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Junio 2015

La teoría económica neoclásica: ridícula y peligrosa

Luis Paulino Vargas Solís

El "virtuoso" equilibrio neoclásico
Hace unos meses puse un comentario en Facebook protestando por las enormes vallas publicitarias ubicadas a la vera de muchas carreteras de Costa Rica. La razón de mi malestar es de fácil comprensión: la contaminación visual y el estropicio que provoca en el paisaje. Alguna gente reaccionó negativamente al comentario, aduciendo que era algo que se hacía en propiedad privada y con recursos privados. Tomarse en serio ese argumento equivale a admitir que la empresa privada está autorizada a hacer lo que quiera –contaminar ríos, talar bosques o secar humedales, por citar tres ejemplos- sin importar los perjuicios ecológicos y sociales que ello implique. Pero, con mucha seguridad, hay aquí también a una presunción de significación aún más fundamental: aquella según la cual permitir que los mercados funcionen sin ninguna regulación, es la forma más apropiada de garantizar riqueza, empleo y prosperidad.

Podríamos acaso considerar que esto nace del ya clásico concepto de “mano invisible” formulado por Adam Smith en su libro “La riqueza de las naciones” (1776). Y, sin embargo, eso no sería del todo correcto. La verdad es que Smith lo propuso teniendo ante sus ojos la realidad de un naciente capitalismo industrial, en el que todavía prevalecían mercados donde concurrían muchas pequeñas empresas en competencia. Es por lo menos anacrónico traerse esa idea, así tan a la ligera, al capitalismo contemporáneo, cuya fuerza dominante son las grandes corporaciones transnacionales. Pero también es un poco injusto, pues el propio Smith reconocía y deploraba que los empresarios individuales intentasen coludirse para favorecer sus propios intereses en desmedro de los del público en general.

Y, sin embargo, es cierto que la idea de la “mano invisible”, en manos de teóricos posteriores de la economía, pasó a convertirse en una poderosa metáfora que pretendía sintetizar la capacidad atribuida a los mercados capitalistas para autorregularse de forma virtuosa. Con el desarrollo de la economía neoclásica durante el último tercio del siglo XIX, y de la mano de economistas como Walras, Jevons, Menger, Marshall y Böhm-Bawerk, la metáfora propuesta por Smith terminó siendo una imaginativa y elegante construcción teórica: la de la competencia perfecta y el equilibrio general (todo lo cual mereció por parte de Schumpeter -notable economista de la primera mitad del siglo XX-el calificativo de “economía exacta”).

El keynesianismo bastardo de Hicks y Samuelson
La teoría neoclásica consolidó la idea de los mercados capitalistas como el reino de la racionalidad perfecta, siempre en equilibrio y dotados de poderes milagrosos que les permitía retornar automáticamente al equilibrio cada vez que éste sufriese alguna alteración. La crítica formulada por el economista estadounidense Veblen a inicios del siglo XX, no obstante su agudeza, no logró ni hacerle cosquillas a aquel paradigma ya para entonces dominante. La de Keynes durante el decenio de los treinta sí le causó mucho mayor daño, ayudado en parte por el ridículo en que esa teoría quedaba ante los acontecimientos de la Gran Depresión. Y si bien Keynes tuvo aliados brillantes –como Kalecky o la profesora Robinson- en menos de lo que canta un gallo su revolución teórica fue reabsorbida por los neoclásicos (en especial Hicks y Samuelson), quienes le limaron la uñas y la descafeinaron, convirtiéndola en un engendro que adulteró completamente los principales hallazgos de Keynes.

Ese “keynesianismo bastardo” –así lo calificó Robinson- dominó hasta el decenio de los setentas del pasado siglo. La crisis económica padecida en esos años preparó el terreno para el renacer, a pleno pulmón, de la economía pre-keynesiana. De hecho, y en adelante, desaparecía toda mención a Keynes; los zombis salieron de las tumbas pero con disfraces nuevos: las teorías de las expectativas racionales, los ciclos reales de los negocios, los mercados eficientes. Y toda una plétora de economistas galardonados con el Nobel de economía: Lucas, Merton, Scholes, Sargent, Fama.

Ese pre-keynesianismo redivivo justificó los procesos de desregulación financiera en cuyo seno se incubaron las sucesivas crisis financieras de los últimos decenios, hasta culminar con la de 2007 y, enseguida, la terrorífica debacle de finales de 2008. Lo cual hizo obligatoria una intervención estatal masiva, en ausencia de la cual el sistema financiero mundial se habría derretido como mantequilla en agua hirviente, desatando en consecuencia una crisis de enormes proporciones. Fue preciso hacer justo lo que la teoría económica hegemónica rechazaba como indeseable: movilizar recursos públicos y propiciar una activa acción estatal, para cuanto menos intentar remendar los colosales estropicios realizados por los banqueros.

La crisis desnudó lo que ya sabían muchos economistas heterodoxos: que esa teoría dominante es falaz, irrelevante e inconsistente, y por lo tanto inútil, además de muy peligrosa.

En su momento, Keynes llamó la atención sobre ciertos hechos
Otra versión del keynesianismo bastardo
fundamentales: la incertidumbre en el funcionamiento de los mercados capitalistas y, en ese contexto, la presencia de elementos de irracionalidad y el importante papel que juega el dinero. Estas tres cuestiones planteaban una crítica de profundas consecuencias para la ortodoxia de la época. Ello fue ignorada por el “keynesianismo bastardo” que devino dominante en los decenios siguientes, el cual redujo la revolución de Keynes a algunas frivolidades sobre la “inflexibilidad de los salarios”.

Con Robinson, Sraffa, Pasinetti y otros economistas críticos del Cambridge británico, quedo hecha trizas la teoría neoclásica del capital y, con esta, su “función de producción”, y su teoría de la distribución.

Críticas posteriores (desde el llamado “teorema de Sonnenschein-Mantel-Debreu” a los trabajos recientes de Frank Ackerman y Alejandro Nadal) han demostrado la inconsistencia de las teorías de la competencia perfecta y el equilibrio general, las cuales son piedra basal de todo el edificio neoclásico. Steve Keen ha mostrado, a su vez, las incoherencias de la teoría de la empresa, y otros como Lars Palsson Syll y Paul Davidson han reivindicado, sobre renovadas bases, la vigencia del problema keynesiano de la incertidumbre y las consecuencias teóricas devastadoras que ello tiene para las construcciones teóricas neoclásicas puestas de moda en las últimas décadas. El “individualismo metodológico” en que se sustenta esa teoría ha recibido también un cuestionamiento radical.

Todo esto tiene una implicación práctica importantísima: deja sin asidero alguno las propuestas de política económica que promueven la desregulación de los mercados y el debilitamiento del sector público. Detrás de esas propuestas quedan tan solo la ideología y algunos poderosos intereses.

Y, sin embargo, esa misma teoría –no obstante sus enormes falencias- es la que, embutida en los libros de texto, sigue formando las ideas económicas de muchos profesionales, no solo en economía sino también muchas otras áreas. Y, lo que es peor, ése sigue siendo el catecismo para muchos partidos políticos y líderes alrededor del mundo. Lo cual ratifica que, mucho más que una cuestión académica o científica, este es un asunto de decisiva importancia para sociedades y países enteros.


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