Observaciones históricas para entender las Revoluciones árabes de 2011 Rashid Khalidi
sinpermiso
La primavera revolucionaria árabe ha desconcertado a propios y extraños.
A cierta izquierda consignista y superficial que no consigue despegarse de esquemas antiimperialistas arcaicamente nacionalistas y estatistas, no menos que a unas derechas proimperialistas divididas en sus designios y en sus intereses, y desconcertadas ahora ante la contestación política y social de enorme alcance a que estamos asistiendo en directo en el África septentrional, una de las más evidentes manifestaciones del desorden catastrófico generado por el capitalismo contrarreformado y remundializado de las tres últimas décadas. Rashid Khalidi, el gran especialista en historia del Oriente Próximo y heredero del refinado marxismo internacionalista del llorado Edward Said, ofrece en estas breves y enjundiosas páginas unas reflexiones de mucho interés para entender críticamente lo que está pasando en el mundo árabe. – SP
Hacia el final de su larga y rica vida, en 1402, el renombrado historiador árabe Ibn Jaldún se hallaba en Damasco. Nos dejó una descripción del asedio de Tamerlán a la ciudad y de su entrevista con el conquistador del mundo. Ninguno de nosotros podría compararse a Ibn Jaldún, pero cualquier historiador árabe de nuestros días que observe las revoluciones árabes de 2011 se verá embargado por el mismo sentimiento de pavor reverencial que debió de experimentar nuestro ancestro: estamos asistiendo a un cambio de primera magnitud en los asuntos del mundo.
Puede que esta coyuntura carezca de precedentes en la historia árabe moderna. De repente, regímenes despóticos sólidamente afianzados durante más de cuarenta años parecen vulnerables. Dos de ellos –en Túnez y, luego, en El Cairo— se desplomaron ante nuestros ojos en cuestión de semanas. Los viejos hombres que dominaban la situación revelaron subitáneamente su verdadera edad; la distancia que les separaba de sus poblaciones, nacidas varias décadas después, nunca fue tan grande. Una situación política aparentemente congelada se ha fundido de un día para otro al calor de la insurgencia popular que comenzó en Túnez y en Egipto y ahora se extiende por doquiera. Somos testigos privilegiados de uno de esos raros momentos de la historia universal en que las verdades más fijas y solidificadas se desvanecen y aparecen nuevos potenciales y nuevas fuerzas. Tal vez, algún día, algunos podremos decir lo que dijo Wordsworth de la Revolución Francesa: ―Una gran dicha fue estar vivo en esa aurora, pero ser joven era el cielo mismo—.
Han sido éstas, hasta ahora, revoluciones desarrolladas por gentes comunes que exigen pacíficamente libertad, dignidad, democracia, justicia social, rendición de cuentas, transparencia e imperio de la ley. Se ha visto que los jóvenes árabes tienen esperanzas e ideales semejantes a los de las gentes que contribuyeron a las transiciones democráticas en la Europa del Este, América Latina y el sur, el sureste y el este de Asia. Esas voces sólo han sorprendido a quienes se llamaban a engaño con la propaganda de los propios regímenes árabes o de los medios occidentales, obsesivamente centrados en el fundamentalismo y el terrorismo islámicos en todo lo referente al Oriente Próximo. Así pues, este es un superlativamente importante momento, no sólo para el mundo árabe, sino también para el modo en que los árabes son vistos por los demás. Un pueblo sistemáticamente descalificado por décadas en Occidente se ve ahora por vez primera bajo los focos de una luz positiva.
Nada está todavía decidido en estas revoluciones árabes. Y las tareas más complejas están por venir. Resultó difícil derrocar a un tirano intocable y a su codiciosa familia, en Túnez como en El Cairo. Mucho más difícil será cambiar completamente el régimen y construir un sistema democrático que funcione. Y más difícil todavía afianzar un sistema democrático, si finalmente resulta hacedera su forja, no sometido a poderosos intereses creados. Finalmente, resultará una tarea hercúlea para cualquier nuevo régimen democrático popular conseguir justicia social y un rápido crecimiento económico, imprescindible para promover la igualdad de oportunidades, la educación de calidad, buenos puestos de trabajo, vivienda digna y unas infraestructuras públicas de todo punto necesarias.
Los viejos regímenes fracasaron en todas esas cosas: quienes en Egipto viven con menos de 2 dólares al día han pasado de constituir el 39% a ser el 43% de la población en la última década de Mubarak en el poder. Un fracaso en el cumplimiento de esas hercúleas tareas podría muy bien traer consigo el regreso de las tenebrosas fuerzas de la reacción y la represión: la contrarrevolución árabe está, en efecto, activa en Libia, en Bahrein y por doquiera. Ese fracaso podría también redundar en beneficio de las tendencias violentas que prosperan en circunstancias de caos y desorden, como las que se desencadenaron en la ocupación norteamericana de Irak. Y no debemos olvidar jamás que esto es el Oriente Próximo, la región más codiciada del mundo, la más penetrada por intereses foráneos. Es vulnerable, como lo ha sido a lo largo de toda su historia, a una intervención extranjera que fácilmente podría distorsionar los resultados.
Sin embargo, lo que ha comenzado en Túnez y El Cairo ha abierto horizontes que desde hace mucho tiempo permanecían cerrados. Se han desencadenado la energía, el dinamismo y la inteligencia de la generación joven en el mundo árabe, luego de haber sido represados por un sistema que los trataba con desdén y que concentraba el poder en manos de una generación mucho más vieja. Aparentemente de la nada, los jóvenes han sacado una confianza, una seguridad y un coraje que hecho tambalearse a unos temibles regímenes estatales policíacos, otrora tenidos por invencibles.
¿Carece de genuinos antecedentes esta insurgencia revolucionaria? El mundo árabe ha sido escenario de levantamientos y revueltas durante toda su historia moderna. Durante la ocupación francesa, la población del El Cairo se rebeló repetidamente, llegando a liberar de los franceses efímeramente a la ciudad en 1800. Egipto se rebeló de nuevo contra la dominación extranjera en los años que siguieron a 1882; volvió a rebelarse contra los británicos en la gran revolución de 1919, y de nuevo en 1952. Durante la revuelta siria de 1925-26, los franceses fueron echados de la mayor parte de damasco y bombardearon salvajemente la ciudad. Los ejemplos abundan. La resistencia libia contra los italianos, que empezó en 1911 y duró más de 20 años; la gran revolución iraquí de 1920; la de Marruecos en 1925-26; la revuelta palestina de 1936-39: todos esos episodios provocaron campañas coloniales feroces. Marcaron el principio de un sombrío capítulo de la historia humana: el primer uso del bombardeo aéreo contra civiles en Libia en 1911; y el primer uso de gases venenosos contra civiles en Irak en 1920.
¿Qué distingue hasta ahora el levantamiento revolucionario al que estamos asistiendo ahora en el mundo árabe de sus numerosos antecedentes? Una de las aparentes diferencias es que en Túnez, Egipto, Bahrein y muchos otros países las cosas han discurrido hasta ahora de manera harto pacífica: ―Silmiyya, silmiyya—, cantaban las muchedumbres en la plaza de Tahrir. Pero también discurrieron de esta guisa muchos levantamientos árabes en el pasado. Así muchos episodios de las largas luchas egipcias e iraquíes para poner fin a la ocupación militar británica, y las sirias, libanesas, marroquíes y tunecinas para poner fin a la de Francia, por no hablar de la primera Intifada palestina contra la ocupación israelí entre 1987 y 1991. Las tácticas no violentas ampliamente utilizadas en los recientes levantamientos en Egipto y otros sitios no constituyen una novedad en las revueltas árabes, que tienen una larga y densa historia pasada de protesta no violenta, o al menos, desarmada.
También se ha dicho que lo que distingue a esas revoluciones de otras pasadas en el mundo árabe y otros lugares del Oriente Próximo es que ahora se centran en la democracia y el cambio constitucional. Y es verdad que ésas han sido reivindicaciones centrales. Pero tampoco eso carece de precedentes. Hubo efervescencia constitucional sostenida en Túnez y Egipto a finales de la década de los 70 del siglo XIX bajo las ocupaciones británica y francesa de esos países en 1881 y 1882. Análogos debates llevaron al establecimiento de una constitución en el Imperio Otomano en 1876, que duraron con interrupciones hasta 1918. Todos los estados sucesores del Imperio Otomano se vieron profundamente influidos por ese accidentado experimento constitucional. En 1906, Irán instituyó un régimen constitucional, un régimen, no obstante, repetidamente eclipsado. En período de entreguerras y posteriormente, los países semi-independientes e independientes en Oriente Próximo estuvieron en general gobernados por regímenes constitucionales.
Se trató en todos los caso de experimentos constitucionales fallidos, enfrentados a enormes obstáculos en forma de intereses creados, proclividades autocráticas de los dirigentes y analfabetismo y miseria de las amplias masas. Al final, de los muchos problemas que tenían planteados sus sociedades, lograron resolver muy pocos. Pero los fracasos en punto a instituir regímenes constitucionales duraderos no se debieron solamente a esos factores internos. También se debieron al hecho de que esos gobiernos fueron sistemáticamente saboteados por las potencias occidentales, cuyas ambiciones se veían a menudo frenadas por parlamentos democráticos y una incipiente prensa y opinión pública que insistía en la soberanía nacional y en una justa participación en el reparto de sus propios recursos. A partir de finales del siglo XIX, eso formó una pauta una y otra vez repetida. Lejos de venir en apoyo del gobierno democrático del Oriente Próximo, las potencias occidentales se dedicaron por lo común a sabotearlo y a conspirar con las elites locales antidemocráticas, prefiriendo lidiar con autócratas acomodaticios, débiles y prontos al soborno.
De modo que lo que los hace sin ejemplo histórico no es la naturaleza democrática de estos levantamientos revolucionarios de 2011. Las revoluciones que tuvieron lugar entre 1800 y la década de los 50 del siglo XX estuvieron primordialmente orientadas a poner fina a la ocupación extranjera. Esas revoluciones de liberación nacional terminaron dando en la expulsión de las viejas potencias coloniales y sus odiadas bases militares en el grueso del mundo árabe. Esas revoluciones acabaron generando regímenes nacionalistas en el grueso del mundo árabe. Los de Argelia, Libia, Sudán, Siria y Yemen aún mantienen el poder. El de Irak fue derrocado por una invasión y una ocupación que han dejado un país devastado. Sólo en Túnez y en Egipto han sido hasta ahora esos regímenes derribados por sus pueblos, un resultado, no obstante, que dista por mucho de haberse consolidado.
Lo que de verdad distingue a las revoluciones de 2011 de sus predecesoras es que significan el fin de la vieja fase de la liberación nacional del dominio colonial y están, ahora, centradas en los problemas internos de las sociedades árabes. Huelga decir que durante la Guerra Fría el viejo colonialismo terminó dando paso a una forma más perniciosa de influencia exterior, primero de las dos potencias, y en los últimos veinte años, de los EEUU solamente. Todo el sistema regional árabe resultó apuntalado por esta hiperpotencia, cuyo apoyo resultaba crucial para la supervivencia de la mayoría de los regímenes dictatoriales que ahora se tambalean ante el desafío de sus pueblos. Mas, aunque ese importante factor ha estado siempre en el transfondo, lo cierto es que el foco de las revoluciones de 2011 está centrado en los problemas internos: en la democracia, las constituciones y la igualdad.
Ha habido otra reivindicación en 2011, sin embargo. La dignidad. Y eso ha de entenderse en dos sentidos: la dignidad de los individuos y la dignidad del colectivo, del pueblo y de la nación. La exigencia de dignidad individual resulta fácilmente inteligible. Frente a temibles Estado policíacos que aplastaban al individuo, nada más natural que esa exigencia. Las incesantes violaciones perpetradas por esos Estado autoritarios contra la dignidad de todos y cada uno de los ciudadanos árabes, así como las constantes afirmaciones de desprecio oídas de boca de sus dirigentes, acabaron siendo internalizadas generando una duradera autoabominación y una ulcerosa patología social. Lo que se manifestaba, entre otras cosas, en tensiones sectarias, un acoso sexual frecuente a las mujeres, criminalidad, drogadicción y una corrosiva incivilidad, horra de espíritu público.
Una de las peores cosas de los regímenes árabes autoritarios, aparte de su negación de la dignidad individual, fue el desprecio mostrado por los dirigentes hacia sus pueblos. A sus ojos, el pueblo era inmaduro, peligroso e incapaz de democracia. El tono paternalista y patriarcal de Mubarak en sus últimos discursos caracteriza a la perfección a esos regímenes: es el mismo tono que escuchamos ahora a Gadafi, y a los reyes y presidentes vitalicios de otros Estados árabes. Sólo Gadafi dice abiertamente lo que otros caudillos, creyéndolo, se callan: que sus pueblos son fácilmente engañados y llevados al huerto, es decir, que carecen de dignidad.
Lo que nos lleva a la exigencia de dignidad colectiva que han puesto en su estandarte las revoluciones de 2011. La falta de un sentido de dignidad colectiva árabe tiene que ver con la situación de esta región, una de las pocas que no se vio afectada por las transiciones democráticas que arrastraron a otras partes del mundo en el último cuarto del siglo XX. Subitáneamente, los árabes han demostrado que no son diferentes de los demás. Estas revoluciones han creado un sentimiento de dignidad colectiva superlativamente reflejado en el orgullo mostrado por tunecinos y egipcios tras la caída de sus respectivos tiranos. ―Levanta la cabeza; ¡eres un egipcio!— cantaban las muchedumbres en Tahrir. Era la dignidad colectiva del pueblo egipcio, y con ella, del pueblo árabe todo, lo que se afirmaba.
Y eso trae a colación el papel de los EEUU y de su consentido protegé, Israel. Aunque se ha hecho poca mención de este enorme elefante suelto en la porcelanería durante las revoluciones de 2011, nunca dejó de estar en el trasfondo de ellas. Lo estaba el hecho de que Estados policíacos árabes se beneficiaron de equipo puntero y de prolongados entrenamientos en las mejores instalaciones estadounidenses y europeas. Latas norteamericanas de gases lacrimógenos fueron profusamente usadas contra pacíficos manifestantes en Túnez y El Cairo, como hace años se usaron sistemáticamente y con gran copia contra manifestantes palestinos en poblaciones como Bil’in en la Franja Occidental. Los matones de Ben Alí y de Mubarak estaban en excelentes relaciones con los servicios de inteligencia de los EEUU y de los países europeos. Lo que realmente significaba el apoyo occidental a la ―estabilidad—era apoyo a la represión, a la corrupción, a la frustración de las reivindicaciones populares y a la subversión de la democracia. También significaba la subordinación de los países árabes a los dictados de la política estadounidense y a las exigencias de Israel. La exigencia de dignidad colectiva es un llamamiento a poner fin a esa innatural situación.
Las revoluciones árabes de 2011 plantean muchas cuestiones. Tras una noche aparentemente sin fin, se ha desencadenado un espíritu de liberación en el mundo árabe, Es imposible decir si logrará persistir lo bastante como para superar los terribles problemas estructurales de los países árabes y derrotar las fuerzas de la reacción empeñadas en preservar el statu quo. Aunque las pertrechas elites han sido sacudidas en Túnez y Egipto por la oleada revolucionaria, no cederán fácilmente sus privilegios. Además, otras elites aún en el poder harán todo lo posible por frenar esta oleada abatida sobre toda la región.
Asunto conexo es si lo que empezó en Túnez y en Egipto tiene potencial bastante para derrocar a otras tiranías árabes. Con todas las semejanzas entre sus regímenes, cada país árabe es distinto de los otros. Las poblaciones de muchos de ellos, señaladamente Jordania, Argelia, Yemen, Bahrein e Irak, son menos homogéneas que las de Egipto o Túnez, y están atravesadas por segmentaciones étnicas, regionales o religiosas que las clases rectoras pueden aprovechar para dividir e imperar. Y en algunos casos, notoriamente en Argelia, Irak y Jordania, hay memoria de pugnaces enfrentamientos civiles que recientemente, o no tan recientemente, anegaron en sangre a esas sociedades, lo que podría ahora inhibir la protesta popular. Todos esos factores han sido movilizados por la reacción árabe, que opera transfronterizamente a fin de sostener sistemas antidemocráticos y discriminatorios, en Bahrein y por doquiera.
Con todo y con eso, el nuevo espíritu que ha embargado al mundo árabe se ha revelado contagioso, y las exigencias de democracia y bridas constitucionales a los poderes de los dominadores que comenzaron en Túnez y Egipto pueden oírse ahora en Marruecos, Argelia, Sudán, Siria, Yemen, Irak y los países del Golfo. La consigna acuñada, los primeros, por revolucionarios tunecinos y egipcios, se oye ahora por doquiera, desde el Atlántico hasta el Golfo: ―Al-sha’b yurid isqat al-nizam—(―El pueblo quiere la caída del régimen—).
Resulte de todo ello lo que quiera, lo que está aconteciendo es una confirmación espectacular, no ya de las comunes aspiraciones de libertad y dignidad de toda una generación de jóvenes árabes, sino de la existencia de una esfera pública árabe común. Aunque eso debe no poco a los modernos medios de comunicación, es un error reducirse exclusivamente a las especificidades de la tecnología, ya se trate de facebook, de twiter, de teléfonos móviles o de televisión por satélite. Esa esfera pública común existía ya en el pasado, fundada en tecnologías más antiguas, como la prensa impresa y la radio. Como pasa con todas las revoluciones, ésta es resultado no de la tecnología, sino de luchas sociales inveteradas, en este caso, de uniones sindicales, de grupos de mujeres, de activistas por los derechos humanos, de islamistas, de intelectuales, de luchadores por la democracia y de muchos otros que han pagado muy caros sus afanes. Si algo hay radicalmente nuevo, son las formas capilares y no jerárquicas de organización que han ido desarrollándose entre muchos de estos grupos.
Otra cuestión que plantearán las revoluciones árabes será la del papel de las potencias occidentales en la remoción del putrefacto statu quo árabe. EEUU siempre anduvo al estricote, en su política exterior, entre sus principios, entre los que se halla la defensa de la democracia, y sus intereses, que le llevan a sostener a dictadores que hacen lo que de ellos se espera. Cuando mengua el escrutinio público, es el último impulso el que predomina en la política estadounidense en el Oriente Próximo. Ahora, con unos medios de comunicación norteamericanos contando historias de carismáticos jóvenes árabes derribando dictadores odiosos y exigiendo democracia en un inglés perfectamente comprensible, la opinión pública norteamericana está al acecho, y Washington ha respondido con un tibio apoyo a la transición democrática y con quedos llamamientos, dirigidos a sus otros clientes árabes, a la mesura en la represión de sus pueblos. El papel jugado por sórdidos intereses ya se ha afianzado en la política estadounidense en Bahrein y en Libia, que reciben tratamientos harto distintos, como distinto es también el que reciben otros países árabes testigos de levantamientos populares.
Este nuevo momento histórico en Oriente Próximo les hará harto más difíciles las cosas a Washington, a Tel Aviv y a las capitales árabes: no podrán seguir con sus viejos negocios al modo usadero. El régimen de Mubarak era un pilar central tanto para la dominación regional norteamericana como para la israelí, y será difícil, por no decir imposible, substituirlo. Los otros dominadores árabes absolutistas, aun si consiguen mantenerse en el poder, no podrán seguir ignorando a la opinión pública como invariablemente hicieron en el pasado. Las impopulares políticas tendentes a secundar sumisamente las directrices de Washington en su guerra fría contra Irán, o en su protección de Israel frente a cualquier presión hostil a la colonización y armada ocupación de territorio palestino, se harán harto más difíciles. El sistemático ingreso de la opinión pública en la determinación de la política exterior de los Estados árabes es todavía cosa del futuro. Pero se puede razonablemente esperar que los días en que los dominadores árabes podían ignorar a la opinión pública árabe y acomodarse al trato brutal dispensado por Israel a los palestinos pasaron definitivamente.
Nadie en Washington puede seguir ya confiando en la complaciente sumisión a Israel y a los EEUU, uno de los rasgos clave del estancado orden árabe que ahora se ve desafiado en toda la región. Lo que venga a substituirlo se determinará en las calles, no menos que en los cafés de Internet, en los ambientes sindicales, en las oficinas de los periódicos, en los grupos de mujeres y en los hogares de millones de jóvenes árabes. Ya han dejado dicho que no tolerarán seguir siendo tratados con el desprecio que les han venido demostrando los gobiernos durante todas sus vidas. Ya nos lo han anunciado: ―El pueblo quiere la caída del régimen‖. Quieren decir: esos regímenes que en todos y cada uno de los países árabes han robado la dignidad a los ciudadanos. También quieren decir: un régimen de alcance regional, cuyo piedra basal ha sido la humillante sumisión a los dictados de los EEUU e Israel, y que robaba a todos los árabes su dignidad colectiva.
Rashid Khalidi es el Profesor Edward Said de Estudios árabes en la Columbia University (Nueva York). Ha profesado en la Universidad Libanesa, en la American University de Beirut, en Georgetown University y en la Universidad de Chicago, y fue presidente de la Asociación de Estudios sobre el Oriente Próximo. Khalidi es autor de seis libros: Sowing Crisis: American Dominance and the Cold War in the Middle East (2009); The Iron Cage: The Story of the Palestinian Struggle for Statehood (2006); Resurrecting Empire: Western Footprints and America’s Perilous Path in the Middle East (2004); y Palestinian Identity: The Construction of Modern National Consciousness (1997; reeditado en 2010). Es autor de más de cien artículos de historia del Oriente Próximo.
Traducción para www.sinpermiso.info: Miguel de Puñoenrostro
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