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Diciembre 2014

IDEOLOGIAS SIN UTOPIAS

Federico García Morales

En los años veinte prosperó la idea entre los sociólogos que pululaban cerca de las grandes movilizaciones de la época, que la conciencia social contenla una coexistencia de dos formas de pensamiento: el ideológico y el utópico. Para entonces, la noción de ideología había abandonado el estricto planteamiento marxiano, de conciencia pasiva y conciencia falsa, y había sumido ribetes omniabarcantes, que envolvía todo el quehacer "consciente", definido como "sistema de verdades". Un correlato necesario de la existencia social, entendida como sus bases materiales. La utopía, en cambio, regula registrando ciertos contenidos tradicionales, provocados por el mantenimiento del impulso que le diera Thomas Moro, con su relato sobre la isla perfecta. Desde lejos, esa noción se iluminaba de recuerdos platónicos y de las visiones de la República y hasta de la Atlántida en el Timeo. E involucraba el cumplimiento de un deseo. La innovación que se introducía, paralelándola con el nuevo concepto de ideología, era que no sólo podía haber una utópica crítica, sino también utópicas con diversos matices, hasta conservadores, según la ideología de su mancorna.

Y así llegamos, atravesando los meandros neoliberales, cuando entró a vocearse consignas sobre el "fin de las ideologías". El posmodernismo afiliaba a esta novedad, la idea de que todo se había vuelto más directo, brutal, ganancioso y tecnocrático. Y más desembozado. Confesamos que siempre abrigamos el temor de que justamente en estos tiempos la ideología -y todavía como conciencia falsa- se había hecho más poderosa y decisiva. Tanto, que habría terminado "conquistando al deseo". O comprimiéndolo. Vastos fenómenos sociales permitían por este tiempo, describir la agonía y quizás la muerte de la conciencia crítica, y el advenimiento del intelectual dependiente, justificador, ideológico y amaestrado. Nada parecido a los intelectuales de los veinte, a Benjamines, a Adornos, a los Barth, Brechts o Blochs, o siquiera a los Camus o los Sartres de la segunda posguerra. ¿Habríamos llegado al fin del Principio de la Esperanza? Por un momento relumbró Marcuse, cuando afirmó algo que quizás alguna vez retorne: "lo único utópico es la no realización de la utopía..,.”

Pero, cuando menos lo imaginábamos, llegamos a ese espacio que antaño dio grandes bríos a la crítica: la crisis. Crisis y crítica siempre se han llevado muy bien. Pero esta vez, quizás porque se creyó eso del fin de las utopías y el acoplamiento intelectual con "el mundo", negaba la distancia necesaria para advertir la operación ideológica, y los sujetos del discurso actual, como que no tienen deseos (o estén de tal manera satisfechos) y además, parecen carecer de fundamentos para su crítica. Si ésta aparece, es endeble, arrastrada, con concesiones, como incapaz de oponerse al sistema y sus reglas. Antes de iniciar cualquier camino, ellos mismos se levantan obstáculos y murallones. Si otros inician un camino, gritan "¡fracasarán!"...

En la crisis que recién comienza a desarrollarse, es tan evidente que lo que esté temblando y derrumbándose es una economía fundada en la explotación. Sus reglas, incluso para volver a levantarse, son las del redoblamiento de la explotación. Y sin embargo, los más avezados críticos del sistema, sólo andan a la busca de migajas y pastas para volver a adecuar los ladrillos de sus viejas cárceles. Su pensamiento es incapaz de trascender el aquí y ahora de las relaciones de producción, y hasta de moverse más allá de las autoproclamadas elecciones de la economía de mercado. Y avanzan ciegos a rendir nuevos sacrificios al Moloch imperial, y se ponen como tarea justificar la continuidad de nuestros obsequios (ej. el pago de la deuda).

Si uno se acerca al debate sobre la crisis, observaré que los opositores-opositores sólo discuten sobre centavos. No discuten la sobrevivencia del sistema, más bien abaratan sus recetas de curanderos o simulan retar al sistema movilizando estrategias sobrepasadas por las transformaciones que ha acarreado la propia crisis; de modo que siempre el poder sabe engañarlos o responderles, desde su debilidad incluso, con fuerza abrumadora. ¿Qué puede alguna encuesta, frente a los despidos masivos, frente a los golpes aniquiladores contra la capacidad de consumo y por si fuera poco, contra las fuerzas productivas, en sus más atrincherados reductos?

En muchos países, en donde el sistema logró prolongarse mediante métodos autoritarios, el desvanecimiento utópico hizo creer en la panacea democrática, y como en Chile, sólo produjo el engendro de un continuismo deformado. Quizás precisamente por eso "la experiencia chilena" (y entiéndase por eso la experiencia de su burguesía y con militares) se alza como la gran boticaria para "los problemas". Si el autoritarismo más extremo es "la solución", uno se pregunta si la democracia es todavía una tarea burguesa. Si "el mejor mundo posible" consiste en la salvación del estado imperial y de toda su añeja compañía. Y qué podemos hacer de decisivo los del pueblo, que no sea continuar arrastrando las mismas cadenas. Entremedio nos encontramos con otra disfunción: el colapso de la política en el Tercer mundo, donde toda actividad pública "razonable" debe ceñirse de aquí en adelante, a los dictados del FMI.

La Utopía comienza, se la ve llegar, se levanta en el horizonte, cuando nos preguntamos qué hay más allá, qué nos puede ofrecer la suma de nuestros esfuerzos, y la coherencia de nuestra critica, más allá de lo inmediato. Cuando nos preguntamos a dónde, la fuerza del pueblo, puede conducimos en el desmoronamiento del poder de los de antes. Y a lo mejor, la visión de esa utopía, la percepción más particularizada de los deseos de los de abajo, sea la condición necesaria para ese derrumbe. Si no, lo que se pone como programa, en su limitación, no será más que otra dimensión de la ideología, reclamando retornos, nuevos retornos de la diferencia y de la jerarquía. Y el establecimiento del terror que deriva de la mentira y del error, hechos sistema.

En periodos como éste, la a-utopía y hasta la anti-utopía, en su concentración ideológica, intentan cerrar el camino que conduce como en gravedad desde la crisis a la crítica, y de la crítica a un proyecto de sociedad diferente, a organización y movilizaciones convencidas. Por el momento, basta observar como domina "la ideología dominante", "ese limitado punto de vista de clase", como un cuerpo cerrado de "axiomas y prejuicios", para tornarse escéptico sobre las funciones de la utopía, para venir a destrabar las fuerzas productivas. Basta anotar esa pobreza de programas, incapaces de movilizar, reconocer y organizar las esperanzas.

Sin embargo podemos confiar: cada día son más los actores, y más grande el descontento. Y en filas cerradas, son tantos, se irán acercando a los límites. Y algunos se alzarán para ver más allá de las murallas.









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