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Septiembre 2014

El porqué del fracaso de la guerra contra el terror emprendida por Washington


Patrick Cockburn
TomDispatch.com

Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García.

Cómo asegurar un amenazante Califato

Introducción de Tom Engelhardt

Pensad en el nuevo “Califato” del Estado Islámico (EI), el antiguo Estado Islámico de Iraq y Siria (ISIS, por sus siglas en inglés), como un regalo que George W. Bush y Dick Cheney hacen al mundo (con la ayuda de los sauditas y otros financistas del extremismo en el Golfo Pérsico). Qué extraño es que tengan tan poco crédito por su surgimiento gracias al hecho de que el proyecto de Oriente Medio, tal como fue pensado por la Europa de las potencias coloniales tras la Primera Guerra Mundial, ha sido anegado por una ola de sangre.

De no haber sido por la decisión de George y Dick de realizar un “paseo militar” por Iraq; de no haber agitado el espantajo de la destrucción nuclear y no haber proclamado que el régimen de Saddam Hussein estaba de algún modo vinculado con al-Qaeda y por lo tanto con el atentado de las Torres Gemelas; de no haber enviado decenas de miles de soldados estadounidenses a una Bagdad incendiada y saqueada (“son cosas que pasan”), desbandado el ejército iraquí, construido bases militares por todo el país y dejado llevarse por sus fantasías de eterna dominación del principal centro de producción de petróleo del planeta, independientemente de las tensiones étnicas y religiosas existentes en la región, el ISIS habría sido una posibilidad muy improbable. Fueron ellos quienes provocaron el impulso que rompió el equilibrio de poder existente en el lugar y crearon el vacío que un movimiento como el ISIS estaba tan horrorosamente bien preparado para llenar.

Con todo, es importante echar una mirada retrospectiva. En septiembre de 2001, cuando Geoge y Dick lanzaron su “guerra total contra el terror” para aniquilar –así explicaron entonces– las “redes terroristas” o, como ellos preferían decir, “desecar la ciénaga”, en hasta 60 países, había algunas bandas yihadistas desperdigadas por el mundo, y al-Qaeda tenía un par de campos de entrenamiento en Afganistán y algunos seguidores por ahí. Hoy día, después de las invasiones de Afganistán e Iraq y la intervención del poder aéreo en Libia, después de años de bombardeos con drones (o con aviones tripulados) en todo Oriente Medio, los grupos yihadistas son una amenaza en Yemen y en Pakistán, se extienden por África (en coincidencia con las unidades militares estadounidenses), y el ISIS se ha hecho con importantes zonas de Iraq y Siria, hasta la misma frontera con Líbano, y continúa expandiendo su dominio asesino a pesar de la renovada campaña estadounidense de bombardeo que en el largo plazo solo conseguirá fortalecer a ese movimiento.

¿Hay alguien que haya informado de esta pesadilla mejor que el periodista Patrick Cockburn del periódico británico Independent? Según mi parecer, no. Desde hace años, él es la persona que tiene la mirada más aguda del desarrollo de los acontecimientos en la región. En coincidencia con la publicación de un nuevo libro sobre Oriente Medio, vuelve a hacer una de sus raras apariciones en TomDispatch (la última fue en 2008). Este mes aparece su último e imprescindible libro, The Jihadis Return: ISIS and the New Sunni Uprising. Hoy, este sitio web presenta un pasaje del primer capítulo del libro, que cuenta por qué la guerra contra el terror ha fracasado (y el porqué de la insistencia de Washington en invadir algún lugar, que podría ser Arabia Saudita). Se incluye también una introducción escrita especialmente para TomDispatch. Nuestro agradecimiento para su editor, OR Books.

 

La subestimada conexión saudita

[El texto que sigue es un pasaje del primer capítulo del nuevo libro de Patrick Cockburn, The Jihadis Return: ISIS and te New Sunni Uprising, incluido aquí gracias a la editorial OR Books. La primera parte es una nueva introducción escrita para TomDispatch.]

Hay algunos aspectos extraordinarios de la actual política estadounidense en relación con Iraq y Siria que, sorprendentemente, están llamando muy poco la atención. En Iraq, Estados Unidos está realizando ataques aéreos y enviando asesores e instructores para tratar de contrarrestar el avance del Estado Islámico de Iraq y Siria (más conocido como ISIS) en Erbil, la capital de Kurdistán. Presumiblemente, Estados Unidos haría lo mismo si el ISIS rodeara o atacara Bagdad. Pero la política de Washington en relación con Siria es exactamente la contraria; en este país los principales adversarios del ISIS son el gobierno sirio y los kurdos sirios en los enclaves del norte. Ambos son atacados por el ISIS, que se han apoderado de cerca de un tercio del territorio, incluyendo la mayor parte de las instalaciones de producción de petróleo y gas.

Pero la política de Estados Unidos, de Europa, de Arabia Saudita y de los estados árabes del Golfo es el derrocamiento del presidente Bashar al-Assad; también lo es la política del ISIS y los demás yihadistas que están combatiendo en Siria. Si cayera Assad, se beneficiaría el ISIS, ya que está derrotando o absorbiendo al resto de la oposición armada del gobierno sirio. En Washington y en todas partes se supone la existencia de una oposición siria de carácter “moderado” ayudada por EEUU, Qatar, Turquía y los saudíes. Sin embargo, esta oposición es cada día más débil. Pronto, el nuevo califato se puede extender desde la frontera iraní hasta el Mediterráneo, y la única fuerza que podría hacer que esto no sucediera es el ejército sirio.

La realidad de la política estadounidense es apoyar al gobierno de Iraq –pero no a Siria– contra el ISIS. Pero una de las razones de que el ISIS haya crecido tan vigorosamente en Iraq es por su capacidad de extraer recursos y combatientes de Siria. Ahora, el consenso entre los políticos y los medios en Occidente es que no todo lo que ha ido mal en Iraq se debe al primer ministro Nouri al-Maliki. En los dos últimos años, políticos iraquíes han estado diciéndome que era inevitable que el apoyo extranjero a la revuelta sunní en Siria terminaría desestabilizando también su país. Eso es lo que está pasando ahora.

Mediante sus contradicciones políticas en estos dos países, Estados Unidos ha asegurado el fortalecimiento del ISIS en Iraq con combatientes procedentes de Siria, y viceversa. De momento, Washington ha conseguido que no se le culpabilice por el crecimiento del ISIS haciendo que todas las críticas recaigan sobre el gobierno iraquí. En los hechos, ha creado una situación en la que el ISIS puede sobrevivir y bien podría prosperar.

El uso de la marca al-Qaeda

En general, el fuerte aumento de la fuerza y la importancia de la organización yihadista en Siria e Iraq no han sido reconocidos por los políticos y los medios de Occidente hasta hace muy poco tiempo. Una razón de peso para esto es que los gobiernos occidentales y sus fuerzas de seguridad tienen una visión muy estrecha de la amenaza yihadista y la atribuyen solo a los grupos controlados por la al-Qaeda central, o “corazón” de al-Qaeda. Esto les permite mostrar un imagen mucho más optimista de sus éxitos en la así llamada guerra contra el terror que lo que puede verificarse sobre el terreno.

De hecho, la idea de que los únicos yihadistas que deben preocupar son aquellos que tienen la bendición oficial de al-Qaeda es ingenua y engañosa. Ignora el hecho de que, por ejemplo, el ISIS ha sido criticado por Ayman al-Zahuahiri, el jefe de al-Qaeda, por ser excesivamente violento y sectario. Después de conversar con un jefe intermedio de los rebeldes yihadistas sirios sin afiliación directa a al-Qaeda en el sureste de Turquía a comienzos de este año, una fuente me dijo que “todos ellos, sin excepción, expresan su entusiasmo por los ataques del 11-S, y esperan que lo mismo pueda ocurrir en Europa”.

Grupos yihadistas cercanos a al-Qaeda han sido etiquetados de moderados después de que sus acciones fueran consideradas como de apoyo a los objetivos políticos de Estados Unidos. En Siria, los estadounidenses respaldaron un plan diseñado por Arabia Saudita para construir un “frente sur” con base en Jordania que sería contrario al gobierno de Assad y, al mismo tiempo, hostil con los grupos rebeldes al estilo al-Qaeda en el norte y el este. La intención es que la poderosa pero supuestamente moderada Brigada Yarmouk, de la que se informa de que hay planes para que reciba misiles antiaéreos de Arabia Saudita, sería la columna vertebral de esta nueva formación de combate. Pero existen numerosos vídeos que muestran que frecuentemente la Brigada Yarmouk ha combatido codo a codo con la organización JAN*, afiliada oficial de al-Qaeda. A partir de esto, es posible que, en el fragor de la batalla, estos dos grupos compartieran municiones y que Washington estuviera permitiendo que armamento avanzado llegase a manos de su enemigo mortal. Algunos oficiales iraquíes confirmaron que ellos han capturado armas sofisticadas que estaban en manos de combatientes del ISIS en Iraq, armas que en su origen habían sido proporcionadas por potencias extranjeras a grupos sirios considerados como contrarios a al-Qaeda.

El nombre de al-Qaeda siempre se ha aplicado con mucha flexibilidad en la identificación del enemigo. En 2003 y 2004, en Iraq, mientras crecía la oposición armada iraquí a la ocupación anglo-estadounidense, los oficiales de EEUU atribuyeron a al-Qaeda la mayor parte de los ataques sufridos, a pesar de que muchos de ellos habían sido realizados por grupos nacionalistas y baasistas. Propaganda como esta ayudó a que cerca del 60 por ciento de los votantes estadounidenses antes de la invasión de Iraq se convenciera de la existencia de una conexión entre Saddam Hussein y los responsables de los atentados del 11-S, independientemente de la ausencia de cualquier prueba en ese sentido. En el mismo Iraq, y sin duda en todo el mundo musulmán, esas acusaciones beneficiaron a al-Qaeda, porque le atribuyeron un papel exagerado en la resistencia contra la ocupación anglo-estadounidense.

Precisamente, en 2011, la táctica opuesta –muy al estilo de las public relations– fue empleada por los gobiernos occidentales en Libia, donde cualquier similitud entre al-Qaeda y los rebeldes respaldados por la OTAN en su lucha contra Muammar Gaddafi fue minimizada. Sólo fueron considerados peligrosos aquellos grupos yihadistas que tenían un vínculo operacional directo con el “corazón” de la al-Qaeda de Osama bin Laden. La falsedad de la ficción de que los yihadíes en Libia contrarios a Gaddafi eran menos peligrosos que aquellos que estaban en contacto directo con al-Qaeda fue expuesta con crudeza –si bien trágicamente– en septiembre de 2012, cuando el embajador estadounidense Chris Stevens fue asesinado en Bengazi por los yihadíes. Estos yihadíes eran los mismos que habían sido ensalzados por los gobiernos occidentales y los medios por su desempeño en el alzamiento contra Gaddafi.

Al-Qaeda imaginada como la mafia

Más que una organización, al-Qaeda es una idea, y esto viene siendo así desde hace mucho tiempo. Durante un periodo de cinco años a partir de 1996, al-Qaeda ha tenido cuadros, recursos y campos de entrenamiento en Afganistán, pero fueron eliminados después de la derrota del Talibán en 2001. Desde entonces, al-Qaeda se ha convertido sobre todo en una convocatoria, un conjunto de creencias islámicas centradas en la creación de un estado islámico, la imposición de la sharia, el regreso a las costumbres del Islam, la sumisión de las mujeres y la guerra sagrada contra otros musulmanes, particularmente los shiíes, a quienes se les considera unos herejes merecedores de la muerte. En el centro de esta doctrina guerrera, el énfasis está puesto en el sacrificio personal y el martirio como símbolos de la fe religiosa y el compromiso. Esto ha resultado en la utilización de creyentes sin entrenamiento, pero fanáticos, para realizar atentados suicidas con explosivos que tienen un efecto devastador.

El interés de Estados Unidos y otros gobiernos siempre ha sido el que al-Qaeda sea visto como una organización poseedora de una estructura de mando y control parecida a un mini-Pentágono, o como la de la mafia en EEUU. Esta es una imagen que resulta reconfortante para el público porque los grupos organizados, por demoníacos que puedan ser, pueden ser perseguidos y eliminados, bien mediante la cárcel o bien mediante la muerte. La realidad de un movimiento en el que cada adherente ha sido reclutado por él mismo y que puede aparecer en cualquier lugar geográfico es mucho más alarmante.

Hace 12 años, el agrupamiento de militantes realizado por Osama bin Laden, que no se llamó al-Qaeda hasta después del 11-S, era solo uno más de los muchos grupos yihadistas. Pero hoy sus ideas y sus métodos predominan entre los yihadíes debido al prestigio y la publicidad que le significó la destrucción de las Torres Gemelas, la guerra de Iraq y la demonización que de él hizo Washington cuando lo declaró el origen de todos los males de Estados Unidos. En esos días, disminuyeron las diferencias entre las creencias de los yihadíes, más allá de su vinculación formal con la central de al-Qaeda.

No debe sorprender a nadie el hecho de que los gobiernos occidentales prefieran la imagen de fantasía de al-Qaeda, ya que eso les permite vanagloriarse de una victoria cuando consiguen asesinar a alguno de sus miembros o aliados más conocidos. A menudo, a los eliminados se les asigna un rango cuasi militar –como “jefe de operaciones”– para realzar la significación de su deceso. La culminación de este aspecto tan publicitado como irrelevante de la “guerra contra el terror” fue el asesinato de bin Laden en Abbottabad, Pakistán, en 2011. Eso le permitió al presidente Obama pavonearse ante el público por ser el hombre que había presidido la cacería del líder de al-Qaeda. Sin embargo, en la práctica esa muerte ha tenido un impacto muy pequeño en los grupos yihadistas al estilo de al-Qaeda, cuya mayor expansión empezó a darse a partir de entonces.

Ignorar el papel de Arabia Saudita y de Pakistán

La decisión clave que permitió la supervivencia de al-Qaeda, y más tarde su expansión, se tomó en la horas que se sucedieron inmediatamente después del los atentados del 11-S. Casi todos los aspectos significativos del proyecto de estrellar aviones contra la Torres Gemelas y otros edificios icónicos de Estados Unidos condujeron hacia Arabia Saudita. Bin Laden era integrante de la elite saudí y su padre había estado estrechamente asociado con la monarquía de Arabia Saudita. El informe oficial del 11-S, citando a su vez un informe de la CIA de 2002, dice que al-Qaeda se financiaba gracias a “una variedad de donantes y fundaciones, principalmente de los países del Golfo y particularmente de Arabia Saudita”.

Los investigadores del informe señalan repetidamente que su acceso era limitado o negado cuando se trataba de obtener información en Arabia Saudita. Aun así, aparentemente el presidente Bush nunca consideró siquiera la posibilidad de hacer responsables a los saudíes de lo sucedido. La salida de importantes súbditos saudíes, entre ellos familiares de bin Laden, de Estados Unidos fue facilitada por el gobierno estadounidense en los días que siguieron al 11-S. Muy significativamente, las 28 páginas del Informe de la Comisión del 11-S referidas a las relaciones entre los atacantes y Arabia Saudita fueron eliminadas y nunca se publicaron, a pesar de que el presidente Obama prometió que se haría; se esgrimió la justificación de la seguridad nacional.

En 2009, ocho años después del 11-S, un cable de la secretaria de estado de EEUU, Hillary Clinton, desvelado por el WikiLeaks, se quejaba de que los donantes de Arabia Saudita constituían la principal fuente de financiación de los grupos terroristas sunníes de todo el mundo. Pero a pesar de esta admisión de carácter privado, Estados Unidos y Europa siguieron mostrándose indiferentes ante los predicadores saudíes cuyo mensaje –que llegaba a millones de televidentes satelitales, seguidores de YouTube y de Twitter–, llamaban al asesinato de los shiíes por su herejía. Estos llamados se hacían mientras las bombas de al-Qaeda asesinaban a los habitantes de los barrios shiíes de Iraq. En un subtítulo de otro cable del Departamento de Estado del mismo año se podía leer: “¿Es el anti-shiísmo la política exterior de Arabia Saudita?”. Hoy día, cinco años después, los grupos apoyados por los saudíes ostentan el récord de extremo sectarismo contra los musulmanes no sunníes.

Pakistan, o más bien la inteligencia militar pakistaní bajo la forma de Inteligencia Interservicios (ISI, por sus siglas en inglés), es el otro padre de al-Qaeda –el Talibán– y de los movimientos yihadíes en general. Cuando el Talibán fue deshecho por el bombardeo estadounidense de 2001, sus fuerzas en el norte de Afganistán fueron atrapadas por fuerzas anti-Talibán. Antes de su rendición, centenares de miembros de la ICI, instructores militares y asesores fueron evacuados apresuradamente por aire. A pesar de la clarísima evidencia del patrocinio ICI del Talibán y en general de los yihadíes, Washington se negó a enfrentar a Pakistán, dejando así el camino expedito para el resurgimiento del Talibán después de 2003, algo que ni EEUU ni la OTAN han sido capaces de revertir.

La “guerra contra el terror” ha fracasado porque no se ha dirigido contra los movimientos yihadistas como un todo ni ha apuntado contra Arabia Saudita y Pakistan, los dos países que han alimentado el yihadismo tanto en su condición de creencia como de movimiento. Estados Unidos no lo hizo porque esos dos países eran aliados importantes y no quiere malquistarse con ellos. Arabia Saudita es un importantísimo mercado para la industria bélica estadounidense y los saudíes han cultivado –en ocasiones, comprado– la amistad de influyentes miembros de su establishmet político. Pakistán es una potencia nuclear con una población de 180 millones de habitantes y un poder militar estrechamente vinculado con el Pentágono.

El espectacular resurgimiento de al-Qaeda y sus filiales se ha dado a pesar de la enorme expansión de los servicios de inteligencia estadounidenses y británicos y de sus respectivos presupuestos después del 11-S. Desde entonces, Estados Unidos, seguido de cerca por Gran Bretaña, ha combatido guerras en Afganistán e Iraq y adoptado políticas propias de estados policiales, como la prisión sin proceso judicial, la tortura y el espionaje de sus propios ciudadanos. Los gobiernos han llevado adelante su “guerra contra el terror” diciendo sin rodeos que los derechos del ciudadano deben sacrificarse en aras de la seguridad para todos.

Frente a estas tan discutibles medidas de seguridad, los movimientos contra los cuales están dirigidas estas medidas no han sido derrotados; muy por el contrario, se han hecho más fuertes. En los tiempos del 11-S, al-Qaeda era una organización pequeña y bastante ineficaz; a comienzos de 2014, los grupos al estilo de al-Qaeda eran numerosos y vigorosos.

En otras palabras, la “guerra contra el terror”, cuyas líneas maestras eran las adecuadas para un paisaje político como el del mundo de 2001, ha fallado sin paliativos. Hasta la caída de Mosul, nadie se había apercibido de ello.

 

Notas:

* El autor sin duda se refiere al grupo Jabhat al-Nusra. (N. del T.)

Patrick Cockburn es corresponsal en Oriente Medio de Independent; antes de eso, trabajó para el Financial Times. Ha escrito tres libros sobre la historia reciente de Iraq y un ensayo, The Broken Boy; junto con su hijo, ha escrito un libro sobre la esquizofrenia: Henry’s Demons. En 2005, ganó el Premio Gelhom; en 2006, el Premio James Cameron; y en 2009, el Premio Orwell de Periodismo. Su próximo libro, The Jihadis Return: ISIS and the New Sunni Uprising, solo está disponible en OR Books. Este pasaje (con una introducción escrita para TomDispatch) ha sido extraído de ese libro.

Fuente original: http://www.tomdispatch.com/blog/175884/



http://www.rebelion.org/noticia.php?id=188992







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