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Diciembre 2011

Bolivia: Descolonización y autonomías indígenas

Pedro Portugal Mollinedo*
Pukara

1. Problemas en la implementación de las autonomías indígenas en Bolivia

El concepto de autonomía tiene su origen en las disciplinas filosóficas y sicológicas, entendida básicamente como la «capacidad para darse normas a uno mismo sin influencia de presiones externas o internas». Aplicada esta definición al campo social y político, la autonomía es sinónimo de autogobierno.

Históricamente y desde el punto de vista de la organización social, la autonomía política se expresa modernamente en el Estado, particularmente en su expresión de Estado-Nación. En la definición clásica, el Estado-Nación articula un todo coherente de territorio claramente delimitado, población y gobierno. Esta forma no significa de ninguna manera que el Estado sea la expresión idílica de una homogeneidad nacional, ni que su construcción sea un proceso ameno y armonioso de avenencia política. Empero, la construcción del Estado-Nación es el resultado de múltiples factores que culminan en la viabilidad política que hace, a las sociedades que representa, funcionales y procedentes en el contexto mundial.

La dificultad para consolidar un Estado-Nación se da en situaciones particulares. Estas son, generalmente, dos:
1) Cuando existen insuficiencias que hacen que los cuerpos nacionales y culturales previos a la conformación estatal unitaria, no logran una integración coherente. Es el caso, por ejemplo, de España, donde la hegemonía castellana no pudo imponerse plenamente frente a la vigencia nacional vasca o catalana.

2) Cuando existen interferencias derivadas del proceso colonial. Esta segunda situación es la que nos interesa, porque en ella está inscrita la situación que se quiere solucionar mediante las llamadas «autonomías indígenas».
La dominación colonial trajo como inevitable consecuencia el proceso de descolonización, entendido éste como el acceso al autogobierno por parte de las poblaciones privadas de este derecho por la violencia de la ocupación metropolitana. Ese acceso a la independencia se hizo bajo diferentes modalidades. Una de estas se expresó en la creación de nuevas identidades políticas estatales, surgidas luego de la expulsión (a veces violenta) del colonizador.

Es lo que sucedió con la mayoría de las sociedades que se descolonizaron y cuyo caso paradigmático es Argelia. Otro tipo de acceso a la independencia se dio cuando el elemento motor de ese proceso no fue la población nativa, originalmente colonizada, sino la población surgida directamente de los colonizadores. En esta situación tenemos, por ejemplo, a Sudáfrica y a todos los estados de América. En el último caso que ejemplificamos no existe una plena descolonización, pues los nuevos estados independientes asumen, hacía las poblaciones indígenas, el rol colonizador que antes tenía la metrópoli. Ello, evidentemente, dificulta la creación de un Estado-Nación, pero no lo imposibilita. Prueba de ello es la diversidad de resultados que existen en el continente en cuando a la viabilidad nacional. Tenemos así estados de estabilidad incuestionable, como Argentina y Brasil, o plenamente exitosos, como los Estados Unidos, que coexisten al lado de estados cuasi fallidos como Bolivia.

De lo anterior se podría desprender la superficial conclusión de que allí donde el indio fue exterminado fue más fácil construir la nación moderna. Esa es una aproximación rudimentaria y descaminada, pues ubica el análisis en la supuesta mayor o menor efectividad del criollo para establecer su poder y no en la esencia misma del proceso descolonizador. En realidad, lo anterior sólo sirve para constatar el mayor o menor éxito de la construcción criolla según los diferentes países, y reflexionar sobre las razones que pueden haber determinado esa diferencia, tema que no es el nuestro en esta exposición.

En ese contexto séanos permitido, sin embargo, señalar la bochornosa constatación de que en un ambiente en que los gobiernos más «anti imperialistas, anti norteamericanos y anti occidentales » son los que se arrogan las políticas más progresistas hacia los indios, es en países como Canadá y los Estados Unidos donde las poblaciones indígenas tienen, en la actualidad, mayor control de sus recursos naturales y mejor ejercicio del autogobierno. En contraste, en Bolivia, donde el indígena es mayoría nacional, donde supuestamente tenemos un «gobierno indígena» y donde dispondríamos de recursos legales más que suficientes para ese menester, el indígena está cada vez más alejado del control de su territorio, como nos lo ha ampliamente demostrado el reciente caso del TIPNIS. En síntesis, el origen de los problemas «autonómicos» respecto a los indígenas en países como Bolivia, Ecuador, Perú, Guatemala y otros, es la anomalía del proceso descolonizador.

Entendemos por anomalía el hecho de que a pesar de que la población indígena en esos países era mayoría demográfica en el período de la independencia americana (y sigue siéndolo en nuestros días); de que tenían un pasado reciente de experiencia estatal (en Bolivia, el Qollasuyu, integrante del Tawantinsuyu o «Imperio de los Incas») y de que la lucha libertaria indígena fue una constante en la historia de esos países (citemos las gestas de Tupac Amaru y de Tupak Katari en 1781 en los actuales Perú y Bolivia), no fue la población indígena la que se descolonizó y creó sus estados, sino la criolla. Se da así vigencia a nuevas repúblicas que no son expresión de la identidad política indígena, que no puede (aunque sí pretende) exterminar esa población, pero que tampoco consigue integrarla.

El proceso mundial de descolonización, particularmente durante su período de apogeo a nivel mundial (1955 a 1975), urgió la emergencia de una sanción internacional que pueda dar legitimidad a ese fenómeno. Es así que en la Asamblea de la Organización de Naciones Unidas, ONU, en 1960 se aprueba mediante la Resolución 1514 (XV) la Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales. Esa declaración indica, especialmente, que todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación, derecho que se ejercería a través de la consulta a la población mediante plebiscito o referéndum. Este derecho es posible, sin embargo, en función de condicionantes, una de las cuales es la separación geográfica entre la colonia y la metrópoli. Este elemento de separación territorial hace que las situaciones de colonialismo interno (como la que existe en Bolivia) queden en la vaguedad respecto a la legislación internacional.

En la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos, conocida como Declaración de Argel del 4 de julio de 1976, la ONU indica el derecho de todo pueblo a existir, al respeto de su identidad nacional y cultural y a la posesión de su territorio. El artículo 5 de dicha Declaración indica: «Todo pueblo tiene el derecho imprescriptible e inalienable a la autodeterminación. Él determina su status político con toda libertad y sin ninguna injerencia exterior». Este documento, sin embargo, tampoco trata el tema del colonialismo interno, pues reduce su tratamiento al «derechos de las minorías». Como «minoría» un pueblo tiene derecho a que se respeten su identidad, sus tradiciones, su lengua y su patrimonio cultural, reafirmando que los miembros de las minorías deben gozar de los mismos derechos, sin discriminación, que los otros miembros del Estado.

En realidad, se trata de salvaguardar la viabilidad de los nuevos estados, pues se indica que los derechos de las minorías «...deben ejercerse respetando los legítimos intereses de la comunidad en su conjunto, y no pueden servir de pretexto para atentar contra la integridad territorial y la unidad política del Estado, cuando éste actúa en conformidad con todos los principios enunciados en la presente declaración» (Art. 21).

En el espíritu de estos documentos posteriormente se establecerán instrumentos relativos a los pueblos indígenas, nos referimos a la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, aprobada en la sesión plenaria del 13 de septiembre de 2007 y al Convenio de la Organización Internacional del Trabajo, OIT, 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales. Sin embargo, la letra y el espíritu de esos instrumentos revelan la desazón de un momento descolonizador anterior que no pudo contemplar casos como el de Bolivia, y que redujo esa situación a un problema de «minorías» en un país donde el indígena es mayoría y cuya historia es una lucha de empoderamiento y no de diferenciación.

2. La Ley Marco de Autonomías y Descentralización y las autonomías indígenas

En la concepción de las autonomías indígenas por parte del actual gobierno boliviano no primaron posicionamientos sobre el proceso descolonizador, conocimientos adecuados de los instrumentos internacionales al respecto o compenetración con los planteamientos de las organizaciones indígenas que actuaron en esos terrenos. No podemos entender las medidas de la actual administración si no comprendemos el caos conceptual en el que esta se debate. Los principales pensadores y ejecutores del gobierno se identifican con la corriente socialista de inspiración marxista. Sin embargo, la coherencia cientista del pensamiento positivo marxista ha desaparecido detrás de la verborrea posmoderna. El «tratamiento del problema indígena» ha estado regido, esta vez, por los teóricos de las tendencias culturalistas en versiones de la escuela poscolonial. Teóricos como Dussel, Mignolo, Boaventura Santos de Souza y otros han sido honrados como rectores de este proceso.

Según esa corriente de pensamiento, descolonización es una eclosión de emotividades reprimidas por el «modernismo occidental», que para ser transformadora debe plasmarse en la emergencia de saberes alternos al racionalismo. Según estos entusiastas, el indígena sería el encargado de convertir en realidad esas digresiones. De ahí el papel fundamental de lo simbólico y la reducción de lo indígena a lo meramente alegórico, reducción que degenera en puro folclorismo. Lo fantástico reemplaza la realidad o busca transformarla mágicamente. Así tiene sentido la predilección por los eventos «culturales» que deberían hacer, al mismo tiempo, oficio de exorcismo culturales y de artífice de una nueva realidad social: la entronización de Evo Morales en Tiwanaku, los rituales pachamamistas en Palacio de Gobierno, las declaraciones de Años Nuevos Aymaras, los matrimonios étnicos colectivos…

Esa postura se refleja en los documentos que quieren ser la guía rectora del proceso de cambio y, por ende, de las autonomías indígenas. Lejos del carácter que le da la propaganda, esos documentos analizados en detalle son el reflejo de concepciones enmarañadas e indefinidas que merecen más impugnación que ensalzamiento. Tomemos el caso de la Nueva Constitución Política del Estado, presentada como evidencia refundadora de los méritos de la Asamblea Constituyente. Empero, ¿no es la constitución que ahora conocemos la aprobada por el Congreso Boliviano y no la elaborada por la Asamblea Constituyente? ¡Bonita prueba del éxito de una Constituyente Refundadora!, pues en su aprobación congresal hubo la reforma de más de un centenar de artículo, casi del 40 % de todo el texto; reforma feliz, pues de otra manera quizás los resultados hubiesen sido más catastróficos.

El texto original de la actual constitución ensalza a supuestas naciones indígenas, desde la óptica culturalista posmoderna. En esa labor, las nociones de nación boliviana y de República parecen obstáculos a destruir. Por ejemplo, el texto original del Art. 3 de esta Constitución indica: «El pueblo boliviano está conformado por la totalidad de las bolivianas y bolivianos pertenecientes a las áreas urbanas de diferentes clases sociales, a las naciones y pueblos indígenas originario campesinos y a las comunidades interculturales y afrobolivianas». El texto corregido y aprobado en el Congreso indica: «La nación boliviana está conformada por la totalidad de las bolivianas y los bolivianos, las naciones y pueblos indígena originario campesinos, y las comunidades interculturales y afrobolivianas que en conjunto constituyen el pueblo boliviano ». Así, «de contrabando» se lograron introducir conceptos y disposiciones que al no engranar coherentemente con el conjunto, conforman un texto en el que, si se quiere, se encuentra y se justifica todo.

Respecto a las autonomías indígenas, la actual Constitución en su Artículo 2 indica: «Dada la existencia pre colonial de las naciones y pueblos indígena originario campesinos y su dominio ancestral sobre sus territorios, se garantiza su libre determinación en el marco de la unidad del Estado, que consiste en su derecho a la autonomía, el autogobierno, a su cultura, al reconocimiento de sus instituciones y a la consolidación de sus entidades territoriales, conforme a esta Constitución y la ley». Ese artículo basa los derechos indígenas en «el dominio ancestral sobre sus territorios», garantizando la «libre determinación» que no es otra cosa que la autodeterminación, preámbulo en los casos históricos de descolonización de la soberanía plena. La magnitud del contenido de ese artículo se revelará inaplicable, siendo mitigado por otras disposiciones legales, como veremos posteriormente, y a la postre desmentido en el acontecer social, como nos lo ilustra el conflicto reciente del TIPNIS.

El Capítulo Séptimo de esta Constitución está dedicado enteramente a la Autonomía Indígena Originaria Campesina. El Artículo 289 señala que la autonomía indígena originaria campesina «consiste en el autogobierno como ejercicio de la libre determinación de las naciones y los pueblos indígena originario campesinos…» Siguiendo ese espíritu, el Artículo 292 indica que «Cada autonomía indígena originario campesina elaborará su Estatuto, de acuerdo a sus normas y procedimientos propios y según la Constitución y la Ley». Y si hay autonomía, debe haber gobierno propio: El Artículo 296 señala que ese gobierno «se ejercerá a través de las propias normas y formas de organización, con la denominación que corresponda a cada pueblo, nación o comunidad, establecidas en sus artículos y en sujeción a la Constitución y a la Ley».

Pareciera que con estas disposiciones Bolivia ha resuelto el «problema indígena»y se ha convertido en ejemplo descolonizador para todo el mundo. Son, sin embargo, postulados inaplicables. Provisoriamente el gobierno no esperó que el desfase entre pretensión y aplicabilidad haga crisis, sino que atemperó el alcance de la nueva constitución con las leyes y reglamentos posteriormente promulgados. Antes de ver de qué manera la Ley Marco de Autonomías y Descentralización desnaturaliza las impresionantes posibilidades constitucionales, es necesario detenernos en algunos primores de nuestra Constitución. Empecemos con el término indígena originario campesino, que es escrito sin comas para indicar que se trata de un concepto único (el Artículo 43 de la Ley Marco indica que se trata de un «concepto indivisible »).

¿Cuál puede ser el sujeto indígena originario campesino? No existe tal, pues designa diferentes experiencias que no pueden conjuncionarse en una sola definición. Tal epíteto, por otro lado, es eminentemente colonial, pues elimina la dimensión de pertenencia nacional al colonizado que, por ejemplo, no sea campesino. Es decir, el hijo de un aymara y de una aymara, nacido en una comunidad, pero que ahora vive en una ciudad, sorprendentemente deja de ser aymara, es decir: originario. Por otro lado, se toma a la autonomía (categoría central en un proceso de descolonización), como atribución idéntica que puede corresponder a un «pueblo, nación o comunidad». Es decir, la autonomía en promoción y cómodas cuotas mensuales, que llega a ser todo, menos verdadera autonomía.

La Ley Marco de Autonomías y Descentralización considera el aspecto jurisdiccional de la supuesta autodeterminación indígena en el denominativo de «Unidad Territorial», categoría común a las autonomías departamentales, provinciales, municipales o indígenas. Respecto a la administración de estas Unidades Territoriales, el Punto 3, Inciso II del Artículo 6 de dicha ley, define a la autonomía como: «…la cualidad gubernativa que adquiere una entidad territorial de acuerdo a las condiciones y procedimientos establecidos en la Constitución Política del Estado y la presente Ley, que implica la igualdad jerárquica o de rango constitucional entre entidades territoriales autónomas, la elección directa de sus autoridades por las ciudadanas y los ciudadanos, la administración de sus recursos económicos y el ejercicio de facultades legislativas, reglamentaria, fiscalizadora y ejecutiva por sus órganos de gobierno autónomo, en el ámbito de su jurisdicción territorial y de las competencias y atribuciones establecidas por la Constitución Política del Estado y la ley…».

Sin embargo, a reglón seguido se añade: «…La autonomía regional no goza de la facultad legislativa». Si la autonomía regional «no goza de la facultad legislativa», ¿qué potestad tienen otras autonomías «menores» en el derecho mínimo de decidir sus leyes específicas? Y, ¿se puede hablar de autonomía sin esa capacidad legislativa? Un problema en todo proceso autonómico es la territorialidad, más aun si, como en el caso de Bolivia, se establecen derechos en base a «la existencia pre colonial de las naciones y pueblos indígena originario campesino y su dominio ancestral sobre sus territorios». Formulado tal como está en nuestra constitución, ello significa ni más ni menos emprender un proceso político de reconstitución territorial de esas «naciones y pueblos » indígenas. Esa tarea «descolonizadora» se la intenta hacer ahora a través de la burocracia estatal, es decir, del mismo Estado colonizador.

Este gobierno, que endilga a las anteriores administraciones una inutilidad total en lo administrativo y una negatividad absoluta en lo político (para, justamente, fundamentar y dar valía a su actual labor), asume la misma faena que sus predecesores. Ello, incluso en la esencia de sus grandes reformas: Fueron anteriores gestiones las que elaboraron, por ejemplo, los esquemas territoriales para los indígenas del Oriente y de la Amazonía bajo el denominativo de Territorio Comunitario de Origen, TCO. El actual gobierno solo cambió esa denominación a Territorio Indígena Originario Campesino, TIOC. Si bien el actual gobierno se adjudica las políticas de sus predecesores, asume también sus fallas y omisiones. La delimitación territorial indígena fue resuelta (no afirmamos que bien resuelta) en el Oriente y Amazonía, pero nadie trabajó hasta el momento sobre la territorialidad de las naciones aymara y quechua.

Siguiendo el espíritu de la nueva Constitución, estas naciones pueden reclamar su territorialidad de dominio ancestral basada en su existencia pre colonial. La Ley Marco de Autonomías y Descentralización «resuelve» este problema determinando que aymaras y quechuas pueden acceder a la autonomía a través de los «Distritos Municipales Indígena Originario Campesino». Propuesta absurda, pues además de pasar por alto el tema de la discontinuidad territorial en los territorios «autónomos» de esas naciones, se da una respuesta administrativa (en los marcos del Estado Colonial) a un tema que exige solución política descolonizadora. El gobierno se entrampa en su lógica y da piruetas, tratando de encontrar la salida de su laberinto. Es importante notar que, en la consulta que se dio en diciembre de 2009, de los 335 municipios existentes y susceptibles de adoptar ese tipo de autonomía, sólo la aceptaron 2. Y es sabido que hoy día solamente unos dos avanzan en ese camino autonómico propuesto por el estado boliviano1.

Finalmente, y con todo lo insustancial que es esa «autonomía indígena originaria campesina », los requisitos para acceder a ella y el engorroso trámite burocrático que implica, demuestran que la ley específica y el reglamento tienen como misión volver inaccesible lo que la Constitución promete factible.

3. Discurso pro indígena y acciones anti indígenas

La actual administración y particularmente el presidente boliviano, Evo Morales, utilizan un elaborado discurso indigenista como trama ideológica de su gobierno. Esta abundancia discursiva en la que sobran referencias míticas y alegorías irracionales, fue conocida como pachamamismo; es decir, como una impostura de la verdadera identidad indígena.

Indicábamos al inicio de esta exposición que la izquierda que está actualmente en el poder perdió su identidad conceptual. Es quizás un fenómeno que sobrepasa nuestras fronteras. La caída del muro de Berlín y la desaparición de la ex URSS violentó la comprensión y la vocación de los marxistas como correctos intérpretes de la realidad social y como heraldos de la inevitable sociedad futura, pues ¡era el capitalismo el que debía desaparecer y no el socialismo!

Derrumbadas sus convicciones, entraron en crisis principios tales como la certeza de la facultad cognitiva y la capacidad transformadora del ser humano. Lentamente, la pretensión científica del marxismo transitó a ser simple resentimiento emotivo contra el capitalismo triunfante. El marxismo racionalista se vio confinado aliarse con la irracionalidad teocrática; la voluntad política de la democracia radical como modelo futuro, se sometió a la nostalgia de una supuesta democracia primitiva del pasado; el mito del proletario cedió ante el mito del buen salvaje. En 1989 caía el muro de Berlín. En 1991 desaparecía la URSS. En 1992 se «celebraba» el V Centenario del Descubrimiento de América. Quien tenía interés de celebrar ese último evento -el estado español- lo hacía púdicamente, calificándolo de 500 años del «Encuentro de Dos Mundos». Las élites hispanistas y occidentalizadas de los estados independientes del continente, no entendían esa prudencia: que el 12 de octubre deje de ser el «Día de la raza» y pase a ser el «Día de la hispanidad», era incomprensible para ellos.

El repudio al V Centenario motivó a dos frentes. Por un lado las organizaciones indígenas; por otro, las huestes desbandadas del izquierdismo que buscaban aglutinarse alrededor de nuevos mitos. Las organizaciones indígenas eran endebles en su estructura e incipientes en su ideología como para asimilar a esos nuevos simpatizantes. Así, siguiendo la pauta colonial, quienes debían ser apoyo terminaron siendo los apoyados. Ese fue el inicio de la depredación de las banderas indígenas por la izquierda organizada, proceso en el cual Evo Morales resultó su flor más preciada y, al mismo tiempo, su fracaso más rotundo.
Sin embargo, al incautar la causa indígena, la izquierda marxista perdía paulatinamente su identidad y su perspectiva. El fracaso político y conceptual del marxismo, coincidió con la emergencia de las tesis posmodernas, muchas de ellas formas contemporáneas de la histórica resistencia esotérica occidental a la racionalidad y a la ilustración moderna. Por otro lado, el culturalismo se perfilaba como respuesta en los países del primer mundo al problema de integración de migrantes procedentes de otras culturas, bajo recetas tiquetadas como «multiculturalismo». Consecuente con la historia de la dominación de las ideas, el multiculturalismo (preferentemente bajo la modalidad denominada «intercultural») era asimilado por las élites criollas progresistas. Esa mezcla heterogénea y recargada de conceptos e inspiraciones disímiles (en la que además de lo indígena jugaba un rol importante la exacerbación de un sentimiento anti progreso bajo exteriores ecologistas) fue la que intentó dar viabilidad teórica al experimento denominado Movimiento al Socialismo y Evo Morales.

\En este contexto se entiende la infantilización de cuadros indígenas al convertirlos en cajas repetidoras del vademécum culturalista posmoderno; se entiende el abuso y distorsión de la simbología indígena y las mascaradas folclóricas, abundantes sobre todo los primeros años de la gestión del actual presidente. Sin embargo, en el terreno político, para quienes sufren de enajenación de lo real no hay otra terapia que el ejercicio del poder, o al menos no hay mejor ámbito de diagnóstico. Así, hoy día asistimos al espectáculo lamentable del desmantelamiento desordenado de los sentimientos, ideas, esfuerzos y organizaciones que llevaron al poder al MAS y a Evo Morales.

Quien antes era el primer presidente indígena, ahora rechaza esa denominación: «Entendí que era el primer presidente que venía de la lucha sindical. Ese denominativo de primer presidente indígena viene del pueblo (y de) comentarios de analistas. Yo nunca me consideré como primer presidente indígena, pero sí como primer presidente sindicalista». (Periódico Página 7, edición del 24 de septiembre de 2011). Declaración insólita, pues ahora sí urge que haya en Bolivia un Primer Presidente Indígena. Ese discurso indigenista (falso y arbitrario) debía ir necesariamente unido a una práctica anti indígena, de la cual el asunto del TIPNIS es ejemplar.

4. El TIPNIS y el futuro de las autonomías indígenas en Bolivia

El caso del Territorio Indígena Isiboro Sécure, TIPNIS es ejemplo distintivo del fracaso de la aproximación del actual gobierno hacia el problema indígena. Es, en realidad, el fracaso de la propuesta de Estado Plurinacional. Todo gobierno, cuando abandona el poder, deja una maraña de decisiones cuyos resultados sirven para construir en base de ellas o para desmantelarlas, por revelarse inútiles y dañinas. El MAS dejará una tarea ardua a quienes asuman, después, la responsabilidad gubernamental. No se trata de readecuar el tema de las autonomías, sino de cuestionarlo en lo básico.

Tarea difícil, pues ese tema ya ha sido asumido por comunidades étnicas, fundamentalmente en el Oriente y la Amazonía. La tarea es, entonces, de reformular lo planteado en base de esquemas diferentes, en función de un proyecto nacional alterno. Es necesario anotar que la población indígena mayoritaria en Bolivia, la quechua y aymara, nunca se manifestó por un proyecto de tipo étnico. Todas las luchas de estos pueblos fueron en base a un proyecto de recuperación estatal. Y ese proyecto estatal es el de su memoria histórica, referente descolonizador por excelencia: el Tawantinsuyo y el Qullasuyo.

Estas referencias estatales son en sí multiétnicas, integradoras y, llamaríamos, plurinacionales. El proyecto descolonizador andino es, por su naturaleza y características, más cercano a los procesos descolonizadores históricos que a los mitos culturalistas posmodernos. Se trata de crear una situación nueva en base a antecedentes y legitimidades históricas. Ello requiere una visión contemporánea de la situación y de los problemas y en esa perspectiva no están como sujetos de descolonización solamente los aymaras y quechuas, sino también los indígenas de las llamadas tierras bajas y los componentes de la nación boliviana. Esta situación no es insólita ni original; es un caso bastante común en los procesos descolonizadores. Tenemos los casos de Argelia y de Sudáfrica, con problemas semejantes y respuestas disímiles. En Argelia la descolonización pasó por la expulsión de los colonos y de sus descendientes. En Sudáfrica, la descolonización concluyó con un acuerdo entre negros y blancos: «Tienes que trabajar con tu enemigo, para que así este se convierta en tu socio», indicaba Nelson Mandela.

Descolonización es, pues, resolver finalmente el problema del poder para quienes fueron sojuzgados a partir de 1492. Ese problema del poder implica una perspectiva histórica, social y económica que, en Bolivia, involucra necesariamente a «indígenas» y «no indígenas». Falsear los datos del problema conduce necesariamente a soluciones erróneas, y de ello tiene amarga experiencia este gobierno. La «autonomía» indígena es, pues, un problema de descolonización.

El movimiento indígena en la región andina fue siempre activo y determinante en varios períodos de la historia de este país. Sin embargo, no pudo articular los intereses y perspectivas de los otros componentes de nuestra sociedad. Desde las gestas de los Katari y los Amaru, exponentes del proceso descolonizador plenamente indígena, pasando por los momentos articulatorios pero subordinados del Willka Zárate y las emergencias nacionales de Laureano Machaca al amparo de los acontecimientos de la revolución de 1952 y culminando en la vicepresidencia de Víctor Hugo Cárdenas y los cercos a La Paz del Mallku Felipe Quispe, es perceptible una dinámica andina en la que se alternan, coexisten a veces y se interrelacionan la extrema radicalidad antagónica con el más obsecuente sometimiento al enemigo, dinámica que finalmente perjudica los intereses propios andinos, pues termina siempre por consolidar el poder colonial que se pretende desbaratar.

La solución de este problema, para beneficio de todos los involucrados, requiere una modificación de comportamientos políticos, que tiene que estar acompañado de un cambio de perspectiva conceptual sobre lo indígena. La dinámica reivindicativa indígena contra el poder colonial interno hasta el presente tuvo como principal protagonista al indígena de tierras altas. El indígena de tierras bajas se mantuvo como actor local episódico y espectador casi indiferente en el contexto nacional.

Los acontecimientos del TIPNIS han modificado esta situación. El indígena de las tierras bajas se reveló protagonista de un hecho histórico que sirvió para desenmascarar una impostura gubernamental y para unir importantes sectores de la nación boliviana entorno a causas para estos hasta hace poco insólitas. Los acontecimientos del TIPNIS sirvieron también para demostrar la naturaleza de la población aymara y quechua: desarrollista y frecuentemente avasalladora en su ímpetu por empoderarse; actitudes completamente alejadas de los estereotipos cosmovisionistas y pachamamistas que a Evo Morales y a su canciller David Choquehuanca le permitían satisfacer auditorios de gringos amantes de la naturaleza y de la alteridad del buen salvaje. Ese ímpetu andino no es, sin embargo, en sí algo reprochable, pues revela un preciado componente que puede ser motor de un movimiento descolonizador y elemento de impulso en la constitución de una nueva identidad nacional.

Aunque los recientes acontecimientos del TIPNIS han mostrado la otencialidad del indígena de tierras bajas, políticamente la fuerza del movimiento andino es innegable. Baste recordar 2003, cuando los migrantes aymaras de El Alto desalojaron un gobernante del poder. Son esas referencias históricas y sociales las que deben entrar en consideración el momento de generar políticas de Estado, y no falsas referencias culturalistas y es necesario reiterar que esa fuerza andina de empoderamiento tiene poco que ver con las obsesiones identitarias de los teóricos posmodernos. La fuerza andina es una potencia de descolonización que si se la lleva a su plenitud significa la resolución del antagonismo con la nación boliviana, pues al acabar la colonización se acaban también los factores que la constituyen: se acaba el indígena y se acaba el boliviano, para dar paso a una nueva identidad nacional, para crear un verdadero Estado Nación.

1 Uno de los pocos municipios que emprendió el camino autonómico según las recetas del estado boliviano es Jesús de Machaca, municipio emblemático porque fue lugar de experimento de prestigiadas ONGs de Bolivia. A inicios de noviembre, los periódicos bolivianos difundieron la siguiente noticia: «Las autoridades del municipio paceño de Jesús de Machaca, reunidas en cabildo (el 4 de noviembre), decidieron paralizar el proceso de conversión a la autonomía indígena y la aprobación de los estatutos autonómicos por los siguientes dos años. El argumento es que no tenían suficiente conocimiento sobre los alcances del gobierno indígena originario campesino».

* Texto revisado de la ponencia presentada por el autor en el panel que trató el tema Autonomías Indígenas en Bolivia: Entre la Autodeterminación y el Tutelaje, organizado por la Asociación Boliviana de Ciencia Política y que se desarrolló el día 19 de octubre 2011en La Paz, en el Auditorio de la Cámara Nacional de Comercio.




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