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Una hipocresía impresionante

Harold Pinter

Bush ha dicho: “No permitiremos que las peores armas del mundo permanezcan en manos de los peores líderes del mundo”. Sin duda. Mira al espejo, compadre. Verás a ese de quien hablas

Hay una vieja historia acerca de Oliver Cromwell. Después de que tomó por asalto el pueblo de Drogheda, sus habitantes fueron obligados a acudir a la plaza de armas. Cromwell ordenó a sus lugartenientes: “¡Maten a todas las mujeres y violen a todos los hombres!”. Uno de sus asistentes dijo: “Disculpe, mi general, ¿no debería ser al revés?”. Una voz entre las multitudes gritó: “¡El señor Cromwell sabe lo que hace!”.

Esa voz es la voz de Tony Blair. “¡El señor Bush sabe lo que hace!”. El hecho es que Bush y su banda saben lo que hacen y Blair, salvo que realmente sea el idiota crédulo que a menudo parece ser, también sabe lo que hacen. Sencillamente, están decididos a controlar el mundo y los recursos del mundo. Les importa un bledo a cuántas personas asesinan mientras lo hacen. Blair, en tanto, los sigue.

No cuenta con el apoyo del Partido Laborista, no cuenta con el apoyo del país o de la tan celebrada “comunidad internacional”. ¿Cómo puede justificar llevar a este país a una guerra que nadie realmente desea? No puede. Sólo puede recurrir a la retórica, el cliché y la propaganda. A nadie se le ocurrió cuando votamos por Blair que llegaríamos a despreciarlo. Es risible pensar que influye sobre Bush. Su aceptación supina del matoneo estadounidense es patética.

Por cierto, matonear es una respetada tradición estadounidense. En 1965, Lyndon Johnson dijo al embajador griego a Estados Unidos: “¡A la mierda con su Parlamento y su Constitución! Estados Unidos es un elefante. Chipre es una pulga. Grecia es una pulga. Si estos dos tipejos siguen fastidiando al elefante es posible que éste les golpee con su trompa, y que lo haga muy fuerte”.

Hablaba en serio. Poco tiempo después, los coroneles, con el apoyo estadounidense, tomaron el control del país y el pueblo griego sufrió siete años de un infierno.

El elefante norteamericano, mientras tanto, se ha convertido en un monstruo de proporciones grotescas y obscenas. La terrible atrocidad cometida en Bali no cambia los hechos del caso.

En los últimos 12 años, la “relación especial” entre Estados Unidos y Gran Bretaña ha segado la vida de miles y miles de personas en Irak, Afganistán y Serbia. Todo esto ha sido en nombre de la “cruzada moral” estadounidense y británica que busca traer “paz y estabilidad al mundo”.

El uso de uranio empobrecido en los bombardeos en la guerra del Golfo ha sido particularmente eficaz. Los niveles de radiación en Irak son horrorosamente altos. Hay niños que nacen sin cerebro, sin ojos, sin genitales. Cuando tienen orejas, boca o ano, estos orificios sólo emanan sangre. Por supuesto, Blair y Bush se muestran totalmente indiferentes ante estos hechos, y no olvidemos al encantador, sonriente y seductor Bill Clinton, quien recibió una ovación de pie durante la conferencia anual de los laboristas. ¿Por qué? ¿Por haber matado a niños iraquíes? ¿O niños serbios?

Bush ha dicho: “No permitiremos que las peores armas del mundo permanezcan en manos de los peores líderes del mundo”. Sin duda. Mira al espejo, compadre. Verás a ese de quien hablas.

En este mismo momento, Estados Unidos está desarrollando sistemas avanzados de “armas de destrucción masiva” y su Gobierno está dispuesto a usarlas donde crea necesario. Ha dado la espalda a los acuerdos internacionales sobre armas biológicas y químicas, y no ha permitido inspecciones de sus propias fábricas.

Ha recluido a cientos de afganos en las cárceles de Guantánamo, sin permitirles protección legal, a pesar de que no están acusados de cargo alguno y permanecerán bajo cautiverio eternamente.

Estados Unidos exige inmunidad frente a la Corte Penal Internacional, una postura que, aunque parezca increíble, está siendo apoyada por Gran Bretaña.

La hipocresía es impresionante. La despreciable sumisión de Tony Blair ante este régimen criminal estadounidense humilla y deshonra a este país.

© Harold Pinter

(Texto leído por el Premio Nobel de Literatura 2005 ante la Cámara de los Comunes, en octubre de 2002)

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