América Latina. El imperialismo permanente.La era de las intervenciones. (1898-1933)
Rodrigo Quesada Monge1
Introducción
Con algunos escritores a veces se tiene el sentimiento, a pesar de su enorme erudición y competencia en ciertas disciplinas humanísticas y sociales, de que se está frente a una descomunal exhibición de cinismo. Cuando se habla de imperialismo, regularmente la gente poco versada en estos asuntos, tiende a emitir una opinión casi siempre sustentada en los análisis, para llamarlos de alguna forma, hechos por los editorialistas de los periódicos, o por publicistas más o menos bien informados.
Pero cuando un académico de rango internacional se deja ir con determinado tipo de opiniones, muy viscerales valga decirlo, no deja de sorprendernos, porque las mismas parecieran haber sido emitidas al calor de un impulso; o pudiera ser que la edad ha dejado su trazo inmisericorde, sobre estudios e investigaciones apoyadas en el buen decir de aquello que realmente queremos escuchar. Uno de los grandes historiadores del siglo XX, el profesor David S. Landes, en su hermoso libro2, el cual es una exhibición impresionante de erudición y sabiduría (más de cien páginas de bibliografía así lo atestiguan), también emite criterios azarosos y antojadizos, sobre temas y problemas para los que, pareciera, no estar debidamente capacitado. Dice Landes en el capítulo XX de su texto:
“Los estudiosos locales y los simpatizantes han atribuido el fracaso del desarrollo en Latinoamérica, aún más doloroso si se compara con lo ocurrido en América del Norte, a las fechorías de las naciones más ricas y poderosas. Esta vulnerabilidad se ha calificado de “dependencia”, lo que implica una situación de inferioridad en la que uno no es dueño de su propio destino, sino que debe plegarse a los designios ajenos. Huelga precisar que el Otro aprovecha su superioridad para apoderarse de la producción de las economías dependientes, como hicieron los primeros soberanos de la era colonial. La bomba que alimentaba al imperio se convierte así en la bomba del imperialismo capitalista”.
“Las tesis “dependentistas” han florecido en Latinoamérica. También se han exportado con éxito, haciendo eco, tras la Segunda Guerra Mundial, a los apuros económicos y a la concienciación política de las colonias recientemente liberadas. Los cínicos dirán incluso que las doctrinas de la dependencia han sido el producto más exportado por Latinoamérica. Pero son perjudiciales para el espíritu de empresa propio y para la moral. Al fomentar la propensión enfermiza a encontrar culpable a todo el mundo menos a uno mismo, promueven la impotencia económica. Aunque fueran ciertas, habría que desecharlas”3.
Este texto sorprendente, contrasta, sobre todo por el cinismo de la frase destacada por nosotros, al final del párrafo, con el resto del libro, posiblemente uno de los mejores trabajos que existe sobre la cultura occidental, publicados en inglés durante los últimos veinte años. Este tipo de argumento, utilizado por algunos intelectuales latinoamericanos, menos dotados, quienes se consideran a sí mismos “liberales radicales”, han dado origen al tratamiento desarrollado por una derecha histérica, que ahora nos habla “del idiota latinoamericano”4, cuando se trata de escritores críticos y de pensamiento independiente, que se niegan a reconocer los dictados de Washington, como la última palabra en materia económica, política, diplomática, militar y cultural. Sin embargo, un pensamiento de izquierda pujante, imaginativo, y de gran poder de creación, como lo prueba la historia reciente en América Latina, ha dado un triste mentís a los aspavientos triunfalistas de los neoliberales en nuestros países, sobre todo con el aterrador telón de fondo de una crisis capitalista internacional cuyas consecuencias están todavía por verse.
Con este capítulo, entonces, el autor intentará honrar también, esos afanes críticos y reflexivos de un pensamiento historiográfico latinoamericano que busca darle nuevas respuestas y hacer nuevos planteamientos sobre viejos temas, como el imperialismo, a la luz de una bibliografía reciente no sólo en lengua española, sino también en inglés y francés. Latinoamericanistas con la cabeza ventilada, han hecho contribuciones decisivas para una comprensión más cabal de nuestros problemas más acuciantes, y ello hay que recuperarlo.
Según se indicó en el capítulo I de este libro, el imperialismo permanente posee un conjunto de características muy bien definidas, que lo convierten en un objeto de estudio indispensable para el entendimiento cabal de la historia contemporánea de América Latina. En esta oportunidad, son esas características, precisamente, las que trataremos de desplegar ante el lector, como se hizo en los capítulos anteriores.
Si el subdesarrollo es una cuestión mental, como diría, entre otros, el eminentísimo profesor Landes5, a quien ya nos hemos referido, se hace obligatorio fijarse un poco más de cerca en la historia del Caribe, sobre la cual él no dice casi nada en su célebre libro. Para que el tratamiento de lo que llama “el estilo sudamericano” hubiera ido más allá de citar las consabidas adulteraciones históricas de Thomas Carlyle (1795-1881), procedentes de su ensayo sobre el dictador paraguayo, Dr. Gaspar Rodríguez de Francia (1756-1840)6, al profesor Landes se le debería demandar un poco más de trabajo sobre la historia del Caribe y de América Central.
Es bien conocida la insuficiencia de la filosofía de la historia para comprender el fenómeno del imperialismo en Nuestra América, como diría José Martí. Por ello, hemos dividido este capítulo en cuatro aspectos básicos, para comprender las acciones del imperialismo hacia América Latina y el Caribe durante los años que median entre 1898 y 1933. Tales aspectos son los siguientes:
La guerra de 1898. Su legado.
Los inicios de la ocupación de Nicaragua (1897-1912).
La Doctrina Monroe y el Canal de Panamá (1903).
De la crisis de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) a la Gran Depresión de 1929-1933.
1. La guerra de 1898. Su legado
Con la guerra de 1898, el imperialismo norteamericano entró por la puerta grande en la historia universal. Pero lo hizo desde América Latina y el Caribe, pues la historiografía convencional sobre el tema, nos dice que la era del imperialismo es aquella ubicada entre 1870 y 19147, cuando se refiere a la historia europea particularmente, y a sus relaciones con Asia y África. Para los latinoamericanos, al contrario, la era del imperialismo europeo se acaba en 1898 y se inicia un nuevo capítulo de su historia, en el cual el peso específico de su crecimiento económico, social, político y cultural viene definido, en gran medida, por sus relaciones con los Estados Unidos. Es decir, si el imperialismo histórico se acerca a su conclusión para los europeos, africanos y asiáticos en 1914, con la Primera Guerra Mundial, en América Latina y el Caribe, el imperialismo permanente apenas se ha iniciado en 1898.
A partir de esa fecha, la realidad latinoamericana y caribeña fue reconfigurada de manera irreversible. En efecto, estamos frente a economías agroexportadoras que vienen creciendo y articulándose al mercado mundial, cada vez más estrechamente desde 1850. Pero el proceso detonado en 1898, puso en curso un conjunto inédito de factores que volverían irreconocible la nueva situación, pues el gobierno de los Estados Unidos terminaba por concluir con el viejo proyecto de transformar al Caribe en su Mare Nostrum.
Aunque ya hemos incursionado en estos temas en un libro anterior8, aquí haremos referencia a ciertos aspectos poco trabajados en ese momento. Señalemos, para empezar, que el término de guerra hispano-antillano-norteamericana sería el correcto para referirse al enfrentamiento militar, político, diplomático y mediático9 que tuvo lugar entre España y los Estados Unidos, respecto a la independencia de Cuba y Puerto Rico en 1898. Cuando se nos habla de guerra hispano-norteamericana se deja por fuera a estos últimos países; así como cuando decimos guerra hispano-cubana, se soslaya toda alusión al imperio emergente más decisivo de ese momento, los Estados Unidos; lo mismo se estaría haciendo con el resto de las Antillas, Oceanía y el Pacífico Occidental. El espacio de la guerra de 1898 no es únicamente el Caribe.
Debe notarse, sin embargo, que aquellas referencias tienen implicaciones historiográficas y políticas obvias. Si hablamos de guerra hispano-norteamericana, se concreta un hecho: los representantes de Cuba fueron dejados por fuera de las conversaciones conducentes al Tratado de París de 1898, mediante el cual esta isla y Puerto Rico obtenían su independencia de España. De esta manera, estaríamos mencionando un conflicto entre potencias imperiales: una vieja y una nueva, debido a esferas de influencia muy concretas en el Caribe. Si hablamos de guerra hispano-cubana, el enfrentamiento pasaría a formar parte, en apariencia, de la historia de las viejas rencillas entre España y sus colonias, cosa muy conveniente para esta última en el tanto que, así se borra o se invisibiliza la presunta importancia histórica del nuevo imperio en el Caribe. El concepto que nosotros hemos desarrollado es un tanto más justo, en la medida en que incluye a los tres protagonistas involucrados en un acontecimiento histórico de importancia decisiva para toda América Latina, si es que nos estamos refiriendo sólo al Caribe.
Sin embargo, habría que destacar con todas las letras, a riesgo de incomodar a los filósofos de la historia europeos, que el ganador principal de la guerra de 1898 en el Caribe, fueron los Estados Unidos. Este es un hecho contundente. Fueron perdedores España y Cuba, que verían su desarrollo como pueblos, de ahí en adelante, seriamente afectado, pues la primera, en realidad, nunca superó las consecuencias de una guerra en la que apostó la historia de sus tres siglos de dominación sobre América, y la segunda tendría que hacer una revolución, medio siglo después, para sacarse de encima al imperio más poderoso de la historia de Occidente.
En España, no sólo se produjeron transformaciones institucionales, diplomáticas y militares de gran envergadura, sino que también la guerra de 1898 tuvo consecuencias culturales que aún hoy son motivo de seria reflexión. Para Cuba, es incuestionable que la misma guerra estableció diferencias, y acumuló fuerzas sobre lo que significaba adquirir el estatus de colonia, o, al menos, soportar el estatus de semicolonia. En el caso de Puerto Rico, el enigma no se presentó. No queremos decir con esto que Puerto Rico y Las Filipinas hayan sido algo así como trofeos de guerra, producto de una incierta aventura militar emprendida por los Estados Unidos. Todo lo contrario, junto a los intereses geoestratégicos, a los cuales nos referiremos más adelante, hubo también preocupaciones económicas, empresariales y financieras adicionales para fijarse en Puerto Rico10. Mientras en 1895 la industria azucarera produjo $ 4.400.000 en exportaciones, casi el 29% del valor total de las exportaciones de la isla, en 1920 produjo $74.000.000, es decir, unas 16 veces más. Para este último año, la mitad de la producción total estaba en manos de cuatro compañías de la nueva metrópoli11.
La materialización de las tendencias expansivas de Estados Unidos, salido de la guerra civil notablemente fortalecido, encontró en América Latina, un conjunto de países con cierto desarrollo económico y social, y con algunos esquemas de comercio exterior más o menos bien establecidos desde su independencia de España, lo que la hacía muy atractiva12. En 1880 Cuba, por ejemplo, había totalizado un intercambio comercial con los norteamericanos que rondaba los $66.5 millones, algo que la convertía en un socio de primera magnitud. Pero se trataba de un asociado con algunas peculiaridades, puesto que las compras a los Estados Unidos por parte de Cuba, rara vez superaban el 20% del valor total de sus ventas.
Al calor de un feroz proteccionismo, heredado por la guerra civil norteamericana, resultaba inaceptable que en condiciones de crisis (1873-1896) los antillanos no pudieran mejorar sus poderes de compra de maquinaria, bienes de capital y manufacturas norteamericanas13. Además, junto a la vulnerabilidad económica de la isla, agravada por la competencia azucarera internacional, el arancel Wilson sobre las importaciones de azúcar a los Estados Unidos, introducido en 1894, tuvo consecuencias desastrosas para Cuba, que vio descender sus exportaciones a ese mercado, de 800.000 toneladas en 1895 a 225.231 toneladas en 1896, con lo cual el ambiente revolucionario se hacía cada vez más propicio14.
Para los separatistas cubanos, la guerra de 1898 fue “una guerra contra la propiedad”, puesto que el 3 de julio de ese año, cuando la totalidad de su escuadra fue aniquilada por los norteamericanos, España ya estaba en la ruina. Fueron cuatros años de guerra, en la que los ejércitos involucrados se dedicaron al saqueo y al pillaje, de tal forma que no hubo propiedad española o cubana en la isla que se salvara de la destrucción. Más de 100.000 pequeñas explotaciones agrícolas, unos 3.000 ranchos ganaderos y cerca de 700 fincas cafetaleras resultaron devastados. En 1894 habían registrados unos 1.000 ingenios azucareros de los cuales se salvaron solo 207. La población de la isla también se redujo considerablemente, pues desaparecieron unas 250.000 personas a causa de la guerra15. Propietarios y empresarios al final de la jornada se encontraron abrumadoramente endeudados y sin fuentes adicionales de crédito para seguir operando16.
Conforme la isla se fue pacificando, los monopolios norteamericanos fueron desmantelando la cadena de prohibiciones que los españoles habían introducido para bloquear el comercio de Cuba con otras naciones. Se restauraron rápidamente lo ingenios y las plantaciones cañeras, y se logró contratar en las vecinas Antillas Menores, a miles de peones para trabajarlas. De esta manera, la producción de azúcar pasó de 300.073 toneladas en 1900, a un 1.045.290 en 190417. El capitalismo norteamericano se haría finalmente cargo de las mejores tierras y de las mejores instalaciones azucareras de que disponía Cuba, haciendo de la independencia obtenida en 1898 una cuestión puramente formal.
Pero la que ha sido llamada “la primera guerra global” de los Estados Unidos18, tiene un significado diplomático, militar, político y económico, más amplio de lo que pudiera concluirse si la reducimos a su impacto sobre los habitantes del Caribe, pues fue una guerra que ató los problemas de esta zona con los del Pacífico, y amplió con vigor la búsqueda de oportunidades de inversión y mercados, al menos para los años que mediaron entre 1890 y 192119.
Realmente el expansionismo insular de los Estados Unidos, que incluyó a Cuba, Puerto Rico, las Filipinas, Hawai, Guam, las islas Wake y sus ambiciones canaleras en Panamá, Nicaragua y México, no se agotaron en la poca o mucha importancia económica que pudieran haber tenido estos lugares, o en la pura codicia imperialista, como se podría decir simplistamente. En efecto, la gran ambición de los políticos y de los empresarios norteamericanos, era darse las condiciones para crear una red de cables y telégrafos, abastecimientos de combustible, y bases navales que les pudieran facilitar el acceso y la dominación finalmente del vasto y poderoso mercado chino20.
Desde el momento en que los sectores dominantes en la sociedad norteamericana consideraron que su involucramiento en Asia y el Caribe era necesario para su bienestar y seguridad económica nacional e internacional, el gobierno de los Estados Unidos no dudó un segundo en establecer protectorados extraterritoriales desde Cuba hasta China. A ese mismo gobierno no le tembló la mano para condicionar la soberanía y la independencia de las naciones que se encontraban a lo largo de este eje (o cerco) de seguridad, desde el Atlántico Norte hasta el Pacífico Occidental, y se garantizó el control de todas las vías de tránsito, puertos, muelles y emporios comerciales que pudieran tentar a poderes extraños, en su viaje hacia las fabulosas riquezas de Asia (¡redivivo el viejo sueño colombino!).
El gobierno de los Estados Unidos bloqueó los planes de los daneses de transferir las Islas Vírgenes a manos de Alemania; los esfuerzos alemanes por adquirir parte o la totalidad de las Islas Galápagos de Ecuador; las pretensiones de México por alquilar tierras en la Bahía de Magdalena (en La Paz, Baja California) a una corporación japonesa; y las aspiraciones de Costa Rica para vender la Isla del Coco (cerca del Canal de Panamá en el Pacífico). Cuando el Secretario de Estado, Elihu Root supo que Costa Rica estaba buscando comprador para vender la isla, expresó su disconformidad advirtiendo al gobierno del país centroamericano, y a cualquier potencia industrial europea que quisiera adquirirla, que la compra en cuestión sería considerada una amenaza para la seguridad de los Estados Unidos. Este gesto de parte del Secretario de Estado redujo el valor de la isla a cero en 190321.
Por otro lado, mientras la ruta de tránsito desde el Atlántico Norte hacia los mercados de Asia se consolidaba, varios puntos esenciales en ese trayecto se encontraban en crisis, siendo presas de revueltas y confrontaciones políticas, muchas de ellas fomentadas y provocadas por los Estados Unidos, que luego trataba de reprimirlas a cualquier costo, como fue en los casos de República Dominicana, Haití, Cuba, Nicaragua, Panamá, Hawai y Las Filipinas. El Gobierno de los Estados Unidos sostenía que muchas de estas áreas se beneficiarían a la larga del estatus de protectorado o de su ocupación militar22, algo que llevaría a la práctica en infinidad de ocasiones.
En Las Filipinas, la guerra adquirió niveles de carnicería realmente inauditos. La mayor parte de los académicos cuando habla de la guerra de 1898, se olvida de tratar el asunto más allá del Caribe, de Cuba y Puerto Rico. Sin embargo, como nos indica el profesor Schoonover, no debe olvidarse que el conflicto militar forma parte de un cuadro económico-social, político y diplomático en el cual los Estados Unidos buscaban hacerse con el control del Pacífico y del Caribe al mismo tiempo. Se trataba de un escenario en el que tres grandes crisis, con puntales económicos de gran envergadura como Cuba, Las Filipinas y China, irían a modificar sustancialmente el flujo del acontecer internacional en manos de los Estados Unidos y de los Europeos, particularmente los franceses, los ingleses y los alemanes.
Sería recurrente en el futuro que, para resolver conflictos internos, como los ocasionados por la depresión de 1873-1896, algunos de los líderes norteamericanos consideraran la posibilidad de buscarle salidas militares a este tipo de crisis. Aquella se agudizó entre los años 1893 y 1897, y les preocupaba, decían, tener que dar una respuesta en exceso represiva a los acontecimientos sociales y políticos que se suscitaban en el plano nacional, como las huelgas de Homestead en 1892, la masacre de 1884, o las huelgas de Pullman en 1894.
La represión militar y policiaca de los trabajadores en las fábricas, en las líneas férreas o de las manifestaciones urbanas iba más allá del ideal democrático por el cual la sociedad norteamericana había luchado tanto tiempo. Tal situación parecía indicar que la única salida era la del jinete a caballo tomando el poder, muy similar a la de los Rangers de Teddy Roosevelt cuando combatían en Cuba y Las Filipinas23, evocando antipáticas coincidencias entre la sociedad norteamericana y las de América Latina.
Pero los años noventa no fueron catastróficos solamente para los Estados Unidos; lo fueron también para España y China. La crisis de la economía estadounidense en 1893 impactó a Cuba, donde los problemas surgidos reactivaron los fuegos de la revolución. Al mismo tiempo, mientras España le hacía frente a sus propias contradicciones internas, las revueltas estallaron en Las Filipinas también. Ambas situaciones atrajeron la atención cuidadosa del Gobierno de los Estados Unidos, pues los desordenes sociales a lo largo de la ruta que unía al Atlántico Norte con Asia, eran una buena oportunidad para echar a España de sus colonias en el Caribe y en el Pacífico Occidental y así garantizarse una ruta segura hacia las riquezas de Asia. De esta manera, el asalto a la soberanía y a la integridad territorial de China, después de su guerra contra Japón en 1894-1895, cuando los grandes poderes europeos se la repartieron a pedazos, urgieron a los líderes norteamericanos a tomar cartas en el asunto, pues era inconcebible que la ruta anhelada, y a la que ya nos hemos referido, terminara controlada por las potencias industriales europeas24.
La insurrección en Las Filipinas, a diferencia de la invasión de Cuba, no fue un asunto fácil de resolver. Para mediados de 1900, dos terceras partes del ejército de los Estados Unidos en la zona estaban concentradas en las islas. El costo de la guerra entre 1899 y 1902 fue realmente alto: 4,234 muertos, 2,818 heridos, y miles de desparecidos por enfermedades. Para el último año citado, el costo financiero ascendía a $600 millones o el equivalente a unos $50 billones del 2006. A ese resultado habría que sumar varios millones más desembolsados en pensiones y tratamiento a los traumados de guerra25.
Si el afán de “civilizar” a los filipinos tuvo un costo tan alto, más lo sería sostenerse en las islas después de 1902, cuando supuestamente el conflicto había concluido. Nunca previeron que se iría a prolongar indefinidamente. Los musulmanes en Las Filipinas, los más aguerridos e indomables, quienes nunca reconocieron al gobierno y la dominación de los españoles, tampoco aceptarían la ocupación norteamericana. De esta forma surgía la desconcertante pregunta que se han hecho en el pasado la mayoría de las potencias industriales con afanes imperialistas: ¿Por qué debemos apropiarnos de los países con los cuales deseamos comerciar?26
La versión norteamericana de las rutas soñadas por Colón hacia las riquezas de Asia, incluía también el control de las aguas del Caribe, de sus riquezas y de sus gentes, la ruta de tránsito a través de Panamá (1903), la ocupación de Nicaragua (1912-1932), después de que el gobierno de los Estados Unidos les bloqueara la posibilidad de construir un segundo canal, las ocupaciones de República Dominicana (1916-1924) y de Haití (1915-1934), y de varias partes de Oceanía. Con estas acciones, el gobierno de Washington y los empresarios, respondieron a las crisis, y se aseguraron trabajo barato, buenas oportunidades comerciales, materias primas abundantes y alimentos que atemperaron las consecuencias sociales y políticas de las mismas en su interior27. Curiosamente, por esta misma época, el Imperio Inglés estaba involucrado en una guerra de importantes consecuencias para sus prácticas imperiales en el Continente negro. La guerra Anglo-Boer de 1899-1902, replanteó el problema de Inglaterra para enfrentar a los otros poderes europeos en África, un asunto que mantendría al gobierno de Su Majestad muy ocupado hasta la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Los ingleses asistían también, en África, como los norteamericanos en el Caribe y el Pacífico, a una revisión a fondo de sus nociones decimonónicas sobre lo que significaban los métodos coloniales y neo coloniales de asentamiento y movilización de poblaciones enteras.
2. Los inicios de la ocupación de Nicaragua (1897-1912)
Nicaragua, junto con Panamá, México y Costa Rica, forma parte de ese conjunto de países latinoamericanos y caribeños que fue considerado, desde el siglo XVII, como buen candidato para la construcción del canal interoceánico que facilitara la navegación y el intercambio comercial entre los dos océanos. Sin embargo, la revolución de los transportes, y la expansión imperialista que tuvieron lugar en el siglo XIX, junto a las posibilidades reales que brindaban ahora la tecnología, las empresas y un estado nacional más fuerte y centralizado en las metrópolis industrializadas, hicieron que un sueño tan largamente acariciado empezara a cristalizar.
Pero Nicaragua no sólo era un fuerte candidato a ser un país de tránsito, a manos de empresas multinacionales, que ya en la segunda parte del siglo XIX plagaban América Latina, sino que también fue otro de los países donde se pondrían en práctica, muchas de las lecciones aprendidas por el joven imperialismo norteamericano en lugares como Cuba y Las Filipinas. Para el gobierno de los Estados Unidos, estos eran pueblos tan incivilizados, tan mal organizados y gobernados, que ni siquiera merecían la pena de ser considerados como naciones con las cuales se podría negociar, sobre inversiones y desarrollo de obras públicas. Era la herencia que España había dejado en el istmo, y por la cual, los Estados Unidos tenían el derecho y el deber de corregir tantos problemas institucionales, geográficos y diplomáticos como se presentaran, aún invadiendo y ocupando estos países28.
No obstante el gobierno de José Santos Zelaya en Nicaragua (1893-1909), considerado uno de los gobiernos liberales más audaces del istmo centroamericano, no tanto por su valiente enfrentamiento de los conservadores en materia económica, política y religiosa, sino también porque sus decisiones diplomáticas pudieran haber afectado seriamente sus relaciones con los poderes imperiales del momento, sentó las bases de lo que serían los futuros desacuerdos con Washington en lo concerniente a la relevancia geoestratégica del istmo centroamericano29.
Entre 1897 y 1903, los Estados Unidos decidieron construir un canal interoceánico a través de Panamá, un movimiento que desestimó todo sueño que pudiera haber tenido Nicaragua, con relación a ese proyecto. Pero el Presidente Santos Zelaya se negó a darse por vencido, e intentó convencer al gobierno de los Estados Unidos para que modificara sus intenciones. En vista del fracaso de sus gestiones buscó entonces en Europa y Japón el apoyo financiero y técnico requerido para darle a su pueblo el bienestar que merecía. La jugada enfureció a los norteamericanos quienes, desde 1904 hasta su caída del poder en 1909, hicieron todo lo posible para que Zelaya no encontrara eco en ninguna parte del mundo30.
Aquí reside, por otro lado, la mendacidad que se volcó contra Zelaya, a quien el gobierno de los Estados Unidos acusó de revoltoso, tirano, disociador y enemigo de los empresarios estadounidenses. Como señala el profesor Schoonover, Zelaya fue una figura sobre la cual se han dicho una gran cantidad de cosas, pero la mayor parte de ellas no son ciertas. Los historiadores, incluso los más conservadores, se aproximan a él con cautela y discreción, pues, a pesar de todo, Zelaya le devolvió a su pueblo un sentido de la nacionalidad pocas veces superado hasta la llegada de los sandinistas al poder en 1979.
La distorsión de la imagen de Zelaya sería un problema para la historiografía nicaragüense, porque el llamado “dictador liberal” y “déspota ilustrado”, es recordado también por haber introducido en la historia constitucional de Centroamérica una de las cartas magnas (la de 1893) más ambiciosas imaginadas hasta ese momento31. Criminalizado y señalado como un autócrata irredimible, Zelaya, sin embargo, fue capaz de enfrentar a los norteamericanos para defender su independencia de criterio, y así buscar otras fuentes de financiamiento que le permitieran impulsar su acariciado proyecto canalero. Con la Doctrina Monroe y el Corolario Roosevelt (1905) en la mano, los Estados Unidos no iban a permitir de ninguna manera que potencias imperiales extra continentales se adueñaran de una ruta comercial de importancia geoestratégica decisiva para ellos. Y así fue como decidieron colaborar con los grupos económicos conservadores de Nicaragua para tumbar a Zelaya lo más pronto posible.
Ya sabemos que los Estados Unidos buscaron, a todo lo largo del siglo XIX, un paso hacia los ricos mercados de Asia, por lo cual la conquista del Pacífico era fundamental; y esto sólo podría haberse logrado con una ruta interoceánica a través de Centroamérica. Pero el proyecto francés de construir el Canal de Panamá, iniciado en 1879, elevó la sensación de inseguridad del gobierno de los Estados Unidos, con el crecimiento de la presencia europea en el Caribe. A partir de ahí, los estadounidenses encontraron en las dificultades de los países centroamericanos y caribeños para atender sus deudas, una buena excusa para ocuparlos.
El Corolario Roosevelt de la Doctrina Monroe vino a ser la advertencia definitiva contra las potencias industriales extra continentales, que pensaban actuar igual y por las mismas razones: la insolvencia de los centroamericanos para honrar sus deudas. Esta paranoia del Gobierno de los Estados Unidos, alcanzó su punto de exacerbación cuando al Presidente Zelaya se le ocurrió que buscaría ayuda en Europa para construir otro canal que compitiera con el de Panamá. Finalmente, en vista de la incapacidad de los políticos y empresarios norteamericanos para convencer a Zelaya de que olvidara sus ideas y proyectos sobre el canal alternativo, el choque entre los gobiernos norteamericano y nicaragüense no se hizo esperar después de 1903, hasta que Zelaya fue removido del poder en 190932.
Fueron, sin embargo, una serie de puntos ciegos los que provocaron dicho enfrentamiento. Entre 1897 y 1902, los empresarios norteamericanos, interesados en la construcción del canal, acusaron al gobierno de Zelaya de estar saboteando sus pretensiones en América Central. Pero, en realidad, el presidente nicaragüense, decía, únicamente aspiraba a lograr el mejor acuerdo posible para darle a su gente el bienestar que necesitaba. Los roces empezaron y obligaron a Nicaragua a pensar en alternativas.
En 1897 la Comisión Walker fue integrada por el Gobierno de los Estados Unidos, para estudiar las posibilidades de construcción canalera en Centroamérica. La comisión recomendó a Nicaragua como el sitio ideal para darle impulso a la idea, pero, al mismo tiempo, empezaron a correr los rumores, difundidos por la prensa norteamericana, de que los nicaragüenses y ahora los japoneses estaban negociando el proyecto del canal. El gobierno de Zelaya negó los malos rumores y la prensa japonesa sostuvo que su gobierno había abandonado toda negociación con los nicaragüenses para impedir un enfrentamiento diplomático con los Estados Unidos.
Zelaya insistió en que su único interés era lograr atraer la atención del gobierno norteamericano para construir el canal en Nicaragua y, de manera contraproducente, parece haber utilizado los rumores sobre el interés de los japoneses para acelerar dichos planes. Los eventos que se suscitaron entre 1901 y 1903 profundizaron la desconfianza entre nicaragüenses y norteamericanos, sobre todo después de que la segunda Comisión Walker recomendara que el canal se construyera en Panamá. Con la caída de su proyecto, Zelaya se volvió hacia los europeos y enseguida los norteamericanos iniciaron su proceso de desprestigio, acusándolo de autócrata y saboteador.
Entre las potencias europeas que se podrían haber beneficiado con el canal en Nicaragua estaba Alemania, la cual contaba con inversiones ahí que se acercaban a los $3.5 millones en 1898, incrementadas luego a $60 millones en 1906. La población alemana pasó de unos quince varones en 1891 a cuatrocientos en 190533. Lo mismo podría decirse de los franceses, quienes agrandaron notablemente su participación en las actividades empresariales y culturales en Nicaragua. También encontraron que el Departamento de Estado norteamericano hacía todo lo posible por mantener al gobierno de Zelaya en la peor condición financiera posible, con el afán de hacer más fácil su remoción del poder. Se habían opuesto constantemente a que ninguna potencia europea le prestara dinero a Zelaya, arguyendo que su gobierno no estaba en capacidad de honrar sus deudas, un argumento que recorrió el ambiente financiero en Europa y desprestigió considerablemente al gobierno nicaragüense como deudor34.
Los Estados Unidos siempre brindaron una generosa contribución moral y financiera a los opositores de Zelaya, y sería una excusa insostenible la que haría que el país, finalmente, estuviera bajo la amenaza de una invasión de tropas norteamericanas y de otros ejércitos centroamericanos. La muerte de dos soldados de fortuna, le dieron al Departamento de Estado la oportunidad que estaba esperando para reunir la fuerza suficiente contra el Presidente Zelaya. Él, en países como Costa Rica, sin embargo, encontró una prensa y una intelectualidad que no siempre lo fustigó, ni siempre aceptó como valederos los criterios y argumentos de los Estados Unidos para derribarlo, a pesar de sus desplantes ocasionales, militares y políticos, para hacerse con el frágil liderato de una pretendida unión centroamericana.
El “sistema clientelar”, como lo llama Coatsworth, creado por el Departamento de Estado en Centroamérica y el Caribe, hizo posible la tonada que las clases dominantes en estos países, “élites compradoras” según alguna historiografía norteamericana, querían interpretar voluntariamente desde la lucha por la independencia35. Tales élites fueron en realidad el soporte estratégico de que dispuso el imperialismo norteamericano para terminar convirtiendo al Caribe en un “lago americano”; la que había sido la mayor aspiración de los grupos dominantes en los Estados Unidos. Con lo sucedido en Nicaragua, entonces, queda claro que los cuatro motivos hallados para darle sentido a la conquista del Caribe habían llegado a cristalizar de manera irreversible. La obsesión por la construcción de un canal, la gran depresión de 1873-1896, el acuerdo alcanzado con las potencias industriales europeas para que aceptaran finalmente la dominación de los Estados Unidos sobre el Caribe, y el reconocimiento de la enorme importancia geoestratégica del “lago americano”, legitimarían una plataforma de “estados clientes” sobre los cuales apoyarse, a través del fomento de gobiernos oligárquicos o abiertamente dictatoriales pero siempre incondicionalmente leales, garantes de la seguridad militar, política y económica tanto tiempo anhelada por la sociedad norteamericana.
Entre 1890 y 1930, el nuevo expansionismo norteamericano, produjo más de cuarenta intervenciones en el Caribe. Aunque algunas fueron cortas, otras fueron de más larga duración, pero ninguna superó la sufrida por Nicaragua. La ocupación de 1912-1933 representó el último gran esfuerzo de los norteamericanos por convertir al país centroamericano en un “pequeño Estados Unidos” y, de paso, sentar los fundamentos para que su ejemplo se expandiera por el resto de América Latina36.
Aunque no generó un gobierno militar, que administrara directamente los asuntos nacionales, como en Cuba (1898-1902), República Dominicana (1916-1924), o Haití (1915-1934), la ocupación de Nicaragua fue devastadora, pues no sólo condujo al país a una guerra civil (1926-1927), sino que también le dejó una de las herencias político-militares más detestables en América Central: la dictadura por más de cuarenta años (1934-1979) de la familia Somoza.
Junto a otros, la ocupación generó enfrentamientos entre la iglesia católica nicaragüense y las distintas expresiones eclesiásticas norteamericanas, pues en su afán por “americanizar” a Nicaragua, el país fue invadido también por los supuestos valores democráticos y culturales estadounidenses, los cuales hicieron que los nicaragüenses perdieran el control sobre sus propias finanzas públicas, sus prácticas electorales y sus organizaciones campesinas; tanto así como para facilitar el surgimiento de la guerrilla sandinista en 1927, cuyos ideales nacionalistas motivarían, finalmente en 1979, a la única revolución exitosa en Centroamérica durante el siglo XX37.
La figura de Augusto César Sandino (1895-1934) es de proporciones heroicas, pues con un puñado de campesinos, mal entrenados, mal comidos y nutridos solamente con una gran pasión nacionalista y patriótica, logró combatir de forma aguerrida y lúcida, a la alianza que los Estados Unidos había articulado con la oligarquía nicaragüense, desde que el Presidente Santos Zelaya fuera obligado a dejar el poder en 1909. Aunque el empresariado norteamericano no invirtió grandes sumas de dinero en Nicaragua, durante esta época, la oligarquía nicaragüense y los grandes terratenientes siempre encontraron en el mercado de los Estados Unidos, al mejor aliado para profundizar las deformaciones agro exportadoras de la economía nacional burguesa38.
Esta alianza imperialista recibiría la bendición con el asesinato de Sandino en 1934, la fundación de la Guardia Nacional y la entronización de la dinastía de los Somoza, quienes llegarían a construir una de las dictaduras más odiadas de América Latina. Pero, además, con Nicaragua, el imperialismo permanente de los Estados Unidos, pondría a prueba su capacidad de manipulación, y sus afanes por convertir a la América Central y al Caribe en los estados satélites que necesitaba para protegerse las espaldas, sobre todo después de la conclusión del Canal de Panamá en 1913, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, cuando concluiría en un baño de sangre la etapa del imperialismo histórico. La historia de la construcción del Canal de Panamá (1903-1913), es otro de estos pasos iniciales para darle forma a un imperialismo permanente que se guarda para sí las mejores lecciones de la etapa anterior, y abre un nuevo capítulo en la historia de las intervenciones, invasiones y violencia que lo han caracterizado hasta el presente.
3. La Doctrina Monroe y el Canal de Panamá (1903)39
Junto al Canal de Suez, concluido en 1869, el Canal de Panamá, cuya construcción fue iniciada diez años después por el mismo ingeniero francés Ferdinand de Lesseps (1805-1894), está considerado una de las más grandes obras de ingeniería jamás emprendidas por el ser humano. La magna obra tuvo un efecto demoledor sobre el tránsito de las rutas internacionales que comunicaban a los dos Océanos, y a América con el resto del mundo. Pero hubo que esperar unos cuatrocientos años para que el trabajo pudiera iniciarse, en vista de que hasta el siglo XIX, se contó con la tecnología indicada que pudiera hacer posible semejante proyecto.
Además de que acortaría considerablemente la distancia entre el Atlántico Norte y partes del Pacífico, el Canal de Panamá ofreció una ruta más segura que la antigua circunnavegación del Estrecho de Magallanes o a través del Océano Indico, donde el monzón y los tifones destrozaban cualquier clase de nave que se atreviera a emprender el trayecto. El Canal de Panamá pondría a Wellington de Liverpool unas 1.600 millas más cerca que el Canal de Suez; reduciría en 1.500 millas la distancia entre Liverpool y Valparaíso, Chile; en 4.400 millas hacia Honolulu y en 5.700 millas hacia San Francisco. Las distancias recorridas desde los puertos norteamericanos se reducirían en 2.000 millas desde Nueva Orleans hacia Hong Kong, Manila y Cantón. El ahorro sería de unas 5.700 millas hacia Yokohama, de 8.900 millas hacia San Francisco y de 5.400 millas hacia Sydney. Los viajes desde Nueva York a San Francisco se reducirían en 7.900 millas y hacia Yokohama, Pekín o Shanghai en unas 3.600 millas. Hacia Manila y Hong Kong serían aproximadamente las mismas que desde Nueva Orleans, pero en todo caso sería un viaje más seguro40.
Pero el nacimiento del Canal de Panamá fue algo más que la construcción de una vía interoceánica. El título del extraordinario estudio realizado por el historiador norteamericano David McCullough, ganador del Premio Pulitzer, se subtitula en inglés “la creación del Canal de Panamá”, denotando con ello que no se trataba simplemente de rasgar la tierra, y abrir una zanja a través de la cual pudieran comunicarse ambos océanos. Con dicho título el historiador norteamericano nos daba a entender que con este canal venía a la América Central un nuevo universo político, económico, social y cultural. Cuando Teddy Roosevelt decía que Panamá no era una nación sino únicamente un canal, recogía igualmente el cosmos imperialista que estaba por nacer, y desconociendo a las personas, de la manera más prepotente imaginable, registraba un evento con el cual, también, le estaba diseñando la historia nacional al pueblo panameño41.
Su condición ístmica fue al mismo tiempo una bendición y una maldición para los panameños. La naturaleza no sólo fue amable con ellos, sino que también los metió en líos históricos de gran envergadura y significancia económica, social y política para las luchas antiimperialistas en todo el continente, a lo largo de la segunda parte del siglo XIX y del siglo XX, donde los panameños dieron sus luchas más importantes para recuperar la dignidad nacional y, sobre todo, su propio país.
En una carta del 4 de noviembre de 1903, dirigida a su hijo Kermit, Teddy Roosevelt reflexionaba sobre lo que había significado para él y su administración como Presidente de los Estados Unidos, el haber tenido que fiscalizar y vigilar muy de cerca los vaivenes políticos y diplomáticos de Colombia con relación al Istmo de Panamá. “En este momento estoy al tanto del asunto con Panamá. Por más de medio siglo hemos resguardado el Istmo de Panamá en beneficio de los intereses de esa pequeña y salvaje República de Colombia. Pero Colombia se ha portado de manera ingrata con relación al tratado para construir un canal a través del Istmo, y no pretendo interferir en la insurrección que se avecina, porque no generaría ninguna ganancia ni gratitud de parte del Gobierno de Colombia. De ahora en adelante cualquier interferencia que yo asuma la haré en nombre de los intereses de los Estados Unidos y del pueblo panameño. Sé que vendrán momentos muy activos y que recibiré críticas, pero al final lograré enderezar todo este asunto. Tu amante padre”42.
Cartas como esta provocaron, durante bastante tiempo, un debate y una discusión importante acerca de la profundidad y dimensiones de la participación de Roosevelt en el levantamiento panameño de 1903 que condujo a la independencia de Panamá de la República de Colombia. Eran cartas que trazaban claramente las líneas imperiales e ideológicas que buscaban justificar las acciones promovidas por la Doctrina Monroe. Crearon también entre algunos historiadores norteamericanos, la convicción de que Roosevelt había tenido una ingerencia muy tibia en la revuelta panameña contra los colombianos.
Es que en su autobiografía, este activo y beligerante cowboy decía lo siguiente sobre la Doctrina Monroe: “La Doctrina Monroe establece la regla mediante la cual el Hemisferio Occidental no debiera ser tratado como lugar de asentamiento y ocupación por parte de los viejos poderes mundiales. No constituye una ley internacional pero es el principio cardinal de nuestra política exterior. No existe en el presente ningún obstáculo para que esta doctrina no conserve su vigencia, sobre todo ahí donde los intereses de los Estados Unidos puedan ser amenazados. Los grandes, prósperos y civilizados socios, como Argentina, Brasil y Chile, en la parte sur de América del Sur han avanzado lo suficiente como para que no necesiten el tutelaje de los Estados Unidos. Ellos ocupan con relación a nosotros la misma posición que Canadá, una amistad entre iguales”43.
Pero, según Roosevelt, existen otros países y naciones en América Latina y el Caribe, donde, la debilidad e inconsistencia de sus estados nacionales, hacen que los Estados Unidos puedan quedar expuestos a la intervención extranjera, sobre todo de los viejos poderes europeos. Tales circunstancias harían inevitable la invocación de la Doctrina Monroe, como mecanismo diplomático, históricamente legítimo, según Roosevelt, para que los norteamericanos puedan adelantarse a la potencial amenaza de invasión y ocupación de países como Colombia, Venezuela o Santo Domingo por parte de Francia, Alemania o Rusia.
“Hasta ahora, continuaba Roosevelt, la acción más importante que he emprendido en asuntos diplomáticos, como Presidente de los Estados Unidos, está relacionada con el Canal de Panamá. Aquí, de nuevo, me han acusado de haber actuado de forma “inconstitucional”, una posición que sería válida si la actitud de Jefferson por ejemplo, cuando adquirió la Louisiana, hubiera sido también inconstitucional. Pero, aquellos que creen en la política de no hacer nada, y que me han tildado de haber “usurpado la autoridad”, tendrán que quedarse callados, pues cuando alguien tuvo que ejercer eficientemente la autoridad, yo lo hice sin dudarlo”44.
El Presidente de los Estados Unidos insistía en que, desde que Vasco Núñez de Balboa había cruzado el istmo de Panamá, hacía más de cuatrocientos años, muchos habían pensado en la construcción de una canal en esa zona, pero nunca habían ido más allá de simples conversaciones y negociaciones. Había llegado el momento de actuar, según él, y, desde que, en 1846, se logró un acuerdo en ese sentido con la República de Nueva Granada, la predecesora de la República de Colombia y de la actual República de Panamá, según sus propias palabras, los Estados Unidos obtuvieron el derecho de tránsito a través del istmo por cualquier medio que fuera a utilizarse. El compromiso del gobierno norteamericano consistía en garantizar la neutralidad y el libre tránsito a través del istmo.
Durante cincuenta años, continuaba Roosevelt, el gobierno de los Estados Unidos tuvo que ejercer una vigilancia estrecha sobre la ruta del istmo, para impedir que el gobierno colombiano cerrara la ruta. Y, también, en contadas ocasiones tuvieron que intervenir para protegerla, a pedido de ese mismo gobierno. Después del fracaso de Lesseps, y de otros proyectos empresariales privados, así como de la imposibilidad de que el gobierno colombiano contara con los recursos para construir el Canal de Panamá, Roosevelt consideró que había llegado el momento de que los Estados Unidos se hicieran cargo de la tarea45. Según la información de que él disponía, facilitada por sus cónsules en la zona, la relación entre Panamá y Colombia era sumamente flexible, tanto que la primera actuaba como un estado independiente. Pero, aún así, se habían registrado, desde 1850, más de cincuenta levantamientos contra la autoridad colombiana sobre Panamá46.
Las peculiares relaciones diplomáticas y militares que mantenía Colombia con los Estados Unidos, durante estos años, respecto a la situación en el istmo de Panamá, estaban en franca contradicción con la supuesta absoluta e incondicional soberanía colombiana sobre la zona. La Marina norteamericana había tenido que desembarcar en 1856, 1860, 1873, 1885, 1901 y 1902 para mantener el orden en Panamá, según nos contaba el Presidente de los Estados Unidos. Es más, añadía, los panameños intentaron, mediante alzamientos revolucionarios y secesionistas que tendrían lugar en 1885, 1895 y 1899 obtener la independencia de Colombia47.
Para Roosevelt, sus acciones a favor de Panamá, habían acabado con más de cincuenta años de baños de sangre, rebeliones, levantamientos y represiones contra los panameños48. Y, aunque muchos historiadores conservadores y liberales norteamericanos, pudieran haber sostenido que la participación de Roosevelt en la revuelta que condujo a la independencia de Panamá, todavía está por probarse, sobre todo porque sus argumentos están basados en los documentos, discursos y cartas producidos por el mismo Roosevelt, nadie puede cuestionar con suficiente fuerza que es, precisamente, de esos documentos de donde se deriva la contundencia de su involucramiento en todo este asunto.
En agosto de 1903, Roosevelt tenía claro que el gobierno de Colombia, según él, una dictadura irresponsable y violenta, había utilizado todos los recursos para sabotearle sus planes al gobierno de los Estados Unidos, y estaba buscando, por todos los medios posibles, deshacerse de cualquier compromiso con los norteamericanos sobre la construcción del Canal de Panamá49. La situación estaba madura para actuar pues, según Roosevelt, desde 1890 hasta 1902, todos los intentos por concretar un acuerdo razonable con el gobierno de Colombia sobre la construcción del canal habían sido improductivos, esencialmente por razones burocráticas y mala voluntad de los colombianos, “esas criaturas intrigantes y traicioneras”50.
Siempre de acuerdo con Roosevelt, la rebelión tomó forma en Panamá el día 3 de noviembre de 190351. Según el Ex Presidente de los Estados Unidos, nadie, de parte de su gobierno, participó de ninguna forma en la preparación, realización y conclusión de esta revuelta, que conduciría finalmente a la independencia de Panamá. Para él las acciones que tuvieron lugar en el Istmo estaban más que justificadas, pues desde el punto de vista de los Estados Unidos, era imperativo, no sólo en lo concerniente a las justificaciones militar, civil y económica, sino también desde la óptica de la civilización, pues era irrazonable, a todas luces, que una pequeña nación suramericana, inestable, desorganizada y gobernada por un dictador lento y burocrático (José Marroquín), estuviera bloqueando el progreso de las naciones desarrolladas e industrializadas del planeta52.
El complot que creó el escenario para construir el Canal de Panamá, implicó a tres protagonistas claramente perfilados por sus acciones, intenciones y objetivos. Por una parte, los expansionistas norteamericanos, desde 1846, venían tratando de darle forma a un proceso mediante el cual se pudiera abrir una ruta comercial a través del Istmo de Panamá, y así tener acceso a las minas de California; pero también para controlar finalmente la totalidad del comercio que transitaba entre el Pacífico Occidental y el Atlántico Norte. Los tratados y acuerdos sobre la construcción de un canal a través del Istmo, que en su momento incluyeron a Nicaragua, Costa Rica y México, como se ha dicho, eran el producto esencialmente de la rivalidad inter imperialista que buscaba definir territorios, establecer fronteras imperiales y modificar las geografías coloniales y neo coloniales, para ejercer con amplitud sus acciones en virtud de la expansión capitalista, de los mercados, de las finanzas y de la acumulación a escala internacional.
El Tratado Clayton-Bulwer de 1850, entre el Gobierno de los Estados Unidos y el de Su Majestad Británica, sobre los destinos de personas y naciones en Centroamérica, así lo prueba. Ese tratado era una pieza supina del accionar imperialista, pues jamás se consultó seriamente a los países que serían afectados en el Istmo y en el Caribe. Todos los otros tratados posteriores, el Salgan-Wise de 1878, el Hay-Pauncefote de 1901, el Hay-Herrán de 1903, el Hay-Bunau-Varilla de ese mismo año, y finalmente, el Corolario Roosevelt de 1904-1905 a la Doctrina Monroe, reflejan la contundencia del accionar imperialista en la zona53.
Pero el imperialismo francés, participó también abiertamente en la conspiración que conduciría a la independencia de Panamá. Habiendo fracasado Ferdinand de Lesseps en la conclusión del canal en 1889, debido a malos manejos de los fondos y a la especulación de valores en las bolsas europeas, afectadas por un período de crisis decisivo, que arrastró entre sus ruedas de molino a unos 800,000 inversionistas de todos los pelajes54, cinco años después una nueva compañía francesa del canal se fundaba para intentar el finiquito del proyecto original. Esta vez sería el ingeniero francés Jean Philippe Bunau-Varilla (1859-1940), un hombre pequeño de estatura, de maneras aristocráticas y de bigotes engominados, sumamente atractivo para las damas, quien se encargaría de entregarle en bandeja Panamá a los Estados Unidos55.
Como su proyecto empresarial también fracasó, debido en esencia a las mismas razones que habían hecho fracasar a Lesseps; es decir, el ambiente financiero internacional no estaba boyante por aquellos años de 1873-1896, y era sumamente difícil conseguir las sumas de capital indicadas para una labor de tales proporciones, Bunau-Varilla ofreció transferir sus derechos y toda la maquinaria al gobierno de los Estados Unidos, para lo cual contrató al célebre abogado William Nelson Cromwell, muy bien relacionado con el mundo financiero y la cúpula del Partido Republicano. Él logró en 1900 que los republicanos eliminaran de su plataforma la fórmula “canal por Nicaragua” cambiándola por la ambigua “canal por el istmo”.
En general la opinión pública y los negocios norteamericanos creían que era Nicaragua y no Panamá el lugar más adecuado para construir el canal. La comisión legislativa referida hace un rato, calculó que el canal por Nicaragua costaría aproximadamente 60 millones menos que por Panamá. En el costo de este último se incluían 100 millones por pagos a la compañía francesa. Varilla se ganó los servicios del Senador Hanna y, finalmente, después de varias maniobras, logró que el Senado aprobara el proyecto panameño. Para ello disminuyó a 40 millones de dólares el costo del material de la compañía, equiparando así a Panamá con Nicaragua. Además, explotó con mucha habilidad una serie de erupciones volcánicas que sacudían a Nicaragua por aquellos días, como se puede ver en algunas de las estampillas que circulaban entonces, y donde podían apreciarse los volcanes nicaragüenses desplegando toda su furia56.
Pero el ingeniero francés tenía otros planes, tal vez más ambiciosos que los del mismo Roosevelt, pues no creía en que un cambio de régimen en Colombia podría resolver el problema del canal. Él pensaba más bien que era urgente lograr la independencia del Istmo, para convertirlo en una república independiente con la cual pudiera negociarse sin cortapisas. En esto, entonces, coincidía con un amplio sector de la burguesía panameña, encabezada por el médico Manuel Amador (1833-1908), quien sería el primer presidente del Panamá independiente. Y aquí nos topamos con el tercer protagonista mencionado arriba, en todo este drama para hacer rodar por los suelos la independencia y la dignidad nacionales de Panamá.
Finalmente, en los informes anuales al Congreso de 1904-1905, que pasaron a la historia como Corolario Roosevelt a la Doctrina Monroe, el Ex Presidente de los Estados Unidos enunció de forma definitiva cuáles irían a ser, de ahí en adelante, los principios que regirían a la política exterior norteamericana hacia la América Latina, y que no han cambiado ni un ápice desde entonces. Por un lado Estados Unidos se adjudicaba el derecho a intervenir “preventivamente” en cualquier país que cesara sus pagos de la deuda externa. Se constituía así en gendarme internacional exclusivo de América Latina, asegurando al resto de las potencias imperialistas contra todo intento de un país latinoamericano de romper la cadena que lo ataba a la metrópoli. Por el otro lado, a través del dogma del Destino Manifiesto se afirmaba que Estados Unidos era el depositario de la “civilización”, por lo tanto, cualquier acto que protegiera sus intereses implicaba al mismo tiempo la promoción de los intereses superiores de la Humanidad como un todo.
Debe quedar claro, entonces, que el Corolario Roosevelt no es un aditamento extraño a la Doctrina Monroe, o simplemente su continuación. Es, antes que nada, una nueva doctrina, que está en relación directa con las nuevas condiciones y realidades expansionistas del capital monopolista en los Estados Unidos, la cuales le abrían el camino a una política exterior agresiva y eficaz, sustentada sobre un capitalismo más seguro decidido a convertirse en dueño del planeta57.
El Canal de Panamá fue concluido en 1913, precisamente cuando, en Europa, se veía venir una de las guerras más devastadoras de que tenga memoria la humanidad. Era el momento ideal para que la faraónica obra de ingeniería probara su gigantesca utilidad, y al mismo tiempo obligara al gobierno de los Estados Unidos, a ponerse al día en todo lo concerniente a las nuevas prácticas imperialistas que exigía la situación. Hemos dicho, con razón, que el Corolario Roosevelt era en realidad un nueva doctrina impulsada por el imperio norteamericano, en virtud de que el Canal de Panamá los había obligado a modernizar sus nociones de geografía y a readecuar todas sus viajes nociones del espacio.
En realidad, la nueva vía de comunicación interoceánica había introducido a la América Latina y al Caribe en la edad moderna de la navegación, de los juegos militares y de la movilización de los factores de la producción, dando prueba, de esta manera, que el sistema capitalista necesitaba expandirse continuamente, sin importar las condiciones geográficas, étnicas y culturales de los pueblos que se vieran afectados por el proceso.
De la crisis de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) a la Gran Depresión de 1929-1933
La Primera Guerra Mundial, así lo demostraría. Pronto fue una guerra
mundial, y al salirse del escenario europeo dejaba tras de sí todo el paisaje geográfico que nos había heredado el siglo XIX. Con esta conflagración no sólo se alteró el equilibrio de poder que había caracterizado al siglo mencionado, bajo el control de los británicos, sino que abrió el camino para que emergiera una nueva estructura de las relaciones internacionales, donde el peso específico de las decisiones geoestratégicas más determinantes iría a reposar sobre un nuevo sentido de la realidad, despojado casi por completo de los ingredientes utopistas que habían definido el quehacer de la política internacional entre los años 1870-1919, cuando se pensaba que lo bueno para la Corona Británica era lo bueno para todo el mundo, que lo económicamente efectivo era lo moralmente legítimo58.
Con la Primera Guerra Mundial las masas europeas habían llegado a la conclusión, de que “la existencia en esta sociedad ya no estaba gobernada por la racionalidad y la sensibilidad, sino por fuerzas ciegas, irracionales y demoníacas”59. Era una forma elegante y lírica de recoger el criterio de la mayor parte de la intelligentsia europea sobre el hecho incontrovertible de que, con la caída del orden establecido desde 1815 y con la llegada de los Estados Unidos al escenario mundial, se había extinguido el hombre económico europeo, sujeto principal de las acciones y decisiones tomadas en vísperas de la Gran Guerra, respecto a la clase de alianzas y estrategias por seguir para repartirse el planeta60. De esta manera, el perfil clásico de las alianzas decimonónicas, los viejos bloques militares que se enfrentaban unos a otros, dejaban el lugar a los enfrentamientos unilaterales entre potencias militares y económicas, donde el peso de la tecnología era incuestionable.
América Latina ineludiblemente se vio afectada por el desmoronamiento de ese viejo orden internacional del que hablamos, en el que jugara un papel tan influyente Gran Bretaña, la única potencia industrial del siglo XIX que en realidad salió fortalecida durante la construcción del orden europeo pos napoleónico, un orden que, con algunas modificaciones, permanecería sumamente productivo hasta 1930 (ver capítulo II). El impacto sobre los latinoamericanos fue diverso, y perturbó no sólo aquellos aspectos relacionados con la economía política, sino también con el desarrollo de los movimientos sociales, convirtiendo a la América Latina, en una de las regiones neo coloniales donde los experimentos económicos, sociales y políticos, frustrados o cooptados en Europa, florecieron con mayor beligerancia y vigor.
La onda migratoria, y la expansión de la actividad económica internacional, apuntalada por el imperialismo a partir de los años setenta del siglo XIX, convertirían a los países latinoamericanos, como ya lo hemos visto, en los principales abastecedores de Europa de materias primas, alimentos, metales preciosos y nuevas fuentes de trabajo, dentro de un mundo que estaba experimentando, posiblemente, la onda larga de crecimiento más rica y variada desde la crisis posterior al cierre de las guerras napoleónicas.
La expansión del comercio exterior y de la inversión hacia la América Latina no fue uniforme, estable y sostenida. Como en la mayor parte de los escenarios económicos y sociales de la época, también se vio impactada por las crisis, las contracciones y la depresión, a lo largo de un período (1873-1896), que puede ser considerado el de mayores y más violentos contrastes económicos y sociales, anterior a la Gran Depresión de 1929-1933, transmitidos casi inmediatamente a las sociedades latinoamericanas. La Gran Guerra inicialmente interrumpió el flujo de las exportaciones, debido a una contracción violenta de la navegación, pero pronto la restauración de los mercados aceleró la espiral inflacionaria en la región, tanto así como para provocar agresivas, y no siempre bien organizadas, reacciones de parte de los trabajadores61.
Las élites gobernantes, apoyadas en grupos sociales portadores de agendas y demandas con frecuencia incoherentes, iniciaron una etapa en la que las dictaduras y los mandatos autoritarios estuvieron a la orden del día, sobre todo en vista de lo que estaba ocurriendo en Rusia por esos años; pero además, la guerra había dejado claro que después del desplome de la economía europea, y particularmente la británica, el lógico sucesor serían los Estados Unidos. Los inicios de la revolución mexicana (1910)62, anteriores a los de la revolución bolchevique en Rusia (1917)63, ponían sobre el tapete, sin embargo, la urgencia de ingresar en la modernidad, cuando en México la estructura agraria había experimentado cambios apenas cosméticos desde la independencia64.
Las connotaciones de esta puesta al día componían un amplio abanico donde había que contar con nuevas fuerzas sociales, como el movimiento obrero, y un nuevo empresariado estrechamente vinculado a los mercados y al capital norteamericanos. Estados Unidos, sin embargo, respondía con violencia, no sólo en México, sino también en el Caribe, como ya hemos visto, donde intervino, arguyendo razones geoestratégicas y diplomáticas que en algunos escenarios empezaban a sonar muy discordantes65.
En América Latina, los años que median entre 1919 y 1933, fueron años de una gran inestabilidad, pues las transformaciones en el entramado económico, político y social internacional, produjeron ajustes en nuestros países que no siempre dieron la talla ante los problemas planteados. Las consecuencias para los países latinoamericanos, de un escenario tan desdibujado, fueron más bien contradictorias. Al caer la producción industrial, y cerrarse las posibilidades de absoluto dominio del mercado mundial por parte de los Estados Unidos, a pesar de su reluctancia de convertirse en el líder de la recuperación financiera y monetaria internacional, se posibilitó no sólo una reanimación de la competencia inglesa, sino que la crisis favoreció directamente el desarrollo económico de nuestros países. Este proceso se gestó a costa de grandes convulsiones sociales, golpes de estado y gobiernos ilegítimos que no pudieron soportar la caída de los precios de los productos tradicionales de exportación. Pero a la larga la crisis había actuado como una especie de barrera proteccionista para estimular el desarrollo de la actividad manufacturera local, que podía ahora abastecer a los mercados nacionales de productos que antes importaba. Es claro que esas importaciones habían creado, desde la segunda parte del siglo XIX, un mercado consumidor, muy selectivo es cierto, pero consumidor al fin, que en ese momento se beneficiaba con una mayor complejización de la economía66.
La crisis afectó los precios de todas las materias primas de exportación. Los precios del café brasileño cayeron entre 1929 y 1938, de 15.3/4 centavos la libra a 5.1/4 centavos la libra. El nitrato chileno que se cotizó en 1922 a $51.8 la tonelada, caería en 1933 a $18.8. El azúcar cubano vio caer sistemáticamente sus precios desde 1920 en que se vendió a 22.5 centavos de dólar la libra, a 3.75 centavos en 1929 y a 0.57 centavos en 1932, lo que trajo consigo un desplome sin precedentes de la producción, la cual cayó de 5 millones de toneladas en 1929 a 1.9 millones en 1933. En la Argentina, durante los años de la crisis se mantuvieron más o menos estables los niveles cuantitativos de exportación, sin embargo los precios de los productos tradicionales cayeron peligrosamente. El precio del trigo bajo de $12.20 los 100 kilos en 1926 a $8.80 en 1930, y alcanzó el fondo en 1933 cuando se vendió a $5.30. El maíz descendió desde 1928 cuando se cotizó a $8.50 hasta 1931 que alcanzó el mínimo de $3.94. Los precios de los otros productos como el lino, la avena y la cebada se desplomaron igualmente. La desvalorización fue tan pronunciada que el valor medio de la tonelada exportada bajó entre 1928 y 1932 de $141 a $81. Por el contrario, el precio de los productos de importación, manufacturados, no sólo no cayó sino que tuvo un leve despunte. El deterioro en los términos de intercambio era notable así en la balanza comercial argentina.
La crisis de 1929-1933 hizo descender la capacidad para importar debido a la caída de los precios de los productos de exportación. Ello trajo como consecuencia una tendencia al declive que se mantuvo hasta 1940, cuando se enlazó con la crisis de la antesala de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Ambos eventos operaron como verdaderas barreras proteccionistas para fomentar el desarrollo industrial local, o por lo menos para tender al autoabastecimiento, suplantando localmente los productos importados. Todo esto permitió en la década del treinta una serie de procesos inéditos en América Latina, desde revoluciones nacionalistas hasta intentos socializantes. Lo cierto es que la crisis económica fue también una crisis social, política y cultural67.
En el período de entreguerras, los capitales británicos comenzaron a ser desplazados por los estadounidenses, fracturando al continente latinoamericano en dos áreas de influencia. “Si consideramos los casos de Brasil, Argentina, Chile, Uruguay y Perú con respecto al comercio exterior, podríamos observar que estos cinco países habían absorbido alrededor del 70% del intercambio mercantil del continente con Inglaterra. Del conjunto de estos países destacaron los vínculos económicos de Argentina con el Imperio Británico. Un cuadro similar nos presentó el comercio de México, Cuba, Colombia, Venezuela y la Argentina con respecto a los Estados Unidos, al concentrar también un 70% del intercambio comercial global con ellos”68.
“El entorno modernizador del modo de vida local, en diversas regiones de América Latina, se constituyó alrededor de las actividades económicas que desplegaron las empresas monopólicas norteamericanas. Pero éste se desplomó tan pronto como las empresas optaron por cerrar sus campamentos mineros, sus plantaciones o el conjunto de instalaciones bajo su posesión y administración. En este período algunos pueblos y puertos fantasmas existentes en cada país del continente fueron hechura del capital financiero anglo-norteamericano. En otros casos, los pueblos sobrevivieron recurriendo a retomar viejas prácticas económicas precapitalistas (pesca tradicional, artesanía, pequeño comercio, gambusinaje, pequeña producción agrícola o ganadera para el autoconsumo, etc.). Los edificios abandonados por las compañías y aquellas otras firmas y negocios que florecieron y fenecieron a su sombra, quedaron como símbolos de los muchos macondos que ilustran los propios límites del desarrollo capitalista dependiente. La crisis de 1929 acentuó con mayor profundidad y generalidad este extraño atributo del capital financiero de revertir casi cíclicamente lo urbano en rural y lo capitalista en precapitalista, y viceversa”69.
El período de cambios y experimentos, de dislocación como lo llama W. A. Lewis70, que constituyen, para la América Latina, los años que se ubican entre 1913 y 1939, no sólo le posibilitaron imaginar, diseñar y, con frecuencia, alcanzar, un grado mayor de independencia respecto a lo que acontecía en la economía mundial, sino que también le abrió a los latinoamericanos una válvula de escape para la enorme cantidad de tensiones sociales que venían acumulándose desde finales del siglo XIX. Las mismas explotaron de diferentes formas, como ya lo hemos indicado: en el caso de El Salvador, en 1932, presenciamos una de las matanzas de campesinos más impresionantes de la historia social reciente de América Latina, cuyos resultados y consecuencias aún se viven y se perciben hoy en el pequeño país centroamericano71. Nicaragua sería invadida por las tropas norteamericanas, una vez más en 1926, donde se quedarían hasta 1934, para imponerle un modelo de dominación político y militar cuya vida se extendería hasta 1979, cuando fue necesaria una sangrienta insurrección popular que luego sería hundida en el desencanto y la desilusión72. En la tranquila y pacífica Costa Rica, el diminuto Partido Comunista, fundado en 1931, en plena crisis, lideraría una de las huelgas en 1934 más importantes que tuviera lugar contra el monopolio bananero de la United Fruit Company en el Caribe73.
Pero el capitalismo dependiente latinoamericano necesitaba rehacerse, y para ello desplegó una importante capacidad de cambio. La industria se expandió, la agricultura experimentó un proceso de diversificación totalmente inédito, y, en medio de la gran depresión, algunos países latinoamericanos dieron indicio de recuperación general, antes de que sus sectores de exportación se reactivaran nuevamente. La política económica se volvió más innovadora y pragmática, y para avanzar en ese sentido algunas nuevas instituciones hicieron su aparición.
Con una menor presencia del capital foráneo en mitad de la década del treinta, pequeñas y medianas empresas crecieron, sobre todo en el renglón de la inversión minera74. Cuando la deuda externa no se podía atender, simplemente se suspendían los pagos y se retomaban luego. La alfabetización y la salud pública mejoraron notablemente y los indicadores revelan que América Latina creció más que los países capitalistas centrales. Para los inicios de la Segunda Guerra Mundial, los intercambios de manufacturas entre los países de América Latina habían crecido, y el viejo sueño de la integración regional había tomado un nuevo aliento.
Como puede verse, la crisis de los años treinta significó para los latinoamericanos un reto a la imaginación, pues fue el momento de crear alternativas a la sustitución de importaciones, ya que había tierra y trabajo disponibles para diversificar la agricultura, y la suspensión de los pagos de las deudas con el exterior no estaba sujeta a los cobros exorbitantes por los atrasos o los beneficios perdidos, una situación debida, en gran parte, a la ausencia de abultadas inversiones directas.
El ingrato mundo que les tocó vivir a los latinoamericanos durante los años treinta, permitió la recuperación del capitalismo dependiente a través de las quiebras bancarias, un estrangulamiento de los márgenes de acumulación y cierta manipulación de los límites del hambre como producto de la caída de los salarios reales. La capacidad de respuesta pudo ser a simple vista impresionante, pero varió según los países, pues en algunos la industrialización sólo alcanzó a reflejar el proceso de expansión del sector exportador, que fue el caso clásico durante la crisis, y en otros fue impulsada con el apoyo del estado, que sería lo acontecido después de la Segunda Guerra Mundial75.
En América Central y Cuba, para ejemplificar la primera situación, el modelo agro-exportador dio respuestas significativamente ambiguas a los magros intentos de diversificación de las exportaciones y la sustitución de importaciones, sobre todo en el primer ejemplo. En el segundo caso, los altos ingresos per capita de Cuba y los buenos niveles de educación no suplieron la escasez de banca central, la cual establecía una estrecha dependencia de la isla con los patrones monetarios extranjeros. Y aunque el desplome del valor de las exportaciones, en el caso centroamericano, parece haberse iniciado antes de lo que sucedería en los países centrales, las respuestas más bien fueron lentas, y mediatizadas políticamente por dictaduras que no tenían bien claro el panorama de las decisiones por tomar en el corto plazo76. La pobre participación del sector financiero para impulsar el despegue de la sustitución de importaciones, redujo sus posibilidades en América Central.
A pesar de la rápida recuperación, la década de los años treinta no fue algo para sentirse orgullosos. En muchos sentidos, fue más bien una década en la que los centroamericanos perdieron muchas oportunidades: no hubo ruptura con el viejo modelo agro exportador, no se operó una diversificación relevante del mismo, y los esfuerzos dirigidos hacia la sustitución de importaciones tomaron el rumbo de la agricultura sustitutiva, donde se buscó fortalecer la producción de maíz, frijoles, arroz, trigo y ganado, pues el grueso de la alimentación se importaba desde los años noventa del siglo XIX, debido a la seria distorsión del sector exportador, que había acaparado las mejores tierras para la producción de café y frutas77.
En este último renglón, la United Fruit Company , fundada por Minor Cooper Keith (1848-1929) en 1899, junto a las inversiones relacionadas con la actividad bananera, ferrocarriles, electricidad, telégrafos, tranvías, mercados municipales, navegación de cabotaje y otras, llegó a ser el máximo ejemplo de la corporación extranjera que en América Central y el Caribe, impulsó y sostuvo todas aquellas condiciones necesarias, en tiempos de crisis, para que la actividad exportadora mantuviera su ritmo. Nadie más que la compañía bananera podría haber estado en contra de modificar la unilateralidad del sector exportador de los países centroamericanos, y para ello se sirvió de artimañas políticas sumamente cuestionables, con las cuales buscó escamotear los efectos de la crisis en el largo plazo.
Entre 1913 y 1933 el imperialismo permanente estableció definitivamente sus reglas del juego con América Latina. La Primera Guerra Mundial (1914-1918) rompió de manera eficaz el predominio que durante más de un siglo la Gran Bretaña mantuvo sobre mercados, finanzas y poblaciones en la región, para darle paso a prácticas imperiales inéditas, que traían, desde 1898, perfectamente articulado el conjunto de objetivos y aspiraciones por las cuales los Estados Unidos se harían dueños de América Central y del Caribe. A partir de 1903, el imperialismo norteamericano trazó una serie de acciones que estaban pensadas para que su influencia sobre esta parte del mundo, no fuera discutida de manera alguna.
La conclusión del Canal de Panamá en 1913 cerró ese ciclo, y con la Gran Guerra europea se abrió uno nuevo que le asestó el tiro de gracia a la presencia británica en América Central y el Caribe. La Gran Depresión capitalista de 1929 fue la plataforma mediante la cual la economía política del imperialismo permanente saldó sus viejas cuentas con el imperialismo inglés en la región, pero viabilizó la posibilidad de que nuevas relaciones políticas, sociales, económicas y culturales se establecieran con estos pueblos. Se veía venir así, después de 1933, un ciclo de revoluciones sociales, dictaduras y gobiernos autoritarios, de todo tipo que se prolongaría hasta 1961, cuando la revolución cubana podría decirle al mundo que una nueva forma de organización social era posible. Pero este es un asunto que pertenece al capítulo siguiente.
Conclusiones
El período que hemos estudiado en este capítulo estuvo colmado de cambios y transformaciones, no sólo en el plano socioeconómico internacional, sino también en lo competente a la América Latina y el Caribe. Gravitando dentro del ambiente imperialista clásico, los latinoamericanos tuvimos que hacer esfuerzos ingentes para capear la voraz tormenta del expansionismo norteamericano; esto es un hecho incontrovertible, por más que un escritor como Landes, según vimos al principio, trate de minimizar este proceso y lo convierta en algo de lo que deberíamos sentirnos culpables.
Penosa sí es la alianza que algunos grupos sociales dominantes latinoamericanos, las viejas oligarquías, rancias herederas de los fracasos y frustraciones del imperio español, configuraron con el capital, los empresarios y los políticos norteamericanos para consolidarse en el poder, pues estaban más interesados en su enriquecimiento de clase, antes que en la independencia económica y política de sus propios países.
Entre 1898 y 1933 el imperialismo permanente presenció una desgarradora rivalidad entre viejas y nuevas potencias imperiales, que tuvo consecuencias incalculables sobre el futuro desarrollo económico, social y político de América Latina y del Caribe. El progresivo desalojo, a veces negociado, y a veces violentado, de potencias industriales extra continentales, como Gran Bretaña, Francia, Alemania, y España, por parte de los Estados Unidos recogió los fundamentos de lo que sería la política exterior del gobierno estadounidense hacia América Latina y el Caribe de ahí en adelante. Concebir a la Doctrina Monroe simplemente como un listado de buenos deseos es entenderla mal, pues fue con la guerra de 1898 cuando Estados Unidos en realidad, puso a prueba hasta dónde podía llegar armado de un instrumento político, diplomático y militar como ese.
La Doctrina Monroe configura todo un entramado institucional, estratégico y gubernamental que le da a Washington, el estatuto de haber sido el primer gobierno imperial de la modernidad que predica con claridad y sin tapujos sus anhelos por ponerse al frente del mundo capitalista, empezando por adueñarse de las riquezas reales y potenciales de sus vecinos más cercanos.
Con la guerra de 1898 se fijan los ingredientes más recalcitrantes de dicha política exterior, y cristalizan al mismo tiempo los instrumentos diplomáticos, políticos y militares con los cuales Washington mediatizará sus relaciones con latinoamericanos y caribeños. Éstos, que, a partir de ese momento, tendrán que estar siempre a la defensiva, harán frente a un gobierno imperial y a un entramado empresarial sumamente agresivo, dispuesto a todo, con tal de quedarse con lo que otros poseen.
Nicaragua fue víctima, como Panamá de su propia geografía. La construcción del canal no era un asunto que debía negociarse por mucho tiempo. Era un tema de la más alta política imperial, y jamás podía discutirse a fondo su viabilidad con gobiernos considerados liliputienses e insignificantes en todos los terrenos, como los centroamericanos. Y con el Caribe sucedió igual, pues ninguna de las Antillas, en el mediano o en el largo plazo, tenía el derecho a obstaculizar las ambiciones de Washington por controlar las rutas comerciales que le eran beneficiosas a sus empresarios e inversionistas. En estos casos no se negocia, se impone por la fuerza el criterio del más fuerte y del mejor proveído. Con tal evidencia histórica, resulta ridícula la afirmación de Landes de que el ejemplo histórico dado por los norteamericanos, sería el que debería ser seguido por los latinoamericanos. Es la vieja tesis de W. W. Rostow, sobre el hecho de que el desarrollo de los países industrializados sería el modelo a imitar por los países subdesarrollados.
Aunque históricamente un argumento como este tiene poco asidero fáctico, algunos analistas insisten, contra toda evidencia de la realidad, en que dicha imitación es posible. Digamos, sin embargo, que el imperialismo se encargó de demostrar la invalidez de tal argumento, y agregó información histórica para probarnos que sus acciones no conducirían jamás al desarrollo de países que, con frecuencia, únicamente tenían su geografía como exclusivo recurso natural.
Pero las crisis, por otro lado, fueron también el acicate mediante el cual el capitalismo metropolitano se ideó los recovecos, las escapadas y las excusas para acudir a la violencia, la amenaza y el chantaje contra pueblos que, desde la periferia, con dificultades luchaban por sobrevivir, ante los embates de crisis que jamás fueron detonadas por ellos. Las crisis de 1873-1896 y de 1929-1933, fueron episodios perfectamente encadenados en una secuencia que demostró la estrecha cercanía existente entre el saqueo, la avaricia y la abundancia mal habida. No es en vano que, entre una y otra crisis, se encuentren también conflictos militares de proporciones catastróficas. Uno casi se siente inclinado a establecer relaciones.
Sin embargo, para América Latina y el Caribe, tales crisis y conflictos militares fueron también momentos bien llegados para readecuar caminos y encontrar nuevas soluciones a viejos problemas aún sin resolver. Como la formación de los estados nacionales y la maduración de un capitalismo que se niega, aún hoy, a dar todas sus fuerzas y posibilidades en busca de un proyecto que se parezca menos al impulsado por las viejas oligarquías latinoamericanas, todavía nostálgicas de las lealtades forzadas y asustadizas de los indios y los negros, no así de los obreros, pequeñas burguesías y burocracias seducidas por ciertos giros del socialismo. Pero la era de las revoluciones estaba por llegar, como se verá en capítulos por venir.
1 Historiador costarricense (1952), catedrático jubilado de la Universidad Nacional de Costa Rica.
2 David S. Landes. The Wealth and Poverty of Nations. Why Some are so Rich and Some so Poor (New York and London. W. W. Norton and Co. Inc. 1995. Hay traducción castellana por Santiago Jordán para Crítica de España. 1998).
3 Ibídem. Pp. 304-305.
4 Álvaro Vargas Llosa y otros. Manual del perfecto idiota latinoamericano un texto que no es más que una diatriba excrementicia contra el pensamiento de izquierda y revolucionario latinoamericano.
5 Landes cita a Lawrence E. Harrison. Underdevelopment Is a State of Mind. The Latin American Case (Center for International Affairs, Harvard University Press, MA. 1985. Hay traducción al español. El subdesarrollo es una cuestión mental. Madrid. Playor. 1987).
6 Thomas Carlyle. “Dr. Francia”. En Critical and Miscellaneous Essays (Boston: Phillips, Sampson And Company. 1855. Reeditada por Kessinger Publishing House. 2005).
7 Aunque Lenin se refería a la guerra de 1898 como la primera guerra imperialista de la época contemporánea, al imperialismo, como proceso histórico, siempre lo ubicó entre 1870 y 1914, que era la periodización eurocéntrica predominante. Es aún hoy la que se sigue utilizando por la mayoría de los autores que se dedican a estos temas.
8 Rodrigo Quesada Monge. El legado de la guerra hispano-antillano-norteamericana (San José, Costa Rica: EUNED. 2001).
9 Miralys Sánchez Pupo. La prensa norteamericana llama a la guerra. 1898 (La Habana, Cuba. Editorial de Ciencias Sociales. 1998).
10 Puerto Rico tiene importancia estratégico-militar prácticamente desde el siglo XVI. Juan Bosch. De Cristobal Colón a Fidel Castro. El Caribe frontera imperial (Santo Domingo, República Dominicana. 12ª. Edición. 2005) P. 39.
11 Ángel G. Quintero Rivera. Puerto Rico. 1870-1940. En Varios Autores. Historia del Caribe (Barcelona: Crítica. 2001) Capítulo 4. Pp. 90-91.
12 Óscar Zanetti Lecuona. Comercio y poder. Relaciones cubano-hispano-norteamericanas en torno a 1898 (La Habana: Casa de las Américas. 1998) P. 39.
13 Ibídem. P. 40.
14 Luis E. Aguilar. Cuba 1860-1934. En Varios autores. Historia del Caribe (Barcelona: Crítica. 2001) Capítulo 3. P. 62.
15 K. Shustov. Cuba y la política expansionista de los Estados Unidos (1898-1922). En Varios autores. Los monopolios extranjeros en Cuba. 1898-1958 (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales. 1984) Capítulo 2. P. 20.
16 Louis A. Pérez Jr. Cuba, 1930-1959. En Varios Autores. Historia del Caribe (Barcelona: Crítica. 2001) Capítulo 7. P. 136.
17 K. Shustov. Op. Cit. P. 24.
18 John D. Stempel. Comentario de la contra portada al libro de Thomas D. Schoonover. Uncle´s Sam War of 1898 and the Origins of Globalization (The University Press of Kentucky. 2003).
19 Thomas D. Schoonover. 2003. Op. Cit. P. 66.
20 Thomas D. Schoonover. Ibídem. P. 102.
21 Thomas D. Schoonover. P. 84.
22 Ibídem. P. 102.
23 Theodore Roosevelt. The Rough Riders. An Autobiography (New York. The Library of America. 2004).
24 Thomas D. Schoonover. Op. Cit. P. 65.
25 Ibídem. P. 93.
26 Ibídem. P. 99.
27 Ibídem. P. 101.
28 Theodore Roosevelt. An Autobiography (New York. The Library of America. 2004) Capítulo XIV.
29 Arturo Taracena Arriola. Liberalismo y poder político en Centroamérica (1870-1929). Capítulo 3. P. 196. En Varios Autores. Historia General de Centroamérica (Madrid: Sociedad Estatal Quinto Centenario y FLACSO. 1993) Tomo IV dirigido por Víctor Hugo Acuña Ortega.
30 Thomas D. Schoonover. The United States in Central America, 1860-1911. Episodes of Social Imperialism and Imperial Rivalry in the World System (Durham and London, Duke University Press. 1991) Capítulo 8.
31 Veamos lo que don Crisanto Medina decía de Zelaya en 1900: “Después de 1893, el Jefe de la República, primero a título provisional, y después como presidente constitucional, ha sido el General José Santos Zelaya. Sin vacilar en tomar las armas numerosas veces para defender la causa del progreso y del liberalismo, el presidente Zelaya hizo no solamente triunfar al partido liberal (definitivamente hoy dueño de la situación). También logró que se le amara y respetara, lo que apenas es uno de sus más pequeños títulos de gloria, ya que el espíritu del pueblo había sido falseado por 30 años de educación clerical. Antes que el General Zelaya llegase al poder, las administraciones anteriores estuvieron integradas, a decir verdad, por eminentes personalidades; pero, reconozcámoslo, aunque estaban llenas de la mejor voluntad, les sobraba una concepción patriarcal del mundo. Digámoslo sin rodeos: carecían de suficiente educación e instrucción, o sea, de toda la ilustración necesaria a los hombres de estado. La posibilidad de vivir en una atmósfera de convento era, sin lugar a dudas, su única ambición, así como también su único positivo recuerdo eran las crónicas contra los filibusteros; de la misma manera lo único que concebían para su futuro era continuar y reproducir la vida de sus ancestros. A manera de ejemplo, recordemos aquel presidente (Pedro Joaquín Chamorro), quien por actitud inexplicable dejó escapar de sus manos la oportunidad de abrir a través de Nicaragua el canal interoceánico proyectado por la Compañía Internacional de Fernando de Lesseps. En este sentido, otros han creído hacer mucho iniciando el ferrocarril del puerto de Corinto al interior del país. Todos, finalmente, eran conservadores no sólo en sus principios filosóficos, sin también en su total desprecio al progreso del siglo”. En Jorge Eduardo Arellano (compilador y presentador). Nicaragua en el siglo XIX. Testimonio de funcionarios, diplomáticos y viajeros (Managua, Nicaragua: Colección Cultural de Centroamérica. Serie viajeros No. 6. 2005) P. 456.
32 Thomas D. Schoonover. 1991. Op. Cit. P. 133.
33 Thomas D. Schoonover. Germany in Central America. Competitive Imperialism, 1821-1929 (Tuscaloosa and London, University of Alabama Press. 1998) Capítulo 7.
34 Thomas D. Schoonover. The French in Central America, Culture and Commerce, 1820-1930 (Wilmington, Delaware. SR Books. 2000) Capítulo 4.
35 John Coatsworth. Central America and the United States. The clients and the colossus (New York. Twayne Publishers. 1994) Capítulo 1.
36 Michel Gobat. Confronting the American Dream. Nicaragua under U.S. imperial rule (Durham and London. Duke University Press. 2005) P. 2 de la Introducción.
37 James Dunkerley. Warriors and Scribes. Essays on the History and Politics of Latin America (London and New York. Verso Books. 2000) Capítulo 6.
38 Jaime Wheelock Román. Imperialismo y dictadura: crisis de una formación social (México: Siglo XXI editores. 1975) Capítulo V.
39 Así se titula uno de los capítulos de la Autobiografía de Theodore Roosevelt. The Monroe Doctrine and the Panama Canal. The Rough Riders. An Autobiography (New York. The Library of America. 2004) Capítulo XIV. Pp. 756-784.
40 Thomas D. Schoonover. 2003. Op. Cit. P. 30.
41 David McCullough. The Path Between The Seas. The Creation of the Panama Canal 1870-1914 (London and New York. Simon & Schuster. 1977) P. 245.
42 Theodore Roosevelt. Letters and Speeches (New York. The Library of America. 2004) Pp. 303-304.
43 Theodore Roosevelt. The Rough Riders. An Autobiography (New York. The Library of America. 2004) P. 759.
44 Ibídem. P. 765.
45 “Under these circumstances it had become a matter of imperative obligation that we should build it ourselves without further delay”. Ibídem. P. 767.
46 Ibídem. Pp. 767-769. Roosevelt ofrece una lista de las que él consideraba las revueltas “revolucionarias” más importantes que habían tenido lugar en Panamá contra Colombia, desde el 22 de mayo de 1850 hasta julio de 1902. Ver también de Walter LaFeber. The Panama Canal. The Crisis in Historical Perspective (New York and London. Oxford University Press. 1978) P. 25.
47 Ibídem. P. 771.
48 “There had been fifty years of continuous bloodshed and civil strife in Panama; because of my action Panama has now known ten years of such peace and prosperity as she never before saw during the four centuries of her existence-for in Panama, as in Cuba and Santo Domingo, it was the action of the American people, against the outcries of the professed apostles of peace, which alone brought peace. We gave to the people of Panama self-government, and freed them from subjection to alien oppressors”. Ibídem. P. 778,
49 “When in August, 1903, I became convinced that Colombia intended to repudiate the treaty made the preceding January (se refiere al Tratado Hay-Herrán), under cover of securing its rejection by the Colombian Legislature, I began carefully to consider what should be done”. Ibídem. P. 774.
50 Ibídem. Loc. Cit.
51 “On November 3 the revolution occurred. Practically everybody on the Isthmus, including all the Colombian troops that were already stationed there, joined in the revolution, and there was no bloodshed. But on that same day four hundred new Colombian troops were landed at Colon”. Ibídem. P. 776.
52 Ibídem. Loc. Cit.
53 Eduardo Viola. Theodore Roosevelt. El imperialismo y la política del garrote. En Historia de América en el Siglo XX. Los primeros años: rebeliones y revoluciones (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina. 1984) Tomo I. Pp. 57-84.
54 David McCullough. Op. Cit. P. 204.
55 Ibídem. Pp. 161-163.
56 Ibídem. Ver la ilustración que viene en la página 299.
57 Eduardo Viola. Op. Loc. Cit.
58 Posiblemente uno de los mejores trabajos que existen sobre este cambio de óptica es el escrito por el eminente historiador británico Sir Edward Hallett Carr. The Twenty´s Crisis, 1919-1939 (London: Perennial. Harper Collins. 2001. La edición original es de 1939). Capítulo XIV.
59 Ibídem. P. 224.
60 Niall Ferguson. The Pity of War. Explaining the World War I (London and New York: Basic Books. Perseus Books Group. 1999) Capítulo 3.
61 Frederick Stirton Weaver. Latin America and the World Economy. Mercantile Colonialism to Global Capitalism (Westview Press. 2000) P. 77.
62 Detonada con la excusa de remover a la vieja dictadura de Porfirio Díaz, quien había estado en el poder desde 1876.
63 Algunos discutirían la relevancia de este orden cronológico, pues bien puede sostenerse que la revolución rusa se inicia realmente en 1905.
64 Eric Wolf. Las luchas campesinas del siglo XX (México: Siglo XXI editores. 1972) Pp. 13 y ss. También de Francois Chevalier. La formación del latifundio en México (México: Fondo de Cultura Económica.
65 Roberto Regalado. América Latina entre siglos. Dominación, crisis, lucha social y alternativas políticas de la izquierda (Australia, Nueva York, La Habana: Ocean Sur. 2006) P. 119.
66 Alberto J. Pla. Hoover. El Crack financiero de 1929. En Varios Autores. Historia de América en el siglo XX. Entre las dos guerras: autoritarismo, populismo y democracia (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina. 1985) Vol. 2. P. 22.
67 Ibídem. P. 23.
68 Ricardo Melgar Bao. El movimiento obrero latinoamericano (Madrid: Alianza. 1988) P. 213.
69 Ibídem. P. 214.
70 W. Arthur Lewis. Economic Survey, 1919-1939 (London: Allen and Unwin. 1949). Citado por Rosemary Thorp. Progress, Poverty, and Exclusion. An Economic History of Latin America in the 20th. Century (Johns Hopkins University Press. Inter American Development Bank and the European Union. 1998) P. 97.
71 Neill Macaulay. El Salvador 1932.
72 Sergio Ramírez Mercado. Adiós muchachos. Y Ernesto Cardenal. La trilogía.
73 Jeffrey Casey Gaspar.
74 Rosemary Thorp. Op. Cit. P. 124.
75 Ibídem. P. 125.
76 Víctor Bulmer-Thomas. Central America in the Inter-War Period. En Rosemary Thorp (Ed.) Latin America in the 1930s. The Role of the Periphery in World Crisis (London and New York: St. Martin´s Press. 1984 ) Capítulo 11.
77 Ibídem. P. 298.
En Globalización: Rodrigo Quesada Monge
Oct 2009 El imperialismo histórico. La acumulación por despojo (1850-1898)
Sept 2009 América Latina. El imperialismo histórico. El libre comercio o la diplomacia de Dios (1823-1850)
Agosto 2009 América Latina: del imperialismo histórico al imperialismo permanente
Mayo 2009 Las crisis económicas en el sistema capitalista. Elementos para su historia
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