Contradicción dialéctica y libertad
Jorge Palacios C
La contradicción dialéctica
Los científicos se han resistido por largo tiempo (algunos hasta hoy) a admitir la existencia de “contradicciones” objetivas operando en la realidad. La primera dificultad deriva de la ambigüedad del término y del concepto de contradicción. Algunos invocan el sentido que tiene la palabra contradicción en la lógica formal, para demostrar (sin dificultad, por cierto), que es absurdo pretender detectar en la realidad la presencia de contradicciones lógicas. Éstas, en efecto, expresan que un juicio sobre un hecho no puede ser, al mismo tiempo y en iguales condiciones, considerado verdadero y falso. La verdad de una afirmación, aceptada en un proceso lógico-mental, excluye la falsedad de la misma y viceversa.
Pero tales contradicciones lógicas operan en un plano puramente abstracto y formal, -como simples formulaciones mentales- y a diferencia de las contradicciones dialécticas, no afectan directamente a la realidad. Por ejemplo, un juicio que niega que un cuervo determinado sea negro, no altera objetivamente el color negro del ave. Pero, lo que el pensamiento abstracto no puede realizar por sí solo: eliminar o alterar la existencia objetiva de una propiedad real, otras propiedades reales, -interactuando con ella- pueden lograrlo. Esas son las contradicciones que llamamos dialécticas.
El resultado de esa “negación” dialéctica objetiva, no consistirá jamás en una simple supresión o aniquilación de la propiedad en cuestión, sino en un cambio de identidad de ella. La contradicción dialéctica no produce una transformación del ser en no-ser, sino el paso de una forma de ser a otra forma de ser diferente. Es decir, una transformación cualitativa.
Otro argumento invocado para rechazar el concepto de contradicción dialéctica como instrumento de análisis científico, consiste en afirmar que dicho concepto se expresa por lo general en formulaciones eminentemente subjetivistas y antropocéntricas, tales como: amor-odio, luz-sombra, guerra-paz, etc. Obviamente se trata aquí de antagonismos planteados en forma esquemática e ideológica, lo que los hace inaplicables a un análisis de hechos científicos. No se puede hablar, sino de un modo alegórico, de guerra o paz entre un organismo y gérmenes patológicos; o de amor y odio, entre corrientes eléctricas de diferente signo. Por otra parte, este tipo de polaridades en las cuales cada polo es presentado como el contrario específico y exclusivo del otro, resultan arbitrarias y simplistas, ya que, por ejemplo, al amor no se opone sólo el odio, sino la indiferencia, el olvido, la muerte y otros muchos factores.
Se hace indispensable pues, intentar una definición de la contradicción dialéctica, suficientemente amplia y general, como para servirse de ella tanto en el terreno subjetivo, social, histórico, como en las ciencias exactas. Nos atrevemos a proponer, como tema de discusión, la definición siguiente:
“La contradicción dialéctica es todo aquello que, sea como factor interno de un proceso dado, sea como factor externo a él, se opone al equilibrio de las fuerzas contrarias que configuran y determinan su identidad cualitativa global, y a través de un crecimiento cuantitativo de dicha oposición pueden transformarla en otra identidad diferente”.
Esta definición, se refiere a la función principal que juegan las contradicciones dialécticas, como factor determinante de los cambios cualitativos de un proceso cualquiera. Junto a ese rol transformador, la contradicción dialéctica, ejerce otro, -anterior y posterior al salto cualitativo- que consiste en restringir y limitar la expansión ilimitada de las fuerzas opuestas que conforman la identidad de todo proceso. Determinan así, un equilibrio relativo de dichas fuerzas, que de otro modo evolucionarían en forma irreversible. En los átomos, por ejemplo, coexisten fuerzas de cohesión, que determinan su identidad relativa en tanto partículas; con fuerzas expansivas de su energía interna, que tienden a desintegrarlos. La presencia y acción unilateral en los átomos de algunas de las fuerzas opuestas, que llamamos cohesión y expansión, implicarían, ya sea un proceso indefinido de concentración de la masa atómica; o un proceso de “disolución” total e irreversible de esa masa en energía radiante. Como es sabido, incluso en los procesos de desintegración atómica se dan fuerzas opuestas a la expansión y desintegración indefinida de la energía radiante. De la síntesis de energía surgen en determinadas condiciones nuevas partículas.
Finalmente, es importante señalar que la contradicción dialéctica no es una entidad especial, que coexistiría con otras propiedades de la realidad, no es una “cosa” entre otras: es el rol, la función, que asumen todas las “cosas” del universo, así como sus atributos, configurándose y delimitándose unas a otras, reforzando o restringiendo el equilibrio de contrarios, que conforma su identidad relativa; y lo que es aún más importante, induciéndose unas a otras a través de la interacción, a transformaciones cualitativas, que generan una innovadora evolución de la realidad.
La libertad
Para Hegel, la libertad es sólo “conciencia de la necesidad”, es decir, de aquello que nos determina. Esta es una definición plenamente coherente con la filosofía idealista y especulativa de dicho filósofo. En efecto, Hegel, en su sistema filosófico se propuso mostrar el desarrollo de lo que él llama “el espíritu absoluto”, que va manifestándose en todo lo que existe. O, como alguien dijera, quiso narrar la “historia de Dios”. Ahora bien, en su concepción panteísta de un dios omnisciente (que lo sabe todo) y omnipotente (que lo puede todo), la necesidad y la libertad se identifican, pues un tal ente supremo,
se auto-determina de manera necesaria. En dicho Ser, por consiguiente, la libertad se da como conciencia de esa capacidad de auto-determinación necesaria, que sólo él posee. Es el único caso en que la libertad podría definirse como pura “conciencia de la necesidad”.
Esta definición, sin embargo, es inaceptable en una concepción realista de la naturaleza y de la historia. En ella la necesidad no sólo es anterior a la especie humana, sino que, en sus aspectos decisivos, le es impuesta como una determinación externa. Una simple conciencia de la necesidad y de sus leyes no puede ser confundida pues, con la libertad. Seremos libres en la medida en que dicho conocimiento, a partir de iniciativas y acciones generadas en la conciencia, nos permita oponernos a ciertos aspectos de la necesidad y restringirla. Marx, Engels, Lenin, no lograron fundamentar satisfactoriamente el concepto de libertad. Para defender el materialismo hicieron suyo el pensamiento científico de su época, el cual, hasta bien avanzado el siglo XX, profesaba un determinismo total.
Engels, habla de “someter (las leyes) cada vez más a nuestra voluntad”, de “conducirlas a servir nuestros fines”, pero no explica cómo. Lenin, por su parte, expresa: “La libertad no consiste en una soñada independencia respecto a las leyes de la naturaleza, sino en el conocimiento de esas leyes y en la posibilidad dada por eso mismo de ponerlas en obra, metódicamente, para fines determinados”. Pero tampoco explica cómo “ponerlas en obra”. Y en otro lugar escribe: ... “las leyes necesarias de la naturaleza constituyen el elemento primordial, siendo la voluntad y el conocimiento humanos el elemento secundario. Estos últimos deben necesaria e ineluctablemente adaptarse a los primeros”.
Los clásicos marxistas citados, si bien valoran el predominio del determinismo dialéctico, -evolutivo- por sobre el que expresan las leyes científicas, que sólo codifican la repetición, la identidad relativa de ciertos fenómenos, no valoran a fondo el papel que juegan los aspectos opuestos, contradictorios (en el sentido dialéctico), como motor de la permanente transformación de la realidad.
Si en una libre decisión consciente, el hombre primitivo se propuso transformar una piedra en un hacha de piedra, debió golpearla. Es decir, emplear una fuerza contraria a la estructura de la piedra, para cambiar su identidad. Si se pretende desintegrar el átomo, hay que oponerse a sus fuerzas de cohesión, para liberar la energía que contiene. Si decidimos sobrevolar nuestro planeta o, más aún, abandonar la atmósfera terrestre, hay que utilizar fuerzas que nos hagan posible contrarrestar la gravitación. Inclusive en el simple acto de caminar (y por ende de decidir libremente donde nos dirigimos), estamos empleando energías orgánicas que nos permiten “vencer” la atracción terrestre. Si la fuerza de gravedad (o cualquiera otra fuerza) fuera absoluta, y estuviéramos limitados a conocerla como tal y a adaptarnos a su determinación, no tendríamos la libertad de desplazarnos. El predominio en la necesidad natural y social de fuerzas objetivas opuestas, que promueven el cambio y relativizan la identidad, es lo que nos permite ser libres. En la medida, claro está, en que seamos capaces de servirnos de ellas.
Leyes de la naturaleza y azar.
C
Las leyes que persiguen los científicos se supone expresan la identidad, la repetición, la regularidad de ciertos fenómenos naturales. Pero dichas leyes -¡como todas cosas!- no son lo mismo que eran antes. En otros tiempos (no muy lejanos), eran rígidas e inflexibles y reinaban tiranizando a los fenómenos desde una especie de Olimpo platónico. Descartes, hablaba en su obra Discurso del método de las “leyes que Dios ha impuesto a la naturaleza”. Esas leyes, para Henry Poincaré, expresaban “una relación constante entre el fenómeno de hoy y el de mañana”; para Max Plank, “un lazo permanente e imposible de romper”; para Goblot, “un orden constante”; y para Pierre Duhem, lo que caracteriza a una ley, es que ella es “fija y absoluta”. Podríamos citar a muchos otros hombres de ciencia que pensaban parecido. Actualmente, nos contentamos con suponer que las leyes expresan la probabilidad de que un hecho ocurra en ciertos marcos previsibles. ¡El Creador debe sentirse defraudado: hoy por hoy es tan sólo probable que la naturaleza le obedezca!
Es decir, la ley científica es como un juego de dados. Para un gran número de lanzamientos de un dado, el cálculo de probabilidades permite establecer una regularidad estadística aproximada: cada cara del dado tiene el mismo número de oportunidades de aparecer. Esta forma de identidad relativa en la “conducta” de los dados, tiene causas objetivas. Deriva, por una parte, de la simetría de las seis caras del dado (equidistantes del centro de gravedad del mismo); y, por otra parte, del carácter irregular de los lanzamientos. La regularidad en la forma del dado, que ofrece a cada una de las caras el mismo número de posibilidades de mostrarse, se combina con la irregularidad en la manera de lanzarlo, que en su dinámica, concede a cualquiera de las caras la posibilidad de hacerse presente en un gran número de lanzamientos. En la ley estadística mencionada, interviene, a la vez, una identidad relativamente rígida que impone al dado un margen de acción con seis potencialidades (pues caerá siempre mostrando alguna de sus caras); y un factor más aleatoria, más cambiante, que actualiza a la larga de manera equiprobable las seis posibilidades de presentación del dado.
Las regularidades probables que expresa una ley científica, requieren asimismo cierta estabilidad, ciertos marcos de identidad relativa del proceso que se expresa como ley. La estructura simétrica y estable del dado, es el producto de una cantidad considerable de interacciones y fluctuaciones de los elementos menores (átomos, moléculas, etc.), que conforman ese “objeto”. Esos micro-procesos no son tomados en consideración en el cálculo de probabilidades de la “conducta” macroscópica del dado, pues no la afectan de manera significativa. Pero si se exigiera al dado en sus caídas, regularidades legales probables de tipo microscópico, la determinación de éstas sería muchísimo más compleja. El prescindir de aquello que ocurre en las entrañas del dado, depende del grado de exactitud que el científico exija en las previsiones concernientes al “comportamiento” de dicho objeto hexagonal. Las leyes de la física clásica (reformadas por la teoría de la relatividad), permiten también efectuar previsiones con ciertos límites de precisión, y hasta lanzar satélites al espacio.
Algunos teóricos sostienen, respecto a las probabilidades en el juego de dados, que puesto que el dado no tiene memoria y dado que cada lanzamiento es independiente de todos los otros, la misma cara, en principio, podría presentarse indefinidamente. Este punto de vista marca bien la diferencia que existe entre las posibilidades, cuando ellas son formuladas “en principio”, es decir, en los marcos del pensamiento abstracto; a cuando ellas se refieren a hechos concretos. Si bien, los lanzamientos del dado representan cada vez una acción independiente, cada una de las seis caras del dado no compite con las otras cinco con total independencia. El dado es un todo único, es un objeto simétrico y relativamente estable, el cual es puesto en acción de un modo diferente en cada tiro, pero integralmente. Suponer a una y la misma cara la posibilidad de aparecer indefinidamente, significa que hacemos abstracción del hecho de que todas y cada una de ellas, pertenecen a un objeto simétrico, compuesto de seis caras, las que se encuentran -antes de cada lanzamiento- implicadas en conjunto como eventualidades potenciales. Dada esa posibilidad colectiva que las caras del dado poseen, cuando se presentan las condiciones para que una de ellas aparezca, eso excluye a las otras cinco. El carácter aleatorio de los lanzamientos garantiza, en un gran número de jugadas, esa opción a todas las caras de exhibirse.
Karl Popper, nos da un simpático ejemplo de la diferencia entre el rigor de una teoría lógica abstracta y su aplicación a hechos reales: ... “es muy fácil satisfacer la curiosidad -señala- de aquellos que querrían saber cómo sería un mundo en el que 2+2 = 4 no se aplica. Una pareja de conejos de sexo diferente o algunas gotas son suficientes para ofrecer un modelo. Y si se me objeta que no es regular invocar ese tipo de ejemplos, porque algo sucedió a los conejos y a las gotas y que la ecuación 2+2 = 4, no se aplica sino a objetos a los que nada ocurre, replicaré que si se interpreta así la ecuación, ella no puede valer para la realidad (pues, en la realidad, siempre ocurre algo), sino solamente en un mundo abstracto de objetos discretos en los que nunca ocurre nada.”
REGULARIDAD Y VARIABILIDAD
Las leyes científicas expresan la repetición de ciertos hechos. Si tiro una moneda al aire caerá al suelo. La culpable es la ley de gravedad. No se necesitan jueces ni policías para hacer cumplir la ley. ¡Menos mal! Pero no se crea que las leyes naturales no tienen problemas para mantener las cosas en su lugar. Examinen, por ejemplo, la ley de Boyle-Mariotte. Fue enunciada por ambos entre 1661 y 1676. Señalaba que el volumen de un gas (a temperatura constante) varía en proporción inversa a la presión externa a la que es sometido. Es decir, mientras más comprimido está, menos volumen ocupa. Y la relación presión-volumen la midieron (con los medios de la época), matemáticamente. No obstante, la ley debió ser corregida en 1829. Los físicos Dulong y Arago, sin sospechar por qué, descubrieron que con presiones de unas 30 atmósferas, el aire se comprimía más de lo que la ley preveía. Pensaron, entonces, que habían establecido -¡por fin!- una regularidad definitiva de la ley. Pero el suspenso seguía. Treinta años más tarde, el científico irlandés Andrews, utilizando presiones muy superiores, descubrió -perplejo- que cuando éstas sobrepasaban un cierto límite, el gas se comprimía menos que lo que preveía la ley de Boyle-Mariotte (corregida ya por Dulong y Arago). Más aún, que pasado un cierto límite de presión, el gas resultaba incompresible, como lo era el agua por aquel entonces. La ley se declaraba en huelga, el gas se paralizaba si se sentía demasiado oprimido
El misterio de los macroscópicos caprichos de la ley, se esclareció al constatar la influencia que tenían sobre ella, las contradicciones (dialécticas), objetivas, entre las fuerzas opuestas de atracción y repulsión que operan en los microscópicos componentes de los gases. La exigencia de una temperatura constante para verificar la ley debiera haber despertado ya sospechas. Los gases están constituidos -como usted y yo- de átomos y moléculas. Es precisamente la atracción intermolecular, obtenida con presiones del orden de 30 atmósferas (Dulong-Arago), la que produce una compresión del gas mayor, que la verificada (con los medios de a bordo), por Boyle-Mariotte en el siglo XVII. Esta atracción entre las moléculas gaseosas, se suma a la presión externa, y disminuye aún más el volumen del gas.
Pero los paradójicos caprichos de la mentada ley, no terminan aquí. Con medios técnicos modernos capaces de generar presiones mucho mayores que las 30 atmósferas de Andrews, las fuerzas de repulsión entre los átomos comienzan a hacerse sentir, oponiéndose al nivel atómico, tanto a la presión del gas, como a la atracción intermolecular, determinando una contracción inferior a la que preveía la ley Boyle-Mariotte, corregida por Dulong y Arago.
Actualmente, es posible producir en laboratorio presiones de varios millones de atmósferas, las cuales, en un límite extremo y ligadas a altas temperaturas, conducirían a una desintegración de los átomos del gas, emitiendo cantidades descomunales de energía.
¿Que sentido tendría en esas condiciones la mentada ley, que establece la relación entre presión y volumen? Sin embargo, se trata de uno y el mismo gas, el que es capaz de pasar por todos esos estados, en virtud de contradicciones dialécticas externas e internas
La Nacion 29 septiembre 2006
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