el Kouber
Center
acogió el 3 de octubre de 2003 un foro de la llamada Sociedad
Internacional de Derechos Humanos, en el cual públicamente
reconocían, tal como circuló en un comunicado de
prensa, “…el desempeño de figuras y entidades,
que fueron abanderados [de la contrarrevolución] como son los
casos de Radio Martí, del Diario
Las Américas y
El Nuevo
Herald, del
periodista y comisionado de la ciudad de Miami, Tomás
Regalado; hermanos como Calixto Campos, Roberto Bismarck, René
L. Díaz, el Dr. Wilfredo Ventura; el congresista de la
república, Rafael Díaz Balart; el escritor Carlos
Alberto Montaner, el
luchador de siempre Andrés Nazario Sargent,
el editor Ángel de Fana, la profesora Moravia Capó, y
los desaparecidos Jorge Mas Canosa y Conrado Rodríguez…”
(De la Hoz,
2005).
CONCLUSIONES
Los gobiernos estadounidenses aquí
analizados, al igual que sus antecesores, se concentraron en
conseguir los propósitos continentales mediante apoyos,
concesiones y acciones, siempre por encima de las opiniones
latinoamericanas sobre prioridades y oportunidades de cooperación.
La explicación a dicho fenómeno se encuentra con toda
seguridad en la persistencia de sus pretensiones hegemónicas.
No obstante, también existieron cambios
significativos en las relaciones entre la superpotencia y América
Latina. Los procesos del ciclo de políticas públicas se
volvieron mucho más complejos y contradictorios en EEUU a
medida que se multiplicó el número y diversidad de los
actores implicados en su elaboración. Los planes y programas
destinados a América Latina y al Caribe adquirieron sus rasgos
de la interacción entre varias influencias internas
provenientes de regiones, sectores y grupos diversos hacia el
interior de la superpotencia, a menudo discrepantes.
La importancia para las
relaciones interamericanas de las diferentes partes del aparato
gubernamental estadounidense también cambiaba. El Departamento
de Estado, el Pentágono y la CIA no eran más las únicas
–y en algunos casos ni siquiera las más importantes–
instancias del gobierno estadounidense que operaban en América
Latina y en el Caribe, tal como sí lo fueron en general entre
los años ‘50 y ‘70. Ya para 2009 el secretario del
Tesoro, el presidente del Banco de la Reserva Federal, el
Representante Comercial, el Departamento de Seguridad Interna, la
Agencia Antidrogas, el Departamento de Agricultura, el Departamento
de Comercio y los miembros del poder judicial federal de EEUU, tenían
a menudo gran poder de influencia sobre las políticas; también
el Congreso, con todos sus comités y caucus.
Por ello los constantes y vinculantes procesos de negociación
entre los diferentes grupos y agencias gubernamentales serían
las causantes de que el impacto del accionar norteamericano en
América Latina y el Caribe estuviera lejos de ser coherente
(Lowental, 2010).
Además, la importancia
relativa de los actores privados –empresas, sindicatos, centros
políticos de investigación (think
tanks),
medios de comunicación y entidades no gubernamentales de todo
tipo– se incrementaron desde el fin de la Guerra Fría,
menguando la influencia del gobierno nacional en su conjunto
(O’Brien, 2007).
No obstante, el impacto de EEUU como sociedad y economía en
las naciones latinoamericanas y caribeñas sería
inmenso, quizá tan grande como nunca antes, aun cuando fuera
más difícil darle forma a las políticas y
acciones gubernamentales.
En comparación a los años sesenta,
las relaciones entre EEUU y el subcontinente, al final del período,
se centraban mucho menos en la geopolítica, la seguridad
nacional y la ideología, en este último caso, al menos
en el sentido político declarado. La competencia en el mundo
bipolar de la Guerra Fría proveyó en el ámbito
regional de un marco conceptual amplio para definir las políticas;
sin embargo, las preocupaciones estadounidenses se originaban con
mayor frecuencia en los asuntos más concretos presentes en
contextos específicamente nacionales o subregionales
(Lowental, 2010).
No obstante, varios elementos hacen evidente la
continuidad de la política de EEUU hacia la región,
partiendo en primer lugar de la gran y persistente asimetría
entre ese país y las naciones latinoamericanas, a saber:
Su enorme poderío en términos
militares, económicos, tecnológicos, diplomáticos,
de política internacional y de influencia cultural, muy
superior al de cualquiera de sus vecinos en América Latina y
el Caribe, incluso más que todos ellos juntos; de la misma
manera, es mucho más importante para cada una de las naciones
del hemisferio que cualquiera de éstas para los
estadounidenses. Las políticas de Washington que afectan de
manera significativa a la región han sido y siguen siendo
implementadas por razones externas al subcontinente, a menudo sin
consideración alguna por el impacto que pudieran tener.
Las iniciativas de nuevas
políticas públicas para América Latina se
originan típicamente fuera del proceso normal análogo
en el servicio civil de carrera. Las fuentes por las que se
introducen son varias: las ideas incubadas en los centros políticos
de estudio (think
tanks) o
en la academia, como respuestas a iniciativas de actores
latinoamericanos o a determinadas crisis de la región con
consecuencias directas y apremiantes para EEUU.
Su tendencia a proyectar la experiencia
adquirida en una zona específica a sus relaciones con el
resto del continente. Las políticas de EEUU durante la década
de 1990 proyectaron a menudo al Chile posterior a Pinochet como
supuesto modelo para toda la región. El gobierno de George W.
Bush, sobre todo después del 11 de septiembre de 2001,
permitió que su preocupación por el terrorismo
internacional y su antagonismo hacia el líder venezolano Hugo
Chávez fueran las principales fuerzas que modelaran su
enfoque hacia toda la región. La tendencia inercial y
recurrente de las políticas estadounidenses por más de
cinco décadas ha sido proyectar una amenaza u oportunidad en
particular a toda la región, tratándola como si fuera
un bloque monolítico, para después plantear una
respuesta de alcance hemisférico.
Ante la falta de desafíos concretos,
apremiantes e inminentes al núcleo de intereses de seguridad
nacional, son los grupos de interés, la ideología y
las consideraciones políticas los que mayormente moldean las
actitudes y políticas estadounidenses hacia la región.
Cuando dichos desafíos a la “seguridad” se
desvanecen, los asuntos latinoamericanos regresaban al nivel
rutinario de interacción, desprovistos de cualquier
importancia estratégica mayor (Lowenthal, 2010).
En 2009, el diseño de políticas
para América Latina en EEUU se concentraba principalmente en
cuestiones prácticas como comercio, finanzas, inversiones y
problemas comunes que no podían resolver los países por
separado, incluyendo el control de la inmigración, la lucha
contra el tráfico de drogas, personas y armas, la protección
de la salud pública y el medio ambiente, lograr la autonomía
alimenticia y energética, frenar la proliferación de
armas de destrucción masiva y contrarrestar al terrorismo
internacional.
Así, el patrón
de las relaciones interamericanas en ese momento era muy diferente al
prevalente entre las décadas de 1960 y principios de los ’90.
Washington ya no se preocuparía mucho por tratar de mantener a
las fuerzas de izquierda latinoamericanas fuera del poder. En otra
época habría sido difícil imaginar a la
superpotencia aparentemente acomodada como lo ha hecho ante líderes
como Lula en Brasil, Tabaré Vázquez en Uruguay o Leonel
Fernández en República Dominicana, por solo mencionar
algunos de los menos radicales, todos electos democráticamente,
pero descendientes directos de los partidos, movimientos y líderes
contra los cuales EEUU intervino en la década de los ’60.
Aunque el gobierno norteamericano no las tuvo
todas con Hugo Chávez, Evo Morales, Daniel Ortega, Fidel o
Raúl, lo cierto es que ahora existían límites
evidentes a la intervención contra sus países. Para
2009 nadie creía probable en realidad un desembarco de los
infantes de marina en Caracas, La Paz, Managua o La Habana. De igual
modo, que Venezuela cortara el flujo de las exportaciones de petróleo
a EEUU, o que Morales buscara atraer inversiones internacionales
norteamericanas o de otros países.
Ya en ese momento, a
diferencia de lo que sucedía en la década del ’50
y buena parte de los ’60, EEUU no podía estar seguro ya
de contar con la solidaridad y el apoyo diplomático de América
Latina. Ejemplos elocuentes serían las actuaciones de México
y Chile en el debate en la ONU previo a la invasión
estadounidense de Iraq; la elección en 2005 del chileno José
Miguel Insulza como secretario general de la OEA, a pesar de la
oposición inicial de Washington; el apoyo de Sudamérica
en 2006 al intento de Venezuela de volverse miembro del Consejo de
Seguridad de la ONU, entre otros. EEUU negocia con los países
latinoamericanos a veces como rivales, en ocasiones como socios
potenciales, pero nunca como aliados automáticos o clientes
obsequiosos para un gran número de asuntos, entre ellos los
relacionados con el cambio climático, la gobernanza global,
los subsidios agrícolas y propiedad intelectual, entre otros
(Lowental, 2010).
Varios patrones bien definidos de las relaciones
entre Estados Unidos y América Latina sobresalían para
2009; a saber:
El que regía las relaciones con los
vecinos más cercanos (México, América Central y
el Caribe).
El que modulaba los tratos con Brasil, nación
más grande y poderosa de la región, dada su emergencia
como potencia mundial.
El que se observaba con los numerosos países
del Cono Sur.
Aquél que guiaba el acercamiento a las
naciones andinas, muy diferentes entre sí pero cercanas por
las carencias compartidas (grandes desigualdades, pobreza extrema y
polarización social y étnica) (Lowental, 2010).
Al arribar al poder Barack Obama, las relaciones
interamericanas estaban moldeadas por los cambios globales y
oportunidades, por acontecimientos regionales y subregionales y las
presiones y exigencias internas, tanto de EEUU como de cada uno de
los países latinoamericanos –y no tanto por los grandes
designios hemisféricos, los paradigmas académicos, las
categorías polémicas o la retórica fácil.
Las relaciones interamericanas no se caracterizaban por una
asociación global ni una hostilidad profunda y general; eran
mucho más variadas, dinámicas y contradictorias que
cincuenta años antes. La mutua importancia de los países
latinoamericanos para EEUU en el día a día, y
viceversa, se había incrementado, en tanto que la presencia
oficial y el peso específico de Washington en la mayoría
de los países de las Américas, decrecía.
En relación a Cuba,
los mandatos de Bill Clinton y Bush hijo representaron, con sus
matices y acciones concretas, la continuidad de la fracasada política
de sus antecesores encaminada a fortalecer
y endurecer el bloqueo económico, comercial y financiero y el
incremento de las actividades de carácter subversivo dirigidas
a asfixiar la revolución y propiciar su tan anhelado cambio de
régimen y el retorno al capitalismo.
______________
NOTA
1Comentarios
de prensa de entonces atribuían la naciente política de
Clinton hacia América Latina a la influencia del Diálogo
Interamericano y a su entonces reporte más reciente,
Convergence
and Community: The Americas in 1993.
Para ejemplificar
este tipo de opiniones, consúltese: Andres Oppenheimer, “Think
Tank Can Shape Clinton’s Latin Policy”, The
Miami Herald, 7 de
febrero de 1993; “Reaching to the South”, U.S.
News and World Report,
1 de marzo de 1993; “United States: Latin America”,
Oxford Analytica
Daily Brief Service,
8 de marzo de 1993; Howard J. Wiarda, “Think Tanks”, en
David W. Dent (ed.), U.S.-Latin
American Policy-Making: A Reference Handbook,
Westport, Greenwood Press, 1995, pp. 96-128 (en especial pp.
111-112).
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(*) Lic.
Waldo Barrera Martínez.
wbarreram@uci.cu
Universidad de las Ciencias
Informáticas (UCI).
Licenciado
en Historia en la Universidad de La Habana (2013) y aspirante a
investigador.
Maestrante
de Historia Contemporánea y Relaciones Internacionales.
Se
desempeña actualmente como editor y community
manager del
blog institucional Jóvenes
por los 5,
de la Universidad de las Ciencias Informáticas. Es autor de
varios artículos que aparecen publicados en varios sitios de
internet, revistas y memorias de eventos.
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