Opinión
Las luchas de clases no
han muerto… ¡Y los pueblos árabes se están
encargando de recordárnoslo!
Marcelo
Colussi mmcolussi@gmail.com
http://avancso.codigosur.net
“No se trata
de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de
paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se
trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una
nueva.”
Carlos Marx, Mensaje a la Liga de los
Comunistas, 1850
Por
muchos motivos el siglo XX ha sido, seguramente, el más
movido, prolífico y controversial de la historia. Marcó
de forma indeleble el curso general de los acontecimientos de la
humanidad con una fuerza imperecedera: para bien o para mal nos hizo
asistir al surgimiento de incontables procesos nuevos, tales como la
revolución científico-técnica imparable aplicada
al mejoramiento de la vida cotidiana, las primeras experiencias
socialistas, la universalización de la economía y la
cultura (hoy día bautizada como “globalización”),
guerras con aplicación de las fuerzas más destructivas
que se pudieran concebir, inicio de la conquista espacial, inicio de
la liberación femenina, aparición del síndrome
de inmunodeficiencia adquirida, sociedades masificadas y apoyadas con
fuerza creciente en los medios de comunicación, poderes
hegemónicos de escala planetaria. Todo esto fue nuevo en la
historia, y el siglo pasado es su punto de arranque, punto de
inflexión del que probablemente no se retrocederá más.
Cada uno de estos distintos aspectos representa, en sí
y por sí mismo, un mundo aparte; cada uno ha corrido suertes
diversas, con perspectivas futuras muy disímiles entre sí.
De entre todos ellos nos interesa ahora particularizar lo
correspondiente al discurso contestatario que trajo el socialismo y
la suerte que el mismo tuvo durante todo el siglo.
Al hablar
de la historia del socialismo, es decir: la esperanza genuina en un
nuevo mundo de justicia, nos referimos no tanto a su génesis y
primeros tanteos en el siglo XIX como cosmovisión sino a lo
que, ya en tanto propuesta madura, significó en las
expectativas que fue abriendo. Sin dudas –nadie podría
negar esto– movió a lo mejor de la humanidad, en todo
sentido: a aquellos más nobles, abnegados y honestos que
vieron en su aparición como teoría y en la primera
revolución –la rusa de 1917– el inicio de un
paraíso posible, el fin de las injusticias, la puerta de
entrada a “la patria de la humanidad”. Movió,
igualmente, lo mejor que cada uno de los seres humanos podemos tener:
el espíritu de solidaridad, la fraternidad, la generosidad
auténtica y desinteresada.
Muchas cosas han marcado el
siglo XX, por supuesto; pero el inicio de las experiencias
socialistas está entre aquellas que más reacciones
produjo, tanto de aceptación como de rechazo. Lo que allí
estaba en juego era mucho más grande que lo que podía
abrir cualquier descubrimiento científico o tendencia
artística. La profundidad de la transformación anhelada
produjo pasiones igualmente intensas. Nadie pudo quedar impasible
ante la magnitud de su propuesta.
En cierta forma podría
decirse que todo el siglo se vio atravesado por este fenómeno:
las primeras luchas sindicales con vistas a socializar la propiedad,
el triunfo de las primeras revoluciones socialistas, la reacción
del mundo capitalista ante su aparición, la construcción
que se empezaron a dar los países que comenzaron a transitar
esos caminos, la guerra fría entre los bloques antagónicos
que fueron delineándose y el posterior triunfo del capitalismo
sobre su modelo opositor hacia fines del siglo, nada de esto dejó
de conmover hondamente a cualquier habitante del planeta. Durante los
largos años que duró esta pugna entre bloques, entre
cosmovisiones, las ideas generadas por el socialismo empezaron a ser
moneda corriente en la cultura popular. Nadie se asombraba por hablar
de “explotación”, y tampoco eran crípticos
términos de cenáculo para iniciados la “lucha de
clases”, el “reparto de la riqueza”, la “toma
del poder”, el “imperialismo”.
Hoy día,
inicios del siglo XXI, habiendo corrido mucha agua bajo el puente y
caídas esas primeras esperanzas, sin modelos alternativos a la
vista que sirvan de contrapeso a la hegemonía agobiante del
neoliberalismo y de la unipolaridad militar de los Estados Unidos,
todo aquel discurso de apenas unas décadas atrás parece
haberse esfumado. Pero, en sustancia, nada de lo que esas palabras
significaban ha cambiado: sigue la lucha de clases, continúa
el desigual reparto de la riqueza, el poder continúa en
poquísimas manos, el imperialismo se ha acrecentado.
¿Por
qué salieron de escena todos estos términos? ¿Acaso
“pasaron de moda”?
En realidad cambió la
agenda política, cambiaron los escenarios, pero no hubo
cambios reales en las estructuras. Aunque sea casi una mala palabra y
nadie la use hoy, ¿no hay más imperialismo? La historia
la escriben los que ganan, por lo que en la actualidad, habiéndose
impuesto el mercado como deidad absoluta, todo lo que vaya en su
contra es blasfemo. De ahí que no se nombre todo lo anterior,
sean anatemas.
Hablar de lucha de clases o imperialismo es
hoy anacrónico…
¡Pero no tanto! Es cierto
que la historia la escriben los ganadores, ¡pero hay otra
historia! Aunque la fuerza arrolladora con que se presenta el triunfo
del gran capital pueda tenernos abrumados –manejo mediático
mediante–, las realidades que están tras esos términos,
hoy “blasfemos”, no han desaparecido. Seguramente por la
misma imposición que esa victoria del gran capital trajo, le
hemos tomado miedo a ese discurso contestatario y nos atemoriza ser
vistos como nostálgicos de tiempos idos. Plegarse a los
poderes dominantes, por supuesto, es más fácil que ir
en su contra.
El aturdimiento que produjo la caída del
Muro de Berlín, vendido luego en pedacitos como souvenir
turístico, aún nos tiene desconcertados y pareciera que
nos hizo ir olvidando la sana irreverencia y la cuota de rebeldía
que alentó pasadas luchas décadas atrás. Pero
eso no está muerto.
El mundo post Guerra Fría
dio como resultado fenómenos bastante patéticos: por un
lado, cuotas de explotación inmisericordes que recuerdan el
capitalismo decimonónico, sin leyes sociales de protección
a los trabajadores ni regulaciones estatales. La precarización
laboral de estos últimos años (léase: la
explotación más descarnada) volvió a mostrar la
verdadera cara del sistema económico-social en que nos
movemos. Junto a ello, como otra de las consecuencias de esa caída
(que fue la caída no sólo de un muro sino de las
esperanzas que allí se jugaban) se nos presenta el intento de
vaciamiento del discurso y la práctica transformadora,
revolucionaria. La protesta se aguó, se degradó, y el
sistema –sabiamente– pudo ir criminalizándola.
Sin temor a equivocarnos podríamos decir que el
discurso dominante nos hizo pasar de la lucha de clases a la
criminalización de las relaciones sociales como motor de la
historia. De Marx (abolición de la propiedad privada de los
medios de producción y de la sociedad de clases basada en
ella) fuimos pasando a Marc’s (métodos alternativos de
resolución de conflictos).
Menudo cambio, sin dudas.
Las luchas de clases salieron de escena. Pero entiéndase bien:
dejaron de ser tema de debate, objeto de discusión académica,
referente en el discurso político…., aunque ahí
siguen estando. La “preocupación” que nos fue
creando el omnímodo discurso dominante puso otros temas como
“principales”. Además de la apología del
dios-mercado, se entronizó la democracia representativa como
modo superior de gobierno, y los problemas sociales quedaron
resumidos en dos cosas: la mala práctica de gobierno (la
“culpa” la tienen los políticos) o el crimen
desbocado, que en estos últimos años pareciera haberse
ido transformando en un nuevo demonio omniabarcativo.
En
otros términos: de la lucha de clases a la delincuencia como
factor de explosividad de las sociedades. La cotidianeidad de estos
últimos tiempos, cada vez más plagada de hechos
corruptos (hoy día ya no es noticia que “caiga”
algún funcionario por algún hecho de corrupción)
y delincuencia de todos los calibres (ciudades cada vez más
inseguras, narcoactividad, pandillas juveniles y un largo etcétera),
no deja ver la explotación económica, la lucha de
clases, el fenomenal descontento que anida en todas las sociedades.
En definitiva: la injustica más rampante, que se nos ha hecho
ya “natural”, dejó de ser el tema principal. Para
tapar eso, para maquillarlo convenientemente el sistema ha ido
encontrando formas cada vez más sutiles y efectivas de
control: fundamentalismos religiosos de toda laya, masificación
global y saturante del show deportivo, fundamentalmente de fútbol
(se habló de hacer el Campeonato Mundial cada dos años
incluso), bombardeo inmisericorde de los medios de comunicación
aliados al sistema (guerra de cuarta generación le llaman a
eso los estrategas del Pentágono). Es decir: el descontento
social producto de la explotación, de las injusticias de base
que siguen existiendo, se fue manejando, controlando, moldeando. Y
así se puso como tema principal de cualquier discusión
cotidiana la violencia callejera…., o el fútbol. Pero
las luchas de clases, aunque “pasadas de moda”, ahí
siguen estando.
Con la llegada del socialismo del siglo XXI
en la República Bolivariana de Venezuela hace algunos años
se desempolvaron viejos conceptos que parecían ya olvidados,
patrimonio de “dinosaurios como los cubanos”. El ideario
sepultado bajo los escombros del Muro de Berlín tímidamente
volvió a salir a luz. Quizá esperamos mucho
–justificadamente sin dudas– de ese proceso en el país
caribeño. Hoy día no sabemos bien para dónde se
dirigirá la experiencia venezolana, si mira realmente hacia un
horizonte socialista (del siglo que sea) o si la “conciliación
de clases” termina imponiéndose. Lo que sí, sin
dudas, levantó esperanzas que habían quedado
adormecidas estos años; el “socialismo” dejó
de ser mala palabra. Y cuando nadie se lo esperaba (al menos desde el
mundo occidental) allí golpea a la puerta de la historia el
renacer de los pueblos árabes con este huracán de
protestas que se está sucediendo.
Tomando palabras de
José Steinsleger al referirse a los sucesos de Egipto, válidas
para todo el proceso que se da hoy en buena parte del mundo árabe:
“¿Hay [allí] una situación
prerrevolucionaria? Los anarquistas se oponen a la solución
autoritaria; los socialistas celebran el aliento democrático
de la sublevación; los comunistas piensan en si las
condiciones están dadas; los trotskistas agitan el programa;
los nacionalistas evocan la dignidad de otras épocas; los
liberales y conservadores revisan las páginas de “El
gatopardo”, y los religiosos sueñan con el renacer del
Islam”. ¿De qué se trata en realidad todo este
volcán? Las lecturas pueden ser múltiples, antitéticas
incluso, y todavía no puede vaticinarse para dónde se
disparará el proceso. Pero definitivamente algo se mueve. Se
mueve…. ¡y mucho! Todo lo cual evidencia que los
problemas del mundo, los problemas básicos que produce este
disparate civilizatorio en el que vivimos donde importa más
una máquina que una vida humana, todo eso tiene como
fundamento aquello que el viejo Marx denunciaba con vehemencia 150
años atrás.
En realidad no se trata de
“vaticinar” qué pasará con esta ola de
protestas que ponen en marcha los pueblos árabes; se trata de
apoyarlas como momento importante, privilegiado quizá, en la
historia. Apoyar, y si se ve que ello es un paso para la
transformación social hacia mayores cuotas de justicia,
tomarlo como propio, aunque no se pertenezca concretamente al mundo
árabe. En todo caso, esa puede ser una batalla más de
una lucha mucho más general, más universal, no sólo
de los árabes por supuesto. En ese caso: todos somos árabes,
todos estamos en la Plaza Tahrir de El Cairo, todos nos hacemos parte
de ese volcán que ha despertado.
Pero además
vale la pena tomar esta marea que se inició en el mundo árabe
como un recordatorio que, más allá del fenomenal manejo
mediático distractor que nos confronta con otros problemas,
importantes sin dudas, pero menores en definitiva (la delincuencia
cotidiana, las cuotas de corrupción, el “mal gobierno”),
las luchas de clases no han muerto.
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