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Marzo 2010

VIOLENCIAS CHILENAS

Helio Gallardo

A cada chilena/chileno le toca sufrir al menos un terremoto en su existencia. Se reparten por todo el territorio: norte, centro y sur. Algunos van acompañados de maremotos que, si no son previstos, destruyen muchas vidas. En su estadística larga, los sismos parecen ‘preferir’ el norte lo que, dentro del infortunio, es menos malo porque allí es donde reside una menor cantidad de gente. Por fortuna, la capital, Santiago, con un 40% de la población (hoy, unos 7 millones de personas) total, no fue particularmente afectada por terremotos durante el siglo XX. El del 27 de febrero recién pasado, conmovió a Santiago, pero su epicentro estuvo más próximo a la ciudad de Concepción, 500 kilómetros al sur.

El cable ha informado de los daños y muertes causados por la pareja terremoto/maremoto, y ha mostrado también imágenes de enfrentamientos por saqueos realizados por necesidad o negocio y acciones vandálicas que ‘obligaron’ al gobierno a imponer un Estado de sitio en Concepción. Un periódico lo narra así: “El caos social en Concepción dio la vuelta al mundo. Durante el lunes el sonido de las sirenas de ambulancias y bomberos se mezcló con el ruido de 25 tanques y con tiros que militares lanzaban al aire: en un día hubo cinco incendios intencionales, según Carabineros, para distraer a las fuerzas del orden y así saquear tiendas y edificios aledaños”. La fuerza del terremoto se combina con la violencia social. La violencia que afecta a la propiedad y al ‘orden’ de los propietarios, convoca la represión de los cuerpos militares o militarizados. Carabineros es policía militarizada. El Estado de sitio impuesto por el gobierno de Chile le significó movilizar entre 7 y10 mil soldados.

Alguien no chileno podría preguntarse. ¿Para qué tanto soldado pertrechado como para una guerra de exterminio? Cascos, armas pesadas, tanques, lanzacohetes, vehículos acorazados. En otros países-desastres se utiliza a militares para cooperar con la Cruz Roja y cautelar la distribución gratuita de ayuda. Los soldados chilenos, en cambio, protegen a las grandes tiendas y a los megamercados. No están allí para aliviar a una población que muy mayoritariamente no es delincuente. En Concepción la autoridad militar limitó a seis horas diarias el tiempo en que se podía salir a la calle para buscar agua, alimento o combustible. El resto del día, los civiles eran juzgados agresores potenciales.

Ni televisión ni cable muestran o enfatizan que el auxilio necesario y urgente ha sido lento o no llegó. El control militar, en cambio, fue pronto y masivo. Un chileno opina que si los empresarios a quienes se defiende del saqueo hubiesen donado alimentos a la población, el asalto se habría minimizado y los alimentos perecibles no se hubieran podrido. Porque hambre había. Pero a empresarios, políticos y militares chilenos, ‘donar’ horizontalmente una parte de su propiedad y bienes, incluso en un situación de casi entero desamparo, les parece intolerable, un robo vil. Reservan su bondad para el show de la Teletón. En la vida diaria, en cambio, exigen soldados y carabineros para que secuestren a la población y disparen, como escribe el periodista, “al aire”, o a matar.

En Chile militares y policías han hecho bien su trabajo de disparar a matar para asegurar la propiedad señorial y el ‘orden’ oligárquico y neoligárquico. Un Premio Nacional de Historia de ese país, Gabriel Salazar, resume el punto: “Es la vieja práctica del Ejército chileno que, recordemos, se formó matando mapuches y después rotos y peones. La gran solución siempre ha sido tirar a matar y el problema continúa: cuento 23 masacres y todas contra la clase popular”. Además de la destructividad de sismos y maremotos, Chile es un país de masacres. Sus Fuerzas Armadas y su Policía han sido casi siempre el brazo armado y cruel del imperio señorial. Han golpeado a indígenas y campesinos que reclamaban la usurpación de sus tierras (Ranquil, 1934), a obreros que se levantaban contra la superexplotación que los aniquilaba junto con sus familias (Santa María de Iquique, 1907), o a pobladores que ocupaban terrenos para levantar sus campamentos (Pampa Irigoyen, 1969). No solo han asesinado a humildes. También dieron forma a un ‘espectáculo’ urbano con la matanza de 59 jóvenes y estudiantes en el edificio capitalino del Seguro Obrero (1938). Son solo ejemplos. La sensibilidad de los aparatos militares chilenos se forjó asimismo en guerras racistas de rapiña, saqueo y ocupación contra las poblaciones y territorios de Bolivia y Perú (s. XIX). Una de sus batallas, la de Yungay (1839) suele considerarse fundacional de la ‘nación’ chilena. Estas masacres y guerras se mantienen en la memoria como “glorias patrias”. Son ejemplares.

Más recientemente y durante 17 años (1973-1990) los aparatos militares y policiales chilenos acosaron, saquearon bienes, encarcelaron, violaron, torturaron, secuestraron, antes de destrozar o ‘tirar a matar’ a millares de civiles. Obtuvieron ventajas por su comportamiento. Ya no fueron brazo armado de los patrones, sino una sección armada y bien pagada de ellos. La mayor parte de sus delitos está impune. La 'cultura' del miedo, la sujeción y también la explosiva irritación y la tosca arrogancia son constitutivas del 'éxito' chileno'. En Chile, empresarios, políticos ‘oficiales’ y magistrados presumen de 'sus' fuerzas armadas.

La Naturaleza no sabe que hace violencia. Una cultura de violencia como la chilena debería agraviar a todos. La Naturaleza no se jacta de nada. Los dueños de Chile, desde siempre, llaman a su brutal violencia impune, “la Patria”. La bendicen.

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En este trabajo se utilizó una entrevista a Gabriel Salazar: “El descontento va a seguir y la única vía será robar” (entrevista, La Nación, 03/03/2010, Santiago de Chile), un artículo de Juan Sepúlveda: “El terremoto del bicentenario: un crudo scanner al país” (Comité Ecuménico de Proyectos, Chile) y otros materiales periodísticos.

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