Noviembre 2010
La
democracia y sus falsos amigos:
Nuevas
perspectivas para nuevos avances
Discurso en la
ONU
Juan Carlos Monedero
alainet
5 de septiembre de
2010.- A propósito del Día internacional de la
Democracia, Juan Carlos Monedero dio el siguiente discurso sobre la
“Democracia y sus falsos amigos: Nuevas perspectivas para
nuevos avances” que ofrecemos a continuación:
“Los cuatro puntos
cardinales –dijo el poeta chileno Huidobro- son tres: el Sur y
el Norte”. Bien podría hacer dicho que en el fondo es
tan sólo uno, el Norte, pero también sabemos, con Hegel
y con el sentido común, que sin esclavo no hay amo. El Sur es
una metáfora de la ausencia, de lo que no cuenta. La teoría
crítica es aquella que entiende que lo que existe no agota las
posibilidades de la existencia. Walter Benjamin habló de
cepillar la historia a contrapelo para contar la suerte de los
perdedores, Paulo Freire nos trajo la pedagogía del oprimido y
Francisco de Goya en su cuadro sobre los fusilamientos del tres de
mayo de 1808, pintó a la derecha el ejército
inclemente, geométricamente ordenado como el canon de la razón
manda, bien armado y dispuesto, digno de la Francia ilustrada de
Napoleón. Pero no olvidó a la izquierda plasmar a sus
víctimas, alumbradas por un farol que negaba el brillo a las
luces de la Ilustración y se lo entregaba precisamente a los
que la historia, también la historia de la democracia, suele
dejar fuera de foco.
Para los científicos
sociales empezar citando a un poeta no sería bien considerado.
Casi una cuestión de mal gusto. A la ciencia política
no le gustan las metáforas. Sabemos que difícilmente
Maquiavelo o Rousseau podría publicar en la American
Political Sciencie Review.
La ciencia social ha aprendido a rechazar todo aquello que no sabe
medir, igual que aprendió a asumir como un dato de la realidad
aquello que no sabe cambiar. Muestra una enervante incapacidad para
construir nuevos indicadores que den cuenta de las nuevas realidades,
y mucho menos se atreve, en nombre de la ciencia, a intentar, en
expresión de Boaventura de Sousa Santos, una sociología
de las ausencias o una ciencia política de las emergencias. Y
lo que no mide, concluye, no existe. Y aquello que existe lo mide con
indicadores que ahorman las realidades sociales, como una zapatilla
de Cenicienta en manos de príncipes caprichosos. Y disculpen
otra vez una metáfora.
En nombre de la ciencia,
se rellenan pizarras con fórmulas matemáticas para
terminar diciendo que, en base a sus cálculos, es radicalmente
imposible que ocurra lo que está ocurriendo, como se queja
Andrés Rábago. Lejos de abrir nuevos rumbos o teorizar
ángulos ciegos, la ciencia política hace poco más
que reforzar el statu
quo.
En un reciente informe del PNUD se escucha una queja acerca de lo que
llama “facilismo económico” de gobiernos que
gastan al parecer con alegría en el bienestar de sus pueblos.
¿A alguien se le ocurriría hablar de “facilismo
económico” o de “expectativas irrealizables”
para referir los cientos de millones de dólares y euros
gastados para rescatar a una banca irresponsable?
Estamos ante una
crisis... de sentido
Llevamos muchos decenios
con debates sobre la democracia prácticamente idénticos.
Los problemas han sido identificados, mensurados y clasificados en
listas que amarillean, algunas causas son reiteradamente expuestas,
los catálogos de soluciones se clonan y un cierto optimismo
atraviesa a la academia oficial. Sin embargo, las señales de
mejoría no pueden ser más inequívocamente
señales de empeoramiento. Estamos ante una crisis que afecta a
todos los ámbitos de la vida: crisis económica,
ecológica, alimentaria, inmobiliaria, financiera, energética,
bélica, y también, aunque cueste medirla, de sentido.
El cumplimiento de los objetivos del Milenio se aleja y los sistemas
financieros rescatados hace unos meses han terminado, agradecidos,
arrodillando a los países que los sacaron del agujero.
Disculpen la ironía. Estos, a su vez, han golpeado las bases
del Estado social y, de camino, la ayuda al desarrollo. Y ya es un
lugar común decir que somos como los pasajeros que seguían
bailando mientras el Titanic se hundía. Si el ser humano es
racional ¿cómo es posible ¿explicar esta
inconsistencia? ¿por qué si supuestamente sabemos lo
que nos pasa, no terminamos de salir de esto que nos pasa? Quizá,
y ésta es una de mis hipótesis, lo que nos pasa,
podemos decir con Ortega, es que no sabemos qué nos pasa.
Parece evidente que el
moderno científico social, al igual que le ocurre a su época,
tiene dificultades para pensar adecuadamente. Esto es, piensa mal. Y
en esa senda, también piensa mal la democracia. Al mismo
tiempo, hay personas y grupos interesados en que esto sea así.
Los avances en
América Latina... son elementos de los ejes del mal que dicta
el Norte
Resulta sorprendente que
lo que el propio PNUD recoge como avances en América Latina en
la última década –surgimiento de nuevos
movimientos políticos, reconocimiento creciente de los
derechos sociales, incluidas las minorías y las mujeres, mayor
eficacia de los poderes ejecutivos, mantenimiento del equilibrio
macroeconómico, la pérdida de la influencia del
Consenso de Washington y el aumento de la autonomía- sean
todos elementos puestos en marcha por gobiernos como el de Venezuela,
Ecuador, Bolivia o Brasil que con frecuencia han caído en
alguno de los muchos ejes del mal que dicta el Norte, sanciona la
academia y publicita la CNN de turno.
Los científicos
sociales pensamos mal porque con las herramientas conceptuales
melladas con las que obramos no podemos salir del callejón sin
salida en el que está metida la ciencia social desde, al
menos, la crisis del modelo keynesiano a finales de los años
sesenta.
Un intencionado
esfuerzo para debilitar las opciones alternativas
La segunda parte del
problema, insistimos, es la existencia de actores interesados en que,
a lo sumo, algo cambie para que lo sustancial quede invariable. Que
hay gente interesada en negar el pensamiento alternativo es tan
evidente como el esfuerzo que se hace para hacer hegemónico un
tipo de pensamiento y para presentar como anacrónico,
inferior, débil o ideológico y malintencionado el
alternativo. Se trata de un intencionado esfuerzo para debilitar las
opciones alternativas. De no ser así, las democracias
realmente existentes no insistirían en esas valoraciones
negativas de una supuesta “izquierda carnívora” ni
tolerarían con tanta facilidad esos saltos de gigante de la
política a la empresa y de la empresa a la política que
privatizan las magistraturas políticas hasta generar la
sospecha, resucitada del joven Marx, de si no se han convertido en
representantes de los intereses de las grandes corporaciones.
Resulta llamativo el
creciente interés por asuntos mercantilizados (bien sean
deportivos, musicales, televisivos o festivos), junto al evidente
desinterés por los asuntos vinculados al quehacer político
colectivo, pese a que el primero no ofrece sino identidades débiles
y cierta interacción del grupo, mientras que las segundas
están ligadas al tipo de vida al que se va a tener acceso uno
mismo y el resto de la ciudadanía.
Estamos en un cambio
de época
Hay cierto consenso en
que estamos en un cambio de época que afecta al diagnóstico
de la democracia y a su terapia. Un momento de activar los frenos de
emergencia para no precipitarnos al vacío. Un mundo se marcha,
aunque no termina de despedirse, y otro se aproxima, aunque no
termina de llegar. El desarrollo tecnológico está
obrando un cambio civilizatorio y ciertas inercias, a veces
institucionales, no dejan que esas fuerzas desplieguen toda su
capacidad emancipatoria. Como todo cambio político, por
definición puede caer del lado de la regulación o del
lado de la emancipación. Ese cambio civilizatorio puede
mercantilizar aún más todos los ámbitos sociales
o puede generar una corresponsabilización y una consciencia
que permitan un nuevo salto en el proceso de democratlización.
Le corresponde a organismos esenciales como Naciones Unidas acompañar
a la prudencia de tiempos imprudentes, la audacia de tiempos de
transformación.
¿Por qué
se mueve en zigzag tambaleante la reflexión sobre la
democracia? Debemos entender que las tres grandes autopistas que nos
han traído hasta la actualidad –el Estado moderno, el
sistema capitalista y el pensamiento moderno- están sometidas
a grandes mutaciones que los cuestionan, al tiempo que no hay en el
horizonte alternativas a la altura de su capacidad demostrada. Se
sabe lo que no se quiere pero aún no es momento de saber con
claridad qué y cómo se quiere.
Sin embargo, podemos
afirmar que ninguna respuesta sería tan irresponsable como
pretender regresar a un pasado idealizado y que ya no existe. El
Estado moderno está desbordado por problemas para los que es
muy pequeño o demasiado grande, y las respuestas que ofrece,
basadas en la competitividad entre Estados y no en la
complementariedad, ahonda en la crisis que lo pone en cuestión.
El sistema capitalista vive ahora mismo una de sus recurrentes
crisis, y si bien es difícil saber si se trata de una crisis
“del” capitalismo o una crisis “en” el
capitalismo, parece evidente que su abanico de respuestas cada vez es
más reducido y sus soluciones más dramáticas.
Por último, el pensamiento de la Modernidad está
confrontado por el lastre de su linealidad (que deja fuera de vista
lo que ignora su visión simplista del progreso), por su
eurocentrismo y occidentalismo (que le hace olvidar, por ejemplo, que
hubo antes democracias en América Latina que en Europa), por
su productivismo (que hace de la tierra un recurso supuestamente
inacabable y que ya ha logrado hacer de la mitad del planeta tierra
un yermo irrecuperable) y por su machismo (que no permitió que
la mirada femenina complementara en igualdad de condiciones a la
mirada masculina, empeñada en tutelarla y condenarla a la
“infantilidad” del que “no fona”, del que no
tiene voz).
Sólo entendiendo
los cuellos de botella a los que nos conducen estas tres cansadas
autopistas, podemos replantearnos algunos supuestos que superen
igualmente los callejones sin salida de una democracia basada en el
Estado nacional, en el pensamiento moderno y en el capitalismo,
especialmente en la fase de globalización actual en que los
procesos de valorización del capital han puesto a su servicio,
sin posibilidad de marcha atrás, el resto de los órdenes
sociales.
Dar un salto a la
altura del cambio civilizatorio
Esto no significa que el
Estado, el capitalismo o la modernidad estén muertos. Ya
sabemos en qué quedaron esos certificados prematuros de
defunción en el pasado. Y tampoco significa que haya que
derribarlos sin saber por qué van a ser sustituidos. Significa
que, y este es un plano normativo que está en la política
al menos desde Aristóteles, hay que utilizar sus
potencialidades para dar un salto a la altura del cambio
civilizatorio que nos sitúe en otro momento de la humanidad.
Si hablamos de “déficit democrático” hay
ahí una valoración normativa. Atrevámonos a ir
hasta el fondo.
Igualmente, la crisis de
estas tres grandes autopistas sitúa en un nuevo lugar la
discusión acerca de la democracia “realmente existente.”
La desafección ciudadana; el cuestionamiento de la capacidad
de la representación para autorizar a los gobiernos; la
incapacidad del modelo para lograr autogobierno, igualdad y justicia,
claves para su legitimidad; la irrupción de nuevas formas de
articulación política que priman la identidad como
forma de crear cemento social; el aumento de las “zonas
marrones” donde operan sin reglas estatales mafias,
corporaciones, narcotraficantes, terroristas, clubes u otros estados,
o la misma pérdida de legitimidad de las instancias
internacionales, son todos elementos que invitan a un esfuerzo de
clarificación conceptual que vaya más allá de un
ejercicio intelectual o una justificación de lo que ya existe.
Es tiempo también
de gestos que señalen la posibilidad del cambio. En el día
internacional de la democracia, cabe una pregunta. Los pueblos han
demostrado una enorme paciencia siempre y también
recientemente. Valga pensar en desastres como el Katrina en Nueva
Orleans, el Tsunami de Indonesia, el terremoto de Haití o la
riada de Pakistán; en derrames petroleros como el del Golfo de
México o los constantes derrames, más silenciados, en
Nigeria; los abusos contra los derechos humanos que estremecen en
Palestina, en la franja de Gaza, en la Nicaragua en los ochenta,
condenados en este caso por Naciones Unidas; las matanzas de etnias
por etnias en países de África, el asesinato de
demócratas, comunistas o rebeldes en Asia, en América,
pongan en definitiva ustedes la atrocidad que quieran referir, nos
hace pensar, decía, si no va siendo hora de algún gesto
que dé esperanza a los sin esperanza, un Jefe de Gobierno que
dimite por no poder cumplir su programa electoral, un Gobernador de
un Banco Central que entrega el cargo porque le pesa más el
bienestar de su pueblo que las presiones de los mercados o de las
instancias financieras internacionales, un Presidente de Asamblea que
deja la magistratura porque no puede hacer las leyes ni controlar al
gobierno, un Secretario de Asamblea general de Naciones Unidas que
abandona el cargo porque no acepta mandatos ni vetos de nadie que no
sea el G-192. Podemos leerlos como gestos vacíos, como gestos
demagógicos, o como señales de una nueva manera de
entender la democracia que avance en la senda del autogobierno, la
libertad y la justicia. Porque, recordemos, estamos hablando de
democracia.
Los avances democráticos
nunca han sido una concesión graciosa de ningún poder
La discusión
sobre la democracia no va a avanzar en tanto en cuanto no se entienda
que los avances democráticos nunca han sido una concesión
graciosa de ningún poder. La Revolución Francesa sentó
las bases para los derechos civiles, identificando como enemigo a la
monarquía y a la aristocracia en donde primaba la herencia de
familia por encima del mérito. Las revoluciones de 1830, de
1848, la Comuna de París de 1871, identificaron como enemigo
al privilegio y la exclusión y sentaron las bases del sufragio
universal y los derechos políticos. La revolución
mexicana de 1910 o la rusa de 1917, sentaron las bases de los
derechos sociales, señalando como enemigo a la explotación
y al autoritarismo por el que se deslizó el pensamiento
conservador en el periodo de entreguerras, el que llevó a la
derecha, liberada de compromisos democráticos, al fascismo, el
nazismo o al franquismo. Aunque de manera menos nítida, el
mayo del 68 sentó las bases para los derechos de identidad y
una nueva oleada de derechos individuales y colectivos que acompañó
a los procesos de descolonización, a la incorporación
de la mujer a mayores niveles de ciudadanía, a una mayor
libertad sexual y a una crítica general al autoritarismo y la
violencia que tuvo como enemigos a rescoldos de la guerra mundial
escondidos en la guerra fría, a la deriva autoritaria
soviética, a cúpulas eclesiásticas y a sectores
militaristas.
Este análisis
demostraría, frente a interpretaciones tan amables como
insostenibles, que la democracia nace, crece y se consolida contra
sus enemigos. La discusión sobre el futuro de la democracia
tiene aquí uno de sus principales palancas o frenos. En la
corriente principal de la ciencia política, estos principios
se asumen solamente en el discurso, pero no en la práctica. La
retórica liberal mantenía la prohibición del
mandato imperativo como un elemento funcional a la construcción
de mercados nacionales. Pese a la evolución del sufragio
censitario al sufragio universal, se mantiene en los parlamentos
actuales, aunque la práctica de los partidos políticos
la niega sistemáticamente. De la misma manera, hay un discurso
sobre la soberanía popular, la justicia, la libertad que, al
tiempo que se expresa, es hurtado precisamente por los enemigos de la
democracia. Había un solo Muro en Berlín, pero parecían
mil. Hay muros entre Palestina e Israel, entre México y los
Estados Unidos, entre Marruecos y España, pero parece que no
existen porque los que los levantan tienen el don de etiquetar y
hacer que la carga de la prueba recaiga sobre las víctimas. La
lucha democrática, cuando renuncia a los hechos, complica su
trabajo pues tiene lugar contra el fantasma de un discurso dicho por
antidemócratas en nombre de la democracia.
Ignorando este aspecto,
los teóricos se refieren al discurso, los medios se refieren
al discurso, las asambleas se refieren al discurso, Naciones Unidas
se refiere al discurso, pero los pueblos viven en las prácticas.
Eso explica ese alejamiento de una democracia que se dice pero que no
se hace.
En una encuesta a
estudiantes sobre el último libro de ciencia política
que habían leído, una alumna contestó: El
principito de Maquiavelo. Sabemos emocionarnos con Saint Exupéry.
Sabemos mirar con recelo las recetas del florentino al príncipe
para ganar o retener el poder. Pero cuando una cosa enmascara a la
otra, sonreímos si es inocuo o debemos alertarnos cuando
supone una amenaza. Repito: aquellos aspectos que señala el
PNUD como logros de logros en América Latina en la última
década, fueron denostados como populistas, demagógicos
o, con esas categorías que funcionan como balas, como propios
de Estados canallas.
La democracia no es
consenso sino... un producto del conflicto
Quizá la idea
central que traigo a este foro tiene que ver con el convencimiento de
que la democracia no es consenso sino, muy al contrario, un producto
del conflicto. Si bien es sensato construir “consensos de
gobierno”, esto sólo es posible asumiendo su correlato
de conflicto social con los que, históricamente –y noten
que es un problema empírico, no teórico- han frenado el
desarrollo de la inclusión democrática.
Vimos que derechos
civiles, políticos, sociales e identitarios son producto de
protestas y, más aún, de revoluciones que sólo
la distancia dulcifica. Lo más vinculado a la idea de justicia
de los ordenamientos constitucionales y de la propia Carta de
Naciones Unidas tiene que ver con el antifascismo y la derrota de las
potencias del eje. De la misma manera, la discusión sobre el
futuro de nuestra democracia, dará vueltas y vueltas sin
moverse del sitio mientras no entienda que hay un enemigo
incompatible con la democracia. Me refiero al paradigma neoliberal,
que, recordemos, no nació como el liberalismo para enfrentar
el feudalismo, sino que su objetivo, como señalaron Friedrich
Hayek o Milton Friedman, era el Estado social. La propuesta neliberal
de privatización, desregulación laboral y
liberalización, subvirtió derechos y garantías
adquiridas en todos los órdenes y se erigió como el
enemigo por excelencia de la democracia, ahora victorioso, que
recuperaba todos los viejos enemigos antaño derrotados: el
aristocratismo en esa suerte de cámara alta que son los
mercados y las finanzas, el privilegio de decidir o incidir en las
decisiones que reconstruyen privilegios fiscales, legales o
laborales; el autoritarismo vinculado al complejo militar industrial
y armamentístico; o la explotación directa o indirecta
ligada al aumento de desempleo, del empleo precario y de las jornadas
laborales junto a descensos salariales.
La reconstrucción
de la democracia necesita clarificar su enemigo, que hoy no es otro,
repito, que el neoliberalismo. No puede Naciones Unidas afirmar la
bondad de los avances democráticos medidos en elecciones,
aumento de la seguridad o de la libre expresión si no asume
que esos tres ámbitos se ven privatizados por los intereses
defendidos en un Consenso de Washington al que se declara muerto pero
que goza de una extrema buena salud, quizá no como Consenso,
pero sí como Washington.
Buena parte de los
discursos clásicos sobre la democracia son discursos fúnebres
en honor de los caídos en defensa de la soberanía (el
autogobierno), la libertad y la justicia. Al Discurso de Pericles, de
Lincoln en Gettysburg, del sucesor de Toussaint de Lovertoure
proclamando la independencia de Haití, de los Libertadores
americanos, de Simón Bolívar, hay que sumar hoy los
discursos de los Presidentes de la América Latina en pie en el
Mar del Plata, en esta sede o en las proclamaciones de sus nuevas
constituciones. En sus denuncias de la incompatibilidad entre la
democracia y los dictados del FMI o el Banco Mundial se está
dejando claro que el discurso del fin de la política es una
excusa del dinero para definir en solitario la política. En el
“buen vivir” ecuatoriana, en la defensa de la Pachamana
boliviana, en el “inventamos o erramos” venezolano que
genera las misiones y las comunas, hay más inventiva
democrática que en los envejecidos discursos de la academia y
en los agotados recitales de las instancias internacionales al
servicio de la plutocracia que, una vez más, ya denunciara
Aristóteles. Si repetimos que la solución es la
participación ¿dónde está en nuestras
propuestas los presupuestos participativos, el empoderamiento
popular, los movimientos sociales con capacidad ejecutiva, los
revocatorios de los mandatos públicos, la postulación
de políticas públicas participadas popularmente, la
defensa de una democracia deliberativa sobre la base de medios de
comunicación alternativos, la apuesta por formas de democracia
social?
La discusión
sobre las palabras
Cuando le preguntaron a
Miguel de Unamuno si creía en la existencia de Dios, contestó:
“dígame qué entiende por creer, por existir y por
Dios y le contesto”.
Habría un
consenso mínimo en que la democracia es una forma de
organización que tiene como principios el autogobierno, la
justicia y la libertad. Estos tres principios tienen como resultado
la inclusión en los beneficios de la vida en sociedad, así
como las responsabilidades recíprocas que esa vida reclama. De
ahí la fuerza que aún guarda el Discurso de Lincoln en
Gettysburg al afirmar que la democracia “es el gobierno del
pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Legitimidad de origen,
legitimidad de ejercicio y legitimidad de resultados. La soberanía
emana del pueblo, no de ningún dios, de ningún rey ni
de ningún sabio, grupo de sabios o estrategas (y aquí
están incluidos los politólogos). Es el pueblo el que
se gobierna a sí mismo de manera directa o, en forma
consentida, a través de representantes con capacidad para
mantener una relación de identidad o de satisfacción de
intereses. Y la democracia deja de serlo si el resultado de esa
fórmula de autogobierno y de garantía de libertad no
reparte de manera inclusiva las ventajas de la vida social.
Sin embargo, la
evolución de lo que pueda ser una democracia se ha ido
vaciando de contenido, de manera que nunca ha habido más
países formalmente democráticos y, al tiempo, nunca la
democracia ha estado tan vacía de contenido real. Tanto en los
resultados como en el ejercicio pues cada vez hay menos aspecto de la
vida social sobre los que la ciudadanía es consultada. Si una
de las preguntas esenciales de la ciencia política actual es
¿sobre qué aspectos soy consultado?, podemos afirmar
que la lista se ha reducido considerablemente, al caer buena parte de
las definiciones de la política económica en una suerte
de factum divino definido desde una morada extraña donde
habitan los mercados y los dioses.
Este vaciamiento de los
nombres se construye en una esfera pública donde los medios de
comunicación tienen una creciente influencia.
No se trata de un
resultado azaroso. Los medios de comunicación, en realidad
empresas de medios de comunicación, han operado perversamente
en esta dirección. Desde el nacimiento de la Trilateral en
1973, y más en concreto a partir de 1975, los responsables de
esa suerte de gobierno mundial en la sombra, retomando una expresión
usada por Joan Garcés, establecieron que el exceso de
democracia, junto a la información libre y una participación
por encima del nivel de institucionalización, eran
responsables de lo que llamaron “crisis de la democracia”.
Los medios son el
principal actor político en las sociedades contenidas
Desde ese momento, los
medios son, quizá, el principal actor político en las
sociedades contenidas, pues tiene capacidad de doblegar a los
partidos, ensalzar o hundir candidatos, direccionar a la opinión
pública, perfilar sus contornos a través de encuestas,
preparar guerras, ocultar información, cambiar consejos de
administración, adjudicar rating de audiencia, ubicar
publicidad y ocultar otra, en definitiva, hurtar la creación
de una esfera pública deliberativa que es condición
sine qua non de un juego democrático basado en la alternancia
de opciones que se conocen.
Por su parte, la
academia hizo su parte, y, además de expulsar de los
currículum cuestiones vinculadas a la teoría política,
redujo la discusión acerca de la democracia a cuestiones
electorales, toda vez que las llamadas “escalas” (esto
es, el hecho de que las ciudades actuales con millones de personas
excederían el tamaño de la polis griega) harían
necesaria la representación. En cualquier caso, ese no era el
problema de fondo, y sí más el hacer del modelo de
democracia liberal representativa no ya el hegemónico, sino el
único. Si el problema fuera de escalas, no se explicaría
la oposición férrea que se despierta ante los casos de
democracia participativa que se intentan en otros lugares, algo
similar al uso de formas de trueque, monedas de intercambio nacional
o internacional alternativas, medios de comunicación
comunitarios o ligados a movimientos sociales, etc. Si fuera un
problema técnico, bastaría dejarlos hundirse y no
mostrar tanta disposición a determinar su hundimiento.
Recientemente, el premio
Nobel Joseph Stiglitz señalaba la falta de consistencia
empírica de los principales axiomas neoliberales: primero
crecer y luego repartir, rebajar impuestos a los ricos como medida
económicamente eficiente, vender el patrimonio público,
abrir las fronteras, mantener enormes reservas de divisas, no
incurrir en déficit público pese a elevadas cifras de
desempleo, etc. Como quiera que la ciudadanía no lee libros
académicos, corresponde a los medios la responsabilidad de
haber construido eso que se llamó “pensamiento único”,
esto es, un grupo de recetas fuera de las cuales sólo existía
la tiniebla de quienes no entendían de economía. El
llamado “Consenso de Washington” expresó su canon.
Los medios lo convirtieron en “único”.
Igualmente, vemos ahora
mismo imágenes estremecedoras de mujeres que sufren castigos
antiguos, pero esas imágenes no son gratuitas pues coinciden
en el tiempo con tambores de guerra sonando en Oriente próximo.
Millones de mujeres son lapidadas en el mundo por el hambre, la
esclavitud sexual, la enfermedad o abortos ilegales, pudiendo
establecerse vinculaciones férreas entre el comportamiento de
los que reclaman guerra para defender a las mujeres y el sufrimiento
de millones de mujeres y niños en el mundo. Y otro tanto
podemos afirmar respecto a las armas de destrucción masiva que
generaron el genocidio de Irak. No es posible pensar la democracia
con semejante ruido de fondo.
En el caso señalado,
como en lo que ocurre en la actualidad en países azotados por
el narcotráfico, la conmoción anula la reflexión,
la conciencia no crece, el miedo deja paso a respuestas securitarias
y el entendimiento se retira. Y otro tanto es válido cuando
vemos magnificado el caso triste de un preso en huelga de hambre, al
tiempo que observamos cómo se silencian las huelgas de hambre
de indios mapuches, de mineros o de sindicalistas, decenas de
personas en huelga de hambre, que son hurtadas a la opinión
pública, sin olvidar los millones de personas en hambre
forzada que no provocan tantas riadas de tinta.
Los pueblos del Sur
sometidos al modelo de valorización del Norte
La academia tiene que
revisar sus conceptos, y entender que el discurso sobre la
modernización desarraigó a los pueblos del Sur y los
sometió al modelo de valorización del Norte; que el
discurso sobre las transiciones a la democracia se hizo sobre la
ausencia de participación popular y la renuncia a las
reparaciones (valga el ejemplo de la democracia española,
presentada como ejemplar, y a la que no le importó llamarse
así pese a asentarse sobre 150.000 cadáveres asesinados
por la dictadura de Franco y que aún hoy, siguen en cunetas,
campos y caminos; junto a cosas parecidas podíamos decir de
Indonesia, Brasil, Chile, Guatemala, El Salvador, Colombia, etc.);
debe la ciencia política entender que la gobernabilidad puso
la sospecha en la arena popular en un momento donde la crisis de
legitimidad ponía la responsabilidad en el lado de los
gobiernos, al igual que la gobernanza, más cerca de la
plutocracia que de la democracia, niega el conflicto en un momento de
la humanidad en donde nunca las desigualdades fueron tan grandes.
La teoría
política democrática tiene grandes retos ante sí.
Una democracia que corriera con los tiempos podría atreverse a
presentar el consumo que excede el propio territorio como una
invasión de otros países, reservándole el mismo
trato que el de una guerra de conquista. Si un país con el 5%
de la población mundial es responsable del 25% de la emisión
de CO2, ese exceso está poniendo una suerte de bota militar
ecológica sobre otros países. La teoría
democrática puede pensar en nuevos indicadores que incorporen
nuevas miradas para salir de su parálisis. Recuperaría
así una presencia social que hoy no tiene y sería más
fácil ver a politólogos acompañando a
movimientos sociales que asesorando a estructuras de decisión
incapaces de generar cambios. ¿Se atreve el pensamiento social
a devolver a a sociedad el esfuerzo que ésta hace para que nos
dediquemos a nuestra labor?
En nombre de la
democracia se estaría excluyendo, como hizo la Grecia clásica
con los esclavos
Una nueva definición
de democracia que entienda que hay un nuevo demos, un nuevo pueblo,
debido a las migraciones: que explique que todo el que vive en un
lugar debe ser considerado de ese lugar. Porque, de lo contrario, en
nombre de la democracia se estaría excluyendo, como hizo la
Grecia clásica con los esclavos, a parte importante de los que
sostienen laboralmente a los países. E igualmente reflexionar
que hay un demos en el futuro, con derechos pero sin deberes, que son
las nuevas generaciones, lo que obliga a incorporar al nuevo demos a
la naturaleza y hace de la idea de decrecimiento, especialmente en el
Norte, una idea sin la cual ya no es posible pensar la democracia.
En definitiva, hay
elementos en la discusión sobre la democracia que estaban
atascados en la teoría pero que han sido resueltos en la
práctica. Si se quiere entender el posicionamiento de pueblos
conscientes sobre la democracia, hay que incorporar como variables
duras de su análisis elementos empíricos tales como el
colonialismo, el imperialismo, la subordinación de las mujeres
como ciudadanas de segunda clase, las empresas de medios de
comunicación, la crisis ecológica y la sumisión
de los aparatos judiciales a un modelo periclitado de democracia. Un
ejemplo claro de esta contradicción la hemos visto en
Honduras, donde un gobierno legítimo aún está
esperando su regreso al poder. Esa estrategia parte de los enemigos
de la democracia, forma parte de una estrategia de uso interesado de
los aparatos judiciales o parlamentarios cuyo fin es lograr por
medios diferentes a los electorales la derrota de gobiernos que están
intentando modelos alternativos. Intentos similares en Venezuela y
otros países de la zona estarían dentro de este
apartado y obliga a la teoría política a ponerse al
lado de los gobiernos constitucionales o de los subterfugios
pseudolegales.
La democracia sólo
puede entenderse como inclusión en los cuatro principales
ámbitos de lo social: el económico, el político,
el normativo-jurídico y el cultural. Y podemos hablar de
autogobierno cuando las decisiones tomadas en nombre del pueblo
reflejan las preferencias del pueblo tomadas de manera libre e
informada. Un pueblo está empoderado cuando está
incluido y esa inclusión genera derechos y responsabilidades.
Una vez más
regresamos a la educación y a la información. El fin de
la educación no es crear ni clientes ni productores, sino
ciudadanos conscientes que generan problemas de gobernabilidad. Así
avanza la democracia. Por eso es igualmente relevante la memoria de
los pueblos. Los esfuerzos de los pueblos más exitosos se
plasman en las instituciones que, por eso, tienen su objetivo en el
bien común. Si esas presiones sociales exitosas se ignoran, se
pierde la experiencia, se pueden perder fórmulas adecuadas
para el interés general y se cae, en el mejor de los casos, en
el ensayo y error. La ocultación de la memoria va contra la
democracia, y su tergiversación en libros, periódicos,
noticieros, películas o juegos informáticos es un
atentado contra la democracia.
Conclusiones
Ya lo planteó
Polanyi: la economía de mercado genera una sociedad de
mercado. La economía está empotrada en lo social, y su
separación es un delito contra la democracia. Si el acceso a
los bienes básicos, alimento, vivienda, sanidad, educación,
cultura, trabajo, quedan fuera del ámbito político
electoral, el resultado debe ser necesariamente la desconfianza
ciudadana por la política. Como plantea Chomsky, cuando has
decidido que la elección del rey se eche a cara o cruz, ya te
da lo mismo que la moneda esté trucada.
Hay que entender que en
las nuevas formas de democracia participativa hay cosas que, aunque
no se puedan medir, existen. Al participar se sabe uno parte de la
construcción de las bases comunes de una sociedad. En la
participación se nutre la idea de reciprocidad y de
corresponsabilidad. En la participación, que no puede
reducirse, a riesgo de quedarse en nada, al acto mediado de votar, se
está construyendo sentido. Un nuevo sentido que no puede
medirse en criterios mercantiles. Por eso los pueblos sumidos en
procesos participativos hacen de la alegría un elemento
central: saben que están en un camino muy fecundo. Los
esfuerzos no basados en la competencia sino en la complementariedad,
rompen la falta de evidencia de la que se quejan los científicos
sociales, politólogos, sociólogos, economistas: son
posibles y útiles. Alguien tendrá que explicar, más
allá de las insuficiencias, cómo un pequeño país
como Cuba lidera el apoyo médico en el Pakistán o el
Haití desolados por los terremotos, y aún tiene músculo
para ayudar a Venezuela en su voluntad de llevar médicos a los
cerros pobres donde una medicina mercantilizada no quiere subir
porque no lo ve rentable.
La lucha por los ODM que
no avance, necesariamente retrocede. Retrocede porque las opiniones
públicas pierden interés ante la falta de avances y la
dejación de las autoridades, porque el tiempo siempre
desgasta, y más cuando no pasa nada, porque la ausencia de
logros desmoraliza, porque la naturalización del fracaso
invita a la resignación.
Nos encontraremos, como
le decía a su amigo Francesco de Vettore, con Maquiavelo en un
sitio diferente al cielo y allí seguiremos hablando con él.
Pero en la reconstrucción de la democracia, es momento de
escuchar al pequeño príncipe republicano de Saint
Exupéry, cuando afirmaba: “Si quieres construir un
barco, no empieces por buscar madera, cortar tablas o distribuir el
trabajo. Evoca primero en los hombres y mujeres el anhelo del mar”.
Es por eso que la discusión sobre la democracia, no está
ahora tanto en cuestiones técnicas como en discusiones
ideológicas.
Necesitamos saber que el
dragón puede ser derrotado. De lo contrario, a lo más
que anhelaremos es a que sus llamas no nos quemen. Para que no huela
azufre, hay que limpiar, y para limpiar, hay que abrir las ventanas.
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