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Noviembre 2010

América Latina. El imperialismo permanente.

La era de las dictaduras. (1933-1961)

Rodrigo Quesada Monge1


Introducción


En este ensayo estudiaremos uno de los períodos más complejos de la historia contemporánea de América Latina, pues se trata de años en los que las crisis económicas, las guerras mundiales y una serie de acontecimientos internacionales de enorme importancia histórica, afectaron con profundidad y amplitud a las sociedades latinoamericanas.

El surgimiento del nazi-fascismo (1919-1945), la guerra civil española (1936-1939), la expansión del estalinismo (1924-1953), y la ampliación de la influencia norteamericana en el continente, tuvieron una gravitación extraordinaria sobre la economía, la sociedad, la política y la cultura de los latinoamericanos; tanto así como para que hoy podamos hablar de una “era de las dictaduras”, pues a lo largo de estos años, los grupos sociales dominantes, civiles y militares, con frecuencia, acudieron a los instrumentos y mecanismos de los gobiernos autoritarios y dictatoriales, para mantener a las mareas de las protestas sociales, y a los sectores populares levantiscos e inconformes bajo el más estricto control policíaco.

Esta es también la era de los proyectos populistas, de las alianzas civiles e imperialistas que buscaban atemperar una atmósfera social caldeada por aspiraciones ideológicas y políticas con perfiles frecuentemente muy difusos, y a veces portadores de una incoherencia incapaz de generar resultados concretos y duraderos.

Pero tal vez, por encima de todo, es la que podríamos considerar la era clásica del dictador latinoamericano, aquel que fuera descrito, cargando las tintas, las emociones y los testimonios, por escritores del calibre de Miguel Ángel Asturias (Guatemala: 1899-1974; Premio Nobel de 1967)), Gabriel García Márquez (Colombia: 1928-; Premio Nobel de 1982), Arturo Uslar Pietri (Venezuela: 1906- ), Augusto Roa Bastos (Paraguay: 1917- ), Carlos Fuentes (México: 1929- ), y otros que encontraron en esta figura, el embarazoso emblema de lo que no debería suceder en una democracia portadora de los valores políticos occidentales.

Curiosamente, y para hacer aún más ostensibles las contradicciones básicas de aquella democracia, el imperialismo norteamericano, a lo largo de este período, instaló en el poder, sostuvo y nutrió a ciertas de las dictaduras más penosas de la historia política reciente de América Latina. Esta historia es la que queremos contar en este capítulo. Para hacerlo, hemos decidido establecer cuatro temas específicos que nos permitirán dejar en el lector al menos una impresión general sobre el enorme papel histórico jugado por los dictadores y las dictaduras en América Latina. Ellas fueron determinantes en el desarrollo político de nuestros países, no sólo por los niveles de ingerencia alcanzados hasta en lo más personal de la vida cotidiana de los seres humanos, sino también por la naturaleza de las relaciones establecidas con el mundo y, particularmente, con el gobierno y la sociedad norteamericanos. Los temas que trataremos serán los siguientes:


  1. Dictadores y dictaduras en América Latina.

  2. El populismo latinoamericano.

  3. Los movimientos populares.

  4. El triunfo de la Revolución Cubana.


Dictadores y dictaduras en América Latina


¿Será cierto, como sostiene alguna sociología política norteamericana, que el componente más definitorio de la conducta política del latinoamericano es su vocación autoritaria, su vocación dictatorial, caudillista?

En apariencia, podría haber una tibia confusión terminológica entre dictador y caudillo, pues no siempre, en América Latina, ambas recusaciones coinciden históricamente. Pero, en esa obsesión nominalista de los sociólogos estadounidenses, existe la preocupación por establecerle perímetros definitorios a las actuaciones políticas de las personas y de los grupos, con lo cual, para ellos, es urgente caracterizar al dictador o al caudillo latinoamericano, pues una vez establecida su naturaleza se podrá reflexionar con mayor profundidad sobre estructuras de poder, movimientos sociales, y expresiones institucionales de las dictaduras o de los caudillismos.

Pues bien, habría que preguntarse por qué los sociólogos norteamericanos no establecen una diferenciación sustancial entre dictador y caudillo, cuando estudian y analizan la política y la historia política de América Latina, en aquellos períodos donde el autoritarismo y sus distintas expresiones han sido más notables. Resulta que los años que van de 1930 a 1960, cuentan a su haber, una historia importante de dictadores y dictaduras latinoamericanas que, incluso, fueron tema de creación literaria, novelística y ensayística igualmente relevante.

Ahora bien, en la historia de América Latina, hay dos clases de dictadores, militares y civiles. También existen lo que podría llamarse dictaduras de derecha y de izquierda. Habría que aclarar, adicionalmente, que un dictador no siempre es un caudillo. Por lo demás, un caudillo bien podría ejercer actividades dictatoriales; pero a un dictador, a veces, no se le reconocen méritos de caudillo. Agreguemos que un gobierno autoritario puede llegar a tener el perfil de una dictadura militar de izquierda, aunque tradicionalmente las dictaduras militares en América Latina, casi siempre, han acarreado el estigma de ser dictaduras de derecha, ultraconservadoras y reaccionarias.

Una porción importante de estos retruécanos terminológicos, no describe con exactitud, o con al menos algún sentido de la realidad, lo que acontece en la historia política y social de América Latina, después de lograda la independencia de España. Alguien podría decir que la vocación autoritaria que ha predominado en los sectores sociales dominantes latinoamericanos desde entonces, es el resultado de una fuerte tradición centralista1. Otros, por su parte argumentarían que el caudillismo, un fenómeno político casi exclusivo de América Latina, tiene sus raíces en las protuberancias y los vacíos de poder del colonialismo español, proclive a los liderazgos donde median las lealtades primitivas, los rituales ideológicos y los sustratos materiales que comprometen a personas y fortunas.

El caso es que, en América Latina, escoger y diseñar el camino correcto, o tal vez el menos malo, que hiciera posible, otra vez, después de la independencia de España, una inserción efectiva en la comunidad internacional de naciones, pasó indefectiblemente, por los gestos y triquiñuelas que caracterizaron el quehacer de los grupos sociales dominantes, aquellos estrechamente relacionados con los circuitos del poder político y económico a escala internacional. Las acciones de algunos de los primeros caudillos latinoamericanos decimonónicos, tales como Juan Manuel Ortíz de Rosas (1793-1877) en Argentina, y el Dr. José Gaspar Rodríguez de Francia (1766-1840) en el Paraguay, serían inconcebibles sin pensar en la naturaleza del régimen de propiedad, o en las estructuras comerciales y financieras que viabilizaron las alianzas sociales sobre las cuales, y con las cuales, fue posible levantar su liderazgo.

El caudillismo puede adquirir expresiones políticas, sociales y hasta ideológicas diversas, pero el sustrato material sobre el cual reposa hace que no sea posible pensarlo teóricamente, sin hacer referencia histórica al papel desempeñado por el sistema económico a escala nacional e internacional. Esto continúa siendo hoy una verdad incontrovertible, sobre todo cuando el imperialismo ha hecho buen uso del particular perfil histórico del dictador latinoamericano, y con él de figuras como el caudillo, quien, a veces, y de acuerdo con los avatares de los centros decisorios del imperio, puede degenerar en dictador o no2.

Incuestionable como puede ser, el argumento económico, sociológico y político que explica los orígenes sociales del caudillismo y la dictadura en América Latina, a partir de su irrepetible naturaleza histórica, también debe considerar el esencial protagonismo que ha tenido el imperialismo, para que la especificidad de esa naturaleza tome un curso antojadizo a tono con sus particulares necesidades.

El período que estudiamos en este capítulo exhibe un robusto abanico de dictaduras diseñadas, sostenidas y reproducidas por los políticos, los generales y los tecnócratas del Gobierno de los Estados Unidos, que arribaron a la triste conclusión de que América Latina les pertenecía, y que, por ello, era requisito indispensable escogerle el camino indicado para alejarla de conflictos posibles con Washington. En esta ciudad pensaron, entonces, que los mejores aliados para lograr tal propósito eran los dictadores latinoamericanos.

El impacto de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y de la Gran Depresión (1929-1933), fue experimentado de maneras diversas en las sociedades latinoamericanas, no tanto debido a motivaciones de orden geográfico, como podría pensar alguien para quien los distintos niveles de inserción en el mercado mundial son determinantes, sino porque en ese momento muchos de los problemas del siglo XIX, es decir aspectos esenciales de la herencia colonial, no habían sido resueltos debidamente.

En América Central el deterioro efectivo de la influencia británica puede registrarse desde 1905, lo cual incrementa notablemente la ingerencia norteamericana, que ya ha cristalizado con el Tratado Clayton-Bulwer de 18503. Sin embargo, en otras partes de América Latina, la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión son los tiros de gracia de la presencia europea, que en ningún momento garantizaron un relevo simultáneo por parte de los Estados Unidos, pero facilitaron el ritmo y el paso a través del cual los norteamericanos remodelarían las relaciones de países como Argentina, Chile, Uruguay y Brasil con los ingleses, los alemanes y los franceses.

Sin embargo, ¿tendrá sentido preguntarse si existe alguna diferencia entre la dictadura centroamericana y la caribeña, y aquellas otras que se dieron en la región andina y en el Cono Sur? Aparte de diferencias normativas, de procedimientos y recursos, tales expresiones autoritarias del poder son el resultado, mayormente, de las alianzas que el imperialismo norteamericano logró articular entre sus necesidades e intereses y aquellos correspondientes a los grupos dominantes, o económicamente mejor ubicados en las sociedades latinoamericanas.

Entre las dictaduras del Orden y el Progreso, como las llama un historiador francés, características del último tercio del siglo XIX, y las dictaduras desarrollistas de la primera parte del siglo siguiente4, parecieran no existir grandes contrastes de naturaleza, propósito y orientación, puesto que detrás de ambas manifestaciones se encuentran los imperialismos, en el primer caso el europeo, y en el segundo el norteamericano, con lo cual toda tipología del dictador latinoamericano se expone a la frivolidad, si no toma en cuenta las fuerzas imperiales que están detrás del mismo.

El cuadro siguiente al menos puede dar una idea general de los regímenes dictatoriales que caracterizaron al período posterior a 1930 en América Latina, y fija además una periodización que resulta espectacular desde todo punto de vista, debido a su espeluznante recurrencia. La misma, en los casos de América Central y del Caribe, viene acompañada de unos niveles de violencia e ideologización todavía vigorosos, que nos hacen pensar en que, al menos en pequeños países como Nicaragua, los grandes problemas de la construcción del estado nacional, no habían sido debidamente atendidos aún en la segunda parte del siglo XX.

Las soluciones autoritarias, no son el resultado único de la incapacidad política de nuestras clases dominantes, que no pueden imaginar soluciones alternativas, sino también de las distintas formas que el imperialismo norteamericano ha encontrado para impulsar una política exterior hacia la América Latina, donde no caben más salidas que la guerra, la manipulación y los juegos diplomáticos de perfiles geopolíticos totalmente fuera del control de nuestros pueblos.


Tabla V-1.

Regímenes dictatoriales en América Latina desde 1930

País

Períodos

Argentina

1930-1946; 1951-1958; 1962-1963; 1966-1973; 1976-1983

Bolivia

1930-1952; 1964-1982

Brasil

1930-1945; 1964-1985

Chile

1973-1989

Colombia

1953-1958

Costa Rica

1949-1950

Ecuador

1925-1948; 1961-1978

El Salvador

1932-1984

Guatemala

1931-1944; 1954-1986

Honduras

1963-1981

Perú

1930-1939; 1948-1956; 1962-1963; 1968-1980

Uruguay

1933-1942; 1973-1984

Venezuela

1935-1945; 1948-1958


Fuente: Regímenes dictatoriales desde 1930. En Historia General de América Latina. Tomo VIII. América Latina desde 1930 (UNESCO/Trotta. 2008) Cap. 13. P. 355.


Uno, como latinoamericano, no debería olvidar que la política exterior del gobierno de los Estados Unidos, ha mantenido una uniformidad y una coherencia hacia la América Latina y el Caribe, realmente excepcional, si pensamos en que lo que sucede con otras partes del mundo, podría introducir giros y sinuosidades rara vez vistos en este hemisferio. Prácticamente, desde 1791, cuando los norteamericanos colaboraron muy de cerca con el gobierno francés, para contener la peligrosa influencia de la revolución de los esclavos negros en el Caribe5, su política exterior casi no ha sufrido variaciones o ajustes de relevancia, al menos en lo que compete a su eje central: llámese expansionismo, internacionalización o imperialismo6.

De tal manera que, las dictaduras posteriores a 1930, son hijas de dicha homogeneidad en el ejercicio del autoritarismo imperialista. No es suficiente, para tener una comprensión cabal de las dictaduras latinoamericanas, acudir al argumento historicista, que no histórico, de que las mismas son exclusivamente el resultado del desarrollo social, económico y político de las distintas expresiones oligárquicas del poder en nuestros países. Como tampoco es suficiente explicación de su génesis y textura, establecer una comparación mecánica entre el dictador latinoamericano y el europeo.

En América Latina, una dictadura no es necesariamente un gobierno autoritario o puramente arbitrario, sino más bien un sistema político en el que a los gobernados se los ha despojado de la posibilidad de apartar del poder a los políticos con vocación de tiranos, por medio de procedimientos institucionalizados7. La definición de dictadura como una violenta ruptura de la legalidad política, propia de los constitucionalistas europeos, rara vez se aplica al caso de los dictadores latinoamericanos, quienes siempre se adhirieron, aún en los momentos más álgidos del ejercicio violento del poder, a los procedimientos convencionales de la democracia representativa. La destrucción, o la aniquilación de la democracia, en sus múltiples expresiones, son propias del autoritarismo europeo, con lo cual llegamos a la conclusión de que toda remembranza aleatoria entre América Latina y Europa es puramente gratuita8.

Nadie discute que la presencia altisonante de contradicciones entre las exigencias de la modernización exterior (inserción en el mercado internacional) y del tradicionalismo interior (perpetuación de la estructura social) hayan evidenciado de manera brutal el agotamiento de los modelos económicos y sociales ensayados en América Latina, entre finales del siglo XIX y la década de los años treinta; pero el vacío institucional dejado por esas mismas oligarquías fue colmado, ahí donde era viable, por una alianza con el imperialismo que tenía pretensiones de mayor alcance histórico9, sobre todo en el Caribe Occidental y Centroamérica.

Lo mismo podría decirse de los procesos revolucionarios que han tenido lugar en América Latina y el Caribe, durante los últimos dos siglos, los cuales registran solamente dos revoluciones exitosas, la revolución haitiana de finales del siglo XVIII y principios del XIX, y la Revolución Cubana en el siglo XX; puesto que tales revoluciones fueron distintas formas de adentrarse en la modernidad, mediante los consabidos traumas y dislocaciones paradigmáticas en sus mecanismos para saldar cuentas con el capitalismo como sistema económico, social y político10. Y es indisputable la presencia del imperialismo en todos estos procesos revolucionarios que han tenido lugar en Latinoamérica, en tanto que guardián de sus propios intereses y de aquellos de sus aliados en la región.

De tal manera que, en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, la mayor parte de las dictaduras en América Latina, optaron por neutralizarse, mediante el expediente de volcarse por completo hacia adentro, para evadir, hasta donde fuera posible la agresiva hostilidad internacional, aunque para los Estados Unidos, muchas de las mismas fueran aliados decisivos en lo que empezaba a vislumbrarse como la mayor polarización de que tendría memoria el siglo XX, con la Guerra Fría (1948-1991)11.

La inestabilidad económica que va aparejada a la mayor parte de los regímenes dictatoriales que surgen después de la Primera Guerra Mundial en Latinoamérica, encontró en la Gran Depresión de los años treinta, el contexto ideal para cristalizar los proyectos represivos que traían una trayectoria bastante errática desde finales del siglo XIX, debido, posiblemente, a lo que algunos consideraban los delirios liberales de un sector de las oligarquías vinculados con los mercados internacionales. Habría que preguntarse si no es que mucho del proceso de sustitución de importaciones apuntaló y fortaleció a ciertos de los regímenes dictatoriales latinoamericanos, en virtud de que la institucionalidad requerida para darle sentido a la industrialización, exigía nuevas alianzas de clase y nuevos frentes políticos que contrarrestaran el notable avance de los sectores populares12.

En algunos países la simple y brutal represión fue la respuesta ofrecida por dictaduras que no estaban dispuestas a ofrecer ninguna clase de concesión a los campesinos, los indígenas y los trabajadores que buscaran ponerse por fuera de la institucionalidad establecida para que la economía nacional funcionara al menos con cierto grado de precariedad. La masacre de 1932 en El Salvador, perpetrada por la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez (1882-1966), presagiaba la clase de respuestas que las dictaduras oligárquicas en América Central, con el apoyo del gobierno de los Estados Unidos, estaría dispuesta a ofrecer cuando el perímetro de su dominación se viera amenazado.

La insurrección salvadoreña de enero de 1932, reúne los consabidos ingredientes que están presentes en economías de capitalismo periférico severamente afectadas por la crisis de esos años, pero al mismo tiempo también recoge elementos que la hacen excepcional, y que la han convertido en uno de los momentos históricos más sobresalientes del desarrollo social en América Latina durante el último siglo.

La producción cafetalera trajo al país centroamericano, no sólo la modernización capitalista de su estructura económica, sino también nuevos conflictos sociales y políticos que serían saldados con procedimientos no precisamente muy modernos. Y aunque la elite dominante hubiera dejado ciertos espacios vacíos en su ejercicio de la hegemonía, los cuales fueron brillantemente aprovechados por nuevos grupos sociales que habrían surgido al calor de aquella modernización, como un nuevo tipo de colono y un semiproletariado rural sumamente vulnerables a las ideas revolucionarias que llegaban a Centroamérica desde México13, no dudó en servirse de los medios requeridos para reprimir con una violencia insólita, al movimiento social que llevó a El Salvador al borde de cristalizar el primer proyecto socialista en América Central y el Caribe14.

De todas formas, es bien conocida la trayectoria rebelde del pueblo salvadoreño, que desde 1811 y 1814, manifestaba una gran contundencia respecto a revisar el pacto colonial con España, mucho antes de que las luchas por la independencia tomaran cuerpo en el resto de América Central, sin profundizar en las revueltas populares de 1836, encabezadas por Anastacio Aquino15, y los serios desacuerdos con el imperialismo norteamericano en torno a la construcción de los ferrocarriles salvadoreños a finales del mismo siglo16, en el contexto de motines de enorme trascendencia política que tuvieran lugar durante los años de 1884 y 188517.

Esta precocidad revolucionaria de los salvadoreños hizo posible que América Central contara con unos antecedentes y una memoria rebeldes de enorme profundidad, para que pueblos como el guatemalteco o el nicaragüense se plantearan proyectos sociales y políticos en momentos en que otras naciones de América Latina, apenas iniciaban el largo camino de enfrentar y resistir la violencia de las oligarquías nacionales, que ahora contaban con un aliado todopoderoso como lo era el imperialismo norteamericano.

Y aunque la participación del gobierno y del ejército de los Estados Unidos en la insurrección de 1932 en El Salvador, estuvo más bien reducida a ofertas esporádicas de intervención en apoyo de la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez, el Brujo como le decían por sus inclinaciones al espiritismo y la teosofía, en ciertas ocasiones varios destructores norteamericanos estuvieron vigilando las costas del Pacífico salvadoreño, a la espera de ser llamados para “poner orden”. Con sabiduría política, el dictador rechazó la oferta en vista de que las invasiones e incursiones militares de los estadounidenses en aquel momento, en otras partes de América Central y del Caribe, les habían granjeado una amarga animadversión al punto de que, tal auxilio, podría ser considerado más bien un total desprestigio ante el mundo y el resto de América Latina.

Con el fusilamiento de Agustín Farabundo Martí (1893-1932) en El Salvador, principal organizador de la insurrección de 1932, al frente de la cual no pudo estar pues la dictadura lo capturó y lo retuvo en prisión, mientras lo peor de la masacre de civiles y campesinos llegaba a niveles inimaginables, y con el asesinato de Augusto César Sandino en Nicaragua en 1934, las oligarquías centroamericanas y el imperialismo norteamericano cerraban un ciclo represivo importantísimo pues, de esta forma, se despistaban las posibles inconveniencias de la crisis económica de los años treinta, y al mismo tiempo, Washington, se aseguraba un futuro más estable en el istmo, sobre todo cuando el Canal de Panamá era de una enorme sensibilidad política y militar para los Estados Unidos.

Por otro lado, los infantes de la marina norteamericana dejaban Nicaragua en 1933 (ver ensayo anterior), luego de que los políticos nicaragüenses lograran articular un complot para asesinar a Augusto César Sandino al año siguiente, una vez que se había creado la fuerza represiva más importante de América Central en mucho tiempo, como lo fue la Guardia Nacional de Nicaragua18. En efecto, en El Salvador existía una guardia similar desde 1912, pero había degenerado en un pequeño ejército al servicio de la oligarquía cafetalera salvadoreña, sin las amplias aspiraciones que tendría la creada por los Estados Unidos en Nicaragua, en gran parte debido a que, en El Salvador, desde finales del siglo XIX y principios del XX, existía una enorme cantidad de alternativas instrumentadas por los grupos dominantes para reprimir a los sectores populares19.

Al desocupar el país, con la Guardia Nacional de Nicaragua, el gobierno y el ejército de los Estados Unidos dejarían en el poder a una de las dictaduras familiares más oprobiosas de que tenga memoria la historia de América Latina, no sólo por su sofisticado desarrollo de instrumentos militares e instituciones civiles al servicio de la misma, sino porque en Washington y en el Pentágono se pensaba que era perfectamente natural contar con este tipo de aliados en América Central y el Caribe, para salvaguardar la seguridad del Canal de Panamá, el cual podría ser objetivo militar en cualquier momento debido a los afanes expansionistas del imperialismo soviético y alemán.

Pero la Guerra Fría contra el comunismo y sus distintas expresiones a escala internacional, que para algunos empieza en 1917, con el triunfo de los bolcheviques en Rusia, y para otros después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), exigían que los Estados Unido contaran con aliados incondicionales en este hemisferio, para garantizarse el resguardo de recursos naturales, materiales y geoestratégicos que aseguraran la perpetuidad del capitalismo como sistema económico y político.

Después del asesinato de Sandino, el ascenso de Anastasio Somoza García (Somoza I), quien sería asesinado por un estudiante nicaragüense en 1956 (Rigoberto López Pérez), para ser luego sucedido, primero por su hijo mayor Luis Somoza Debayle (Somoza II), y luego por su otro hijo Anastasio Somoza Debayle (Somoza III), en el poder hasta 1979, Nicaragua entraría en una etapa de su historia, donde la dictadura penetró hasta los más íntimos resquicios de la vida cotidiana de los nicaragüenses, alcanzando cuotas de corrupción, saqueo y dominación pocas veces logradas en otras partes de nuestro continente, pero siempre con el apoyo financiero y militar de los Estados Unidos20.

La dictadura somocista reúne las características del experimento político y al mismo tiempo de las certezas diplomáticas, financieras y militares del nuevo imperialismo surgido a finales del siglo XIX21. En confrontación con los viejos imperialismos europeos (imperialismo con colonias), los norteamericanos, a partir de la guerra de 1898, con su imperialismo sin colonias, pondrían a prueba un conjunto de teorías y de prácticas diplomáticas y militares, mediante las cuales se rediseñaría por completo el ejercicio de las influencias, las manipulaciones y las cooptaciones políticas sobre América Latina y el Caribe, propias del siglo que media entre la revuelta de los esclavos a fines del siglo XVIII y la guerra hispano-antillano-norteamericana de finales del siglo XIX.

Es que, en gran medida, la guerra de 1898 se consideró por algunos, en los Estados Unidos, como una continuación de su propia guerra civil (1865)22, y las posteriores invasiones a Nicaragua, por ejemplo, aquella que tuvo lugar entre 1912 y 1925, y la que la seguiría entre 1927 y 1933, como eslabones ineludibles de una política exterior que se iba armando sobre el campo de batalla, ya fuera contra los españoles en Cuba, contra los musulmanes en Filipinas, o contra la guerrilla sandinista en Nicaragua.

Por eso la ocupación de Nicaragua en 1912 se vio “como algo muy natural” en el perfil que estaba tomando la política exterior del nuevo imperialismo surgido de la guerra de 189823. Con igual naturalidad se vería el surgimiento de la dictadura somocista, la cual, después de 1936, reposaría en los tres ingredientes “naturales” de toda dictadura latinoamericana y caribeña de esos años:


  1. El apoyo de Estado Unidos, que respondía a una fidelidad absoluta de su parte con respecto a los intereses de las clases dominantes de esa potencia, no sólo en lo que concernía a Nicaragua, sino también a todo el ámbito latinoamericano.


  1. El control sobre el ejército y el aparato burocrático estatal, fomentando entre sus miembros, generalmente de origen social medio, los manejos ilegales con vías al enriquecimiento y a la movilización social ascendente.


  1. La alianza con un sector de la clase dominante, integrante, en su mayoría, de la antigua fracción liberal, al que también facilitó la práctica ilícita como medio de enriquecimiento desmedido24.


Pero era también sumamente “natural” que los Somoza se enriquecieran con los destrozos causados a la comunidad alemana en Nicaragua, durante la Segunda Guerra Mundial, con la lógica excusa de combatir el fascismo y prever su posible penetración en América Central, un saqueo que la pacífica y tolerante Costa Rica también experimentó25. Sin embargo, estos eran los gestos convencionales de dictaduras que contaban con el apoyo de los Estados Unidos, aún a pesar de la aparente contradicción que podría suponer el enfrentamiento contra la dictadura nazi en Alemania (1933-1945), pues estaba visto que, a finales de los años treinta, en América Latina, prácticamente sólo Colombia y Costa Rica podrían argumentar que contaban con gobiernos legítimamente electos26. La derrota de Hitler no supuso necesariamente un giro sustancial en la política de los Estados Unidos hacia la América Latina y el Caribe, que continuó soportando dictaduras ominosas, apoyadas por Washington, hasta finales de los años ochenta del siglo XX.

El triunfo de la revolución sandinista en julio de 1979, como veremos en el capítulo siguiente, recogía no sólo la herencia que había dejado Augusto César Sandino (1895-1934), sino también los alcances de otros procesos transformadores, cuyas lecciones no pueden medirse únicamente por sus logros, sin también por sus frustraciones y omisiones. Era el caso de las que podríamos llamar “situaciones revolucionarias” que se suscitaron en Bolivia (1952), Guatemala (1944-1954) y Cuba (1953-1959). Esta última llegaría a convertirse luego en el laboratorio revolucionario más importante del Caribe y América Latina, abriendo sendas y pistas completamente inéditas a los movimientos sociales en esta parte del mundo27.

La destrucción del proyecto revolucionario sandinista, cuyos ingredientes internos y externos, deben ser evaluados a la luz no sólo de las inoportunas emociones, odios y resentimientos que generó aquella, sino también de los alcances que tuvo el desmantelamiento de la dictadura somocista, era el producto inevitable, entre otras cosas, de la recuperación consciente y sistemática de los dos gobiernos sucesivos de Ronald Reagan (1980-1988), de un proyecto neoconservador que buscaba profundizar los tibios avances del neoliberalismo en las Américas. Las crisis financieras mexicanas de 1982 y 1995 pondrían a prueba hasta qué punto el neoliberalismo había logrado cristalizar algunos de los aspectos decisivos de su propuesta ideológica.

Ahora bien, la aniquilación del somocismo rediseñó las alianzas de clase en Nicaragua, pero le dio a Washington el bocinazo que estaba esperando para actuar con efectividad conducente hacia la recuperación de su protagonismo político y militar en América Latina. El neoliberalismo en los Estados Unidos, y sus expresiones más radicales y conservadoras, lideradas por Reagan, no iban a permitir que en un pequeño país centroamericano se le modificara la plana a la diplomacia estadounidense, apuntalada por gestiones militares cuyas consecuencias para los nicaragüenses hoy siguen siendo incalculables.

Por otro lado, decía Don Guillermo Toriello Garrido, que


de los gobiernos liberales que desde 1898 hasta 1944 habían gobernado Guatemala, todos fueron impuestos por los Estados Unidos y, por consiguiente, ejercieron su mandato en contra de la voluntad popular, por medio de la represión y el terror. El licenciado Manuel Estrada Cabrera (1898-1920) duró en el poder 22 años; tres generaciones se turnaron la Presidencia de la República por 23 años, repartidos así: José María Orellana y Lázaro Chacón, 9 años-incluidos unos regímenes interinos-y Jorge Ubico, 14 años completos, hasta su derrocamiento. El imperialismo había tenido buen cuidado de mantener estos gobernantes ad hoc, los cuales, en calidad de lacayos, protegían afanosamente los intereses yanquis de los tres principales monopolios que operaban en la República”28.


Con la dictadura de Jorge Ubico se alcanzaban las fronteras requeridas para llegar a una situación que se hacía insostenible, en la cual el terror, la abyección y la humillación del pueblo guatemalteco sólo tenía paralelos en su propia historia, si recordamos la dictadura de Manuel Estrada Cabrera, derrocado en 1920, pero cuyos desplantes de poder y delirio provocaron obras literarias del calibre de Ecce Pericles! de Rafael Arévalo Martínez y El Señor Presidente del Premio Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1967)29.

Ubico fue el dictador centroamericano clásico, autocrático, minucioso, férreamente disciplinado, y decidido, costara lo que costara, a conservar el poder y a ejercerlo ilimitadamente, así contara con el apoyo del pueblo guatemalteco o no. De cualquier manera, los Estados Unidos, le habían brindado desde 1931, una plataforma sólida y consistente para que sus decisiones políticas no tuvieran obstáculos relevantes. Bases militares habían sido establecidas en territorio guatemalteco, para apoyar el esfuerzo de guerra de los norteamericanos contra los alemanes y los japoneses, y cientos de ciudadanos de estos países fueron deportados a los Estados Unidos30.

La política de “encierro, destierro o entierro”, que se le aplicó al movimiento sindical, así como a cualquier expresión política u organizativa de izquierda, fue realizada con tal puntillismo que varias de sus enseñanzas aún eran puestas en práctica durante la dictadura que siguió a la década revolucionaria de 1944-1954. El terror pánico que les producía la revuelta campesina de 1932 en El Salvador a los sectores sociales y políticos que apoyaron a Ubico, fue motivo suficiente para que los acercamientos del dictador con las empresas norteamericanas tales como la United Fruit Company y el International Railways of Central America, estuvieran sustentados en mecanismos institucionales que les garantizaban la total libertad de acción, sin obstáculos laborales de ninguna especie.

Los desmanes empresariales, financieros, políticos y sociales de tales compañías fueron posibles no sólo por la inescrupulosidad de Washington para ejercer presión sobre el dictador, sino por la ilimitada capacidad concesionaria (¿entreguista?) de que hizo gala Ubico, acompañado por sectores económicos, sociales y políticos que se habían visto irreversiblemente beneficiados con las transformaciones introducidas por el dictador, para contener el impacto de la crisis de los años treinta en Guatemala, que fueron devastadores en todos los ámbitos.

El dictador guatemalteco tendría que abandonar el poder en octubre de 1944, cuando, para algunos autores y testigos de lo que había acontecido en ese país desde finales del siglo XIX, se iniciaba realmente el siglo XX, pues el atraso en que habían dejado tantos años de aislamiento a Guatemala, en temas tan relevantes para la vida moderna, como la democracia, la economía política y la cultura en general, iba a exigir un esfuerzo considerable de parte de toda la población para modernizar a la nación centroamericana.

Entre 1944 y 1954, Guatemala experimentaría uno de los procesos reformistas más interesantes de que se tenga memoria en la historia contemporánea de América Latina, pues durante los gobiernos de Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz, se iniciaría una escalada de cambios que, de no haber sido por el intervencionismo de los Estados Unidos, hubiera conducido a esa nación centroamericana a convertirse en la antesala indiscutible de lo que sería luego la Revolución Cubana.

Sin embargo, como había sucedido con Oriente Medio, el Presidente de los Estados Unidos, D. Eisenhower (1953-1957 y 1957-1961), tenía, para la América Latina, un objetivo de primera magnitud: “mantener a la región tranquila y al comunismo lejos”31. Resulta, no obstante, que América Latina estaba muy madura para el ingreso de ideas revolucionarias: la pobreza, el analfabetismo y la enfermedad, así como una población en rápido crecimiento, eran algunos de los problemas que estaban empezando a abrumar a los latinoamericanos. Ello, junto al hecho de que los gobiernos de los Estados Unidos, siempre se habían puesto del lado de los ricos en América Latina, provocaba una desigualdad sin parangón en el Hemisferio, y posibilitaba que los movimientos populares se radicalizaran y se pusieran más cerca de Moscú de lo que se pensaba en Washington, como lo demostraría la crisis de los misiles soviéticos en Cuba, unos años después.

Para la década de los años cincuenta, en Guatemala, aproximadamente, el 70% de la tierra era propiedad del 2% de la población. Y uno de los terratenientes más adinerados y poderosos era el monopolio bananero norteamericano, fundado por Minor Cooper Keith en 1899, la United Fruit Company, la cual vería con muy malos ojos la reforma agraria que pensaba impulsar Arbenz, para beneficiar a un sector de la población campesina totalmente desprotegido. El presidente guatemalteco tuvo la ocurrencia de expropiarle unos 234.000 acres de tierra inculta a la “frutera”, con lo cual dio inicio uno de los procesos más decisivos de involucramiento de la CIA en Centroamérica, pues estableció pautas, procedimientos y dispositivos que serían luego utilizados en Cuba y Nicaragua32, cuando procesos revolucionarios similares buscaban concretar las mismas pretensiones.

La CIA orquestaría un complot junto con las fuerzas armadas de Guatemala, para deshacerse del presunto gobierno comunista de Arbenz y devolverle a la United Fruit sus antiguas propiedades. Un grupo de mercenarios, encabezados por el Coronel Carlos Castillo Armas, y con el consabido apoyo de los Estados Unidos, invadiría Guatemala desde Honduras en junio de 1954, y obligaría al Presidente Arbenz a abandonar el poder. Finalmente, Castillo Armas sería asesinado en 1957, dejando el paso libre a una de las dictaduras militares de derecha más siniestras de América Central y del Caribe33.

La tradición autoritaria que, para el caso de América Central y del Caribe, tiende a desarrollar expresiones militares, políticas y sociales perfectamente bien decantadas, desde la segunda parte del siglo XIX, adquirió en el caso de Guatemala, después de la derrota política de Arbenz en 1954, una institucionalidad y una efectividad pocas veces registrada en la historia de estos países. El aniquilamiento de las comunidades indígenas, y de las organizaciones campesinas y obreras, así como el quebrantamiento de toda expresión democrática, ya fueran partidos políticos, sindicatos, o cualquier otro mecanismo que pretendiera recoger las expresiones dispersas de oposición al régimen militar, fueron llevados a niveles inimaginables de sofisticación y eficacia.

Todo este entramado contó siempre con el apoyo del gobierno de los Estados Unidos, de los sectores terratenientes, comerciales e industriales más poderosos de Guatemala, así como de un sector importante de la Iglesia Católica, que buscó legitimar las acciones de los militares a partir del criterio de que la lucha contra el comunismo justificaba cualquier acción ideológica, por espuria que pudiera parecer ante los ojos de la comunidad internacional34.

Pero las dictaduras latinoamericanas de este período podían dar mucho de sí mismas, y llevaron hasta sus últimas consecuencias varios de los subproductos que les facilitó una interpretación y una ejecución un tanto sesgadas de la institucionalidad democrática, para que nunca se dijera que los dictadores y caudillos eran déspotas o sátrapas inmisericordes con sus pueblos35. Así Juan Vicente Gómez en Venezuela (1908-1935), Rafael Leónidas Trujillo (1930-1961) en República Dominicana, y Alfredo Stroessner en Paraguay (1954-1989), emblematizan igualmente algunas de las expresiones más acabadas del autoritarismo en América Latina, durante los años en estudio; un autoritarismo que bien puede reducirse a cortos períodos, como en Costa Rica, después de la guerra civil de 1948, cuando José Figueres se sostuvo de facto en el poder hasta 1953, en Venezuela de nuevo con la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958), o en Cuba con Fulgencio Batista, quien sería un gobernante ilegítimo entre 1955 y 1958, hasta que el movimiento liderado por Fidel Castro lo tumbó del poder.

Ahora bien, sin desmenuzar las posibles diferencias teóricas y de hecho que pudiera haber entre el dictador y el caudillo latinoamericano, uno se siente inclinado a ver al primero como una especie de radicalización de las aspiraciones y sueños del segundo. Pero hay un ingrediente que es insalvable en las posibles vías transicionales del segundo al primero, es decir, rara vez un caudillo latinoamericano degeneró en dictador sin el consentimiento y el apoyo de los Estados Unidos. Los casos que aquí se han mencionado, estudiados con cierto detalle por especialistas de renombre36, nos dejan con el mal sabor de boca de que el “buen caudillo, paternalista, mandón pero bien intencionado”, cuando experimenta la metamorfosis hacia el dictador, tortura, persigue, encierra y entierra a los que se le oponen37, y desarrolla vicios y aberraciones de registro literario inigualable en América Latina38.

Finalmente, las dictaduras que poblaron Latinoamérica, Centroamérica y el Caribe, entre los años 1931 y 1961, nos dejaron un legado de gran peso histórico, para comprender, entre otras cosas, el papel que Estados Unidos les asignó en su supuesta lucha contra el comunismo, a todo lo largo de la Guerra Fría. El serio deterioro de la institucionalidad democrática que se visualiza en este capítulo de nuestra historia, no puede ser atribuido únicamente a la crisis económica internacional de ese momento, y tampoco a la herencia colonial, a las “características psicológicas” de los pueblos hispanos, o a las profundas desigualdades sociales, económicas y culturales que definen a nuestras sociedades. Sin embargo, todos estos factores juntos, genéticamente imbricados, bien pueden empezar a darnos al menos una idea de principio, sobre los orígenes sociales y culturales del fenómeno del caudillismo en América Latina, y nos ayudan a comprender un poco mejor las dimensiones históricas de las dictaduras que han azolado a nuestros pueblos.

Se continúa con este análisis en capítulos por venir, y en los apartados que siguen estudiaremos fenómenos y procesos similares, que completan nuestro acercamiento al autoritarismo latinoamericano, así como a sus relaciones con el imperialismo y las distintas expresiones de la política exterior de los Estados Unidos hacia América Latina, en este período.


2. El populismo latinoamericano

Existe un diccionario de política que define al populismo de la siguiente manera:


Término que se aplica generalmente a los movimientos políticos basados en la defensa de los intereses y aspiraciones primarios de las masas populares y que se caracterizan por su oposición a la democracia formal (representantes, partidos políticos y Parlamento) y su ataque a las elites de la sociedad y a los extranjeros. Se apoya en los movimientos de grandes masas (generalmente excitadas por promesas ambiguas) y utiliza la iniciativa popular y la consulta directa (referendos), fácilmente manipulables por el poder. Puede considerarse como una forma extrema de democracia (democracia populista), en la que aparecen elementos fascistas (exaltación de la mayoría frente a las minorías) y cuyo discurso político se caracteriza por su extrema simplicidad y por la tendencia demagógica del líder. El populismo es un fenómeno que apareció como consecuencia de la modernización económica del campo (populismo agrario) y la movilización política de las masas (populismo político)”39.


Existe una notable tradición populista en los Estados Unidos, que se remonta a los años noventa del siglo XIX, así como en Rusia, durante la misma época, y que se articula de manera activa con los proyectos revolucionarios del momento40. Se trata de un populismo, al menos el ruso, que cuenta con una plataforma política definida, estrategias de lucha y programas de objetivos claramente establecidos, que llegaron a constituir, en el mediano plazo, la antesala liberal del proceso de integración del campesinado a la lucha política contra el zarismo tardío en ese inmenso país41.

Sin embargo, el populismo, en tanto que expresión política de las aspiraciones de algunos grupos sociales emergentes, entre los años 1930-1960, plantea problemas muy particulares cuando se trata de estudiar el caso latinoamericano, donde adquirió una textura y connotaciones totalmente inéditas42. Es que la América Latina de los años treinta y cuarenta está pasando por una situación crítica que reúne, tanto elementos nuevos como elementos viejos, imbricados en un abanico de conflictos sociales, económicos, políticos y culturales aún por resolver en nuestros días, lo que explica en gran parte, el renacimiento de instrumentos institucionales y objetivos socio-económicos de clara inspiración populista, en varias naciones latinoamericanas de hoy.

Para lidiar teórica e históricamente con el populismo latinoamericano, se debe tener clara, no sólo la vieja tradición autoritaria y dictatorial, desplegada con gran vigor por los sectores sociales dominantes, prácticamente desde la eclosión de la Independencia, sino también el arribo de campesinos y trabajadores a un escenario político-social, profundamente complicado por el intervencionismo norteamericano.

Si los procesos de sustitución de importaciones, abrieron paso a nuevos sectores elitistas vinculados con un crecimiento sostenido de las ciudades y del aparato burocrático del estado, el crecimiento y profundización de las organizaciones campesinas e industriales, en su gran mayoría controladas por compañías extranjeras, europeas y norteamericanas, fue vulnerado por ideas y propuestas que ponían el acento en una movilización de masas, mediatizada por liderazgos de dudoso carisma y de clara propensión autoritaria43.

La experiencia populista en América Latina, se ha vuelto materia de estudio nuevamente, como podemos ver, debido a los procesos políticos que están teniendo lugar en Venezuela, Bolivia, Uruguay, Paraguay, Brasil, Ecuador, El Salvador, Nicaragua y Honduras, donde los escenarios han reproducido algunos de los ingredientes que maduraron allá por los años treinta y cuarenta. Y el neopopulismo de nuestros días, como lo podríamos llamar sin afectar las licencias teóricas e históricas, es igualmente producto de una situación de crisis en el sistema capitalista que, como siempre, tiende a producir efectos sociales, políticos, económicos y financieros de incalculables consecuencias en nuestros países.

El neopopulismo en América Latina hoy, es el resultado iluminado e iluminador del estrepitoso fracaso del neoliberalismo. Las profundas y graves desigualdades que dejó como herencia, evocativas de la crisis de los años treinta, hicieron posible, un reacomodo de sectores sociales importantes en nuestros países, que habían sido arrinconados por la feroz arremetida de los neoliberales. Y considerando que el populismo no es únicamente un fenómeno urbano, sino también uno de fuerte arraigo agrario, hoy nos encontramos con que sus expresiones modernas, están ligadas a los avances logrados por la globalización en materia de mercados, cuestiones financieras, los nuevos patrones de la acumulación capitalista, y en aspectos energéticos y de agronegocios inconcebibles en aquel momento.

Si la depresión de 1873-1896 hizo posible la transición del “caudillo de a caballo” hacia el dictador clásico latinoamericano, de botas, sonoro fuste y quepis erecto, como puntal indiscutible de las oligarquías agroexportadoras, a finales del siglo XIX y principios del XX44, el populismo es precisamente, el resultado evidente de la crisis de ese mismo estado oligárquico, que no encontró forma cierta de ligarse con las masas populares, surgidas con la primera globalización capitalista de la modernidad. El populismo que surge con la crisis del estado oligárquico tomó dos vías distintas, pero con frecuencia pocas veces percibidas y dilucidadas, una hacia la dictadura y la cooptación de los movimientos populares, como sucedería con Arbenz (1954), Perón (1955), y Goulart (1964), y otra de franco acercamiento a la idea de la lucha de clases.

En este último caso, el perímetro ideológico y programático de la batalla antiimperialista es esencial, como lo es todavía hoy, aunque puedan haber variado los instrumentos organizativos y sus alcances de mediano plazo, pues la capacidad de cooptación del populismo burgués aún tiene fuerza y poder de convocatoria, tanto como para hacer posible el sabotaje de proyectos revolucionarios con clara orientación obrero-campesina.

En algunos otros casos se ha operado el proceso inverso: programas y organizaciones revolucionarias terminaron haciendo populismo para sobrevivir políticamente; entre tanto el populismo burgués y pequeño burgués, para el cual el líder es anterior a la organización revolucionaria, ha logrado cooptar importantes sectores de los trabajadores y del campesinado, así como de las nuevas clases medias globalizadas, para las cuales el antiimperialismo es inimaginable.

Puede notarse, entonces, que el populismo latinoamericano bien puede ser un proceso político-social bastante complejo, o bastante simple, si pensamos en que puede ser reducido a una mera interpretación de las posibilidades reales del liderazgo. Sus fortalezas, entonces, pueden ser las siguientes:


  1. Una élite ubicada en los niveles medios o altos de la estratificación y provista de motivaciones anti-statu quo.


  1. Una masa movilizada formada como resultado de la “revolución de las aspiraciones”, y


  1. Una ideología o un estado emocional difundido que favorezca la comunicación entre líderes y seguidores y cree un entusiasmo colectivo45.


Pero estos tres ingredientes, que para di Tella sólo reflejan un momento en el proceso de construcción del proyecto populista, indistintamente de su contenido de clase, bien podrían completarse con un estudio detallado de las potencialidades del liderazgo, cuyo sustrato ideológico, en el caso del populismo de posguerra, podría proceder de un liberalismo agotado, o de las últimas reverberaciones del proyecto oligárquico, como ya hemos indicado.

Sin embargo, las pistas nos han conducido hacia otro lugar, y hoy nos encontramos con un populismo de fuerte procedencia antiimperialista, que muchas veces no remonta la barrera de la simple vociferación, pero muy lento en articular propuestas y proyectos revolucionarios radicales que incluyan a la mayor cantidad de gente posible, movida por propuestas alternativas anti-capitalistas claras y contundentes.

Ante el “fenómeno” del populismo, entonces, uno no acaba de sorprenderse cuando se encuentra con afirmaciones del calibre de la siguiente:


Años más tarde, en los ochenta y noventa, cuando los latinoamericanos adoptaron cada vez más el neoliberalismo, el mercado y las instituciones políticas de la democracia como remedio para sus males sociales, el viejo populismo de mediados de siglo parece una excrecencia descomunal del paternalismo estatal que formaba parte de un pasado tradicional latinoamericano, factor que había impedido que las sociedades se desarrollaran y crecieran más rápidamente”46.


En efecto, son precisamente estas descomunales distorsiones de la historia contemporánea de América Latina, las que han hecho que las ciencias sociales avancen tan fatigosamente lento en nuestros países, puesto que las fórmulas aprendidas en otras latitudes tienen muy poco que ver con nuestra propia realidad. Todo lo contrario de lo que indica el eminente profesor Braun. El neoliberalismo arrojó de nuevo a varios de los países latinoamericanos en manos de un populismo que recupera los ingredientes más conspicuos de los años cuarenta y cincuenta: el liderazgo carismático, el nacionalismo a ultranza que no siempre es antiimperialista, el énfasis sobre el papel de las ciudades y la industrialización, así como un tono reverencial en torno al papel de las organizaciones sindicales, corporativas y municipales, que podría coartar el surgimiento de otras expresiones políticas de mayor vocación revolucionaria.

El profesor Braun ignora la devastación que produjo el neoliberalismo en países como México, Chile, Brasil, Argentina, y otros donde las economías quedaron tan seriamente lesionadas y las estructuras políticas tan diezmadas, que el neopopulismo de hoy apenas puede sacar la tarea, para poner a tono a las sociedades latinoamericanas con lo que está sucediendo en el mundo47.

Pero si el populismo de mediados de siglo fue la expresión del reacomodo inevitable de la pequeña y mediana burguesías latinoamericanas, en países sobre todo muy volcados hacia las prácticas económicas de agroexportación. Éstas se verían seriamente afectadas con las crisis de entre guerras, y con las guerras mundiales, pues el agostamiento de los mercados europeos impactaría con profundidad las habilidades políticas de las viejas oligarquías decimonónicas, para imaginar alternativas no autoritarias. La reducción del espacio de maniobra de estas últimas, fortalecería también el vigor político de los movimientos populares, tales como el de los trabajadores, los campesinos, los indígenas y las mujeres en las principales capitales de América Latina, de esos años.


El estado populista, al contrario del socialista o fascista, no es el resultado de un agravamiento excepcional de las contradicciones y luchas entre la burguesía y el proletariado. Surge de las contradicciones generadas en el seno de la clase dominante (burguesías agropecuaria, comercial, financiera e industrial) en combinación con los antagonismos entre esas facciones y las otras clases sociales, en la crisis de la economía primaria exportadora”48.


No podía ser de otra forma, pues la larga y profunda depresión en que se sume el sistema capitalista, entre los años de 1873 a 1945, con sus altibajos y éxtasis, sólo podría haber dejado, finalmente, en escombros a economías subalternas que habían dependido estrechamente del capitalismo europeo y norteamericano.

En América Latina el populismo no presenta los ingredientes mágico-religiosos, y hasta racistas que podría haber presentado en la historia de los Estados Unidos, según nos indica un historiador norteamericano49. Pero sí es sintomática su propensión multiclasista, su eclecticismo ideológico y el énfasis sobre los contornos cuasi-mitológicos de la personalidad del líder o los líderes que lo conducen. Su afán reformista nos deja con el anhelo insatisfecho de explicar por qué la mayor parte de las propuestas populistas en América Latina fracasaron. Cuando algunos resultados cristalizaron, la mayor parte de ellos fueron revertidos fácilmente, una vez que los sectores oligárquicos y sus aliados retomaron el poder.

La ola de nacionalizaciones que recorre América Latina50, entre los años treinta y cincuenta, motivada, más que por un antiimperialismo debidamente articulado con un proyecto revolucionario, por un patriotismo que no logra desprenderse completamente de los espasmos mercantiles de las viejas élites oligárquicas, debería ser comprendida en función de sus debilidades antes que de sus fortalezas. Si algo logró magistralmente el neoliberalismo en América Latina, durante los años ochenta y noventa, en contradicción con lo sustentado por el profesor Braun en su ensayo citado, fue aprovechar con seriedad y profundidad tales debilidades. En ningún momento el populismo logró armar un apoyo popular debidamente organizado de aquellas nacionalizaciones, las cuales fueron desmontadas en cuestión de dos décadas, con resultados escandalosos para países como México, Argentina y Brasil, sólo para citar los casos clásicos.

Pero el neopopulismo de nuestros días, cosa que también el profesor Braun olvida imperdonablemente, cuenta con la experiencia de la Revolución Cubana, y de las inolvidables lecciones recibidas en Chile, en Nicaragua, El Salvador y Guatemala. El neopopulismo de los “piratas del Caribe”, como los llama cariñosamente Tariq Alí51, ha logrado perfilar un apoyo popular que va más allá de las simples posiciones patrioteras, de por sí patrimonio de las rancias oligarquías latinoamericanas, y se ha acercado, con paso firme y sostenido, a posiciones revolucionarias de mayor exigencia, como ha sucedido en Venezuela y Bolivia.

Por otro lado, está el problema de que las distinciones semánticas entre izquierda y derecha, populismo y neopopulismo, pueden conducir de manera inevitable a debates de otra naturaleza, en los que cabría preguntarse si hoy en América Latina existe algún tipo de relación mecánica entre aquellos conceptos y sus expresiones históricas, porque resulta que para muchos académicos y políticos activos, la reactivación de las luchas sociales en América del Sur particularmente, tienen un referente ineludible en los distintos grados con que se miden los avances y retrocesos de los presuntos proyectos revolucionarios que ahí se están impulsando52.

El pragmatismo de Hugo Chávez, por ejemplo, para la derecha puede resultar peligrosamente radical. Para alguna izquierda, sin embargo, podría ser, más bien, demasiado blandengue. No obstante, anotemos con precisión, que los intentos para derrocarlo han procedido de la primera, con el apoyo entusiasta del gobierno de los Estados Unidos. Igualmente, el nacionalismo burgués venezolano, que sustenta la tesis del “gradualismo” como forma de poner en práctica lo que llaman el “socialismo del siglo XXI”, ha contado con recursos económicos importantísimos, el petróleo entre ellos, para lograr avances de cierto calibre en materia de salud, educación y empleo. No se puede ignorar, de otro lado, el protagonismo desarrollado por el gobierno de Chávez, en lo competente a solidaridad internacional con los pueblos oprimidos del planeta, y de manera particular con la Revolución Cubana.

Pero el populismo latinoamericano de mediados del siglo XX, había obligado a la política exterior de los Estados Unidos, a prevenir una toma de posición errónea por parte de algunos gobiernos de la región, pues, en los inicios de la Guerra Fría, los gobiernos imperiales, Francia, Inglaterra, los Estados Unidos, no permitirían que algunos líderes radicales les merodearan las esferas de influencia que tanto esfuerzo y sacrificio les había costado levantar a lo largo de los siglos, para ponerlas en manos del supuesto nuevo poder popular que se venía construyendo en la Unión Soviética, desde 1917, y en China, desde 1949.

La era de los frentes populares por un lado, que habían jugado un papel destacado en el combate del nazi-fascismo con todas sus diversas expresiones, de las cuales América Latina no estuvo exenta, y el surgimiento de plataformas autoritarias inéditas, con amplio apoyo popular, recogidas por el populismo, a través de instrumentos corporativistas, sindicales y militares, les plantearon a los movimientos, intelectuales y organizaciones revolucionarios en esta parte del mundo, un reto descomunal, pues la democracia burguesa había hecho gestos evidentes de agotamiento, al menos en Europa, y le dejaba a los Estados Unidos, el camino abierto para intervenir cuantas veces quisiera en los asuntos internos de cualquier país en condiciones coloniales o semicoloniales.

Entonces, en América Latina, al menos, el gobierno de los Estados Unidos, no toleraría ninguna clase de defección en materia diplomática, militar y política, de tal forma que se acudiría a todos los recursos inimaginables para impedir, bloquear y sabotear, los gestos de independencia que las burguesías nacionalistas en la región les estaban aplicando a las compañías y organizaciones extranjeras, propietarias de ferrocarriles, compañías de electricidad, de la explotación petrolera y minera, de agro negocios y bienes de utilidad pública, como mercados municipales, acueductos y tranvías.

Por todo esto es posible sostener que el populismo latinoamericano fue en realidad la primera víctima propiciatoria del imperialismo de Guerra Fría, en momentos en que los desplantes autoritarios del líder populista, reducían los márgenes de negociación factible con los viejos sectores de las élites agro exportadoras. Éstas, a su vez, mientras manifestaban abiertamente su repugnancia de acercarse a los campesinos, a los trabajadores, o a los habitantes marginales de las ciudades, con supina displicencia aceptaban el intervencionismo norteamericano como salvador y redentor de la cuota de poder de que habían sido despojadas.

Tal fue el caso de Guatemala, Bolivia, Ecuador, Colombia, y otros países donde el capital extranjero había logrado armar una alianza de clase realmente agresiva, que bloquearía cualquier intento procedente de las fracciones industriales nacionalistas, del movimiento obrero y campesino, así como de los militares independentistas que buscaban una nueva forma de capitalismo, tal vez más atemperado y con mayor capacidad inclusiva. Sin embargo, como lo demostraría el neoliberalismo, dicho sueño utópico, a pesar de contar con un apoyo masivo importante, y de beneficios electorales sin precedentes, no tenía ningún sentido, pues las burguesías transnacionales, contra todo prurito nacionalista, defenderían sus ganancias a cualquier costo político, ideológico y militar.


3. Los movimientos populares


Las distintas manifestaciones de los movimientos populares y revolucionarios en América Latina, crecieron notablemente entre los años de 1930 a 1960. Estos son años plenos de luchas sindicales, organizativas en todas direcciones, ideológicas y políticas en el más pleno sentido del término, pues la protesta callejera, la discusión en la taberna, y las confrontaciones estratégicas, electorales y de liderazgo, alcanzaron, durante estos años, alturas, pocas veces igualadas después, con la posible excepción de la Revolución Cubana.

El auge de los totalitarismos sólo hacía evidentes las distintas vías que había elegido la burguesía, a escala internacional, para desviar la avalancha popular que se venía en contra del sistema capitalista. El triunfo de la revolución bolchevique en 1917, y el desarrollo de los movimientos de liberación anticolonialista en algunas partes de África, Asia y el Caribe, tarea que sería continuada después de la Segunda Guerra Mundial, estableció parámetros de lucha, estrategias de construcción política e ideológica, y definió de manera contundente, objetivos y proyectos revolucionarios que, tanto se ajustaban a lo aprendido en Rusia, como también a las nuevas lecciones que se estaban recibiendo de las experiencias populares en España, China, Viet-Nam, Egipto, la India, México y Cuba.

Sólo de la guerra civil española (1936-1939) se puede decir que el fracaso del proyecto popular impulsado por la República, se obtuvo enseñanzas invaluables respecto a la construcción del poder popular, y sobre cómo las distintas fuerzas involucradas, anarquistas, socialistas, comunistas y liberales, plantean alternativas distintas, ideológicas, políticas y sociales, para hacerse con una opción viable de la utopía. Estas lecciones llegaron también a la América Latina, a través de una cantidad importante de migrantes españoles que trajeron consigo, no sólo sus fracasos y sus frustraciones, sino también sus sueños y sus aspiraciones.

Por otro lado, en la era de las dictaduras y de los populismos, la recalcitrante democracia burguesa latinoamericana, no estuvo ajena a las señales enviadas por los totalitarismos europeos. Es un lugar común que en épocas de crisis, la burguesía busca siempre el camino más corto, y éste es precisamente el autoritarismo, que se vuelca contra los que menos tienen, pues no se les tolera que protesten, que se organicen y demanden mejores condiciones laborales y de vida. El escenario económico y político internacional con el cual América Latina tuvo que lidiar durante aquellos años, era el resultado, entre otras cosas, de la larga agonía de los viejos imperios europeos decimonónicos, y de ciertos mecanismos de acumulación periclitados que saltarían en pedazos con la crisis de 1929-1933.

Mientras la revolución rusa se encerraba sobre sí misma e iniciaba un largo y devastador proceso de autoinmolación, en China se abrían y se intentaban nuevos caminos liberadores de consecuencias incalculables para el mundo contemporáneo. En América Latina, esos son los años en que la industrialización, la migración, la urbanización y el crecimiento económico tuvieron efectos decisivos sobre el comportamiento de las masas de trabajadores, campesinos y burócratas que hacían un ingreso irreversible en el desarrollo histórico de estos países53.

No sólo se modificaron a fondo los patrones de consumo, y de crecimiento (el cual entre 1913 y 1980 experimentó una subida constante, y pudo haber alcanzado tasas del 6% anual entre 1950 y 1980)54, sino que también las costumbres de la vida cotidiana, la cultura política y las convicciones ideológicas y culturales de amplios sectores de la población experimentaron una transformación sustancial. Esta última pasó de 104 millones de personas en 1930 a 159 millones en 1950, y a 277 millones en 1970, sin tomar en cuenta que se trata de números redondos y no estamos considerando lo que podría haber sucedido país por país55.

Por otro lado, las inversiones norteamericanas se dispararon en todas direcciones y rubros productivos, pasando de 4,735 millones de dólares en 1950 a 8,837 millones de dólares en 1960, sin mencionar los empréstitos estatales ni los programas de auxilio. La evidencia mostraba que el desarrollo autónomo podía ser una falacia, y al mismo tiempo que se había operado un reflujo de la producción latinoamericana, pues el crecimiento del comercio mundial registrado después de 1948, se debía, en gran parte, al intercambio entre países altamente desarrollados. La participación de América Latina en el mercado mundial había llegado al 11% en 1948, en 1960 era del 7% y en 1970 del 5%. Indiscutiblemente algo había cambiado de forma definitiva56.

Hacia 1930 la mayor parte de los latinoamericanos vivían en el campo, y sólo existían unas cuantas grandes ciudades en el Cono Sur y en América del Norte, que se habían beneficiado con el crecimiento demográfico atribuible a una mejoría sustancial de las condiciones sanitarias, y de la emigración europea. Sin embargo, entre 1940 y 1960, el porcentaje de habitantes latinoamericanos en las zonas urbanas aumentó del 33% al 44%57. Tal concentración de la población y las calidades políticas y culturales de alguna migración europea, sobre todo italiana, española e irlandesa, posibilitó que la educación política del latinoamericano, medianamente escolarizado, mejorara considerablemente.

Estos son los años en que las reformas agrarias en México, Bolivia, Perú, Chile y Guatemala, por ejemplo, estuvieron signadas con la impronta de una lucha antiimperialista que quiso ir más allá de la simple distribución de tierras. La organización y la educación sindicales crecieron en cantidad y calidad, de tal manera que fue posible profundizar los avances políticos y las conquistas de clase del proletariado industrial, surgido sobre todo con la sustitución de importaciones, y del viejo movimiento obrero agrario industrial, vinculado a los enclaves bananeros y mineros en el Caribe suramericano y centroamericano58.


Tabla V-2

Urbanización e Industrialización.

País

Año*

Urbanización**

Industrialización***

Argentina

1947

48.3

26.9

Chile

1952

42.8

24.2

Venezuela

1950

31.0

15.6

Colombia

1951

22.3

14.6

Brasil

1950

20.2

12.6

Bolivia

1950

19.7

15.4

Ecuador

1950

17.8

17.8

Paraguay

1950

15.2

15.2

Perú

1940

13.9

13.2




Los trazos políticos, ideológicos y organizativos que definieron el desarrollo del movimiento popular en América Latina, a lo largo de estos años, estuvieron condicionados, mayormente, por lo que sucedía a escala internacional. Puede resultarnos muy complejo tratar de caracterizar la naturaleza de las luchas campesinas y obreras en países como México, Argentina, Colombia o Costa Rica, entre 1930 y 1960, sin tener presente que en el escenario mundial se estaba dando una lucha de escala colosal contra el fascismo, al menos hasta 1950. Y después, por viabilizar los distintos proyectos de liberación nacional que fructificaron en casi todo el antiguo mundo colonial europeo, por una parte, y de otra, por enfrentar los distintos y variados intentos que se hicieron para sabotear y destruir el proyecto socialista inspirado en el ejemplo soviético.

Veremos que los avances alcanzados en materia laboral, jornadas de trabajo, condiciones sanitarias y procesos de sindicalización hasta 1950, así como algunas de las conquistas del nacionalismo burgués, con sus distintas expresiones populistas y social-demócratas, entrarán en crisis en el período siguiente, posterior al último año citado. La desnacionalización, no debería olvidarse, respondía a una estrategia internacional de clase, con la cual se buscaba recuperar, paso a paso, las cuotas de poder escamoteadas a las oligarquías, aliadas naturales del imperialismo, por un movimiento popular que se había fortalecido con cierto vigor en los mejores años del proceso de sustitución de importaciones59.

Las distintas orientaciones y énfasis político-ideológicos tomados por el movimiento obrero en América Latina, a la larga, tendrían efectos desastrosos en las diversas expresiones organizativas escogidas por el mismo, pues aquellas cuyas elecciones habían sido más radicales, como las de la guerrilla urbana durante los años cincuenta y sesenta, provocaron niveles de represión mayor que terminaría por incluir a la totalidad de los sectores sociales más comprometidos con el cambio social radical en algunos países de América del Sur, como Argentina, Uruguay y Chile.

Los enfrentamientos entre comunistas y nacionalistas de todos los pelajes, desgastaría considerablemente no sólo la imaginación teórica de aquellos años, sino también las alternativas organizativas ofrecidas por un movimiento obrero errático y fácil de golpear por unas oligarquías fuertemente amuralladas detrás de las exigencias del imperialismo60.

Las huelgas en los emporios mineros y bananeros le enseñaron al imperialismo que la mejor forma de combatir este mal, era fortaleciendo los instrumentos represivos puestos a disposición de las oligarquías latinoamericanas y caribeñas. Nos encontraremos con que, al mismo tiempo que crecen las habilidades y capacidades de lucha por parte de los sindicatos en esos sectores productivos, crecen también el entreguismo y una vocación proimperialista realmente notables por parte de dichas oligarquías.

Las huelgas contra los monopolios bananeros en el Caribe y América Central, durante los años treinta y cuarenta, fueron prácticas de lucha que impulsaron notablemente el nivel de penetración de los comunistas, por ejemplo, en los sindicatos controlados por el proletariado rural. Se llegó a manejar con lucidez política el hecho de que, una multinacional como la United Fruit Company, jamás haría concesiones gratuitas a sus trabajadores. De tal forma que, en Costa Rica, para citar un caso emblemático, la huelga de 193461, no sólo fue liderada por un pequeño y bien disciplinado partido comunista, fundado en 1931, sino que también la misma hizo factible el surgimiento de una prensa obrera que planteaba con claridad y contundencia sus posiciones antiimperialistas.

Los comunistas costarricenses estaban recogiendo, de esta manera, una tradición que se remontaba a las primeras hojas sueltas, y a los periódicos y revistas de inspiración anarquista, que algunos obreros y trabajadores emigrados, italianos y españoles, habían traído al país, entre las dos últimas décadas del siglo XIX y la dos primeras del siglo XX, cuando la compañía bananera los contrató para hacer frente a la escasez de fuerza de trabajo62. Los zapateros, los panaderos y los linotipistas serían de los gremios pioneros en plantear formas de lucha popular, impresa y callejera, durante los años veinte del siglo anterior, que serían luego instrumentalizadas por los comunistas con resultados políticos muy diversos en las zonas urbanas63.

Si era cierto que la ciudad le había ganado la batalla al campo, y la nueva ciudad que se encontraría la oligarquía agro exportadora latinoamericana de vieja data, era una en la que tenía muy pocas posibilidades de crecer, también lo era que el retroceso del imperialismo inglés, después de la Segunda Guerra Mundial, le había dejado el campo libre a un imperialismo norteamericano dispuesto a negociar con aquella oligarquía, sobre la base de que todo proyecto reformista debía encajar perfectamente en moldes institucionales que no crearan tensión con las aspiraciones de Washington en la región64. Costa Rica, posiblemente, fue uno de los pocos ejemplos en América Latina, donde dicha aspiración logró sus mejores resultados65.

La nueva ciudad que encontrarían las rancias élites agroexportadoras, las cuales habían crecido vigorosamente hasta la Primera Guerra Mundial, sería aquella donde las actividades agro industriales y manufactureras volvían obsoletos los viejos procesos burocráticos de control comercial y acumulación de capital, característicos de los años 1880-1920. Ahora, después de 1950, el crecimiento del mercado mundial, y los controles establecidos por el capital norteamericano sobre las actividades financieras y económicas en América Latina, lanzaron una nueva ola de actividades bancarias que desactualizaron el control familiar ejercido por empresarios cafetaleros y de actividades similares característicos de finales del siglo XIX.

La burguesía cafetalera costarricense, al menos, había probado que era dueña de una gran capacidad de adaptación y, aunque tuvo que hacer una guerra civil en 1948, para acelerar el proceso, le demostró al resto de América Latina que, para la política del Buen Vecino estadounidense, era posible encontrar socios dispuestos a todo, hasta engullirse a los comunistas y a la Iglesia Católica en un solo bocado, con tal de sacar adelante la tarea de un reformismo que nunca tuvo escrúpulos sobre la abismal brecha que se abría entre lo dicho y lo hecho, en materia social, laboral, sanitaria, bancaria y financiera66.

Pero el faccionalismo del movimiento popular en América Latina, continuaba siendo una de sus principales fortalezas y debilidades al mismo tiempo, durante la era de las dictaduras y del estado populista. Anarquistas, comunistas, trotskistas, reformistas, socialcristianos, socialdemócratas, feministas, estudiantiles y otros, le propinaban una profunda división, no sólo estratégica, sino también programática y constitutiva al movimiento popular, sino que también, enriquecían las ópticas y los puntos de vista políticos e ideológicos del mismo, creando alternativas para las cuales, con frecuencia, no se estaba preparado, cuando la represión y la cooptación67 se hacían presentes.

Teóricamente, la reforma universitaria de Córdoba de 1918 acercó a los estudiantes y a los líderes estudiantiles al movimiento obrero clasista y populista por igual, así como hizo posible el acceso de las mujeres a los frentes organizativos de lucha de algunos sindicatos, partidos políticos y otros, instrumentalizando las luchas electorales y profesionales. Pero también creó círculos de desconfianza alrededor de las posibles coincidencias programáticas entre las aspiraciones de los estudiantes, las mujeres, el obrero y el campesino que buscaban la calle para canalizar sus demandas.

Cuando las salidas políticas, las negociaciones y las alianzas de clase se agotaron, y el reformismo, así como los regímenes dictatoriales se volvieron intolerables, hicieron su aparición las soluciones revolucionarias radicales, la guerrilla urbana, y las opciones extremistas no se hicieron esperar, predominando el secuestro, el asesinato político y el sabotaje en todos los frentes contra los intentos de las burguesías latinoamericanas, con el apoyo del imperialismo, por volver atrás, y recuperar de forma desesperada la cuota de poder que les había sido arrancada por los avances del movimiento popular y reformista de los años 1930-1950.

Las contradicciones de clase que brotaron en América Latina, durante y después de la crisis mundial de 1930, simplemente revelaron la abismal distancia que existía entre los proyectos políticos y sociales de una burguesía agrario exportadora en crisis, debida precisamente a la fractura del sistema de producción, y los proyectos procedentes de algunos sectores sociales que hacían su aparición por primera vez en la historia de América Latina, como era el caso del proletariado industrial y de los sectores medios, todavía no totalmente articulados al régimen de producción capitalista. En gran medida, esta limitada integración puede haberse debido a la debilidad del estado nacional en la mayor parte de los países latinoamericanos68, la cual redujo las posibilidades de negociación, y la oferta de alternativas democráticas, para grupos humanos, como los indígenas, y otros sectores sociales tradicionalmente considerados “inferiores” como las mujeres y las minorías sexuales.

Los márgenes de negociación con que operaron las clases dominantes, durante estos años de 1930 a 1960, estuvieron condicionados por los gestos y movimientos que procedieran de Washington, en cuyo caso se hacía más evidente la seria debilidad del estado nacional. Aún así, en el período, aunque los proyectos revolucionarios en El Salvador (1932), en Bolivia (1952) o Guatemala (1944-1954), y la explosiones populares al estilo del bogotazo de 1948, después del asesinato del líder colombiano Jorge Eliécer Gaitán, hubieran demostrado que una consciencia antiimperialista estaba en franco proceso de consolidación, también probaron que la alianza entre las oligarquías y el imperialismo era capaz de echar por tierra todos los avances y logros posibles concretados por las masas trabajadoras, campesinas e indígenas de América Latina69.

La opción por la vía armada, la cual cristalizaría de forma dura y contundente, en gran parte de América Latina, después del triunfo de la Revolución Cubana, rebeló las verdaderas dimensiones de la crisis a que habían llegado unas contradicciones de clase cuyo escenario insoslayable eran las ciudades de países como Argentina, Uruguay, Perú, Colombia, Chile, Centroamérica y el Caribe. Porque fue en la ciudad también donde se pudieron encontrar puntos de confluencia, entre un proletariado industrial concentrado en fábricas y talleres propiedad del capital extranjero y oligárquico, así como el ambiente y la atmósfera política para que una prensa revolucionaria pudiera cultivar sus preocupaciones, debido al apoyo con que podía contar procedente de estudiantes, sindicatos e intelectuales radicalizados.

Estas confluencias políticas, culturales y hasta ideológicas, no siempre contaron con la aquiescencia de los partidos comunistas de educación soviética, feroces enemigos del espontaneísmo y de “la enfermedad infantil del comunismo, el izquierdismo”, pues éste podría arrebatarle porciones importantes de sus huestes. Si prestamos atención, entonces, a las tesis de Defronzo70, la guerra popular revolucionaria siempre es consecuencia de situaciones de crisis que han alcanzado el punto de ebullición, un punto de no retorno en el cual la aniquilación, el genocidio como práctica social, adquiere estatura teórica71.

La Revolución Cubana, como se verá en la sección siguiente, en tanto que parte aguas de una lucha todavía inconclusa contra el imperialismo, introdujo variantes estratégicas y soluciones inéditas a los viejos problemas del Caribe y de América Latina, que la hicieron convertirse en el modelo histórico de un proceso de cambio, en el que los distintos elementos involucrados y las decisiones tomadas, siguen siendo controversiales y de gran poder evocativo para los movimientos populares en la mayoría de nuestros países.


4. El triunfo de la Revolución Cubana


Hablar de la Revolución Cubana en un libro como este plantea un serio problema para el autor, porque, en virtud de la ingente cantidad de material existente, siempre se corre el riesgo de la frivolidad. Sin embargo, lo vamos a intentar debido a que, sin referirnos a ella, este capítulo quedaría incompleto. La Revolución Cubana cierra una época en la historia reciente de América Latina, y abre otra completamente novedosa. El siglo XX, no sólo a escala de lo que acontece en América Latina, sino también de lo que transcurre en el escenario mundial, sería incomprensible sin la Revolución Cubana.

Desde la perspectiva de muchas historias universales, para las cuales sólo la historia europea es historia de las “civilizaciones”, aún sirviéndose del tratamiento marxista de la misma, la Revolución Cubana puso a la América Latina en la conciencia política, social, y cultural no sólo de los centros universales de poder, sino esencialmente en el corazón de los pueblos oprimidos del planeta, como aquellos de África y Asia, que habían buscado, durante siglos, alternativas, salidas y posibilidades diferentes para su condición de colonias europeas.

Como se ha visto en ensayos anteriores, la actitud de los imperios hacia América Latina y el Caribe fue todo menos ambigua. Siempre tuvieron acercamientos de prístina claridad sobre lo que querían y buscaban en esta parte del mundo. Y son varios los países latinoamericanos y caribeños donde esa lucidez imperial se aplicó de manera efectiva y con resultados perdurables. Algunos de ellos fueron México, Nicaragua, Panamá y Cuba, no tanto por haber experimentado invasiones y mutilaciones territoriales, así como el oprobio y la humillación de la explotación económica de personas y recursos naturales, sino también porque fueron reducidos a la nada, cuando se negaron a plegarse a la voluntad imperial, que buscaba reescribirles la historia a su antojo.

En la isla caribeña, entre los años que van de 1898 a 1959, puede argüirse sin temor a equívocos, que cristalizan las contradicciones imperiales más álgidas del sistema capitalista en su máximo punto de expansión, entre los imperios mismos con respecto a esferas de influencia y control internacional, y entre las burguesías metropolitanas y nacionales por encontrarle asideros ciertos a sus proyectos de clase, que en el caso de las primeras tenía como norte el estrangulamiento de cualquier atisbo de independencia por parte de las segundas.

Alguien podría sostener que la Revolución Cubana fue asfixiada en su cuna, cuando la intervención norteamericana en 1898, desvió la clara orientación independentista que traía la lucha de los cubanos desde 1868 contra el deteriorado dominio español de la isla72. Pero también es factible sostener que la independencia de Cuba cristaliza con la revolución conducida por Fidel Castro entre 1953 y 195973. Incluso, cierta irritante superficialidad ha llevado a algunos analistas europeos a considerar que la lucha emprendida por Fidel y su gente, es el producto más bien de una lectura fácil de la realidad cubana de esos años, que aprovechó estelarmente la compleja situación que se había dado con el dictador Fulgencio Batista y sus desacuerdos con el Departamento de Estado norteamericano74, en vista de lo acontecido en Guatemala recientemente y de los desplantes improductivos de la dictadura somozista en Nicaragua. Para Washington Batista estaba manejando la situación cubana con tibieza e indecisión.

No se debería olvidar, sin embargo, que la batalla iniciada por Fidel Castro, estuvo perfectamente articulada con una larga lucha revolucionaria que se remontaba a mediados del siglo XIX, la cual aún no ha concluido, como lo ha probado meridianamente el bloqueo impuesto sobre Cuba, desde 1962, y que el estudioso latinoamericano, europeo o norteamericano siempre tendrá que recordar, cada vez que se fije nada más en los años de los feroces combates sostenidos por la guerrilla contra las fuerzas del ejército cubano.

Ahora bien, indistintamente de los debates teóricos e historiográficos en que pueda haberse sumido alguna intelectualidad de izquierda en Europa, Estados Unidos y América Latina, debates que, por lo demás, han resultado de incalculable utilidad para comprender mejor la naturaleza de la Revolución Cubana, es igualmente indiscutible la necesidad de ubicar a este proceso revolucionario en su justo contexto histórico para no caer o, en maniqueísmos inútiles, o en tratamientos frívolos sobre un momento histórico que todavía intentamos visualizar con todas sus consecuencias.

Porque demás está recordar que la Revolución Cubana obligó al imperialismo norteamericano a revisar con seriedad y cautela su política exterior hacia la América Latina. Hizo que las oligarquías latinoamericanas, apoyadas por los Estados Unidos, modernizaran sus capacidades represivas y readecuaran sus esquemas de negociación para ponerse a tono con las exigencias que los pueblos estarían dispuestos a realizar, a partir de las lecciones recibidas desde Cuba. Y demandó de líderes, intelectuales y artistas establecer con precisión los poderes concretos de su compromiso con el cambio y con los que menos tienen. Es por ello también que la Revolución Cubana puede ser considerada como un marco de referencia sumamente importante para fijar los límites y posibilidades de la utopía en América Latina, hoy, aún cuando desde las filas del pensamiento revolucionario, algunos reniegan de la fuerza evocadora y transformadora de las utopías, debido, posiblemente, a la tremenda desilusión asestada con la crisis del socialismo soviético, como se verá en capítulos posteriores.

Las dictaduras militares del continente, empezando con Maximiliano Hernández Martínez, en El Salvador de 1932, y terminando con la de Roberto Micheletti en el Honduras del 2009, todas han nacido con la impronta de un pánico anti comunista que la Cuba de Fidel Castro llevaría hasta la cumbre del delirio. Se trata de un anti comunismo tan visceral que todo aquello que alguna vez olió a reforma, a transformación y tratamiento de los problemas sociales con algún grado de solidaridad, evocó siempre la tragedia de Cuba, presa fácil del comunismo internacional. Se trata de un anti comunismo que paga bien, con becas, invitaciones a cócteles, cátedras en universidades norteamericanas y europeas, premios y demás, todo orientado a impedir que los sectores sociales más desprotegidos puedan organizarse y tomar consciencia de la situación tan grave en la que están, y que Cuba reveló de manera brutal e irreversible.

Por ello debemos estarnos recordando que la Revolución Cubana no es “la revolución de Fidel Castro”, o de un grupúsculo de guerrilleros desarrapados, intoxicados con las ideas del marxismo-leninismo. Se trata de un proceso revolucionario, ya lo hemos dicho, que tiene antecedentes históricos muy específicos, muy latinoamericanos y caribeños por lo demás, pero que responde y programa con lucidez meridiana la larga trayectoria de lucha antiimperialista del pueblo cubano, la cual pasa, de manera indefectible, por el pensamiento de José Martí (1853-1895). Sin esto será muy difícil comprender la naturaleza exacta de la Revolución Cubana, a pesar de los malabarismos marxistas de que podamos servirnos para aguzar nuestro análisis.

Una revolución anticolonialista y nacionalista primero, luego antiimperialista y socialista finalmente, no encajaba en ninguno de los esquemas elaborados por el pensamiento revolucionario europeo, para comprender este tipo de fenómenos. La guerra de guerrillas o la guerra popular revolucionaria, con notables antecedentes en la lucha por la independencia de América Latina y el Caribe, encontró en Cuba uno de sus más consumados logros pues, en virtud de la consabida ausencia de un proyecto burgués de clase, el talón de Aquiles de la mayor parte de dichos movimientos, la incorporación del campesinado y del proletariado agro industrial impulsaron una alianza de clase cuyo perfil todavía es objeto de estudio, debido a su especificidad histórica y a la magnífica solidez de la plataforma político social por la que se entregarían todos los esfuerzos.

Los imperios europeos, y el norteamericano particularmente, siempre tuvieron buena vista para detectar que la única forma de cooptar cualquier refriega o amago cierto de rebeldía revolucionaria, era estableciendo alianzas de clase con los sectores mejor ubicados de las burguesías latinoamericanas, garantizando mercados, inversiones, lujos y reconocimientos diplomáticos que al fin y al cabo sólo podrían asegurar un acceso más fluido a los recursos naturales y humanos de nuestros países. En estos casos, los acercamientos entre la mediana burguesía y el proletariado urbanos, podrían haber girado un poco más hacia la izquierda, en virtud de que aquella alianza (imperialista) de clase dejaba de lado a amplios sectores de la población, alejados del flujo de capitales y de los mercados que le daban sentido a la expansión capitalista en el Caribe.

Estos sectores irían a jugar un papel esencial en el proceso de radicalización de la Revolución Cubana la cual, para el momento en que se inicia la toma del poder en 1959:


  1. Era totalmente dependiente del imperialismo norteamericano, dueño de 1 200 000 hectáreas de tierra, la energía eléctrica, parte de la industria lechera, los combustibles y el crédito bancario,


  1. Contaba con una estructura económica predominantemente agrícola, pues la más importante industria, el azúcar, era una producción primaria de base agrícola.


  1. Tal economía agrícola era en su esencia extensiva, latifundista, tanto en las propiedades de las compañías extranjeras como en las de una minoría opulenta cubana, con 114 grandes propietarios en el control del 20% de las tierras.


  1. El desempleo llegaba al 25% de la población económicamente activa.


  1. El 80% del total de lo exportado era principalmente azúcar.



El compendio de todas estas notas nos definía a la Cuba de 1959 como un país semicolonial o, si se prefiere la nueva terminología, neocolonizado. La revolución que tenía que realizarse suponía en primer término la liberación nacional, es decir había que lograr casi 60 años después lo que al terminar la guerra con España no se había obtenido por la interferencia norteamericana. La primera característica de la revolución tenía que ser, pues, su contenido antiimperialista”75.


El viaje de esta revolución nacionalista y antiimperialista hacia el socialismo estaría empedrado de sufrimiento, chantaje, invasiones e intentos de asesinar a su líder máximo. Se trata de una jornada de asombrosa capacidad humana, para hacerle frente a los embates de la potencia más poderosa del planeta por destruir un proyecto revolucionario que le cambiaría por completo el escenario político, social, ideológico, diplomático y militar al imperialismo norteamericano en América Latina.

Así lo dice con absoluta claridad la segunda declaración de La Habana del 4 de febrero de 1962, una vez instalado el bloqueo definitivo contra la Revolución Cubana:


Aplastando a la Revolución Cubana, creen disipar el miedo que los atormenta, y el fantasma de la revolución que los amenaza. Liquidando a la Revolución Cubana, creen liquidar el espíritu revolucionario de los pueblos. Pretenden, en su delirio, que Cuba es exportadora de revoluciones. En sus mentes de negociantes y usureros insomnes cabe la idea de que las revoluciones se pueden comprar o vender, alquilar, prestar, exportar o importar como una mercancía más. Ignorantes de las leyes objetivas que rigen el desarrollo de las sociedades humanas, creen que sus regímenes monopolistas, capitalistas y semifeudales son eternos. Educados en su propia ideología reaccionaria, mezcla de superstición, ignorancia, subjetivismo, pragmatismo, y otras aberraciones del pensamiento, tienen una imagen del mundo y de la marcha de la historia acomodada a sus intereses de clases explotadoras. Suponen que las revoluciones nacen o mueren en el cerebro de los individuos o por efecto de las leyes divinas y que, además, los dioses están de su parte”76.


En el capítulo siguiente continuaremos con nuestro análisis de la Revolución Cubana en una de sus dimensiones más ricas y debatidas, la socialista, porque, según el Departamento de Estado norteamericano, la exportación de tal revolución ha sido uno de los malestares mayores para ejercer libremente el intervencionismo, al que estaban acostumbrados desde hacía casi dos siglos con relación a la América Latina y el Caribe, y uno de los ingredientes que más atizó el enfrentamiento con la vieja Unión Soviética durante la era de la Guerra Fría.

La Revolución Cubana recogió los aspectos vertebrales de las tradiciones culturales de América Latina y el Caribe, aquellas vinculadas al quehacer anticolonialista y antiimperialista de figuras como Simón Bolívar y José Martí, Francisco de Miranda y Ramón Emeterio Betances, diseñando con ellos un entramado ideológico decisivo para canalizar todos los afanes independentistas de nuestros pueblos. Pero al mismo tiempo, se proveyó de ingredientes teóricos y estratégicos procedentes de experiencias extraordinarias que tuvieran lugar en otras partes del mundo, tales como las revoluciones mexicana, rusa, china, vietnamita, argelina y otras que la nutrieron de una buena dosis de realismo y de sentido práctico.

Esto era esencial porque, si se pensaba construir un proyecto socialista, el primero en las Américas, era clave tener el coraje y contar con el apoyo popular requerido para aniquilar la vieja maquinaria estatal e iniciar el viaje hacia una nueva sociedad. Era aquí donde Marx tenía mucho que decir y donde el imperialismo iría a poner todos sus esfuerzos para destruir un proyecto que, de generalizarse al resto de América Latina y el Caribe, pondría en serios problemas la dominación y el intervencionismo practicado por Estados Unidos casi sin límites de ninguna especie.

Además, como ya se ha señalado, esa eclosión histórica entre las tradiciones revolucionarias de los pueblos latinoamericanos, las enseñanzas del marxismo y sus experiencias en otras partes del mundo, junto a la situación crítica por la que estaba pasando Cuba en sus relaciones con el capitalismo norteamericano, y el autoritarismo puesto en práctica por la dictadura de Fulgencio Batista, heredera de los desmanes del régimen criminal de Gerardo Machado desde 1933, son algunos de los ingredientes ciertos que se deben de tomar en consideración al momento de reflexionar sobre la especificidad irrepetible de la Revolución Cubana, tal y como lo señalara Fidel Castro en la segunda declaración de La Habana, según se desprende de la cita que se ha hecho arriba.

En efecto, esta específica eclosión histórica y revolucionaria se pudo dar el lujo de completar ciclos revolucionarios que habían sido abortados por el intervencionismo extranjero, en los casos de México, El Salvador, Bolivia y Guatemala, donde muchas de las ambiciones y esperanzas terminaron sesgadas o merodeadas por los militares y los círculos capitalistas más recalcitrantes y entreguistas en estos países.

El problema agrario, la nacionalización de los recursos naturales y energéticos, hasta ese momento en manos de compañías multinacionales, la delicada cuestión del papel de los militares, y el asunto de la solidaridad internacional, así como el apoyo incondicional que se recibió del bloque socialista, entre 1959 y 1984, todos fueron elementos que llegarían a comprender una lista de excepcionalidades ineludibles al momento de discutir y reflexionar sobre la supuesta “exportación de la Revolución Cubana”.

Tan excepcional ha sido la Revolución Cubana que experimentos inspirados en ella, con algunas variantes, podrían haber sido condenados al fracaso, debido a una participación más directa del Departamento de Estado norteamericano reacio a tolerar la repetición de la misma, tal y como sucedió en República Dominicana en 1965, en el Chile de Salvador Allende (1973), en Granada (1983), Panamá (1989) y Nicaragua (1990), donde grupos capitalistas nacionales, vinculados estrechamente con el capitalismo norteamericano, hicieron lo imposible para sabotear tales intentos. Hoy, con el renacimiento de las utopías revolucionarias en América Latina y el Caribe, se repiten los mismos procedimientos y discursos del pasado para impedir que los pueblos tengan la posibilidad de acceder a una vida mejor y más justa. Pero estos temas serán abordados en los próximos capítulos.


Conclusión

Este ha sido un ensayo muy difícil de escribir debido a múltiples razones, entre ellas porque los años 1930-1960 pueden ser considerados años transicionales entre el viejo modelo agroexportador y el modelo desarrollista que se anuncia con la sustitución de importaciones. Sin embargo, nos reclamaba que al menos lanzáramos una visión general de las principales líneas de fuerza que le dieron sentido a ese capítulo de la historia de América Latina, contra el telón de fondo de una modernidad capitalista próspera pero profundamente conservadora y aterrorizada con el fantasma del comunismo.

Las dictaduras latinoamericanas que proliferan en esos años, quisieron jugar el papel de contrapesos de los reclamos y las demandas de amplios sectores de la población que, por primera vez en la historia, se hacían sentir, pues durante siglos solo fueron el soporte productivo de un capitalismo dependiente todavía muy desdibujado.

La progresiva modernización del sistema económico, para algunos, pasaba por una profunda europeización de las sociedades latinoamericanas, con lo cual no todos estaban de acuerdo; y ciertos líderes estuvieron dispuestos a detener el intento, procedente sobre todo de élites con intereses financieros y comerciales muy concretos. Dirigentes políticos, como Rafael Carrera en la Guatemala del siglo XIX, fueron capaces de sentar las bases de un proceso de acercamiento a las masas populares que hoy, supuestos teóricos y analistas europeos y norteamericanos, tratan de entender y dilucidar, pues esa relación, ese conjunto de lealtades primitivas, como lo llamarían algunos antropólogos, se encuentra en la raíz de la capacidad de movilización de figuras posteriores como el mismo Fidel Castro en Cuba y Evo Morales en Bolivia.

Para algunos, la modernización capitalista pudo haber dado al traste con el caudillo de viejo estilo, como el ya mencionado Carrera de Guatemala, o el llanero Páez en Venezuela, o Rosas en Argentina, pero le abrió una nueva senda al clásico dictador latinoamericano, para el cual las ideas de civilización, orden y progreso estaban en relación directa con el comportamiento de los mercados internacionales, y con el posible soporte económico, político y militar que pudiera recibir de los imperios.

Entre 1930 y 1960, para América Latina, la historia política, social y económica, está apuntalada por contradicciones entre clases y sectores de clase que se niegan a desaparecer o adaptarse a la nueva situación internacional que marcaba el ritmo de crecimiento del sistema capitalista, inmerso en una guerra a muerte contra el sistema socialista que había llegado al mundo con la revolución rusa de 1917. Esa transición del caudillo al dictador, debería, entonces, entenderse como un doloroso proceso de adaptación de los políticos latinoamericanos al nuevo escenario levantado por un sistema capitalista dependiente que dejó en escombros a la herencia cultural indígena, e hispánica también, en América Latina, para plegarse a las demandas del expansionismo imperialista, liderado por los Estados Unidos desde 1898.

Los populismos de distinto signo político e ideológico, así como unos movimientos populares en los que destaca el movimiento obrero, fueron igualmente alternativas anheladas por sectores sociales que se esforzaban por hacerse con un espacio en el espectro socio-económico, cada vez más reducido por las necesidades de la modernización capitalista, y cada vez más selectivo y discriminatorio con relación a los verdaderos fundadores de las civilizaciones indígenas.

El dilema entre modernización capitalista y revitalización de las civilizaciones indígenas, sigue vigente, con todas sus aristas y sus implicaciones, en las sociedades contemporáneas de América Latina, donde las élites dominantes continúan considerando que tal dilema no existe y sólo es un asunto de dictadores y dictaduras. El problema es que la solución del mismo, desafortunadamente, reside en poderes extranjeros, a quienes se otorgó tal atribución sin consultar a las grandes mayorías indígenas, campesinas y obreras de naciones que aún carecen del sentido de integridad nacional propio de cualquier sociedad moderna.

1 Claudio Véliz. La tradición centralista en América Latina (Barcelona: Ariel.1979)

2 Jacques Lambert. América Latina. Estructuras sociales e instituciones políticas (Barcelona: Ediciones Ariel. 1970) P. 292. También la antología clásica de Hugh M. Hamill (Editor). Caudillos. Dictators in Spanish America (University of Oklahoma Press. 1992) Primera parte.

3 Rodrigo Quesada. Recuerdos del Imperio. Los ingleses en América Central. 1821-1915 (Heredia, Costa Rica: EUNA. 1998) Capítulo VI.

4 Francois Chevalier. América Latina de la independencia a nuestros días (Barcelona: Editorial Labor. Colección Nueva Clío. 1983). P. 286 y ss. También de Roberto Regalado. América Latina entre siglos. Dominación, crisis, lucha social y alternativas políticas de la izquierda (Ocean Sur. 2000) P. 148-149.

5 Juan Bosch. De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe frontera imperial (Santo Domingo, República Dominicana. 2005) Capítulo XVI.

6 Roberto Regalado. Op. Cit. P.117.

7 Julio Labastida Martín del Campo. Dictaduras y dictadores (México: Siglo XXI editores. 1986). P. 24.

8 Ibídem. Loc. Cit.

9 Ricardo Forte. “Autoritarismo y militares en el siglo XX argentino”. Secuencia (Revista de Historia y Ciencias Sociales) (México: Instituto Mora. 1993. No. 27. Nueva Época) Pp. 119-140.

10 Alan Knight. “Revolución social: una perspectiva latinoamericana” .Secuencia (Revista de Historia y Ciencias Sociales) (México: Instituto Mora. 1993. No. 27. Nueva Época) Pp. 141-183.

11 Allan Angel. “Regímenes dictatoriales desde 1930”. En Historia General de América Latina. Tomo VIII. América Latina desde 1930 (UNESCO/TROTTA. 2008) P. 353.

12 Nicola Miller. “Las potencias mundiales y América Latina desde 1930”. En Historia General de América Latina. Tomo VIII. América Latina desde 1930 (UNESCO/ TROTTA. 2008) P. 296.

13 “La débil presencia cultural e ideológica de la clase dominante favoreció la movilización de los colonos y los semiproletarios, pues estos enfrentaban una élite que tenía un fuerte sentido de la identidad y del poder de sus riquezas, pero que permanecía socialmente distante de sus empleados. La década de 1920 fue testigo de la ruptura de los pocos lazos paternalistas que unían a la población rural pobre con los terratenientes y agricultores más acaudalados”. Aldo Lauria Santiago y Jeffrey L. Gould. “Nos llaman ladrones y se roban nuestro salario: hacia una reinterpretación de la movilización rural salvadoreña, 1929-1931”. En Revista de Historia (Costa Rica: Escuela de Historia de la UNA y CIHAC de la Universidad de Costa Rica. Enero-Diciembre . 2005. Nos. 51 y 52) P. 299.

14 “La rebelión no fue una mera jacquerie, no fue el producto de un repentino impulso de los campesinos indígenas. Por el contrario, fue el resultado de una larga cadena de sucesos, acaecidos tanto dentro del país como fuera de él. Además, se distingue por ser el primer movimiento revolucionario latinoamericano en el cual desempeñaron el papel más importante hombres considerados como comunistas internacionales. Por lo tanto, señala el comienzo de una fase nueva y significativa en la historia de la región. La época de las ideologías había llegado a la América Latina”. En Thomas Anderson. El Salvador 1932. Los sucesos políticos de 1932 (San José, Costa Rica: EUDCA. 1976) P. 10.

15 Ibídem. Loc. Cit.

16 Thomas D. Schoonover. The United States in Central America, 1860-1911. Episodes of Social Imperialism and Imperial Rivalry in the World System (Durham and London: Duke University Press. 1991) Capítulo 9.

17 Patricia Alvarenga Venutolo. Cultura y ética de la violencia. El Salvador 1880-1932 (San José, Costa Rica: EDUCA. 1996). Este es un excelente ensayo donde se detallan los orígenes sociales, políticos e ideológicos de la revuelta de 1932.

18 Neill Macaulay. The Sandino Affair (Chicago, Quadrangle Books. 1967) P. 256.

19 Alvarenga menciona a organizaciones tales como Las Ligas Rojas, los auxiliares civiles, los comisionados, las Guardias Cívicas y otras diseñadas con dicho propósito.

20 Eduardo Crawley. Dictators Never Die. A Portrait of Nicaragua and the Somozas (London & New York. C. Hurst & Company. 1979) Capítulo XII.

21 “Mientras Estados Unidos coqueteó con la conquista colonial a finales del siglo diecinueve, desarrolló también un sistema más abierto de imperialismo sin colonias durante el siglo veinte. El caso más paradigmático es el de Nicaragua en los años veintes y treintas, donde los marinos norteamericanos fueron enviados para proteger los intereses estadounidenses y se vieron atrapados en una difícil guerra contra los guerrilleros de Sandino. La respuesta para ello fue encontrar un hombre fuerte, que resultó ser Anastasio Somoza, a quien se le proveerían asistencia económica y militar, a él, a su familia y a sus aliados inmediatos, para que reprimieran o compraran toda oposición, lo que les permitiría también acumular una riqueza considerable para ellos mismos. A cambio deberían mantener su país abierto a toda clase de operaciones por parte de empresarios norteamericanos y brindarles su apoyo, y si fuere necesario promoverían los intereses estadounidenses en Nicaragua y en la región (o sea el resto de América Central). Este fue el modelo desarrollado después de la Segunda Guerra Mundial, durante la etapa de descolonización global impuesta por los europeos a instancias de los Estados Unidos”(pp. 27-28). David Harvey. A Brief History of Neoliberalism (Oxford University Press. 2005).

22 Benjamin R. Beede (Editor). The War of 1898 and US Interventions. 1898-1934. An Encyclopedia (New York & London. 1994). Ver las entradas correspondientes a Nicaragua.

23 “La ocupación norteamericana de Nicaragua en 1912 fue el resultado natural de las políticas desarrolladas por Washington al empezar el siglo XX”. William Kamman. En Benjamin R. Beede (Editor) Op. Cit. P. 376.

24 Amaru Barahona Portocarrero. Breve estudio sobre la historia contemporánea de Nicaragua. En Pablo González Casanova (Coordinador). América Latina: Historia de medio siglo. Vol. 2. México, Centroamérica y el Caribe (México: Siglo XXI Editores. 1981) P. 392.

25 Dennis F. Arias Mora. “La presencia alemana en Costa Rica durante la era del nacionalsocialismo (1933-1941)”. Revista de Historia (San José, Costa Rica: EUNA-UCR. Enero-Diciembre de 2006. Nos. 53-54) Pp. 195-220.

26 James Dunkerley. Warriors and Scribes. Essays on the History and Politics of Latin America (London and New York. Verso. 2000) P. 142.

27 Carlos Rafael Rodríguez. Cuba en el tránsito al socialismo (1959-1963). Lenin y la cuestión colonial (México: Siglo XXI editores. 1978) Pp. 52 y ss.

28 Guillermo Toriello Garrido. Tras la cortina de banano (La Habana, Cuba: Editorial de Ciencias Sociales. 1981) P. 72.

29 Jorge Luján Muñoz. Breve historia contemporánea de Guatemala (México: Fondo de Cultura Económica. 1998) P. 211.

30 Carlos Sabino. Guatemala, la historia silenciada (1944-1989) Tomo I. Revolución y liberación (México: Fondo de Cultura Económica. 2007) Pp. 33 y ss.

31 Ronald E. Powaski. The Cold War. The United States and the Soviet Union. 1917-1991 (Oxford University Press. 1998) P. 105.

32 Ibídem. P. 106.

33 Susan Jonas-Bodenheimer. Guatemala, plan piloto para el continente (San José, Costa Rica: EDUCA. 1981. Traducción de Mario Samper) Capítulo 1.

34 Beatriz Ruibal. “Arbenz, revolución en el imperio del banano”. En Varios Autores. Historia de América en el siglo XX. Segunda posguerra: nacionalismo, liberación y Guerra Fría (Buenos Aires, Argentina: Centro Editor de América Latina. 1986) Pp. 85-112.

35 Fernando N. A. Cuevillas. “El régimen del caudillaje en Hispanoamérica” Boletín del Instituto de Sociología 11 (1953): pp. 59-75. Reproducido en Hugh M. Hamill (Editor) Caudillos, dictators in Spanish America (University of Oklahoma Press. 1992) Capítulo 23.

36 Juan Linz & Alfred Stepan (Editors). The Breakdown of Democratic Regimes. Latin America (Baltimore and London. The Johns Hopkins University Press. Fourth Printing. 1987). Véase también de Guillermo O’Donnell, Philippe C. Schmitter, & Laurence Whitehead (Editors). Transitions from Authoritarian Rule. Latin America. (Baltimore and London. The Johns Hopkins University Press. Fourth Printing. 1993).

37 Juan Bosch. Las dictaduras dominicanas (Santo Domingo, República Dominicana: Editora Alfa y Omega. 2005) Pp. 149 y ss.

38 Para un recuadro detallado de las cuestiones aquí mencionadas apenas, véase la excelente novela de Mario Vargas Llosa. La fiesta del chivo (Barcelona: Alfaguara. 2000) donde se exponen magistralmente los entretelones del poder, durante la dictadura de Trujillo, en República Dominicana.

39 Diccionario de historia y política del Siglo XX (Madrid: Tecnos. 2001) P. 573.

40“Todos los movimientos, partidos y gobiernos populistas, juntamente con sus controversias doctrinarias, tienen el carácter de reacciones ideológicas y prácticas, conforme al país y al contexto particular, a los cambios económicos, sociales y políticos provocados, lo que parece estar en juego es la crisis del modo de vida de amplias capas de trabajadores rurales y urbanos, y en ocasiones de esos dos sectores combinadamente”. Octavio Ianni. La formación del Estado populista en América Latina (México: Serie Popular ERA. 1975) P. 29.

41 Existe un excelente estudio, todavía no superado, sobre el populismo ruso, escrito por el historiador italiano Franco Venturi. El populismo ruso (Madrid: Alianza. 1981) 2 volúmenes.

42 Herbert Braun. Populismos latinoamericanos. En Marco Palacios y Gregorio Weinberg (Editores) Historia general de América Latina. América Latina desde 1930. Vol. VIII (UNESCO/TROTTA. 2008) Capítulo 14.

43 “(…) las manifestaciones más notables del populismo aparecieron en la fase crítica de la lucha política de aquellas clases sociales surgidas en los medios urbanos en los centros industriales contra las oligarquías y las formas arcaicas del imperialismo. En este sentido, el populismo es un movimiento de masas que aparece en el centro de las rupturas estructurales que acompañan a las crisis del sistema capitalista mundial y las correspondientes crisis de las oligarquías latinoamericanas. Las nuevas relaciones de clase comienzan a expresarse de un modo mucho más abierto cuando las rupturas políticas y económicas (internas y externas) debilitan decisivamente el poder oligárquico. Así, en varios aspectos, el populismo latinoamericano corresponde a una etapa determinada en la evolución de las contradicciones entre la sociedad nacional y la economía dependiente”. Octavio Ianni. Populismo y relaciones de clase. En Gino Germani, Torcuato S. di Tella y Octavio Ianni. Populismo y contradicciones de clase en Latinoamérica (México: Serie Popular ERA. 1973) P. 85.

44 Eric Wolf & Edward C. Hansen. Caudillo politics: A Structural Analysis. En Hugh Hamill (Editor). Caudillos. Dictarors in Spanish America (University of Oklahoma Press. 1992) Pp. 62-72.

45 Torcuato S. di Tella. Populismo y Reformismo. En Gino Germani, Torcuato S. di Tella, y Octavio Ianni. Populismo y contradicciones de clase en Latinoamérica (México: Serie Popular ERA. 1973) P. 48.

46 Herbert Braun. Op. Cit. P. 394.

47 Para el detalle de la desastrosa gravitación del neoliberalismo en América Latina, valdría la pena consultar la obra de David Harvey, A Brief History of Neolibealism (Oxford University Press. 2005), un texto que el profesor Braun no cita por ninguna parte. También de Alfredo Saad-Filho. The Political Economy of Neoliberalism in Latin America. En Alfredo Saad-Filho & Deborah Johnson (Editors). Neoliberalism. A Critical Reader (London: Pluto Press. 2005) Capítulo 26.

48 Octavio Ianni. Op. Cit. 1975. P. 139.

49 M. Kazin. The Populist Persuasion: An American History (New York: 1995)

50 “Las élites tradicionales temían que los nuevos líderes adquirieran un poder tal que hicieran desaparecer a sus seguidores, movilizados de repente, haciéndolos completamente dependientes de los nuevos líderes. Y eso fue precisamente lo que al parecer estaba sucediendo conforme el Estado establecía conexiones orgánicas con los obreros y los campesinos. En un breve período de poco más de 2 años, entre 1951 y 1953, Jacobo Arbenz distribuyó tierras a 500 000 campesinos guatemaltecos pobres, creando con ello una clase social totalmente nueva cuyos orígenes residían en la acción del Estado. Poco después de que Paz Estenssoro llegase al poder, en Bolivia se produjo un levantamiento campesino masivo que destruyó a gran parte de la clase de los hacendados. Paz Estenssoro trató de controlar las zonas rurales y de someterlas a la ley atribuyendo títulos de propiedad a quienes se habían apoderado de tierras y prometiendo a los antiguos propietarios indemnizarlos con bonos pagaderos a 25 años. Además, nacionalizó las tres grandes compañías mineras de Hochschild, Patiño y Armayo, poniendo así bajo control estatal el 65% de la industria del estaño. Los mineros pasaron a ser funcionarios públicos. En México, Lázaro Cárdenas fortaleció el régimen indígena tradicional de posesión comunal de tierras, el ejido, para distribuir 18 millones de hectáreas a más de 800 000 campesinos sin tierra. Al mismo tiempo, alentó la movilización de los trabajadores de las ciudades y nacionalizó varias compañías petroleras extranjeras, cuyos trabajadores se convirtieron en funcionarios públicos” Herbert Braun. Op. Cit. P. 377.

51 Tariq Ali. Pirates of the Caribbean. Axis of Hope (London & New York: Verso Books. 2006).

52 Carlos M. Vilas. The Left in South America and the Resurgence of National Popular Regimes. En Erich Hershberg & Fred Rosen (Editors). Latin America after Neoliberalism. Turning the Tide in the 21st Century? (New York & London: The New Press/ NACLA. 2006) Capítulo 11.

53 “La rápida migración posterior a 1930 provocó una revolución social. Produjo grandes cambios en la forma del trabajo, el carácter de la vivienda y las actitudes políticas y sociales”. Alan Gilbert. El proceso de urbanización. En Marco Palacios y Gregorio Weinberg (Editores). Historia General de América Latina. América Latina desde 1930. Vol. VIII (UNESCO/TROTTA. 2008) Capítulo 5. P. 133.

54Alicia Puyana. La industrialización en América Latina y el Caribe. En Marco Palacios y Gregorio Weinberg (Editores) Historia General de América Latina. América Latina desde 1930. Vol. VIII (UNESCO/TROTTA. 2008) Capítulo 3. P. 81

55 Patricio de Blas y otros. Historia común de Iberoamérica (Madrid: Edaf ensayo. 2000) P. 493.

56 Ibídem. P. 495. “La inversión extranjera directa de Estados Unidos y sus multinacionales llegaron a cubrir el 80% y el 35% del total de la inversión extranjera en México y Brasil, respectivamente. Esta prominencia permitió, en 1972, a las empresas norteamericanas controlar más del 50% del mercado de estos países. El poder de mercado de las empresas norteamericanas resultó de un variado mosaico de actividades para restringir el acceso de competidores: gastos excesivos en propaganda, diversificación de productos y gasto en desarrollo tecnológico. Contribuyeron también las acciones de los gobiernos que, con miras a asegurar las economías de escala mínimas, otorgaban privilegios monopólicos a las inversiones extranjeras en sectores considerados líderes, por el contenido tecnológico y sus perspectivas de crecimiento”. Alicia Puyana. Op. Cit. P. 84.

57 Alan Gilbert. Op. Cit. P. 130.

58 Francisco Zapata. Trabajadores, sindicatos y sistemas políticos. En Marco Palacios y Gregorio Weinberg (Editores). Historia General de América Latina. América Latina desde 1930. Vol. VIII. (UNESCO/TROTTA. 2008) Capítulo 18.

59 Pablo González Casanova. Imperialismo y liberación. Una introducción a la historia contemporánea de América Latina (México: Siglo XXI editores. 4ª. Edición 1979) P. 237.

60 Julio Godio. Historia del movimiento obrero latinoamericano. Tomo 3. Socialdemocracia, socialcristianismo y marxismo, 1930-1980 (Caracas: Editorial Nueva Sociedad. 1985) Tercera parte.

61 “La huelga bananera de 1934, en particular, trajo un cambio sustantivo. En la agenda del sindicalismo aparecen en adelante los grandes temas sobre sociedad, economía poder estatal e identidad de clase, en la nación. Acerca del traslado de la United al Pacífico Sur, la crítica a los contratos reclamó la escisión del interés nacional, y la esterilidad de la clase gobernante para reproducir la soberanía de estado en las plantaciones. Los litigios sindicales en los juzgados, la desatención del estado a la explotación salarial, y el bajo nivel de vida”. Carlos Abarca. Obreros de la Yunai (San José, Costa Rica: Edición del autor. Zeta Servicios Gráficos S. A. 2005) P. 37.

62 Mario Oliva Medina. Artesanos y obreros costarricenses. 1880-1914 (San José, Costa Rica: EUNED. 2006).

63 Iván Molina Jiménez. Anticomunismo reformista. Competencia electoral y cuestión social en Costa Rica. 1931-1948 (San José, Costa Rica: ECR. 2007). P. 9.

64Julio Godio. Op. Cit. P. 87.

65 Iván Molina. Op. Lo. Cit.

66 Iván Molina Jiménez. Los pasados de la memoria. El origen de la reforma social en Costa Rica. 1938-1943 (Heredia, Costa Rica: EUNA. 2008) P. 310.

67 Desde finales del siglo XIX el sindicalismo latinoamericano, por ejemplo, preocupó mucho a los Estados Unidos, al extremo de que se impulsaron escuelas de educación sindical en ese país para atender la educación de líderes y promotores sindicales de América Latina. Citado en Octavio Ianni. Op. Cit. 1975. P. 111.

68 Gérard Chaliand. Revolution in the Third World. Myths and Prospects (The Harvester Press, Hassocks, Sussex, England. 1977) P.39.

69 “El largo período que va de 1935 a 1959 reveló-una vez más-que incluso en condiciones adversas, cuando un pueblo entero se rebela, el imperialismo y la oligarquía entren en retirada. Reveló también que se retiran para regresar y para acabar todas o muchas de las conquistas alcanzadas”. Pablo González Casanova. Op. Cit. 1979. P.236.

70 James Defronzo. Revolutions and Revolutionary Movements (Westview Press. Third Edition. 2007) P. 10.

71 Daniel Feierstein. El genocidio como práctica social. Entre el nazismo y la experiencia argentina (México: FCE. 2007) Tercera parte.

72 Eric Wolf. Las luchas campesinas del Siglo XX (México: Siglo XXI editores. 1972) Pp. 339 y ss.

73 La Revolución Cubana realmente entra en su fase final con el asalto al Cuartel Moncada que tuviera lugar en el primer año mencionado. Carlo Rafael Rodríguez. Cuba en el tránsito al socialismo (1959-1963) (México: Siglo XXI editores. 1978) P. 15.

74 “El triunfo fácil de Fidel Castro (¿cuál otra guerrilla puede enorgullecerse de haber llegado al poder después de solo dos años de lucha?) originalmente había dado lugar al menosprecio de los gobiernos legítimos y de sus órganos represivos, apoyados cuando fue necesario por fuerzas especiales de los Estados Unidos contra pueblos que sobrevaloraban la idea de la revolución”. Gérard Chaliand. Op.Cit. P. 41.

75 Carlos Rafael Rodríguez. Op. Cit. Pp. 66-67.

76 Segunda Declaración de La Habana. Contexto Latinoamericano. Revista de Análisis político. La Revolución Cubana. Medio siglo de antiimperialismo y solidaridad (No. 10. 2008. Ocean Sur. México).



En Globalización: RODRIGO Quesada Monge


Oct 2010 América Latina. El imperialismo permanente. La era de las intervenciones. (1898-1933)

Oct 2009 América Latina. El imperialismo histórico. La acumulación por despojo (1850-1898)

Sept 2009 América Latina. El imperialismo histórico. El libre comercio o la diplomacia de Dios (1823-1850)

Agosto 2009 América Latina: del imperialismo histórico al imperialismo permanente

Mayo 2009 Las crisis económicas en el sistema capitalista. Elementos para su historia




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