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Cinco ecuaciones "virtuosas" del modelo económico chileno y orientaciones para una nueva política económica

Rafael Agacino R.

A Tomás A. Vasconi, militante de las causas justas, argentino, chileno, latinoamericano; en la noche del sábado 28 de octubre de 1995 legó su hacer y presencia frente a la frivolidad e indolencia de muchos de los que quedan.

Resumen

El autor presenta un análisis crítico del modelo económico chileno, con base en cinco ejes: crecimiento con equidad, aumento del empleo y disminución de la pobreza, segunda etapa exportadora, desarrollo simétrico y democracia.

Reconociendo los problemas actuales para diseñar una nueva política económica, se establecen los criterios básicos para lograr este objetivo: redistribución de la riqueza, cambio de la orientación de las políticas sociales, instaurar una verdadera política industrial e integración interna e internacional.

The author presents a critical analysis of the Chilean economic model, according to five axis: growth with equity, employment increase and poverty decrease, second exportation stage, symmetric development and democracy.

Acknowledging current problems, he defines the bases of a new economic policy, through the following premises: redistribution of wealth, a change on the orientation of social policies, the establishment of a true industrial policy and internal and international integration.

L'auteur présente une analyse critique du modèle économique chilien à partir de cinq axes: croissance avec équité, augmentation de l'emploi et diminution de la pauvreté, deuxième étape exportatrice, développement symétrique et démocratie.

A partir d'une reconnaissance des problèmes actuels, il défine les bases pour une nouvelle politique économique en partant des prémisses suivantes: redistribution de la richesse, réorientations des politiques sociales, mise en marche d'une véritable politique industrielle et intégration interne et internationale.

Introducción

El artículo trata diversos temas, agrupados en dos grandes apartados.

En el primero se analizan las contradicciones entre los planteamientos económicos del discurso dominante y los hechos, las acentuadas diferencias entre las promesas y los resultados de la aplicación y la administración del modelo económico. Tal discurso es compartido por la derecha y por quienes en otro momento se ubicaban en posiciones críticas, y a partir de los noventa reivindican las bondades del modelo chileno.

El segundo apartado analiza -teniendo en cuenta los problemas acotados en el primero- las opciones para que, en las condiciones actuales en que se encuentran las fuerzas populares en este periodo, tales fuerzas puedan contribuir a diseñar una propuesta de nueva política económica que considere efectivamente los intereses de los trabajadores y sectores populares.

Los objetivos del presente trabajo son dos. En primer lugar, cuestionar el marco de la discusión impuesto por los operadores de la política -llamados "administradores de conflictos"- cuya finalidad ha sido reducir la categoría consensos sociales a una ingeniería que pretende subordinar y anular la crítica estratégica al modelo económico, definido por dichos operadores como gestión exitosa de las transiciones.

Por otra parte, demostrar -en la perspectiva de los sectores sociales mayoritarios y excluidos del modelo- que es posible formular propuestas que desde las condiciones actuales contribuyan a plantear una alternativa en el futuro cercano.

El pentagrama económico: cinco ecuaciones "virtuosas" del modelo

Como sabemos, a la Concertación Política le siguió otra gran operación de ingeniería: la Concertación Social. Mientras la primera buscó generar un bloque estable para encarar la negociación con el régimen militar y asegurar la gobernabilidad "por arriba", la segunda fue concebida como uno de los instrumentos necesarios para generar estabilidad "por abajo", para conjurar cualquier desborde social que atentara contra las promesas de sujeción al ordenamiento económico, jurídico y social, convenidas en la primera. La Concertación Social, con participación del gobierno, Central Única de Trabajadores (CUT) y empresarios, casi desde sus orígenes quedó subordinada a éstos últimos; precisamente a su eje más conservador tal y como consta en los contenidos de los Acuerdos Marco firmados entre los concertados. Lo importante, es que la conjunción entre Concertación Política y Concertación Social, hizo viable el gobierno de Aylwin (primer presidente del periodo democrático, de 1940 a 1994, por el PDC) y la elección de Frei (actual presidente, también del PDC); logró estabilidad y elaboró un discurso que ha mantenido una coherencia que sólo hoy comienza a mostrarse como un gran espejismo. En esta primera parte, nos ocuparemos de su contenido analizando solo cinco aspectos, principalmente económicos, cuyo fundamento son cinco ecuaciones o círculos "virtuosos" que se asignan a este modelo económico y social, ahora legitimado sin necesidad de la presencia de uniformes grises en la escena pública.

Primera ecuación: apertura = crecimiento con equidad

Recogiendo parte del discurso de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) de fines de los ochenta, se afirmó que la profundización de la apertura económica, ahora enfrentada por vía de la competitividad sistémica, es decir, del país como un todo, era la gran oportunidad para consolidar la senda de crecimiento y conciliarla con mejoras en la distribución del ingreso. Que se ha profundizado la apertura y que este país crece nadie lo duda. Sin embargo ¿Mejora la distribución del ingreso? Dos caminos podemos seguir para responder esta interrogante.

Primero, por medio de la distribución funcional que mide el reparto primario de los ingresos entre los principales agentes que participan o están ligados a la producción social, es decir, el reparto entre capital y trabajo. Al respecto contamos con las cifras publicadas por el Banco Central: Según ellas, tomando como año base 1985=100, el índice de excedente real -que mide el margen de ganancia neto de las empresas- marcó 209 en 1993, más que duplicándose en menos de una década, mientras el producto y la masa de remuneraciones reales, en el mismo año, alcanzaron los niveles de 173.7 y 172.6 respectivamente, ambos notablemente inferiores al del excedente. Entre 1986 y 1993, la masa de remuneraciones reales creció a una tasa media de 7.1% por año, mientras la masa de los excedentes empresariales, lo hizo a una tasa media anual de 9.7%. En el mismo periodo, la tasa de crecimiento del producto fue de 7.2%. Por otra parte, si consideramos los bienios 1985-1986 y 1992-1993, se constata que la participación de las remuneraciones en el Producto Interno Bruto (PIB) disminuyó del 34.8% al 33.4%, mientras en igual periodo, la participación del excedente, se elevó de 38.3% a 44.0 por ciento.

Aun obviando las distorsiones por la forma de medición (en la masa de remuneraciones se incluyen los sueldos de todos los empleados dependientes incluidos las plantas ejecutivas de las empresas, y en el excedente se consideran tanto los ingresos de los trabajadores por cuenta propia como los excedentes de la micro empresas), lo que las cifras muestran es una clara concentración del crecimiento: los excedentes aumentan más velozmente que el producto y que las remuneraciones, lo cual, equivale a decir que el crecimiento se distribuye en favor de los patrones.

Segundo, la distribución personal del ingreso. Esta mide el reparto de los ingresos entre la población independientemente de su lugar en la producción y teniendo en consideración los efectos de las transferencias monetarias derivadas de la política social. Así, la acción del Estado puede modificar la distribución primaria del ingreso que se origina, principalmente, en el ámbito del mercado del trabajo. A este respecto las cifras de las Encuestas CASEN de hogares para medir la pobreza que realiza el Ministerio de Planificación (Mideplan), con apoyo de la CEPAL, disponibles para los años 1992 y 1994, muestran claramente que la distribución ha empeorado: el 20% de los hogares más pobres disminuyó su participación en el ingreso desde 4.92% a 4.61% entre ambos años; sin embargo, el 20% de los hogares más ricos, la aumentó de 55.45% a 56.11% en igual lapso. La desigualdad afecta también a los estratos medios: en igual periodo, el tercer quintil disminuyó en 0.1% su participación. Sin embargo, lo más grave es que el 10% de los hogares más pobres sufre una disminución absoluta de sus ingresos; éstos no solo son afectados por un crecimiento sin equidad relativa reflejada en su menor participación en el ingreso (ésta disminuye de 1.9% en 1992 a 1.7% en 1994), sino además, sufren un empobrecimiento absoluto: en 1994 sus ingresos medios disminuyeron un 5.5% en términos reales respecto de 1992.

Así, la concentración no sólo es alta, sino además, se profundiza. Con los datos de la misma fuente, se puede estimar que, en 1994, aproximadamente 1 097 000 personas captaron el 40.8% del ingreso, mientras 1 664 000 percibieron el 1.7% de éste, situación peor que la existente en 1992. En Chile, hoy, los ingresos promedios de los hogares más ricos son casi 25 veces mayores a los ingresos del decil de hogares más pobres. Y si se comparan sus ingresos medios percápita, los ingresos de un rico típico supera en 40 veces a los de un pobre.

Segunda ecuación: apertura = crecimiento = aumentos del empleo = disminución de la pobreza

Aquí el discurso se funda en dos ejes centrales: primero, que la disminución estructural de la pobreza depende más de un crecimiento económico sostenido capaz de generar empleos que de una intervención estatal vía políticas sociales, y segundo, que estas políticas sociales deben orientarse por estrategias de "focalización" antes que por criterios universales. Se afirma que en las condiciones de globalización, lo que se necesita no es aumentar el tamaño del Estado, sino hacerlo más eficiente, y que los problemas de pobreza no se resuelven por medio de las políticas sociales o creando nuevas instituciones estatales, sino fundamentalmente, apelando al discurso del Banco Mundial, es decir, incorporando a los pobres al mercado del trabajo. Se trata entonces de crear empleos productivos, y éstos, dado que son resultado del crecimiento cuyo motor es el sector privado, son la mejor razón para no hacer política económica que contravenga la dinámica de los mercados abiertos y competitivos. Es decir, se confía más en el mercado que en el Estado respecto a la capacidad de eliminar total y definitivamente la pobreza.

Si se revisan las cifras puede constatarse que efectivamente la pobreza e indigencia, medidas por línea de ingreso, han disminuido entre 1987 y 1994. Según las cifras oficiales, en 1987, había 5 497 000 personas pobres, de las cuales 2 073 000 estaban en condición de indigencia; en cambio, en 1994, los pobres se han reducido a 3 916 000 y los indigentes a un 1 104 000. Todo esto ha ocurrido, precisamente, en un periodo en que no se ha aplicado ningún plan de emergencia contra la pobreza, donde han prevalecido los criterios de focalización de las políticas sociales, y que se ha caracterizado además, por una mayor apertura relativa al comercio (principalmente por la disminución de la protección efectiva) y por una expansión del empleo que ha disminuido las tasas de desocupación.

¿Son estos resultados concluyentes para afirmar que la solución de la pobreza, en un contexto de apertura, es el crecimiento y el empleo? Al menos dos dudas pueden plantearse al respecto. La primera, la más evidente, es el efecto del ciclo. Las cifras oficiales muestran que en el periodo 1987-1990 por cada punto porcentual de aumento del empleo la pobreza se redujo en 0.43% o alternativamente, por cada punto de crecimiento del PIB, ésta disminuyó en 0.25 %. Ambos indicadores mejoraron significativamente en el periodo siguiente: entre 1990-1992 subieron a 3.11 y 0.86% para el empleo y el PIB respectivamente. Según Mideplan esto mostraba el éxito de la política económica del gobierno de Aylwin respecto de los últimos años de Pinochet; ahora, se afirmaba, por cada punto de crecimiento del empleo o del producto se logra disminuir mucho más velozmente la pobreza.

Sin embargo, la historia no termina ahí; las cifras para el periodo 1992-1994, mostraron la excesiva confianza en los efectos espontáneos del crecimiento. El efecto empleo bajó significativamente (a 1.65%) y el efecto PIB creció muy levemente a 0.92% (sólo 0.06% más respecto de 1990-1992). El sobresalto que produjeron estos resultados en los organismos oficiales puede comprenderse más fácilmente considerando cifras absolutas: en el bienio 1990-1992 se redujo la pobreza en 854 000 personas, pero en el siguiente, 1992-1994, sólo se logró reducirla en 432 000. Y esto no es porque faltaran pobres. Peor aún es la situación de la extrema pobreza o indigencia: ésta se redujo en 612 000 personas entre 1990-1992, sin embargo, la gran expansión económica del periodo 1992-1994, sólo logró reducirla en poco menos de 74 000 personas. En este último periodo, los efectos empleo y PIB son mucho menos significativos incluso que en 1987-1990: en términos de empleo, antes por cada punto de crecimiento la indigencia disminuyó en 1.11%, hoy, en sólo 1.04%; en términos de producto, antes por cada punto de expansión del PIB la indigencia cayó en 0.63%, hoy, en 0.58%. Cada vez es más difícil que el puro crecimiento (y el empleo) garantice la eliminación de este gran problema; pareciera, como ya se ha dicho, que nos acercamos a un núcleo "duro" de pobres a los cuales simplemente el chorreo no les llega.

La segunda duda se relaciona directamente con el empleo. Debe tenerse en cuenta que la reducción de la pobreza se asocia muy fuertemente con la caída de la desocupación. Un hogar pobre puede eventualmente salir de esa situación si sus miembros en condiciones de trabajar se emplean. A nivel nacional, el ciclo de expansión de la economía chilena se tradujo en disminuciones de la tasa de desocupación: a nivel país ésta pasó del 9.3% en 1987, al 6.0% en 1990 y al 4.9% en 1992. De hecho, para los hogares del quintil más pobre, esto significó una disminución del desempleo desde 22.8% al 14.2% entre 1990 y 1992; en igual periodo, además, se elevó para el mismo grupo, el número de ocupados por hogar desde 0.92 a 1.01 personas. Por otra parte, el ingreso mínimo y los salarios reales crecieron aceleradamente durante el periodo. El mínimo legal se incrementó a una tasa media de 6.8% real por año y los ingresos por trabajo de los hogares del quintil más pobre, se elevaron un 30.3% entre 1990 y 1992.

Sin embargo, estas tendencias tienden a revertirse o estancarse hacia 1994. La tasa de desempleo nacional aumentó desde el 4.6% en 1993 al 5.9% en el año siguiente. Las cifras de las encuestas CASEN muestran con toda claridad que los segmentos más afectados fueron, precisamente, los más pobres: la tasa de desocupación pasó del 18.2% y 9.6% en 1992 al 22% y 11.4% en 1994 para el primer y segundo deciles respectivamente. Simultáneamente, el ingreso mínimo legal crece más lentamente y los ingresos reales por trabajo disminuyen en 1.5% para el primer decil y aumenta muy levemente (0.3%) para el segundo. E incluso, como ya lo mencionamos antes, el ingreso total percápita de los hogares más pobres disminuye en términos absolutos.

Llegados a este punto, podemos retomar nuestra segunda duda y replanteárnosla en los términos siguientes: ¿porqué los efectos empleo y PIB sobre la pobreza disminuyen su impacto? La respuesta se relaciona, en parte, con el funcionamiento del mercado del trabajo.

En 1992, un 45.5 % de los ocupados recibía menos de dos salarios mínimos: es decir, casi la mitad de los ocupados estaba bajo o en la línea de pobreza. Esta situación tiende a repetirse dos años después: en noviembre de 1994, un 46.2% de los ocupados se encontraba en esa situación. Esto revela que un porcentaje importante de los pobres no son los típicamente excluidos, sino precisamente, los incorporados al mercado del trabajo. Si esto es así, entonces el problema es que el propio mercado del trabajo está operando como uno de los tantos mecanismos reproductores de la pobreza.

Y no sólo nos referimos a que el efecto del desempleo se descarga más fuertemente sobre los pobres, sino también al tipo de ocupaciones a que éstos acceden. Las propias cifras de la CASEN para 1994 muestran, a un nivel más desagregado, algunos casos paradigmáticos a este respecto. Por ejemplo, en la VI región,en un contexto de pérdida de empleo, las únicas ocupaciones creadas son empleos para pobres : en el periodo 1992-1994, los ocupados no pobres disminuyen desde 201 456 a 189 987 personas, pero los ocupados indigentes y pobres no indigentes, aumentan desde 8 654 y 43 363 a 12 429 y 47 305 personas respectivamente. Lo que está ocurriendo, en consecuencia, es una precarización de los puestos de trabajo, pues, aumentan las ocupaciones para pobres y disminuyen aquellas para no pobres.

Y esto se vincula directamente con los nuevos paradigmas de las relaciones laborales en boga y promovidos por el empresariado, el gobierno y la derecha: la flexibilidad laboral. En las empresas, ésta se está implementando cada vez más aceleradamente bajo tres modalidades: flexibilidad de las dotaciones, flexibilidad de los salarios y flexibilidad en el contenido de las tareas. Las tendencias a sustituir los trabajadores de planta con contratos indefinidos por trabajadores temporales o bien subcontratados; a disminuir la parte fija del salario y aumentar la porción vinculada a la producción; y la implementación de contratos de personal para prestación de servicios, han mostrado claramente que la flexibilidad, por lo menos para un gran segmento de trabajadores asalariados, se constituye en fuente de precarización de las condiciones de trabajo. Tanto el empleo como el ingreso se vuelven más inestables, y la polifuncionalidad aumenta el grado de sustitutibilidad entre los propios trabajadores al perder su poder de negociación vinculado al oficio. En este país no sólo se está usando más intensivamente la fuerza de trabajo, sino además, se la está transformando en una suerte de plastilina que se amolda a las necesidades de las empresas. Si la flexibilidad es la libertad del capital para adecuarse a los vaivenes de la economía con el objeto de mantener la tasa de ganancia, para los trabajadores, esa flexibilidad es inestabilidad pura que les niega la opción para construir futuro, pues los obliga atomizadamente a someterse a las condiciones que el "mercado del trabajo" o la "competitividad" exigen.

En este contexto, en consecuencia, no es extraño que en 1994 el crecimiento haya tenido muy poco impacto sobre la disminución de la pobreza y casi nulo sobre la indigencia. Dado que la tasa de desempleo se elevó, ésta afectó más fuertemente a los trabajadores más pobres, precisamente a aquellos que laboran en los sectores o empresas en que la presencia de la flexibilidad precaria es mayor. Un ejemplo ilustra bien esta idea: una mujer temporera ingresa a trabajar durante la temporada (desde a octubre a marzo) y recibe un salario que eventualmente le permite cruzar la línea de la pobreza durante ese periodo; sin embargo, desde abril a septiembre queda desempleada o debe trabajar en ocupaciones peores, por lo cual, durante ese lapso ingresa nuevamente a la zona de la pobreza o indigencia. Así, en el mismo año, es pobre y no pobre a la vez.

Y aun cuando se observen aumentos en el empleo, en muchos casos, como lo ejemplifican los casos de las regiones III, VI y VII, en un porcentaje importante éstos corresponden a empleos precarios, es decir, a empleos para pobres. En consecuencia, la pregunta clave es: ¿un mercado del trabajo flexible y precario garantiza la solución estructural de la pobreza, es decir, que el cruce del umbral permita hacer perdurable en el tiempo esta situación? La respuesta parece ser que no.

Tercera ecuación: apertura = desarrollo de la segunda etapa exportadora

Aquí el discurso oficial boga por la profundización de la apertura, por la mayor integración de la economía chilena a los mercados mundiales, anunciando que nuestro país dejaría la etapa fácil centrada en la exportación de materias primas. Chile se encaminaría a una segunda etapa exportadora cuyo núcleo estaría constituido por la producción y venta de bienes con mayor valor agregado, particularmente de exportaciones de manufacturas industriales. Su discurso aparece avalado por las cifras recientes del comercio exterior. En efecto, en 1990 las exportaciones industriales alcanzaban la cifra de 2 739 millones de dólares, mientras en 1995, éstas superaban los 6 739 millones de dólares corrientes; esta alza se traducía en que la participación de las exportaciones clasificadas como industriales en el total de las ventas al exterior, aumentara de un 32.7% a un 42% en igual periodo. Incluso más: dado que dentro de las exportaciones industriales están incluidas la harina de pescado y la celulosa, las cifras indicaban que éstas mostraban una clara tendencia a disminuir su peso relativo: en promedio la harina de pescado y la celulosa, que en 1984-1989 representaban el 21.4% y 13.7% del total de las exportaciones industriales respectivamente, en el periodo 1990-1994, pasaban a representar el 11.4% y 13.0%. Así, las cifras mostraban que no sólo crecía el peso relativo de las exportaciones de origen industrial en el total de ventas al exterior, sino además, que las propias exportaciones industriales se diversificaban.

Sin embargo, nuevamente, subsisten algunas dudas. Un estudio reciente que considera 26 ramas industriales, cuya contribución a las exportaciones y empleo manufactureros, en 1992-1994, supera levemente el 98% y el 80% respectivamente, relativiza las conclusiones apresuradamente deducidas de las tendencias mostradas por las cifras anteriores. Utilizando las últimas estadísticas industriales disponibles, el análisis indica que comparando los trienios 1983-1985 y 1991-1993, efectivamente aumenta el número de ramas para las cuales el mercado externo absorbe mas de un 30% de sus ventas, es decir, se observa un mayor número de ramas industriales exportadoras. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que todas ellas están directamente ligadas a la explotación de recursos naturales. De hecho, tomando como base las 26 ramas seleccionadas, mientras en el primer trienio el 54.1% de las exportaciones industriales totales provienen sólo de tres ramas (Elaboración de Productos del Mar, Fabricación de Aceites y Grasas y Fabricación de Papel y Celulosa), en el último, el 62.6% de éstas provienen de cinco sectores (las tres anteriores más Conservas de Frutas y la Industria de la Madera), las cuales, según sus coeficientes de utilización intermedia, son clasificables como ramas con base en recursos naturales.

Lo anterior muestra la diversificación de las exportaciones industriales. No obstante, dada la dependencia de insumos primarios, lo que las cifras indican es que la diversificación de las exportaciones industriales operan principalmente como diversificación al interior de ramas "rentistas". En otras palabras, lo que se observa no es precisamente la emergencia de ramas típicamente secundarias, sino más bien, la consolidación exportadora de aquellas aún fuertemente ligadas de modo directo a la explotación de recursos naturales. Si bien es cierto que hoy Chile exporta relativamente menos celulosa y harina de pescado, la causa no se debe a que exporte relativamente más radios, automóviles o maquinaria liviana, sino a que exporta relativamente más frutas y maderas. Dicho de otra manera y en los términos en que se ha concebido la "segunda etapa exportadora", es decir, como resultado espontáneo de un proceso de apertura, una diversificación del comercio no asegura necesariamente una reestructuración industrial que traslade el motor de esa recomposición y ampliación, hacia los sectores típicamente industriales.

Así, el mercado, operando espontáneamente, reasigna los recursos con una lógica muy simple: maximizar la tasa de ganancia privada; esto puede o no coincidir con la reasignación de recursos socialmente deseada. Si coincide es por azar y sin garantía de estabilidad. Como este hecho es ya parte de la experiencia histórica y del patrimonio de la ciencia económica, es que todas las economías han implementado políticas industriales, precisamente lo que en Chile no existe.

Cuarta ecuación: apertura = crecimiento = desarrollo simétrico u homogéneo

No nos detendremos mucho en este punto, pues, el discurso oficial es más confuso e implícito. A un nivel muy superficial se confía en que el crecimiento, por la vía del chorreo, se distribuya de manera más o menos equivalente entre todos los sectores económicos, sociales o territoriales. Es el país el que crece, no unos en desmedro de otros. A un nivel más objetivo, sin embargo, se reconocen asimetrías en los efectos, pero el discurso en su versión más ortodoxa, lo explica en función de las velocidades en que los diferentes sectores, sean económicos, sociales o territoriales, se "modernizan".

Así se explicaría, por ejemplo, el crecimiento absolutamente asimétrico no sólo desde el punto de vista de la distribución del ingreso, sino también de las desigualdades del crecimiento regional tales como el duelo económico de Andacollo, el estancamiento de Arica y Valparaíso y las paradojas de la VIII Región que en 1994 aportó más del 15% de las exportaciones nacionales, concentró casi el 30% de los recursos de inversión a nivel país y que simultáneamente presentó, junto a la V región, una de las mayores tasas de desempleo (6.8%, es decir, casi dos puntos porcentuales por arriba del promedio nacional de 1995) y de pobreza (40.9% de la población regional en 1994), la más elevada según la encuesta CASEN. También, la lentitud en adoptar la "modernización" explicaría la existencia de actividades virtualmente condenadas a la desaparición: no sólo el carbón y la mediana y pequeña agricultura de cultivos tradicionales, sino también segmentos industriales como textiles, cuero y calzado, metalmecánicos, etcétera.

¿Y de qué depende esta velocidad de ajuste? Según el discurso oficial, ésta depende de las "aptitudes" y "actitudes" frente a las nuevas e inevitables condiciones de globalización. El hecho de que el crecimiento no se distribuya homogéneamente se explica por la incapacidad objetiva o subjetiva de asumir la "modernidad". Las trabas objetivas, las "aptitudes" que la obturan, deben resolverse por la extensión de las "relaciones sociales modernas", es decir, de las "relaciones de mercado"; se debe eliminar todo vestigio de relaciones sociales que no se planteen en términos de contratos, de negociación, entre individuos libres que buscan su beneficio propio. El mejor ejemplo es el sentido de las transformaciones estructurales que vivió este país durante el régimen militar y que continúan en la actualidad; allí hay un esfuerzo consciente por parte de la intelligentsia dominante, para reforzar y/o introducir las "relaciones sociales modernas", es decir, introducir el mercado, en todos los ámbitos de la vida económica y social: desde la eliminación de los mecanismos reguladores de las transacciones tradicionales (compra y venta de bienes y servicios, incluido el ámbito de la compra y venta de la fuerza de trabajo) hasta la penetración mercantil en aquellas esferas en que éstas no habían llegado: el cuidado de menores, la explotación de recursos naturales, los derechos y concesiones de aguas, de suelos, etc., pasando por actividades en que el mercado estaba muy restringido como en la educación, la salud, la previsión, etc. Por otra parte, las trabas subjetivas, las "actitudes", han sido enfrentadas por la intelligentsia dominante intentando subvertir el sentido común "añejo" imponiendo no nuevo con alcance ético y práctico: la racionalidad implícita o explícita en las relaciones de mercado. Este nuevo sentido común que se le denomina eficiencia, pragmatismo, realismo, etc., es el criterio único por el cual se puede evaluar toda acción sea o no directamente económica. Aunque no es posible tratar con más detalles este punto, particularmente la dimensión cultural de este problema, baste decir que la soberbia de la patronal frente a los sindicatos, o de la intelectualidad neoliberal frente a la opinión pública, y en general de los sectores dominantes y sus funcionarios frente a los pobres, es de tal magnitud que ha logrado imponer la ideología de la impotencia, ha logrado hacernos creer que no existe ni existirá alternativa por lo cual no queda sino "acompasarse" a la racionalidad vigente.

Pero volvamos al problema de la heterogeneidad. Este capitalismo, hoy como nunca, se caracteriza por profundizar las desigualdades de todo tipo (territoriales, sectoriales, sociales, étnicas, de género, etc.) a la vez que simultáneamente homogeneiza culturalmente fragmentando. Esto es precisamente el efecto de la extensión de las relaciones de mercado a todas las esferas de la vida social. A pesar de la poca originalidad histórica de estas características del capitalismo, en nuestros días estas asimetrías son mucho más notables, pues, la mayor parte de la institucionalidad estatal y paraestatal que buscó regular las fuerzas espontáneas del mercado, causantes de la desigualdad y fragmentación, fueron barridas por las reformas estructurales neoliberales. Hoy en este país no tiene sentido hablar de un proyecto de "desarrollo nacional" como lo tuvo en otras condiciones históricas; no lo tiene porque Chile es un país extravertido donde el motor del crecimiento reside en las decisiones de los grandes grupos económicos transnacionales y nacionales aliados; ellos son los que cambian la geografía de la cordillera nortina con miles de millones de dólares de inversión minera o del sur con la explotación forestal y pesquera. Incluso los megaproyectos de infraestructura vial, portuaria y otros, obedecen a esa lógica y no a una estrategia de desarrollo de carácter nacional; por ello el desarrollo se acompaña de la desintegración social, territorial y sectorial; por ello, las asimetrías. De este modo, el problema de las "aptitudes" y "actitudes" antimodernizadoras son una excusa, una falsa imagen que han levantado los intelectuales neoliberales, para estigmatizar las acciones de resistencia que diferentes sectores ejecutan intentando neutralizar los efectos devastadores de esta modernización que significa ganancias para unos, pobreza, desarraigo y inestabilidad para otros.

Quinta ecuación: apertura = competitividad sistémica = consensos = profundización de la democracia

El discurso oficial, apelando nuevamente a la CEPAL, afirma que la globalización coloca al país completo compitiendo internacionalmente: empresarios, Estado y trabajadores; todos, como una "gran familia", debemos asumir los desafíos de la competitividad si queremos ser una nación viable. El "involucramiento" y la participación de los trabajadores en los programas de calidad, productividad y cambio tecnológico impulsados por las empresas, es una necesidad objetiva y no un mero deseo, que según los promotores de la globalización, dará paso a nuevas relaciones laborales. Estas, por fuerza de los hechos, generarían las condiciones sociales para mejorar las condiciones de trabajo y el "clima" laboral, siendo la empresa, el lugar por excelencia en que partiría un nuevo tipo de compromiso o pacto social que equilibraría las relaciones entre capital y trabajo. El consenso a nivel de empresa, sería el fundamento de un pacto social a nivel macro que extendería la democratización política a nivel social, profundizándola.

Los hechos, sin embargo, nuevamente chocan con el discurso. Para ejemplificar, nos referiremos a solo un aspecto de este complejo tema: la situación de los trabajadores como sujeto social activo de estos consensos, como sujeto de la eventual "profundización de la democracia".

Las cifras oficiales de la Dirección del Trabajo, muestran que la tasa de sindicalización ha venido descendiendo sistemáticamente durante el último periodo. Si bien durante los dos primeros años de gobierno civil ésta aumentó hasta llegar al 15.5% de la fuerza de trabajo en 1991, al año siguiente disminuyó al 15.2% para continuar su descenso al 13.7% en 1993 y al 13.3% en 1994, tasa inferior incluso a la observada a inicios de la presente década. Lo más sorprendente, sin embargo, no es la disminución "relativa" de la tasa de sindicalización -lo cual podría ser explicado por un aumento más veloz de la fuerza de trabajo respecto del número de trabajadores sindicalizados-, sino más bien, que su descenso se origina en una reducción absoluta en la cantidad de sindicalizados. En efecto, el número máximo fue en 1992 con 724 065 trabajadores organizados en 10 756 sindicatos; en 1994, sin embargo, sólo contamos con 661 966 trabajadores organizados, es decir, 62 099 personas menos que en 1992. Esta disminución absoluta comienza ya en el año 1993 en que dejaron de pertenecer a sindicatos 39 704 trabajadores.

Aún cuando no contamos con cifras definitivas para 1995, estas tendencias se habrían reforzado durante ese año: 637 570 trabajadores organizados en 12 715 sindicatos. Nuevamente una disminución absoluta de la masa sindicalizada (23 984 trabajadores menos), de la tasa de afiliación (12.7% sobre la fuerza de trabajo ocupada) y del tamaño medio de los sindicatos (50.1 trabajadores por organización).

Por otra parte, debe recordarse que en Chile la legislación laboral sólo permite, en términos prácticos, la negociación colectiva de los trabajadores organizados en los "sindicatos de empresa". Esto significa que los trabajadores agrupados en sindicatos transitorios, independientes o interempresa, se ven impedidos de negociar colectivamente, por lo cual el sindicato, en cuanto organización que se supone debe permitir disputar con los patrones, tanto los salarios como las condiciones de trabajo, son prácticamente inútiles. En 1994, último año en que existen cifras oficiales completas, sólo un 9% de la fuerza de trabajo ocupada estaba organizada en sindicatos empresa, es decir, aproximadamente unos 449 000 trabajadores. El resto de los organizados, poco más de 213 000 trabajadores, se agrupan en sindicatos donde la negociación colectiva esta prohibida o simplemente es inviable. En consecuencia, si consideramos que los asalariados ocupados representan poco menos de tres cuartas partes de la fuerza de trabajo empleada, y excluimos a las fuerzas armadas, entonces, en nuestro días, casi 3 millones de trabajadores asalariados y con empleo ni siquiera cuentan con algún tipo de organización reivindicativa propia que defienda colectivamente sus derechos. La situación es mucho más grave si consideramos al conjunto de los trabajadores (por ejemplo: los cuentapropistas, los familiares no remunerados o el trabajo infantil) o si tenemos en cuenta que más de un tercio de los sindicatos registrados como vigentes por la Dirección del Trabajo, en la actualidad, simplemente no funcionan.

Pero todo este panorama no debería preocuparnos si esta virtual destrucción de los sindicatos estuviera siendo corregida por la emergencia de algún tipo de organización nueva o distinta. Sin embargo no es así: ni los círculos de calidad o comités de productividad se han extendido en las empresas, y además, en las pocas en que éstos se han creado, se han reducido a los cuadros medios y con un comprobado carácter estrictamente patronal cuyo objetivo es la desmovilización y la eliminación de la autonomía de los trabajadores. Incluso, en algunos casos, se han transformado en medios para aumentar la explotación, pues, el "involucramiento" y la "participación", sirve a los patrones para ampliar las responsabilidades de los trabajadores a los ámbitos de la planificación y supervisión de tareas, con lo cual, no sólo los operarios incorporados al selecto grupo de la "familia empresa" son más explotados, sino también se les impone a ellos la tarea de coadyuvar a la explotación del resto. En este caso no sólo se "divide para reinar" sino también se "sacan las castañas con la mano del gato".

Lo que las cifras muestran, en consecuencia, es que los trabajadores están desconstituyéndose en cuanto sujeto social; la destrucción de los sindicatos es directamente causada por la forma concreta y no ideal en que funcionan los nuevos paradigmas de las relaciones laborales "modernas"; es expresión directa de la falta de participación real al interior de las empresas y de la subordinación creciente que el capital impone sobre el trabajo. En estricto rigor cuando un patrón contrata, es decir, cuando compra el talento productivo de un trabajador, siempre busca garantizarse para sí el máximo de libertad para disponer de esa fuerza de trabajo contratada,para usarla libremente en las condiciones que el determine al interior de su empresa ; por ello pregona la flexibilidad y por ello también se opone a los sindicatos y busca eliminarlos mientras pueda o cuando no le sean obsecuentes. En su lógica no hay espacio para la democracia o la participación real en la empresa; ésta es simplemente un absurdo en la lógica capitalista pues significa colocar en entredicho el fundamento práctico de la propiedad privada: el derecho a uso y abuso de lo poseído.

Así, el miembro derecho de la última ecuación, la profundización de la democracia, cuya base era el gran consenso en las empresas entre trabajadores y patrones, parece mostrarse como imposible o como un gran fraude. Los trabajadores como tales, con identidad y autonomía colectivas, no se fortalecen sino más bien el propio funcionamiento de los procesos productivos y de trabajo "modernos", los debilitan, los niegan como sujetos sociales con identidad propia. No es extraño en consecuencia, que la estrategia de los Consensos se rompiera "por arriba" (no ha habido ningún otro Acuerdo Marco desde 1993) y fracasara "por abajo" desde que las bases sindicales comenzaran lentamente a sobrepasar a las direcciones concertacionistas.

Orientaciones para el diseño de una nueva política económica: las ecuaciones faltantes

Pero ¿Qué hacer? Antes de tratar algunas ideas al respecto es necesario tener en cuenta una cuestión de vital importancia para comprender el alcance de las proposiciones que siguen. Nos referimos al estado en que se encuentran los sectores progresistas en el periodo actual. Al respecto debe considerarse, por una parte, que la derrota sufrida por la izquierda y los sectores obreros y populares, no fue sólo una derrota táctica ni tampoco puramente estratégica, sino sobre todo, una derrota de proyecto, una derrota que agregó al problema de la lucha por el poder, el de la naturaleza de la nueva sociedad que se desea construir como alternativa. Y por otra, que en aquellos casos en que la derrota es de proyecto de cambio social, inevitablemente, es también una derrota de los propios sujetos que lo encarnan; en realidad, ese es el verdadero contenido de una crisis de proyecto. No se trata de la ausencia de un conjunto de "ideas fuerza" por el solo hecho que no se nos ocurra nada, porque seamos incapaces de imaginar. Bastaría hoy, para resolver este vacío, con reinvindicar una sociedad que respete los derechos humanos tanto de primera generación como los económicos, sociales y culturales, para solucionar este problema. Más bien se trata, y esto es lo que queremos resaltar, que las fuerzas sociales capaces de transformar en sentido común la necesidad de una nueva sociedad, es decir, de universalizar y transformar sus reivindicaciones en demandas mayoritarias por el cambio de las condiciones que impiden su satisfacción en la actualidad no están constituidas, sino social y subjetivamente fragmentadas. Por ello, el primer problema está contenido y explicado en y por el segundo.

¿Qué quiere decir todo esto? Simplemente que proyecto y sujeto son dos caras de una misma moneda; ambos se constituyen, si no simultáneamente, por lo menos muy cercanamente si tenemos una perspectiva histórica. Y éste es nuestro problema, el problema real: vincular la constitución del o los sujetos sociales, con la generación de un proyecto de cambio social. Aquí está todo el talento de la política popular de nuestros días. Aunque no podemos detenernos en discutir más este asunto, deberá tenerse en cuenta al evaluar las propuestas que se exponen a continuación. Su aparente falta de radicalidad obedece a la necesidad de hacerlas viables en cuando ideas convocatorias en el estado actual de desconstitución de las fuerzas progresistas, obreras y populares. Éstas están destinadas a entregar orientaciones mínimas respecto a una estrategia de política económica que, dando cuenta de esas condiciones, permitan avanzar en la construcción de un sujeto y proyecto que acelere la reconstrucción de un movimiento por los cambios. Aclarado esto, veamos ahora las propuestas.

La necesidad de una política redistributiva

Chile crece pero lo hace inequitativamente y es así por la profunda desregulación existente, particularmente en el mercado del trabajo, situación que no es compensada por una política redistributiva específica y eficaz. Hasta ahora la distribución es considerada como residuo en el diseño de la política económica. No existen metas específicas que señalen cómo y cuándo se corregirán las desigualdades existentes, e incluso, las orientaciones actuales de la política salarial tienden a mantenerlas como ocurre, por ejemplo, con la regla: "los salarios reales deben crecer de acuerdo a los aumentos de la productividad". Esta regla que se ha mostrado eficiente desde el punto de vista de los equilibrios macroeconómicos, no lo es necesariamente desde una perspectiva distributiva. Si los salarios reales crecen en una magnitud equivalente al crecimiento de la productividad media, no son los empresarios los que están financiando con sus ganancias las mejoras salariales, sino los propios trabajadores obligados a autointensificar su propio trabajo con todas las implicancias que esto conlleva para su salud y bienestar social. Cumplir esta regla significa, por tanto, que los aumentos salariales no se están desembolsando de las ganancias, ni menos redistribuyendo los excedentes. Peor aún si, como ha ocurrido recientemente, la productividad media se eleva por sobre el alza de los salarios reales: en 1995 la productividad media del trabajo, a nivel nacional, se elevó en un 7.4% mientras, los salarios reales lo hicieron sólo en un 4.1%. Así, la brecha entre las participaciones del capital y el trabajo en el PIB, nuevamente aumentó a favor del primero.

De todas formas podría preguntarse ¿Qué importa que los salarios reales aumenten de acuerdo a los incrementos de productividad, o incluso menos, si lo que interesa, finalmente, es que crezcan? La respuesta es bastante obvia. Si suponemos que el ingreso para subsistencia es 100, no es lo mismo que éstos ingresos crezcan al 4% por año a partir de 50 que lo hagan a la misma tasa anual a partir de 90 ó 120. Y ocurre que durante la década de los ochenta se acumuló una gran "deuda social" que se expresó en pobreza y desigualdades profundas, deuda que se prometió saldar una vez retomada la senda del crecimiento. Entonces, haciendo la analogía con el ejemplo anterior, no se trata que estemos partiendo de 120 sino de 50, lo cual significa que es necesario acelerar el crecimiento de los ingresos a objeto de proteger a los sectores más afectados. Y esto exige una política redistributiva que considere la tasa de reajuste real de los salarios no como variable de ajuste sino como variable meta que, en un tiempo razonable para los afectados, a lo menos, mitigue los efectos actuales de la deuda social. ¿Es que acaso no puede considerarse explícitamente en la política económica una meta distributiva tal y como se hace con la tasa de inflación, la tasa de ahorro fiscal o el tipo de cambio?

Exigir una política redistributiva es una tarea que debe impulsarse desde todos los niveles. En lo microeconómico, incorporando el efecto equidad en los pliegos y negociaciones colectivas del sector público y privado. En lo macroeconómico, exigiendo el efecto equidad al momento de decidir las reajustabilidades de los salarios mínimos, subsidios únicos familiares, de los salarios reales del sector público, etc., como también incorporando tal efecto como una meta explícita y pública que permita, por una parte, introducir efectivamente el problema distributivo en la política económica , y por otra, constituirlo en un criterio socialmente legitimado para evaluar los éxitos de dicha política. El efecto equidad consiste simplemente en exigir a los patrones y al gobierno reajustes de los salarios reales superiores a los aumentos de productividad, incorporando así, un efecto redistributivo. Por ejemplo, si la productividad media del trabajo crece a una tasa del 4% por año, entonces, los salarios reales, deberían crecer en dos o tres puntos adicionales. Con ello se estaría, si no corrigiendo las desigualdades, a lo menos acelerando el pago de la deuda social.

Igualmente, en el plano macroeconómico, exigiendo cambios en la estructura tributaria o en el financiamiento de la seguridad social donde el aporte patronal es nulo. Debe exigirse que la política distributiva incluya reformas respecto de la estructura tributaria y la seguridad social. En relación a los impuestos, es urgente la desgravación total para los bienes incorporados en la Canasta Básica Alimenticia con la cual se calcula la línea de indigencia, ( "IVA cero" para los alimentos de los pobres), o al menos, una reducción significativa de la tasa existente en la actualidad; incluso, debe evaluarse la creación de nuevos gravámenes en áreas estratégicas para la sustentabilidad y estabilidad económica de este país, como son las exportaciones de recursos naturales (impuesto a las ganancias "rentistas" o sobrenormales) o al movimiento internacional de capitales de corto plazo (impuesto a la especulación). En relación a la seguridad social, es absolutamente insostenible que su costo recaiga completamente en los propios trabajadores; cada vez se hace más evidente la necesidad de una reforma que incorpore el cofinanciamiento o el aporte patronal a la seguridad social. Esto permitiría, entre otras cosas, disminuir las cotizaciones de los asalariados y elevar sus ingresos líquidos mensuales.

La urgencia de cambiar la orientación de las políticas sociales

Aun cuando las desigualdades, en muchos casos, se vinculan estrechamente con la pobreza, de todos modos la superación de ésta última requiere de políticas específicas cuya urgencia y naturaleza, permite distinguir entre éstas y las políticas distributivas. El comportamiento de las cifras de pobreza, en particular de indigencia, tienden a mostrar que las políticas sociales carecen de la efectividad deseada. A lo menos dos factores influyen en este hecho: en primer lugar, el carácter marcadamente individual de los instrumentos utilizados, y en segundo lugar, la excesiva centralización con que ésta opera.

Respecto del primero, el problema es que la orientación de los subsidios y programas implementados tiende a privilegiar las soluciones individuales y/o la introducción de relaciones de mercado. Es evidente que en el caso de los sectores de extrema pobreza, precisamente por su deterioro social e inclusive psicológico, están incapacitados para aprovechar los mecanismos de atención o beneficios de tipo individual; éstos no acceden a la información o bien carecen de iniciativa que les permita utilizarlos. Lo que tenemos allí es un sector cuya situación de extrema y prolongada pobreza es tan grave que ni siquiera puede concurrir a los organismos municipales en búsqueda de soluciones, o bien, a los cuales los programas de microempresas, de capacitación u otros de similar naturaleza, simplemente no les sirven. Ellos constituyen la franja de los excluidos en sentido estricto a los cuales, incluso, los criterios actuales de focalización les resultan insuficientes y en muchos casos, refuerzan su propia condición de pobreza.

Por otra parte, las soluciones de mercado como mecanismos de lucha contra la pobreza fallan sea porque no es posible para muchos acceder siquiera al mercado, o bien, porque éste es simplemente miope desde el punto de vista social. Un buen ejemplo son los subsidios de capacitación del SENCE. Este otorga a las empresas exenciones tributarias para contratar servicios a otras empresas creándose un mercado de la capacitación. Allí opera la oferta y la demanda y el mecanismo precios se muestra ineficiente. Además de excluir por naturaleza a los desempleados (en este mercado son las empresas las que transan, no los trabajadores, que son los objetos de la capacitación), se ha observado que el empresariado no utiliza el total de recursos disponibles y menos capacita a los trabajadores para resolver sus problemas de movilidad laboral. Gran parte del subsidio se ha utilizado en capacitación de cuadros medios y directivos de las empresas (cursos de marketing, planificación estratégica, desarrollo organizacional, etc.) o en cursos sin utilidad estratégica para el adiestramiento de los propios trabajadores. Así, el instrumento de mercado falla porque ensancha la brecha entre trabajadores no calificados y los cuadros medios y superiores que sí son privilegiados por este mecanismo. También falla, porque este sistema no obedece a un plan nacional de capacitación que prevea las necesidades de calificación de la mano de obra para el presente y futuro de este país; el mercado de la capacitación es tan anárquico como lo es el de la educación superior que está formando año a año cientos de profesionales cuyo destino es ser mano de obra redundante en el futuro cercano.

Las orientaciones de mercado de las políticas sociales se reproducen en muchas áreas: en las políticas rurales en que se ha acelerado la entrega de títulos de dominio individuales de tierras comunitarias, en el cuidado de menores, en la educación básica y media municipalizada, el tratamiento de los derechos de agua, etc. La idea es introducir la racionalidad de mercado como ya decíamos antes. Pero esta racionalidad crea incentivos perversos, pues ésta consiste en obtener beneficios por medio de la compra y venta, y cuando se trata de vender y comprar, el que gana es el que tiene poder de mercado ¿Y cuándo los pobres han tenido poder de mercado? Peor aún cuando se trata de ámbitos como la capacitación, la educación, la salud, las transferencias de derechos de tierras, etcétera.

Es urgente, en consecuencia, un cambio en la orientación de las políticas sociales: se trata de exigir al Estado que incentive soluciones comunitarias, de asociatividad, para enfrentar la pobreza, dotando a los pobres de instrumentos que les permitan resolver sus carencias y a la vez que se reconozcan como personas, como seres humanos, capaces y solidarios. Más que transformar un "Comprando Juntos" en una microempresa, que deshace los lazos solidarios y cooperativos al sustituirlos por trabajo asalariado ¿por qué el FOSIS no incentiva las Cooperativas de Consumo y los liga al desarrollo comunal o barrial? Lo mismo puede pensarse respecto de los problemas de vivienda, de salud comunitaria, de obras públicas barriales o comunales, de la pequeña producción campesina, etc. Más comunidad, menos mercado. Más autogestión, menos gestión empresarial privada.

Lo anterior se liga directamente con el segundo problema que mencionábamos al comienzo. La necesidad de descentralizar y desconcentrar efectivamente las instituciones estatales. Un cambio de orientación de la política social, como la que mencionamos más arriba, no significa que el Estado sustituya a las organizaciones sociales ni que solucione todos los problemas. Lejos estamos de eso. Simplemente, lo que se debe exigir es que la gestión de los gobiernos regionales y comunales, se potencien para generar oportunidades para que los sectores más pobres puedan participar, cuando sea posible y en cuanto comunidades, en la discusión de planes de desarrollo social a nivel barrial y comunal. El nuevo mecanismo de asignación de recursos regionalizado, IRAL, que comenzó a operar este año a cargo de la Subsecretaría de Desarrollo Regional y el FOSIS, apunta en esta dirección. Sin embargo, no debemos esperar mucho; los recursos asignados son, por decir lo menos, diminutos: si consideramos el gasto directo presupuestado para los programas bajo la modalidad de descentralización IRAL -que es la modalidad que nos interesa- en algunas comunas el gasto anual por pobre no supera el equivalente a 9 kilos de pan. En efecto, por citar sólo algunos ejemplos, el presupuesto asignado para las comunas de Lota y Curanilahue, ambas de la VIII región, es de $3 278.4 y $4 424 anuales por pobre; algo similar ocurre con las comunas de la Región Metropolitana tales como La Pintana ($1 078.8 anual por pobre), Cerro Navia ($1 626) y Pudahuel ($1 666.8). Así las cosas, el programa IRAL parece más una estrategia destinada a cumplir una función "emblemática y movilizadora" a fin de "evitar un creciente desencanto" con las políticas sociales, que a fortalecer la participación y descentralización efectivas.

Necesidad de una política industrial

Una de las tendencias observadas en la última década es la pérdida de la importancia relativa del sector industrial en la generación del producto. En 1989 la industria manufacturera aportaba el 18.1% del PIB, para descender al 17.1% en 1994 y continuar haciéndolo durante el año 1995. Las cifras para este último año, muestran que mientras el conjunto de la economía creció a una tasa de 8.5%, la industria manufacturera lo hizo al 6.5%, tasa inferior a la observada en los sectores transporte y comunicaciones (12.3%), comercio (10.6%), pesca (10.1%), construcción (7.4%), minería (7.2%) y EGA (6.9%). Según estas tendencias la industria, en 1995, aporta un 16.8% del PIB, perdiendo paulatina y sistemáticamente fuerza en la economía nacional. Incluso, al interior de ésta, se observa que un gran segmento de las ramas con mayores encadenamientos intraindustriales, tienden igualmente a disminuir su importancia relativa en la generación del producto y del empleo industriales.

Si agregamos a estos antecedentes los comentarios respecto de la estructura de comercio que ya mencionamos, se observa que la reestructuración industrial que ocurre actualmente, no sólo no marcha en dirección de la segunda etapa exportadora, sino además, permite imaginar que Chile se encamina, en el mediano plazo y si nada se hace, a convertirse en una economía rentista y de servicios. Y el problema es que una economía rentista, generalmente, no es sustentable en el largo plazo pues se funda en la explotación de los recursos naturales cuyos efectos benignos son muy permeables a una disminución abrupta de las rentas ya sea por un cambio en las condiciones de comercio internacional (piénsese en Venezuela con el petróleo, Chile con el salitre), o bien, por la destrucción material de tales recursos (caso de los recursos pesqueros en Chile). Con mayor razón si la racionalidad que opera es la lógica del mercado total. Y una economía de servicios, por muy de punta que éstos sean, como ocurre con las telecomunicaciones o las administraciones financieras, no difunden socialmente su crecimiento y/o son muy volátiles e inestables. Como se sabe, los efectos de difusión del crecimiento de un país con una estructura productiva de éste tipo, tanto por la monopolización extranjera y criolla como por su propia naturaleza, son muy escasos y débiles.

Es necesario, por tanto, buscar fuentes estratégicas de crecimiento que sean capaces de compatibilizar las exigencias de sustentabilidad, estabilidad y difusión social del crecimiento. Una de esas fuentes puede generarse si se impulsa un segundo proceso industrialización de largo alientode cuyo punto de partida, sin duda, deberá ser la estructura actualmente existente pero cuya orientación busque satisfacer las exigencias ya mencionadas.

Lo anterior requiere del diseño de una política industrial -actualmente inexistente en nuestro país- que sea capaz de discriminar deliberadamente entre los segmentos de crecimiento táctico y aquellos que aparecen como estratégicos en un triple sentido: primero, por sus posibilidades de inserción internacional de largo plazo con altos eslabonamientos industriales y de complementariedad con otras actividades no industriales, tanto internas como externas; segundo, por su potencialidad en cuanto segmentos industriales de base y/o impulsores del desarrollo técnico; y tercero, por constituir segmentos productores de mercancías de consumo para el mercado interno con fuerte vinculación tanto intraindustrial como hacia el sector agropecuario. No es necesario, para mantener el crecimiento en el corto y mediano plazo del sector de productos forestales o de aceites y harina de pescado, otorgarles subsidios especiales (subvenciones forestales) o beneficiarles con las políticas generales (devolución de aranceles); éstos y otros sectores rentistas que explican el crecimiento táctico del periodo, tienen suficientes condiciones para mantener su situación. Pero sí es necesario destinar recursos a orientar el desarrollo de los segmentos estratégicos en las dimensiones ya indicadas.

Una política de incentivos parejos, generales, no es viable: en el mejor de los casos se traduce en un tipo de desarrollo, en cuanto resultado espontáneo de decisiones empresariales descentralizadas y/o monopólicas, que se caracteriza por generar grandes heterogeneidades, y en el peor, en una estructura productiva concentradora y extravertida cuya lógica no necesariamente se corresponde con los intereses y necesidades de la mayoría de la población o incluso del país. La política industrial debería, por una parte, buscar una integración económica internacional (principalmente con los países de la región) fundada en un eje de crecimiento reindustrializador no rentista, y por otra, incentivar selectivamente la emergencia y consolidación de una industria de base (por ejemplo material de transporte, aparatos de comunicaciones, maquinaria liviana, herramientas de precisión, etc.) y simultáneamente, un núcleo industrial que permita un mayor grado de autonomía alimenticia y de consumo semidurable.

Los instrumentos de desarrollo productivo existentes, sean de financiamiento, de capacitación o de asistencia técnica, son insuficientes. Si de competitividad sistémica se trata, la senda que ha seguido el proceso de reestructuración industrial muestra lo contrario: produce más que nada una suerte de competitividad fragmentaria que concentra los beneficios y el desarrollo técnico (cuando existe) en un segmento muy pequeño de firmas industriales, dejando a su paso a las pequeñas y medianas empresas en condiciones cada vez más subordinadas. La subcontratación precaria no sólo afecta al trabajo, sino además, mirado desde un punto de vista macroeconómico, también a las unidades productivas menores, cuya vinculación dependiente corresponde a una forma orgánica de eslabonamientos productivos por medio de los cuales las firmas dominantes captan parte de los excedentes generados por éstas. Por esa misma razón, tales instrumentos de fomento productivo, desligados de una política industrial en los términos estratégicos que hemos señalado, termina siendo un doble subsidio indirecto a las firmas dominantes. Estas lo aprovechan forzando a las unidades dependientes a transferirlos directa o indirectamente; ello les obliga a mantenerse en una situación de estancamiento por su baja capacidad de acumulación, o bien, a transferir los costos de la dependencia a sus trabajadores intensificando los niveles de explotación. Nuevamente los instrumentos existentes fallan, pues no discriminan al no reconocer los vínculos orgánicos existentes en la actual estructura productiva industrial.

Por una estrategia de integración interna e internacional

En este punto trataremos brevemente el problema de la heterogeneidad del desarrollo, pero resaltando el necesario vínculo, dadas las condiciones de apertura estructural de la economía chilena, entre este fenómeno y las relaciones económicas de nuestro país con el resto del mundo. Como ya señalamos, las tendencias del crecimiento desigual se traducen en fragmentación; en desintegración social, sectorial y territorial para las cuales no basta un conjunto de medidas parciales si se quiere enfrentarlas con algún éxito. Se requiere de una estrategia más global para integrar a un país cada vez más escindido. El punto de partida es comprender qué parte de la heterogeneidad se explica por la forma particular que ha tomado la inserción de la economía chilena en los mercados mundiales, forma que a su vez, se vincula directamente con la lógica del mercado total, campo propicio para que prevalezcan y se legitimen, como única razón de la economía, los intereses de los grandes grupos económicos.

La necesidad de equilibrar social, sectorial y territorialmente el crecimiento, supone una estrategia de integración internacional que satisfaga los requisitos de integración interna; se trata de revertir los efectos de la fragmentación, o por lo menos, que por medio de mecanismos institucionales adecuados, se logre orientar y regular la inserción y controlar y distribuir sus efectos benignos o perversos. Si bien contribuyen en esta dirección las políticas redistributivas, sociales e industriales ya mencionadas, e incluso, la propia implementación de mecanismos regulatorios más audaces de parte del Estado (por ejemplo, respecto de la inversión extranjera, del movimiento de capitales, del comercio exterior, de la estructura tributaria, etc.), el punto central es que mientras no se replantee el problema de la integración económica al menos a nivel regional o subregional, las posibilidades de efectividad de una estrategia de integración interna estarán altamente limitadas. Ejemplifiquemos esto del modo siguiente: si Chile implementa y hace efectivo un marco regulatorio ambiental más riguroso o aumenta la tributación a las remesas de utilidades de grupos extranjeros, entonces, lo más probable, es que las inversiones en algunos segmentos de la actividad económica, particularmente en aquellos no rentistas o monopólicos, se desvíen hacia países vecinos o lejanos tal y como está ocurriendo, aunque por razones distintas, con la fuerte emigración de capitales residentes hacia el Cono Sur y otros asientos más distantes.

La lección neoliberal de este ejemplo es inmediata: cualquier violación a la libertad de los mercados genera daño, en consecuencia, en lugar de regular haga lo contrario: desregule. Sin embargo, el mismo efecto, y aun más espasmódico, podría ocurrir como pura consecuencia exclusiva del ciclo económico o por la volatibilidad de las expectativas. En realidad, esta lección expresa que la libertad de circulación del capital, es la otra cara de la vulnerabilidad característica a que son sometidos los países dependientes. Estamos atrapados en la lógica del capital: si niego su libertad se fuga, si acepto su libertad, sobreexplota. Pero es evidente que esto ocurre al no existir acuerdos regulatorios comunes entre países; sólo en este caso, la diferenciación se potencia como ventaja comparativa institucional a la cual se agregan las otras no institucionales.

Por lo anterior es indispensable un giro en la política exterior chilena; no puede el Ministerio de Relaciones Exteriores estar reducido a una business office que gasta sus recursos y talentos diplomáticos, por lo demás financiados con recursos públicos, en facilitar la compra y venta al menudeo, o en el mejor de los casos, siendo intermediador técnico de los intereses de los grupos económicos nacionales y transnacionales que ya se han instalado casi como funcionarios del Estado, paradojalmente, de ese Estado que dicen aborrecer. El viraje que requiere la política comercial es urgente y debe considerar el problema de la inserción internacional como parte de un nuevo ordenamiento económico internacional sostenible y equitativo, cuestión que Chile debe promover y privilegiar en las instancias subregionales, regionales y mundiales en que participa.

Pero todos sabemos que esto es pedir mucho a este Estado y a sus funcionarios. Sin embargo, la presión por una nueva política exterior que promueva una integración internacional que incluya la integración interna, y a la vez, haga factible avanzar en la dirección de un nuevo ordenamiento mundial, también puede partir desde abajo. Util es ejemplificar esta idea porque se ha discutido ya en varios países de la región. Se trata de promover una Coordinadora de Trabajadores del Cono Sur, autónoma, convocante y en disposición de lucha. En esas condiciones, seguramente ya tendríamos una Carta Internacional por los Derechos Laborales que permitiera no sólo enfrentar con mayores posibilidades de éxito al NAFTA y al Mercosur, por ejemplo, iniciando una movilización a nivel continental, sino también, desarrollando una política alternativa para la Integración Regional que obligue a los gobernantes a replantear toda su política de apertura, hoy subordinada a los intereses de los grupos transnacionales e intermediada por los organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y otros.

Si el punto central es, insistimos, relegitimar social y políticamente la necesidad de un desarrollo equitativo y no desigual en nuestro país, es decir, con capacidad de integración interna, entonces, dadas las condiciones de globalización existentes, también es necesario relegitimar social y políticamente un nuevo orden económico internacional para forzar un viraje de la política de inserción seguida hasta hoy por nuestros gobiernos. En un contexto en que el capital se universaliza e internacionaliza, ya es hora que los trabajadores y las fuerzas populares también lo hagan, pues, no existe otra opción para enfrentar con éxito gran parte de las luchas nacionales.

Comentarios finales

Solo unas cuantas observaciones para terminar. La pregunta clave que ha estado presente durante toda la exposición anterior ha sido la siguiente: ¿Cómo hacer del crecimiento un desarrollo económico y social que sea sustentable, equitativo, no desigual y sostenible en el largo plazo? Una vieja pregunta que comienza a emerger, como siempre,limitada y potenciada por las condiciones de un nuevo contexto económico, social y político. Decimos limitada, pues, las tendencias del capitalismo mundial y regional aún no son totalmente percibidas, a la vez que, por ese mismo proceso de transición, los sujetos sociales se reconfiguran y lentamente sintetizan y adquieren conciencia de ese proceso. Decimos potenciada porque las contradicciones y las luchas que aquellas generan, muestran, aunque sea fragmentariamente aún, la emergencia de nuevas estrategias de resistencia y propuesta de los sectores tradicionales y emergentes afectados por este nuevo capitalismo de fin de siglo.

Y esto permite volver sobre la relación entre sujeto y proyecto con la cual iniciamos la segunda parte, pues esta vieja pregunta nos recuerda el ineludible vínculo entre economía y política. El problema del desarrollo siempre estuvo -y aún lo está- asociado al problema de la democracia y por tanto, al problema del poder, a sus fuentes de legitimidad, a sus instituciones reguladoras y a los sectores socialesentre los cuales se distribuye o monopoliza y ejercen ese poder. ¿Cómo pudo sino impulsarse un proceso de reforma agraria que impugnó las fuentes de legitimidad de la propiedad privada, significó la creación de nuevas instituciones y elevó los niveles de conciencia del campesinado constituyéndolo en sujeto activo de tal proceso?

Esto que fue evidente ayer y también lo es hoy. Por ello, en la actualidad, el problema y la pregunta son de similar naturaleza. Si reconocemos y precisamos cuáles son hoy día las condiciones que limitan y potencian la pregunta principal, también, podremos precisarlas para nuestras respuestas. Como ya decíamos: no hay proyecto sin sujeto y viceversa, pero ello no significa no hacer nada. Al contrario, la formulación correcta de la pregunta, es decir, concebida a partir del estado actual de las correlaciones de fuerza, nos garantiza la posibilidad de adelantar respuestas certeras en la medida que son factibles y susceptibles de transformarse en práctica política. Por ello, estas orientaciones generales para una nueva política económica, no pueden ni pretenden ser la base de un Proyecto Económico Alternativo, pero sí constituir un núcleo de ideas que contribuyan al diseño de un Programa Mínimo susceptible de ser entendido y asumido con éxito por las fuerzas sociales populares actualmente existentes. Por esta razón quisimos partir por lo más perceptible para la mayoría de los trabajadores y sectores populares: la lucha distributiva y contra la pobreza, y solo después, introducir los problemas más complejos y distantes de la práctica común, como lo son la lucha por una política industrial y por una nueva estrategia de integración interna e internacional. Como es obvio, no se han tratado aquí una gran cantidad de problemas y temas. Sin embargo, no cabe duda que si la reconstitución y articulación de las fuerzas populares se acelera y amplía, surgirán nuevas ideas respecto del Programa Económico Mínimo necesario para enfrentar el periodo, así como también, respecto de las formas concretas que deberá asumir el nuevo ordenamiento económico-social a que aspiramos.

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