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Febrero 2014

Cuando el trabajo doméstico se vuelve remunerado:

la interfaz entre la dominación sexista, clasista y etno-fenotípica



Lourdes Moctezuma, Enrique Roldán, Gabriela Vargas*

Acción Feminista Antisistémitca (AFA).



¿Qué es el trabajo doméstico?

Casi dos siglos de debates políticos y teóricos sobre la naturaleza y estructura de esta actividad, han arrojado premisas que la sociología debe tomar como punto de partida. Podemos decir con plena certeza que el trabajo doméstico es fundamental para reproducir al ser humano y su socialidad, en el nivel de organización más básico: los sistemas familiares. Implica tareas muy diversas, que satisfacen necesidades esenciales como el ocio, alimentación, vestido, descanso o higiene.

Sin embargo, a pesar de ser elemento sine qua non para el desarrollo humano individual y colectivo, es un trabajo rehuido, despreciado y mitificado. Hace milenios, la totalidad de los miembros de las hordas cazadoras-recolectoras trabajaba para alimentarse y guarecerse. La agricultura permitió la generación de excedentes alimentarios, aumentos demográficos y nuevas estratificaciones, en las que los sectores dominantes se desligaron del agro, el trabajo doméstico y otras labores manuales que dejaron a cargo de lxs dominadxs, para dedicarse a la religión, la filosofía y la construcción de sistemas de dominación más acabados.

Este hecho de dominación se justifica a través de ideologías, según las cuales entre más se acerque la actividad de una persona y su gremio a la reproducción directa de la vida humana, más subvalorada y desprestigiada estará. Por su parte, el modo de ser moderno avala una radical separación del trabajo intelectual y el manual. Mediante el imperialismo y el racismo estructuró un sistema en el que las producciones más básicas quedaron en manos no sólo de clases, también etnias y Estados dominados.

Mientras los estetas, científicos e ingenieros de los países céntricos desarrollan los diseños y tecnologías que dinamizan el mercado, lxs trabajadorxs periféricxs maquilan las mercancías con los chips más veloces y los modelos más atractivos; asimismo, en todo país en el que haya población –legal o ilegal– de “color”, ésta se hallará mayormente ligada a las labores manuales, arduas e infravaloradas.

En el caso del trabajo doméstico, no sólo es considerado una labor “apta” para las clases y etnias dominadas; sobre todo se le supone “propia” de mujeres, algo consustancial a su ser, sus aptitudes biológicas y necesidades “espirituales”. En realidad se trata de un hecho cultural, determinado por la configuración patriarcal de las sociedades humanas en los últimos milenios, en la que el hombre es el mayor beneficiario de la división sexual del trabajo y otras actividades.

El trabajo doméstico ocurre al interior de un núcleo familiar patriarcal basado en la propiedad y su herencia. La mujer asume el rol de trabajadora no remunerada del hogar como hija, madre o esposa. Según dictan las convenciones sociales, debe “servir” a su padre, hermano, hijo o compañero erótico-afectivo, responsabilizarse en solitario –o con ayuda de otras mujeres– de un sinfín de actividades que son vitales para todxs lxs miembros de un hogar.

La organización en sistemas familiares es fundamental para la reproducción y el desarrollo de P. sapiens, pero desde hace milenios la familia falocéntrica hetero-normada es un elemento basal en el andamiaje de la opresión a la mujer. A través de mitos como el amor romántico-reproductivo, o dispositivos como el matrimonio y sus sucedáneos, es convertida en un ser subordinado a las prerrogativas de un hombre no necesariamente proveedor, eximido del trabajo doméstico.

El ama de casa es una trabajadora no remunerada del hogar. La división sexual del trabajo patriarcal y la ideología machista convierten su deseo de compartir su vida con un sujeto amado, en un régimen inconsciente de trabajos serviles y alienación, en el que debe ser la única responsable de la realización del trabajo del hogar.

Es injusto que cualquier individuo se dedique de forma exclusiva a la manutención de una unidad que es de varixs, y los aspectos más trabajosos de la reproducción de la vida de lxs demás adultos de un núcleo familiar. Ello reduce a tal persona a realizar un trabajo absorbente y virtualmente inacabable, que deja poco margen para impulsar otros proyectos. Además, la confina al ámbito privado del hogar y las geografías de sus labores, marginándola de la vida en el espacio público. En suma, el trabajo del ama de casa no sólo mutila talentos y aspiraciones.

De acuerdo a la ideología dominante, el ama de casa perfecta no cuestiona su rol subordinado en el hogar, y educa a sus hijxs en la continuación del sistema sexo-género patriarcal; se desinteresa por la dimensión política de su ser mujer, y de la sociedad en general. Es aquella que sirve de sostén al statu quo del sistema social. Este arquetipo de mujer permea todos los sectores sociales, a través de la prensa, la educación, la publicidad, y la TV.

Desde este mito del ama de casa necesariamente apolítica, varios izquierdistas elaboraron otro: el de su conservadurismo supuestamente consustancial, debido al régimen de confinamiento que sufre. En efecto, múltiples varones socialistas –en plenos años 70 del siglo XX– se esforzaron por elaborar relucientes teorizaciones, demostrativas del carácter secundario de la lucha feminista antisistémica.

Varios marxistas adujeron que todo feminismo era pequeñoburgués sin importar la clase social que fuera su sujeto, al mismo tiempo que –contradictoriamente– insistían en la preeminencia del factor de clase para analizar cualquier política. A las amas de casa de clase trabajadora les pidieron postergar cualquier demanda, en pos de lograr antes la liberación de sus maridos proletarios.

Los prejuicios misóginos se reproducen desde cualquier nicho social, incluso entre supuestos simpatizantes y aliados del feminismo. Otra mitificación significativa sobre amas de casa es la que no considera las labores que hacen un trabajo “real”, como si careciera de significación económica e importancia social, por no estar imbricado directamente en la dinámica monetaria.

Pero el trabajo doméstico no remunerado está entrelazado de manera sistémica a la crianza, formación y reproducción de la mercancía fuerza de trabajo, el aumento de la cuota de plusvalía, la pauperización salarial, y el consumo de mercancías. Una política antisistémica, además, no sólo debe proyectarse por la significancia económica de un sector social. En el trabajo de las amas de casa se intersectan otros elementos de la alienación que sufrimos los seres humanos modernos como la pareja reproductiva, la familia patriarcal, el amor heteronormado, o el matrimonio como relación erótico-afectiva desigual y subordinante.

Así pues, tanto el trabajo doméstico como el contexto del núcleo familiar y las relaciones sociales que los circundan, son elementos mucho menos triviales de lo que algunos movimientos socialistas han supuesto. En realidad concretan todas las dimensiones de la mujer como ser social, y sintetizan las variables para discernir la problemática de su opresión: producción, reproducción, sexualidad, crianza de lxs hijxs, y sistema sexo-género.

Una de las principales aportaciones del feminismo al socialismo marxista o no, es la de insistir en la dimensión política de los hogares y las relaciones afectivas. Durante años se ha supuesto que la incorporación de las mujeres a las filas del trabajo asalariado, sería una doble solución. Por un lado, le daría independencia económica respecto a su pareja; por el otro, haría de ella una asalariada, poniéndola –por fin– en el punto de fuga del proletariado.

Pero las cosas han demostrado ser más complejas. Ciertas asalariadas siguen fuera de la esfera de intereses de la izquierda revolucionaria, y la independencia económica, aunque real, no resolvió las relaciones desiguales entre géneros y sexos fuera y dentro de los espacios laborales. Las mujeres que venden su fuerza de trabajo siguen siendo trabajadoras no remuneradas en su propio hogar, por lo que tienen jornadas de trabajo dobles o triples, tomando en cuenta que la crianza es un hecho distinto –aunque no desligado– del trabajo doméstico.

Muchas veces se trata de madres solteras, pero en otras ocurre que su marido se desentiende del trabajo doméstico por ser “cosa de mujeres”, aunque esté desempleado. Más allá de la necesaria independencia económica y las afinidades –a veces sólo teóricas– que permite la feminización del proletariado, la desigualdad en los hogares persiste; el trabajo doméstico no remunerado es un ejemplo de cómo el hombre proletario oprime a su compañera erótico-afectiva, beneficiándose del lugar servil que le asigna la sociedad a través del matrimonio.

Se han propuesto tres vías para socializar el trabajo doméstico:




Las tres sirven para liberar al ama de casa de ser la exclusiva responsable del trabajo doméstico. Pueden ser complementarias, aunque no necesariamente. La estatalización puede acompañarse de la comunalización, pero esta última puede formar parte de un programa anti-estatista (anarquista, por ejemplo); la nivelación puede ser un subterfugio para evitar la crítica a la familia patriarcal, pero también una vía para realizar –aquí y ahora– actos que afrenten al sistema sexo-género.

La nivelación

La “nivelación” entre hombres y mujeres en la repartición de las tareas del trabajo doméstico, así como en la crianza de lxs hijxs, debe ser un punto de la agenda para la liberación femenina, pues antes que delegar en la comunidad o el Estado –otros ajenos al núcleo familiar– la resolución a la problemática del trabajo del hogar alienante, interpela a los hombres del hogar, y les orilla ser ellos mismos la solución al problema.

La victoria de la revolución anticapitalista erradicará a la burguesía, pero la de la feminista no extinguirá al sexo masculino ni al género heterosexual. La liberación de la mujer respecto a la dominación sexista, no podrá culminar si no existe un proceso paralelo en el hombre, que lo haga consciente de que su masculinidad no depende de mantener el régimen falocéntrico heteronormado, y de que su completa libertad depende de abolir este último.

La “nivelación”, aunque per se sea insuficiente, inserta en el debido horizonte anti-sistémico constituye un ejercicio de solidaridad y compañerismo doblemente desalienador; de la mujer, porque la libera de la enajenante carga de ser la exclusiva responsable de la realización de un trabajo necesario para todxs lxs miembros del núcleo familiar; del hombre, porque lo libera de ser el dominador y opresor de su compañera de vida, su madre y sus hijas (¡ni esclavo ni amo!).

En todo caso, la socialización del trabajo doméstico ya ocurre a través de su mercantilización. Ciertas mujeres de clase media o alta tienen la posibilidad de delegar las labores más pesadas del hogar, contratando a mujeres –pocas veces hombres– para que sacudan, trapeen, tiren la basura, cocinen, laven el piso, los trastes y el baño, cuiden las mascotas, e incluso para que asuman parte de las responsabilidades de la crianza de sus hijxs. Se trata de un sector asalariado-informal, no regulado pero asalariado.

Tal y como ocurre en la sociedad en general, en el “mercado laboral” el trabajo del hogar es objeto de mitificaciones ideológicas que justifican subordinaciones. Se le considera una actividad indigna y, por tanto, propia de dominadxs. De mujeres antes que de hombres; de clases bajas, que suelen hacer el trabajo doméstico a cargo de las mujeres de clase alta, quienes se convierten en administradoras; en tercer lugar, para las etnias dominadas, allí donde existan.

Esta triada se confirma a través de la larga historia de la humanidad, pero antes de la modernidad este antiquísimo giro laboral se efectuaba en el marco de la esclavitud o la servidumbre. El capitalismo proletarizó esta actividad al basarla en una relación salarial, de venta de fuerza de trabajo, aunque esta transición en casi todo el mundo no ha sido completada hasta hoy, cuando muchxs patronxs siguen pagando en especie a lxs trabajadorxs del hogar, y recurriendo a coacciones no económicas para pagar la menor cantidad de dinero posible.

El trabajo doméstico remunerado hoy es una actividad de “base proletaria” –en varios casos también se trata de gente que no posee nada más que su fuerza de trabajo– y dinámica salarial, pero al mismo tiempo es “informal”, escasamente regulado por la ley, carente de una organización gremial oficial. En casi todas partes tiene una marcada impronta étnica.

En el caso mexicano, el régimen de colonialismo interno (el que ejercen el Estado y la sociedad occidentalizada eurocéntrica –“mestiza”– contra los pueblos nativos de Abya Yala) y marginación estructural que viven las comunidades amerindias, es el mecanismo que prepara a sus mujeres para incorporarse a las filas del trabajo doméstico remunerado.

La pobreza extrema, baja escolarización, asimilación cultural, debilitamiento de la comunidad corporativa, tutelaje político y migración por falta de oportunidades, entre otras cosas, son los elementos que hacen que los hombres y mujeres amerindixs carezcan de las herramientas suficientes para enfrentar al mercado laboral fuera de la comunidad y su localidad, y tengan que insertarse en las labores que requieren menos escolarización, que suelen ser las más arduas, infra-valoradas, evitadas o rutinarias, las menos reglamentadas y las peor pagadas.

A su vez, las comunidades amerindias ejercen un tipo específico de patriarcado, no exento de violencias y que también confina a las mujeres al trabajo doméstico, que junto a una baja escolarización y a veces ciertas formas de artesanía, es la única herramienta con la que cuenta la mujer campesina amerindia que migra a la ciudad. Ellas llegan con la esperanza de hacer otras cosas que les permitan mejorar su situación económica y desarrollarse como personas, pero por distintos motivos terminan reclutándose en las filas del trabajo doméstico remunerado.

No es que sean “naturalmente aptas” para emplearse en las labores de un hogar ajeno. Son personas capaces para realizar las labores domésticas sólo en un cierto contexto, el de su comunidad rural étnicamente diferenciada. El trabajo en domicilios urbanos de clase media, media alta, o alta les implica un verdadero reto, que va desde el aprender a usar aparatos, hasta acostumbrarse a los usos y gustos de sus patronxs, pasando muchas veces por la imposición de no poder hablar en su lengua materna.

No es sólo sobre la base de las “aptitudes” y “calificaciones laborales” que se explica el hecho de que la mayor parte de las mujeres amerindias migrantes se incorporen al trabajo doméstico remunerado en las ciudades. En realidad, se trata de una compulsión.

En primer término, su necesidad de hacerse de un empleo para resolver la situación económica que las empujó a salir de su comunidad.

En segundo la discriminación racista, que evita que lxs amerindixs puedan obtener ciertos empleos, aun si se trata de indígenas universitarixs; así como las mujeres sufren la discriminación salarial y el “techo de cristal”, lxs amerindixs están relegadxs a las tareas más arduas, peor pagadas y menos reguladas, y también es difícil que asuman altas jerarquías; incluso sus movimientos políticos son malentendidos, discriminados y reprimidos más usualmente.

En tercero, el régimen de marginación estructural del colonialismo interno preparó las condiciones para que el amerindio no pueda “ascender” en la “pirámide social” Las poblaciones amerindias son las menos tocadas por los sistemas escolar y sanitario público y privado, las peor equipadas con luz eléctrica, agua potable, etc., las peor nutridas, las que más se mueren por enfermedades curables.

El contexto de las mujeres amerindias las compulsa primero a migrar, y luego a vender su fuerza de trabajo en la ciudad, en condición de alta vulnerabilidad. No es su existencia como mujer indígena pobre lo que las lleva a elegir el trabajo doméstico mal remunerado, es que la dinámica del sistema social en el cual se hallan insertas se los impone como la opción más asequible, a pesar de las dificultades y quizá frustraciones que ello les implica. Tras su transacción mercantil están la dominación de sexo-género, de etnia y de clase, es decir, sintetizan tres formas fundamentales de desigualdad.

El trabajo doméstico remunerado que realizan las mujeres indígenas cumple con una característica básica de las economías dependientes: la superexplotación de la fuerza de trabajo. Dentro del escalafón de la superexplotación, ellas ocupan un lugar bajo. No han logrado que se les remunere completamente en dinero, ni de acuerdo al salario mínimo. Su labor es infravalorada por la sociedad, y esto justifica sus bajos ingresos. Las leyes escasamente contemplan las necesidades y demandas de las trabajadoras indígenas, y las que están vigentes no se respetan.

Apenas en 2011 la OIT lanzó su Convenio 189 sobre el trabajo doméstico, que aunque constituye un gran avance, muestra que en dos siglos de derechos humanos se había avanzado muy poco por los de estas trabajadoras. El 189 coadyuvó a la organización y movilización de las trabajadoras del hogar en toda la América “latina”, en pos de remuneraciones totalmente en dinero, jornadas laborales claras, pago de horas extra, seguridad social y contratos de trabajo.

Tales reivindicaciones entroncan con las de género, pues la gran mayoría de este sector está compuesto por mujeres. En el caso del sector amerindio, esta lucha por también confluye con la lucha por los derechos de los pueblos originarios, que el Convenio 169 de la OIT ha sistematizado. Todos estos movimientos asumen, por lo general, una perspectiva de corte legalista, que se centra en la elaboración de leyes, la ratificación de convenios, el cabildeo, y la estructuración de planes de desarrollo e instancias gubernamentales especializadas para el sector.

El movimiento de trabajadorxs del hogar, indígenas o no, tiene un notable cariz reformista. Nada demasiado alejado de la postura que mantienen las centrales sindicales democráticas, o el feminismo y el indigenismo pro-institucional. Los actuales son tiempos de rebeldía y resistencia, pero no de revolución. El movimiento popular aun no asume la ofensiva, fuera de algunos conatos que no han sido suficientes para prender la llama de la insurrección general.

En el caso de las trabajadoras del hogar amerindias organizadas, no desconocen el hecho de la dominación sexista, clasista y etno-fenotípica. Son conscientes que la ratificación de un convenio apenas comienza una nueva etapa de lucha, por hacer la ley realidad, y que un decreto no va a eliminar la discriminación laboral y racial que les propina el resto de la sociedad; algunas incluso asumen la lucha del EZLN como lo que las inspiró a organizarse por sus derechos.

Que no hayan asumido posiciones más antisistémicas, no es el producto del carácter “pequeñoburgués” supuestamente propio a todo indigenismo, feminismo, o sector laboral no fabril. Lxs marxistas debemos deshacernos de ese expediente analítico grotescamente simplificante, de pensar que ciertos sectores dominados están imposibilitados para ser sujetos revolucionarios. Mejor tendríamos que ocuparnos de hacer confluir toda rebeldía y resistencia, ayudar a que cobre una perspectiva anticapitalista clara y consciente.

En ello la acción legal y clandestina no son antagónicas, como señalara Lenin, aunque tampoco sean meras opciones a elegir, como indicó Rosa Luxemburgo. El reformismo por sí solo no lleva más que a modificar el régimen dominante, sea que hablemos del capitalismo, el racismo o el sexismo. Pero la lucha reformista es siempre el preámbulo de la revolucionaria, en el sentido de que todo movimiento social ha pasado por la primera, antes de asumir la segunda.

Frente a esto, la tarea de lxs marxistas revolucionarixs no radica en “educar al pueblo”, hacerlo “consciente” en un papel de arrogante vanguardia que llega a “corregir” las ilusiones de los movimientos sociales. Como dijera Lucio Cabañas, ser pueblo, hacer pueblo y estar con el pueblo es la consigna más coherente. No es en el papel de “maestrxs” o “adoctrinadorxs” sino en el de compañerxs, que lograremos forjar un movimiento popular no sólo anticapitalista, sino antipatriarcal, decolonial y antimperialista.

La tarea no es la de convencer sólo con palabras –aunque la teoría para la acción sea un paso indispensable–, sino la de luchar hombro con hombro, hacer con lxs trabajadorxs lo que jamás harán las ONG’s, los partidos, lxs diputadxs ni lxs patronxs. La verdadera escuela es la de la lucha, a través de ella lxs dominadxs se convencen por sí solos de las limitaciones del reformismo, que son las que les imponen lxs dominadorxs, a quienes comienzan a reconocer como tales.

El potencial político antisistémico de las amerindias trabajadoras del hogar es enorme. Como mujeres asalariadas, están en condiciones de darse cuenta que la dominación sexista está más allá la independencia económica. Como amerindias viven a diario el racismo, y ello las hace propensas a adoptar posiciones de lucha decolonial. Como trabajadoras no dejarán de topar con la resistencia de sus patronxs, aunque se ratifique el Convenio 189.

Su confianza en las instituciones no puede ser eterna. Ni la burguesía ni el Estado están en condiciones de satisfacer sus demandas legalistas. Regular su trabajo implicaría aumentos salariales y prestaciones que les son negadas a todxs lxs trabajadorxs, y una vigilancia imposible de realizar porque sus labores las realizan en el entorno privado, del que lxs patronxs son celosxs. Tampoco pueden abolir de un plumazo, con una ley, los elementos de discriminación racista y sexista que se expresan en este giro laboral.

Este panorama es el caldo de cultivo para una radicalización del movimiento de las amerindias trabajadoras del hogar, pero tal proceso no ocurrirá de forma mecánica. El compañerismo de las organizaciones antisistémicas es necesario para abrir el camino hacia una política anticapitalista, decolonial y antipatriarcal, y evitar el derrotismo que cunde en todo movimiento reformista, una vez que –como era de esperarse– falla en sus intentos por transformar el mundo.

La tarea de lxs marxistas también radica en rebatir los mitos sobre las mujeres, lxs amerindixs y el trabajo doméstico. Los prejuicios de lxs abogadxs “democráticxs”, que aducen que el derecho laboral no tiene un lugar para lxs trabajadorxs del hogar. Lxs de los sindicatos “democráticos”, que están muy poco interesados en apoyar “indixs” y “sirvientas”. Lxs de cierta izquierda “revolucionaria”, que sólo ve ensoñaciones pequeñoburguesas en quienes no son el sujeto de su preferencia. También el mito acerca de que lxs amerindixs son “primitivxs”, y por ello merecedorxs de la aculturación modernizante.

Conclusiones

Al estar imbricado en la familia patriarcal, el trabajo doméstico forma parte de la dominación del sexo masculino al femenino, es una forma de opresión que afecta a las mujeres de todas las clases, y beneficia a los hombres de todas ellas. Por lo tanto, la política del trabajo doméstico, si en realidad quiere ser libertaria, debe tener como base al feminismo, la teoría y práctica de la liberación de la mujer a través de la resistencia y combate a toda forma de dominación sexo-género.

Pero la dominación sexista no está aparte de la clasista, y por tanto la servidumbre del trabajo doméstico no remunerado afecta de manera distinta a las mujeres de las diferentes clases y sectores sociales. La explotación del trabajo doméstico remunerado escinde a las mujeres en la otredad de las clases –y a veces etnias– antagónicas. El rol de la patrona torna imposible la solidaridad entre mujeres, por más que aun esté atada al trabajo doméstico como capataz de las trabajadoras del hogar. Dentro del feminismo burgués esta relación sólo puede desembocar en el paternalismo, no en la liberación.

Existen dos grandes esferas de acción feminista socialista en el trabajo doméstico. Respecto al no remunerado, su demanda principal es la socialización en una clave trascendente del industrialismo –la idea de que el avance de las tecnologías y la automatización liberarán a la humanidad de la carga del trabajo doméstico–, y del estatismo –la idea de que la burocracia del Estado (capitalista o proletario) se haga cargo del trabajo doméstico y la crianza de lxs hijxs–, pues ambas opciones no ponen el énfasis en el hecho de la dominación sexista, sino que se limitan a desplazar uno de sus contextos, dejando intactos algunos otros (el “techo de cristal” en la vida profesional de las mujeres, la discriminación en las escuelas, trata de blancas, acoso y otras formas de violencia sexual, feminicidio, etc.).

Respecto al trabajo doméstico remunerado, su consigna es lograr una unidad de lxs trabajadorxs en la que sus demandas sectoriales (de sexo, etnia o giro laboral) no sean vistas como elementos secundarios, y que las trabajadoras del hogar asuman una perspectiva antisistémica a través de la lucha. En el caso de las amerindias, es menester lograr la conexión de su programa con otras demandas, como la autonomía de las comunidades corporativas y un freno a la pauperización del campo mexicano, que son vitales para parar el despoblamiento de las zonas rurales, el debilitamiento de los pueblos indígenas y la migración que las orilla a llegar a las filas del trabajo doméstico mal remunerado y superexplotado.

El trabajo doméstico debe ser desmitificado: no es denigrante, sino arduo pero socialmente necesario; no es consustancial a las mujeres, sino que se les confinó a un régimen de trabajos y servicios no remunerados, como parte de todo un sistema sexo-género e instituciones como el matrimonio. No es una actividad accesoria ni trivial, beneficia simultáneamente al patriarcado y al capital, es decir, refuerza la dominación sexista y la clasista; en muchos casos también la dominación racista.

En la lucha de las amerindias trabajadoras del hogar se sintetizan la dimensión étnica, de género y de clase socioeconómica de la resistencia contra la alienación moderna. Esto es algo que pocxs revolucionarixs quieren admitir, especialmente los marxistas, y aún más los varones. Pero el sujeto revolucionario se construye, no se decreta, y la acción antisistémica de un sector social no puede triunfar sin la cooperación de otros, por más bien organizado y combativo que sea, aunque cuente con la más lúcida y arrojada “vanguardia”.

El marxismo es una de las más poderosas armas del movimiento popular, en términos analíticos como estratégicos. Pero esta misma efectividad ha servido una y otra vez para “demostrar” la “inutilidad” política de quienes deberían ser los aliados del obrero fabril, y fundamentar bajo un halo de seudociencia el sectarismo de algunxs. Lxs marxistas tenemos el deber de criticar 195 años de aciertos y errores, para no repetir la historia como comedia. Dejar de subordinar la liberación de unxs a la de otrxs, y admitir que nuestro papel no es tanto el de vanguardia, en el sentido de cúpula omnisciente que mira al movimiento popular de forma paternal e instrumental, sino el de miembrxs de ese movimiento, que tienen mucho que aprender de éste.



* Lourdes Moctezuma, Enrique Roldán y Gabriela Vargas, como parte del trabajo colectivo en Acción Feminista Antisistémitca (AFA).











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