La producción de inseguridad en la sociedad global
Jaume Curbet (I&D)
Las estrategias tradicionales de seguridad, surgidas de la incomprensión de los riesgos y los conflictos que las motivan, terminan por formar parte del problema en lugar de la solución. En este artículo se exponen las causas y los procesos que dan lugar a los riesgos y conflictos en los tres planos que constituyen la sociedad global cuya comprensión permite extraer opciones de seguridad más seguras y sostenible,
Nunca nos había preocupado tanto la seguridad. Pero no entendemos la inseguridad. Y cuanto menos la comprendemos, la inseguridad, con mayor angustia perseguimos una seguridad ilusoria.
Hay un chiste que describe bastante bien esta peculiar forma de proceder tan extendida entre nosotros. Dice que un hombre regresaba, ya de noche, caminando hacia su casa cuando, en una calle escasamente iluminada, distinguió la figura de una persona que estaba agachada, bajo la luz de una de las pocas farolas, buscando alguna cosa. Se le acercó y le preguntó qué se le había perdido. Las llaves -respondió el otro. ¿Quiere que le ayude a buscarlas? Sí, muchas gracias. Y, agachándose, el hombre que regresaba a su casa se añadió a la búsqueda. Pasado un tiempo, extrañado de que no aparecieran las llaves, le volvió a preguntar: ¿está seguro que le han caído aquí las llaves? Y el otro le respondió: ah no, si me han caído allí -mientras señalaba hacia una zona oscura. Pero oiga -exclamó el sorprendido ayudante-, si se le han caído allí, ¿como es que las está buscando aquí? Y el hombre, aún agachado, le dice: pues, porque allí no se ve nada!
1.
Ésta es una primera gran dificultad, que nos limita enormemente la capacidad para enfrentar eficazmente la inseguridad propia de la sociedad global. Porque persistimos en buscar la solución lejos de donde se halla el problema. Es decir, buscamos seguridad al margen de los procesos económicos y políticos, a la vez que psicológicos, que generan inseguridad. Y la búsqueda de seguridad al margen del proceso de producción -histórica, social y política- de la inseguridad, privilegia una acción basada en remedios técnicos o jurídicos -se toman "medidas" y se asignan "recursos" y se ahorran, así, análisis de fondo-, en lugar de abordar la cuestión en su complejidad políticaLa paz no puede llegar, de fuera, a superponerse al conflicto. Aunque sea disponiendo de los medios más avasalladores. En el mejor de los casos, esta paz impuesta, producirá una tregua; pero, más pronto que tarde, la dinámica inalterada de los conflictos -ya sean internacionales o bien domésticos-, exacerbada por el deseo de venganza de los humillados, prosigue imparable
2.
Lo mismo ocurre con los riesgos3. Se generan con una gran dosis de irreflexión y, por consiguiente, de irresponsabilidad individual y social. De hecho, cada avance científico y tecnológico contiene un riesgo inherente; el cual, una vez liberado, sigue una trayectoria propia: crece, genera sinergias perversas con otros riesgos y se transforma constantemente a fin de eludir las sucesivas medidas de seguridad con las que se pretende gestionarlo (es decir, domesticarlo)4.
No es extraño, pues, que las estrategias tradicionales de seguridad, surgidas de una incomprensión profunda de los riesgos y los conflictos que las motivan, acaben formando parte del problema más que de la solución.Una realidad conflictiva y trágica
5, con una simplicidad magistral, la complejidad del mundo contemporáneo como la intersección potencialmente conflictiva y trágica de tres niveles.
Eugenio Trías describe
Un primer nivel, o plano máximamente universal, en el que la realidad contemporánea se muestra como un 'casino global' (casino, por la ausencia de controles cívicos sobre su funcionamiento) en el que todos los sucesos que lo constituyen se encuentran en radical interacción, de manera que cualquier suceso en cualquier lugar acaba repercutiendo en cualquier otro; siendo sobre todo la razón técnico-científica, debidamente sacralizada, bien religada con el complejo financiero, empresarial (de carácter multinacional) y político, la que se constituye en su motor.
Este nivel global genera un desarraigo generalizado que altera el plano de lo particular (segundo nivel); el cual, consiguientemente, reacciona ante este proceso con la creación de núcleos duros de particularismo excluyente.
Un segundo nivel, pues, o plano de lo particular, en el que este acoso del 'casino global' da lugar a una afirmación de la propia identidad en forma excluyente, de manera que se perturba la relación de alteridad con otras comunidades, las cuales son percibidas como "cabezas de turco". Este 'santuario local' encuentra su forma ideológica a través de los integrismos religiosos, presentes en todas las religiones, y en un gran número de formas nacionalistas radicales.
Y un tercer nivel, o plano de lo personal y subjetivo, en el que la doble acometida del 'casino global' y del 'santuario local' da lugar a un 'individualismo de la desesperación'6. Este 'individualismo desesperado' constituye el salvoconducto de un individualismo neoliberal que asume la despiadada "lucha por la vida", bien engrasada por la dinámica de un capitalismo internacional que genera graves desequilibrios, desigualdades e injusticias.
Estos tres niveles, siendo como son planos de una realidad única y por ello peculiarmente compleja, están religados -como se ha visto- por una cadena de flujos: del 'casino global' al 'santuario local' y, de éstos, al 'individualismo desesperado'. Pero también, a mi entender, por otra de reflujos en la que la exasperación de 'la voluntad de poder' genera y amplifica 'riesgos' y 'conflictos' y éstos, en sus manifestaciones extremas, degeneran en 'desastres' y 'violencias' respectivamente7.
Es justamente, en esta intersección, conflictiva y arriesgada, de los tres planos que configuran el mundo actual, donde se generan los grandes problemas de inseguridad que constituyen, en su conjunto, el reto primordial de una imprescindible gobernanza global. Y es, por tanto, de una comprensión adecuada de las causas y los procesos que dan lugar a los riesgos y los conflictos que, eventualmente, podremos extraer opciones de seguridad más seguras y sostenibles.
El Crimen Organizado Global
En el primer nivel, o plano máximamente universal, asistimos perplejos a la expansión metastásica de la economía criminal8. Impulsada por la desregulación y la globalización financiera, la diferenciación entre actividad económica legal y criminal, dinero limpio y dinero sucio, resulta cada vez más difícil.
El año 1998, un grupo de jueces y fiscales europeos publicaron un libro singular por muchas razones y de título provocador: Un mundo sin ley9. La obra -que está dedicada a la memoria de los 26 magistrados europeos, casi todos ellos italianos, asesinados entre los años 1971 y 1992- resulta indispensable para entender el fenómeno del Crimen Organizado Global10 y, por extensión, la formación del mundo contemporáneo.
En la introducción de Un mundo sin ley, puede leerse: «Dejemos de imaginarnos el crimen como un virus que ataca un cuerpo sano. Es únicamente la parte negativa de toda sociedad, una especie de marchamo, que evoluciona con ella. Hoy el problema es que resulta imposible distinguir la legalidad de la ilegalidad en el mundo sin ley del planeta financiero. La "Corrupción con mayúsculas" es el signo de una muda más amplia de nuestra sociedad. La economía criminal no se ha convertido por casualidad en un sector en plena expansión. Su historia está ligada a la de la globalización económica. Quien quiera saber por qué hoy es tan importante este tema, primero debe conocer qué cambios se han producido en los últimos cincuenta años en la economía y en las finanzas del mundo. En los mercados financieros, todo está permitido, ya que nada puede ser prohibido».
Efectivamente, especialmente en las dos últimas décadas, las finanzas especulativas han impuesto su lógica por encima de cualquier otra consideración política, económica o social: necesitan siempre más dinero y menos controles. Sometidos al dictado de la especulación financiera, los mercados se nutren de la totalidad del dinero que se halla en circulación, sin que importe ni su origen ni su propietario.
Según los cálculos más prudentes -aunque, por razones obvias, bien difíciles de verificar en un ámbito regido por la "ley del silencio"-, la cifra de negocios a escala mundial del dinero procedente de actividades ilícitas de las diferentes organizaciones criminales, es decir el Producto Criminal Bruto (PCB), no es inferior a los 800.000 millones de euros anuales, es decir el 15% del comercio mundial.
Se entiende, pues, que la lucha contra el Crimen Organizado Global y el dinero sucio obtenga unos resultados tan lamentables. Y es que una represión eficaz supondría cuestionar los principios mismos que rigen la globalización financiera en tanto que sistema autorregulado al margen de cualquier tipo de control cívico.
La dificultad consiste, precisamente, en saber qué parte de las actividades regulares ha sido infectada por esta importante corrupción del sistema financiero. Debe tenerse presente la cantidad enorme de dinero en juego en los circuitos de blanqueo y su efecto acumulativo. Asimismo, no deben olvidarse los desajustes crecientes de los equilibrios financieros mundiales, que solamente se explican, en buena medida, por el efecto perturbador de los bienes financieros que no respetan las reglas del juego financiero normal: las crisis inmobiliarias, las especulaciones en el mercado de las obras de arte e, incluso, las burbujas bursátiles, resultan mucho más que simplemente sospechosas de estar relacionadas con el dinero sucio.
¿No es extraño -como se pregunta Maillard11- que cuanto más importantes sean las sumas que hay que camuflar, más fácil resulte su blanqueo? Lo cierto es que los circuitos financieros internacionales garantizan una seguridad absoluta en las grandes operaciones de blanqueo. Algunas técnicas resultan imposibles de detectar y conducen a esta paradoja aberrante de la globalización criminal: cuanto más importante es el crimen, menos visible resulta.
Ello se explica en la medida en que la criminalidad económica y financiera es el resultado natural de una forma específica de capitalismo, así como lo es la corrupción política o bien los paraísos fiscales. El despliegue mundial de este capitalismo ha supuesto prácticamente la desaparición del papel del Estado, y de cualquier otra forma de control cívico, en la administración de la economía y, de esta forma, se ha roto el círculo virtuoso del crecimiento y la integración social.
Las políticas neoliberales de los años ochenta y noventa aceleraron el proceso de globalización financiera y, asimismo, el incremento del paro, el agotamiento de los recursos y el aumento incesante de las diferencias de rentas; lo cual propició el entorno idóneo para la extensión del crimen y la creación de redes de corrupción, mercados negros, traficantes de armas y drogas, etcétera.
Por consiguiente, el Crimen Organizado Global se acomoda perfectamente a la parcelación del poder existente en el mundo liberal. En este contexto, la impotencia de los poderes públicos, aislados, ante la criminalidad organizada resulta cada vez más escandalosa. En su expresión más descarnada, el Crimen Organizado Global aparece como la manifestación típica y muy moderna de una nueva criminalidad a escala mundial: la de los poderosos12.
No es difícil pronosticar, por tanto, que el creciente poder de estas organizaciones postestatales terminará desafiando -si es que no lo está haciendo ya- al Estado convencional mediante el establecimiento de diversos vínculos mercenarios transnacionales y que defenderán, cada vez más, ambiciones regionales e incluso mundiales.
Manuel Castells13 sostiene que una de las causas más inquietantes de la crisis que amenaza al viejo Estado-nación viene dada, justamente, por el impacto combinado del Crimen Global Organizado en la economía y la política. Aunque su incidencia en la economía, tanto por los efectos del blanqueo de dinero como por el condicionamiento -en muchos casos decisivo- de las economías nacionales, es considerable, aún resulta mayor su decisiva capacidad de mediatización de las instituciones y la política del Estado. Debido a ello, las redes flexibles del crimen, han podido aprovechar las ventajas competitivas propias de la nueva economía global; es decir, por un lado, unos entornos locales propicios -dominados tradicionalmente por las mafias- y, por el otro, una prodigiosa capacidad de las redes globales del crimen para eludir las regulaciones nacionales y los burocratizados procedimientos de la colaboración policial internacional.
La expansión desbordante del Crimen Organizado Global cuestiona los dispositivos tradicionales de control de la criminalidad; ya que los delitos perpetrados "en las alturas", además de estar mal tipificados, resultan terriblemente difíciles de detectar para las estrategias convencionales de investigación y, para terminar de agravarlo, la vigilancia pública en este ámbito de actuación criminal es, en el mejor de los casos, errática y esporádica, y en el peor simplemente inexistente14.
En última instancia, sin embargo, el éxito del Crimen Organizado Global no se podría entender fuera del contexto de una sociedad que ha elevado la lógica de la competitividad y de la maximización del beneficio particular al grado de imperativo natural15. Los valores que sustentan el Crimen Organizado Global suponen la realización del auténtico sueño de los capitalistas: crecimiento económico al servicio del interés particular, sin el lastre de la solidaridad ni el control del Estado. Podría decirse, parafraseando la célebre fórmula de Clausewitz, que la criminalidad organizada viene a ser, en la era de la globalización económica, la continuación del comercio por otros medios.
Este lucrativo capitalismo gansteril, como lo denomina Sontag, podría acabar convirtiéndose en un fenómeno auténticamente explosivo, en un peligro para el sistema legal de mercado. De manera que, si las sociedades nacionales no consiguen asegurar el mantenimiento de las protecciones sociales, la estabilidad de las infraestructuras materiales y de los sistemas educativos, podemos prepararnos para vivir fenómenos de regresión masiva: conflictos de clase violentos, o el retorno puro y simple a ciertas formas de barbarie. Hasta tal punto que la extensión vertiginosa del Crimen Organizado Global, junto con las nuevas formas del terrorismo internacional i de la inseguridad ciudadana, vendrían a ser tan sólo una siniestra primicia.La guerra imperial contra el terrorismo
16.
Este mundo global -que ha sido parasitado con tanta eficacia por el Crimen Organizado-, genera -como decíamos al principio- un desarraigo generalizado que altera el plano de lo particular y da lugar a una afirmación de la propia identidad en forma excluyente. Es en este segundo nivel donde se hallan las raíces que alimentan el fenómeno contemporáneo del terrorismo.
No es extraño que los expertos y los organismos internacionales no se pongan de acuerdo a la hora de definir el término terrorismo. Son realidades demasiado diversas y de una gran complejidad las que se pretenden incluir en este concepto. Lo cual no impide -particularmente en los últimos tiempos- que de él se haga un uso abusivo, alejado de cualquier pretensión explicativa y con una única finalidad: estigmatizar a los enemigos irreductibles del nuevo orden imperial.
Sabemos que, el terrorismo, busca una reacción estatal desmesuradamente coactiva, basada en una lógica militar, que traicione los principios y los procedimientos propios del orden democrático. Una reacción como ésta, lejos de apagar las causas del incendio social, lo aviva -aumentando la inseguridad, el desorden y polarizando el conflicto- y con ello, contribuye decisivamente a la cronificación y a la extensión del problema que, se supone, pretendía resolver
La lucha contra el terrorismo, además, cae reiteradamente en la 'falacia normativa' de quienes piensan que imponer una prohibición significa anular el problema. Cuando la realidad es la contraria: con frecuencia, la prohibición, agrava el problema17. Asimismo, resulta dudoso que la estrategia de "ser duros con los terroristas" tenga un gran efecto sobre los miembros más implicados. Así que la amenaza de un aumento adicional de las penas para sus acciones tiene un escaso efecto disuasivo, si es que tiene alguno18.
No es cierto, en todo caso, que en democracia se pueda debatir cualquier cosa: cuando se trata de comprender el fenómeno de la violencia terrorista, se impone una lógica maniquea que sólo permite razonar libremente contra el enemigo. Y es que, como ya dijo Montaigne: "cada cual designa como barbarie lo que no es de su uso". De hecho, en nuestra sociedad existe un rechazo generalizado a cualquier planteamiento del problema de la violencia política en términos de choque de valores contrapuestos en el seno de una sociedad multicultural -lo cual, por supuesto, sólo sería posible desde la comprensión de las razones del otro-. Bien al contrario, reducimos dogmáticamente el debate a una cuestión puramente criminal y, al simplificarla tanto, la vaciamos de toda utilidad interpretativa. Ello supone una sacralización de la democracia, entendida como solución y salvación en ella y por ella misma, en detrimento de su condición de medio idóneo para la resolución de conflictos políticos19. Y, nos impide reconocer, como sí lo hizo Bertrand Russell, que el Estado que tiene estructuras de base rechazadas de manera obstinada y apasionada por una parte de la sociedad, padece un déficit sustancial de legitimidad.
La violencia terrorista, en sus diversas formas, debe entenderse -como sostiene Hoffman20- como una de las manifestaciones extremas, con la guerra, del conflicto por el poder político. Toda política es una lucha por el poder y el poder es, en esencia, violencia. Así, en el terrorismo, confluyen política y violencia con la perspectiva de conseguir poder: poder para dominar y obligar, para intimidar y controlar y, finalmente, para forzar el cambio político. Por tanto, la violencia (o la amenaza de violencia) es la condición sine qua non de los terroristas, que están firmemente convencidos de que solamente a través de la violencia podrá triunfar su causa, y sus finalidades políticas a largo plazo se podrán cumplir. Con este propósito en mente, los terroristas planean sus operaciones para conmover, impresionar e intimidar, asegurándose que sus actos sean suficientemente arriesgados y violentos como para captar la atención de los medios y, a través de éstos, del público y del gobierno. Frecuentemente, el terrorismo que consideramos como indiscriminado y sin sentido no lo es, sino que es una aplicación muy deliberada y pensada de la violencia.
«Es tan estrecha -dice Jünger- la conexión que hay entre el miedo y los peligros amenazadores (en este caso la violencia terrorista) que resulta muy difícil decir cuál de estos dos poderes es el que engendra el otro. El miedo es demasiado importante; de aquí que se deba empezar por éste si se quiere deshacer el nudo. Es menester prevenir de lo contrario, es decir, del intento de empezar por los peligros que nos amenazan. Si intentáramos hacernos más peligrosos que aquellos a quienes tememos no contribuiríamos a la solución»21.
Quizás hoy más que nunca, gobernar equivale a administrar el miedo de los demás. Ello explica la perversión por la cual resulta que el interés objetivo del guardián sea que el temor se mantenga e incluso aumente -como bien sabemos, las policías secretas están especializadas en crear los peligros que se ofrecen a resolver-. En particular, el pánico a la violencia terrorista nos lleva a fortalecer los poderes coactivos -hacernos más peligrosos que aquellos a quienes tememos (Jünger)- y, reduciendo la responsabilidad de los protectores ante los protegidos, a cronificar las amenazas más graves a la civilidad. De esta manera, en pleno siglo XXI, una parte importante de la población mundial continúa pagando, tanto con sus bienes como con su libertad, por la protección ante unos enemigos que no siempre resultan claramente discernibles de sus protectores. Con todo, la manipulación interesada del temor ajeno no podría ser patrimonio exclusivo de nadie. Estatal por nacimiento y vocación, la instrumentalización política del terror se produce, obviamente, también en los ámbitos paraestatal y extraestatal. No obstante, tal y como advierte Escohotado, a lo que hoy llamamos "terrorismo" sólo incluye actos contrarios a la seguridad de algún Estado, y de aquí nacen ciertos equívocos de no poca trascendencia22.
Uno de los aspectos más inquietantes del terrorismo contemporáneo radica en su dimensión transnacional y en el vínculo, de una parte significativa de su actividad, con el Crimen Organizado Global, especialmente con el tráfico de armas y el narcotráfico. No es un hecho nuevo: los gobiernos patrocinadores del terrorismo internacional, y servicios secretos implicados en acciones subversivas fuera de sus fronteras, financian buena parte de estas actividades mediante los beneficios del narcotráfico. Por otra parte, la estructura actual del mercado negro internacional de armas tiende a impedir transacciones que no descansen sobre las mismas infraestructuras logísticas y financieras utilizadas para el comercio ilegal de drogas y otras formas de grave criminalidad organizada23.
Resulta imposible, por tanto, considerar el terrorismo como un fenómeno exógeno al sistema económico y político. Bien al contrario, surge y crece en medio de los conflictos políticos, acompañado directa o indirectamente por el Estado, a través de sus servicios secretos, y participa activamente en la nueva economía mundial, a través de un sector tan relevante para el equilibrio financiero global como el representado por el conjunto articulado de traficantes de casi todo: armas, drogas, personas, residuos radioactivos, etcétera.
El terrorismo -a diferencia del Crimen Organizado Global, que apuesta su prosperidad a una implacable "ley del silencio"- es el lenguaje para llamar la atención. Sin llamar la atención, el terrorismo no existiría. Lo que convierte un acto en terrorista es que aterroriza. Los actos a los cuales asignamos esta etiqueta son sucesos deliberados, explosiones y ataques llevados a cabo en lugares y momentos calculados para ser advertidos. El terrorismo sin sus testimonios horrorizados sería tan inútil como una obra de teatro sin público. Cuando a nosotros, observadores de estos actos, nos afectan -nos desagradan o repelen y empezamos a desconfiar de la tranquilidad del mundo que nos rodea-, es que este teatro consigue sus propósitos24.
Con frecuencia, los medios de comunicación responden a las propuestas de los terroristas con excesiva prontitud, incapaces de ignorar algo que ha sido adecuadamente descrito como "un acontecimiento construido de forma específica para sus necesidades". Lo cual no puede extrañar en una época de declaraciones y titulares en que, generalmente, se da prioridad a las imágenes que causan impacto y a las frases enérgicas -que frecuentemente se confunden con el buen periodismo- sobre el análisis deliberado y la exégesis detallada25.
El terrorismo constituye, en última instancia, uno de los fenómenos políticos más fluidos y dinámicos, que evoluciona constantemente hacia formas nuevas y cada vez más peligrosas con la intención de evitar las medidas de seguridad existentes en cada momento. A pesar de esta fluidez, algunos de nuestros conceptos básicos sobre este fenómeno se hunden cuando introducimos, en el estudio del terrorismo internacional, los nuevos datos sobre el crecimiento del terrorismo religioso y la extraordinaria multiplicación de su potencial de violencia y destrucción.
Más que como elementos de una estrategia política global, las acciones del nuevo terrorismo religioso aparecen como declaraciones simbólicas, la finalidad de las cuales es otorgar un cierto poder a comunidades desesperadas. Su mensaje ha resultado fácil de creer y ampliamente aceptado por como han sido de aparentes los fracasos del Estado laico. Tanto la violencia como la religión han surgido en tiempos en los que la autoridad está cuestionada, ya que ambas son formas de desafiar y sustituir a la autoridad. La primera, consigue su poder de la fuerza y, la segunda, de sus pretensiones de orden definitivo. La combinación de ambas en actos de terrorismo religioso ha sido ciertamente una poderosa afirmación. Los rebeldes religiosos posmodernos no son, por tanto, ni anomalías ni anacronismos y, por todo ello, la estrategia imperial de guerra-contra-el-terrorismo puede ser muy peligrosa, ya que parece seguir el guión escrito por los terroristas religiosos: la imagen de un mundo en guerra entre las fuerzas laicas y religiosas26.
El fenómeno social de la inseguridad ciudadana
Y es, en el tercer nivel -es decir en el plano personal y subjetivo, donde la doble acometida del 'casino global' y del 'santuario local', da lugar a un 'individualismo de la desesperación'- en el que tienen lugar los procesos económicos y políticos generadores del fenómeno social de la inseguridad ciudadana.
La inseguridad ciudadana se ha convertido en un desafío crucial para la gobernabilidad democrática y el desarrollo humano. Con todo, a pesar de que en el núcleo de esta inseguridad se halle la amenaza de violencia generada por los nuevos conflictos producidos socialmente, lo cierto es que las políticas de seguridad ciudadana siguen estando más ocupadas en contener o bien en paliar los efectos extremos de estos conflictos (preferentemente la actividad delictiva dirigida contra los bienes privados) que no en minimizar los riesgos de exclusión social y de desigualdad económica y, en última instancia, el riesgo de ruptura social27.
La degradación espectacular que viene padeciendo el servicio público de seguridad, en el contexto de la reducción de la capacidad efectiva del Estado para generar bienes públicos, resulta indudable que facilita la extensión de una cultura de la impunidad que permite atentados generalizados contra los derechos de la persona y que deja al ciudadano ordinario, que no puede pagarse seguridad privada, en una situación de creciente indefensión y, por consiguiente, con un inquietante sentimiento de inseguridad.
El 'problema' de la inseguridad ciudadana se ve agravado por la extraordinaria capacidad que han adquirido los medios de comunicación a la hora de difundir en tiempo real y amplificar a nivel mundial -y, por tanto, deslocalizándolos- los desastres y las violencias más extremas y aterrorizantes. Pero también contribuye, decisivamente, a la extensión de esta auténtica epidemia social, la inexistencia de indicadores y análisis fiables de la dimensión y la evolución real de la inseguridad; y, aún más, la constante manipulación política, incluidas las devastadoras polémicas partidarias, a las que se ven sometidos los datos disponibles sobre las actividades de los organismos policiales y judiciales en relación a la delincuencia, a fin de renovar el apoyo irreflexivo de los electores a las viejas (aunque ahora se intenten enmascarar de innovadora 'tolerancia cero') políticas coercitivas. La elección de los indicadores de la evolución de la inseguridad ciudadana28 no se trata por tanto, más que en apariencia, de una cuestión metodológica. Bien al contrario, constituye una decisión, ya sea explícita o bien implícita, de una gran trascendencia para la definición de las correspondientes políticas públicas.
Todo ello ayuda a explicar que la atención pública se dirija, casi exclusivamente, 'hacia bajo; de manera que se buscan las causas de la inseguridad únicamente en las actividades delictivas de los sectores sociales marginados y, más recientemente, en los inmigrantes29; los cuales se convierten así en el fácil chivo expiatorio de uno de los problemas más graves y complejos que vienen padeciendo las sociedades occidentales. Y, al mismo tiempo, se pierde de vista la incidencia, en la generación de la inseguridad ciudadana, de la dimensión monstruosa que ha adquirido el Crimen Organizado Global (es decir, el tráfico ilegal a escala mundial de seres humanos, de armas o de drogas), así como se deja de lado la fatídica simbiosis existente entre un desarrollo económico sometido implacablemente a un desbocado afán individual de lucro y el abandono impune, por parte del Estado, de sus responsabilidades sociales.
Ciertamente, crece el número absoluto de hechos delictivos30, pero no todos por igual, ni constantemente, ni en todas partes; ni siquiera está claro que la delincuencia esté aumentando por encima del crecimiento económico y de población o de la movilidad local y transnacional. Y, en todo caso, convendría ubicar esta amenaza en el lugar que le corresponde, por su gravedad relativa, en el conjunto de malestares que padece la humanidad: me viene a la cabeza la matanza incesante a las carreteras, los accidentes laborales o la violencia doméstica; por no hablar del hambre, de las guerras, de las pandemias o de la catástrofe ecológica. De lo que no hay duda, sin embargo, es de la creciente inseguridad que se genera a propósito del proclamado aumento alarmante de la delincuencia.
En el núcleo de este fenómeno social de inseguridad se halla, inexcusablemente, el poderoso proceso psicológico del miedo. Y en el núcleo del miedo tememos, por encima de todo, morir y, en particular, morir antes de tiempo, por causas accidentales y, aún más, morir a manos de otro. Y es tal la intensidad de este temor a la muerte que, probablemente, resulte inútil pedirnos un esfuerzo de racionalidad bien entendida. No deberíamos dejar, sin embargo, de procurarlo.
No hay motivo para avergonzarnos del miedo. Se trata de un recurso instintivo que resulta indispensable para vivir con la necesaria prudencia: nos avisa de los peligros y amenazas y nos permite, al mismo tiempo, eludirlos. Bien al contrario, por tanto, sería sensato no permitir que se inutilice un instrumento que resulta indispensable para poder realizar plenamente nuestro potencial humano. Pero, asimismo, conviene no olvidar que se trata de un mecanismo innato que no requiere ser potenciado; a menos que queramos, por razones inconfesables, transformar el miedo natural en inseguridad neurótica.
Precisamente, la inseguridad se convierte en neurótica en la medida en que pierde las propiedades auto protectoras del miedo. Ya no se trata, en la inseguridad que se extiende en la sociedad global, de buscar la mínima certidumbre que debe acompañar toda acción humana, sino de sentirnos seguros ante amenazas reales y, no menos, ante peligros imaginarios. Así ocurre en el caso de la llamada "inseguridad ciudadana": el saludable temor a la agresión delictiva, que nos hace prudentes, se convierte en una inseguridad difusa que nos hace sentir vulnerables ante amenazas genéricas; de las cuales, el miedo ya no nos puede ayudar a autoprotegernos eficazmente.
Perdida la carta de navegación que nos procuraba el miedo natural, sumergidos en el fenómeno colectivo de la inseguridad ciudadana, entramos de lleno en una paradoja inquietante: importa más sentirnos seguros que estar realmente seguros. Así, tal y como constatan las más rigurosas encuestas de victimización, una buena parte de la población de las sociedades occidentales teme ser víctima de aquellos delitos que es menos probable que los sufra y, complementariamente, busca los posibles agresores en la dirección equivocada. Este peligroso desenfoque explica, en buena medida, algunos despropósitos trágicos; como, por ejemplo, que la mayor parte de los asesinatos son cometidos por personas que mantenían vínculos familiares o bien de proximidad con la víctima.
En otras palabras: la inseguridad ciudadana, lejos de aumentar las propiedades auto protectoras del miedo al delito, nos hace más vulnerables a las agresiones delictivas. La pregunta parece, pues, ineludible: ¿a qué y, en su caso, a quién beneficia la conversión del natural miedo al delito en el fenómeno social de la inseguridad ciudadana? Hay una respuesta inmediata y fácil que, a pesar de todo, no es posible evitar: la industria y el comercio de la seguridad. La expansión de este nuevo sector económico presenta, en el transcurso de las dos últimas décadas, unas magnitudes tan elevadas que no sería posible sustraerlo a la condición de sospechoso principal31. Y, ciertamente, no hay duda que resulta el primero y más importante beneficiado, en términos de rendimientos económicos, de la pandemia de la inseguridad ciudadana. Éste es, justamente, uno de los rasgos definitorios del capitalismo postindustrial: la extraordinaria capacidad para combinar los rendimientos obtenidos de un crecimiento económico a casi cualquier precio -en términos de los riesgos y los conflictos que genera con una relativa impunidad-, con los beneficios que obtiene del tratamiento del problema de inseguridad que él mismo genera.
Esta situación fue anticipada, visionariamente, por Charles Chaplin en una de sus películas; en la que un Charlot hambriento se las ingenia con un chico de la calle -no menos necesitado que él mismo- y ambos inauguraron lo que sería, a finales del siglo XX, uno de los negocios más prósperos: el chico se dedica a romper cristales a pedradas y, a continuación, aparece un Charlot, proverbialmente convertido en cristalero, ofreciendo sus servicios de reparación.
Ahora bien, si seguimos la técnica propia del detective -que consiste en identificar los beneficiarios directos del crimen-, seguro que tendremos que añadir, a la lista de sospechosos de impulsar la expansión extraordinaria de la inseguridad ciudadana en la sociedad global, a los acumuladores de poder político con finalidades distintas de la búsqueda democrática del bien común.
Efectivamente, la gestión del miedo -y, llegado el caso, del terror- resulta bien difícil dejarla de lado en el ejercicio del poder32. Resulta demasiado tentador. Por miedo, los súbditos o los electores nos vendemos la responsabilidad propia por una promesa de seguridad. En un clima social de inseguridad ciudadana, como es sabido, resulta muy complicado cuestionar el orden establecido, dudar de las medidas coercitivas, impugnar las asignaciones presupuestarias destinadas a la policía o a el ejército, atreverse a apuntar hacia las causas de la delincuencia, denunciar la corrupción política; pero, también, perseguir eficazmente la criminalidad de los poderosos, promover la solidaridad con los inmigrantes o bien articular alternativas al despliegue mundial de la globalización económica.
El rendimiento económico y político, que procura el fenómeno social de la inseguridad ciudadana, se corresponde -con una cierta simetría- con la incapacidad manifiesta de las políticas tradicionales de seguridad pública. Centradas como están -estas estrategias esencialmente reactivas- más en el mantenimiento del orden que no en la reducción de la inseguridad, se ven fatalmente abocadas al castigo y la venganza en detrimento de la prevención, la mediación, la reparación de la solidaridad quebrada.
Así, las políticas que se dicen de seguridad, lo fían casi todo a la capacidad represiva de las leyes penales, de los organismos policiales, de los órganos de la justicia y de las instituciones penitenciarias; con la confianza de que este vasto dispositivo de coerción, por lo menos, mantendrá la inseguridad ciudadana dentro de unos márgenes que no comprometan la estabilidad del poder.
La eficacia de este engaño colosal -que consiste en vender orden enmascarado de seguridad a unos ciudadanos cada vez más atemorizados- se ve cuestionado por la propia saturación del sistema público de seguridad: las leyes envejecen antes de ser aplicadas, la policía ni puede ni sabe atender las crecientes demandas ciudadanas, los tribunales se ven desbordados, las cárceles rebufan. Al Estado le cuesta, pues, cada vez más, mantener la apariencia de garante único de la seguridad.
Y aquí salta la sorpresa: el tabú del monopolio estatal de la violencia ha resultado ser una fanfarronada; al menos cuando se trata de proteger efectivamente la vida, los derechos y las libertades de los ciudadanos. Si el Estado no puede, porque tiene otro trabajo, pues que lo hagan los propios ciudadanos; los que se lo puedan pagar, por supuesto. Así, este ámbito, abandonado por la precipitada retirada estatal, ha sido colonizado, sin mayores dificultades, por la expansión extraordinaria de la industria y el comercio de la seguridad.
En este nuevo escenario social, crecientemente desamparado por la protección pública, desprovisto de mecanismos adecuados de mediación y solidaridad, la expresión de los conflictos interpersonales y de grupo se generaliza -en las calles de las ciudades, tanto como en el seno de las familias- mediante las más diversas modalidades de violencia.
En resumen. El miedo es un mecanismo natural que resulta indispensable para la supervivencia y para el despliegue completo del potencial contenido en cada ser humano. Ahora bien, un exceso de amor propio (o, si se quiere, de contracción egocéntrica en el sentido que lo describe Einstein) transforma, sutilmente, el miedo en inseguridad neurótica y, por tanto, en un mecanismo ineficaz de autoprotección. Este tipo de inseguridad difusa se extiende vertiginosamente, en la sociedad global, hasta llegar a adquirir proporciones pandémicas; y, una vez convertido en fenómeno social, resulta fácilmente manipulable -a través de los omnipresentes medios de comunicación- por la nueva y próspera industria de la seguridad, así como por la política del miedo que hace suyo el fundamentalismo neoliberal. Las impropiamente denominadas políticas de seguridad han resultado ser, una vez desenmascaradas por la crisis del Estado del bienestar, las viejas estrategias de mantenimiento del orden a cualquier precio, en términos de coste humano. De esta manera, explicitada la incapacidad del aparato estatal coactivo para garantizar la necesaria seguridad pública, nada ha podido contener la redistribución a los ciudadanos de su capacidad para ocuparse, de acuerdo con sus diferentes posibilidades, de su respectiva seguridad privada. En este nuevo escenario social, crecientemente desamparado por la protección pública, desprovisto de mecanismos adecuados de mediación y solidaridad, la expresión de los conflictos interpersonales y de grupo se generaliza -en las calles de las ciudades, tanto como en el seno de las familias- mediante las más diversas modalidades de violencia.
Por una gobernanza de los riesgos y los conflictosDecía, al principio, que las estrategias tradicionales de seguridad, surgidas de la incomprensión de los riesgos y los conflictos que las motivan, terminan por formar parte del problema en lugar de la solución. Ahora -después de haber examinado la producción de inseguridad en las intersecciones conflictivas de los tres planos que constituyen la sociedad global- querría añadir tres breves reflexiones finales.
Uno
No parece que los riesgos ni los conflictos puedan ya seguir siendo considerados como "efectos colaterales o secundarios" del proceso de modernización de la sociedad industrial, sino que, bien al contrario, constituyen un componente esencial de este proceso.
33. La magnitud colosal de la catástrofe humana, en términos de sufrimiento global, no admite un tratamiento a base de aspirinas y tiritas: pide a gritos una toma de posición radical, es decir que vaya a la raíz misma del riesgo y el conflicto, en lugar de encandilarse en los efectos espectaculares del desastre y la violencia.
El capitalismo, como nos recuerda Giddens, no sería nada sin el riesgo. A dos niveles complementarios. El primero, resulta manifiesto: sin poder redistribuir socialmente los riesgos y los conflictos inherentes al proceso de acumulación de la riqueza en unas pocas manos, no resultaría concebible el actual sistema económico y político. El segundo, quizás sea más sutil: el capitalismo postindustrial no sólo crece gracias a su poder de generar irresponsablemente riesgo, sino que lo hace también debido a su capacidad para aprovechar los "beneficios del problema": es decir, la industria y el comercio de la seguridad; y, complementariamente, la política del miedo.
Éste es, a mi entender, un hecho crucial que debemos afrontar. Porque no nos hallamos ante un proceso inevitable que tendría algunos efectos perniciosos que convendría corregir. Lo que nos tenemos que cuestionar, a pesar de su dificultad, es la dirección misma de los procesos de globalización y de transformación económica que producen -al tiempo que se aprovechan- una acumulación de riesgo y conflicto desconocida en toda la historia de la humanidad.
Porque ya no se trata solamente de una acumulación de riesgos y conflictos (potenciales) sino de un continuo de desastres y violencias (plenamente efectivas en sus consecuencias catastróficas) que amenazan la continuidad misma de la vida humana en la Tierra
Parece claro que una comprensión apropiada de este hecho crítico deberá derivar, necesariamente, en un cambio sustancial de la actitud ante el desarrollo científico-tecnológico y el crecimiento económico, lo cual conllevará una nueva manera de pensar los procesos sociales. Y, de esta forma, también una nueva forma de actuar en la sociedad.Dos
Cambiar nuestra manera de pensar resulta, pues, esencial. Me pregunto si dan más de sí las categorías propias del siglo XIX con las que, en gran medida, seguimos pensando los nuevos problemas humanos.
34.
Se ha roto, de hecho, el pacto social que posibilitaba al Estado el papel regulador y, sobre todo, compensador de los desequilibrios provocados por el crecimiento económico. Ahora, la economía especulativa se ha podido librar del Estado y su capacidad destructiva en términos humanos y ecológicos no parece tener límite. Los nuevos riesgos y conflictos desbordan la escasa capacidad del Estado, hasta tal punto que los percibimos como si tuvieran vida propia y una trayectoria fatalmente predeterminada por algún poder inaccesible.
No resulta razonable, pues, seguir confiando la salvación de la catástrofe a una voluntarista recuperación del Estado sin haber entendido el fenómeno, de larga trayectoria y vasta profundidad, que explica el hecho que no sólo el Estado sino la propia política se hayan visto reducidos a simples comparsas en el concierto de la economía financiera globalizada. De manera que la función tradicional del Estado, ofrecer seguridad, en el nuevo escenario global de la producción impune de riesgos y conflictos gigantescos, ya no puede obtener la imprescindible credibilidad
Tres
También tendremos que superar el falso debate entre prevención y respuesta. Por supuesto que debemos estar, razonablemente, en condiciones de responder a fin de minimizar los daños producidos por un desastre. Y que resulta sensato anticiparnos preventivamente, tanto como sea posible, al desencadenamiento de los hechos catastróficos con la finalidad de, como mínimo, reducirlos. Está claro, sin embargo, que debería resultar mucho más productiva aún una aplicación sistémica del principio de precaución al desarrollo científico-tecnológico tanto como al crecimiento económico. La cuestión, como siempre, es el cómo. En ningún caso sin disponer de una visión realmente integral: que contemple las necesidades de las generaciones futuras, de la Humanidad entera, de la totalidad de los seres vivos, del conjunto de la naturaleza en su esplendor.
Aunque lentamente, la desesperada situación del planeta está despertando a sus habitantes a la necesidad de una transformación a escala mundial. Debemos confiar que una nueva forma de acción política pueda surgir de esta incipiente visión más amplia y profunda de la realidad (humana, ecológica, cosmológica); que responda a las necesidades del individuo tanto como de las de la colectividad; que permita restablecer la interconexión armoniosa del hombre con el resto de la naturaleza y con el Todo, es decir que atienda las necesidades materiales y deje espacio para las espirituales; que, en definitiva, permita evitar la producción imprudente de aquellos riesgos y conflictos que están condenados a materializarse, con una perturbadora regularidad, en desastres y violencias crecientemente espantosas.
Indudablemente, ello requiere, como condición previa y necesaria, un difícil y por ello valeroso gesto de humildad: de un lado, el reconocimiento honesto -por parte de expertos y de políticos- de que no conocemos la solución a estos colosales problemas de inseguridad; y, del otro, consecuentemente, una promoción decidida e inteligente, a escala global tanto como local, de redes de interacción e interdependencia que nos faciliten el aprendizaje común de modalidades sostenibles de gobernanza de los riesgos y los conflictos35.Fuentes de información
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Notas:
1- (Michaud, 2002: 24).
2- Cuando nos percatamos de que el hombre prehistórico, que se sentía amenazado por la naturaleza, ha dado nacimiento al hombre histórico, que ha terminado poniendo en peligro la vida del planeta, podemos -y debemos- cuestionarnos sobre el mismo proyecto "hombre histórico" y echar mano de su experiencia de seis mil años.
Para esto tenemos documentos que deberían figurar entre los más significativos de toda la historia de la humanidad, aunque sean poco menos que desconocidos: los tratados de paz, desde los de Hammurabi hasta los de nuestros días. Poseemos unos ocho mil documentos históricos que nos cuentan del optimismo de los vencedores para instaurar su paz. Todos ellos repiten ingenua y trágicamente la misma cantinela: «Ahora, finalmente, tendremos la paz». Y reiteran que «ésta es la guerra que acabará con todas las guerras». Y, mientras la tinta o las arcillas están todavía frescas, los cañones o las lanzas del vecino están ya dispuestos a contradecir estas afirmaciones.
Estos documentos demuestran la ceguera humana más grande que pueda imaginarse, pero también la mayor ingenuidad. Resulta que lo que ahora va a acabar con las guerras es la "disuasión atómica", o la "guerra de las galaxias", o el "nuevo orden mundial", basado en la ideología de una sola cultura victoriosa y sin raíces, por lo demás. Se olvida que los vencidos (ellos mismos, sus sucesores o los arquetipos enterrados en el subsuelo humano) se levantarán para saldar cuentas, y la guerra volverá a comenzar. Pensemos en los indios de América, en los kurdos, en los vascos, en los judíos, en los palestinos y en toda la historia. La victoria no lleva jamás a la paz; lleva a la victoria.
La historia nos muestra que la victoria no ha conducido jamás a la paz, a pesar de los esfuerzos, la buena voluntad y la convicción de aquellos que vencieron a los nazis, o a los cartagineses, o a los asirios, o a aquellos "malvados" que nos invadieron Así no se ha llegado nunca a la paz.
Parece una irresponsabilidad, después de seis mil años de experiencia histórica, el no querer replantearse el incómodo problema de si no estará errada la dirección misma de la civilización. Pero si nosotros, en este momento histórico, no tenemos la capacidad intelectual y la fuerza espiritual de plantear el problema a este nivel, no creo que seamos dignos de ser llamados "intelectuales", "pensadores" o "responsables".
Conocida es aquella frase de Einstein: «Con la escisión del átomo, todo ha cambiado excepto nuestro modo de pensar». La inercia de la materia -después de Kepler, Newton y Einstein- se puede calcular más o menos. La inercia de la mente es mucho más pesada. Seguimos pensando, dentro de la ciencia y de la historia, con categorías anacrónicas que no corresponden a la situación actual. ¿Tiene que ser bélica toda la civilización humana?
No olvidemos que la cultura de la certeza, inaugurada en Occidente por Descartes, lleva coherentemente a la civilización de la seguridad, ideología predominante en la sociedad moderna. Vivir en la inseguridad y en la incerteza es intolerable para la racionalidad, pero es incluso agradable en el amor.
Hacemos estas consideraciones para indicar que el desarme cultural va mucho más allá de la disposición a la escucha y a la tolerancia. El desarme a que la situación del mundo nos conmina, so pena de catástrofes apocalípticas, es una mutación cultural hacia la que ya apuntan los hombres más sabios de nuestra época.
El átomo es el chivo expiatorio para mantener nuestro nivel de vida. Tenemos necesidad de más energía, porque hemos roto los ritmos terrenos. Por cada italiano (porque las estadísticas allí son conocidas) hay una tonelada de residuos atómicos. Y si Chernobyl nos alerta sobre un peligro, se pensará sólo en construir otra central un poco más segura. Esta es la mentalidad tecnocrática: buscar siempre soluciones sin ir jamás a las causas.
Pensar únicamente en soluciones de seguridad es repetir de nuevo la reacción que hemos encontrado en los tratados de paz: a quien tiene una espada se le opone una lanza; al escudo simple, otro más complejo; a quien posee un sistema de seguridad se le opone otro sistema electrónico que anule el primero; a un misil de una cabeza, otro con una docena de ellas; a un incremento de la criminalidad, más policía; y así sucesivamente Pero de este modo no se consigue la paz.
Es el esquema mecanicista del pensar, reforzado luego por la ley física de la acción y la reacción. En este esquema, «quien la hace la paga». Es la ley del talión, del restablecimiento del orden a base de infligir un daño equivalente.
La justicia no consiste en volver al status quo ante, como si la realidad no fuese viva y dinámica; no es "redención", sino "renovación". De ahí que en el orden político no se trate sólo de hacer pagar al culpable, ni de escarmentar a los posibles transgresores de una cierta situación, sino de crear un nuevo orden de cosas. (Resumen del capítulo IX del libro de Pannikar, 2003)3- Mir concluye su análisis de la incidencia de las políticas de seguridad vial en la evolución de la siniestralidad debida a los accidentes de automóvil en España entre los años 1972 y 1996 de esta manera: «Creo que si tenemos en cuenta, por un lado, las numerosas medidas aplicadas a corregir la accidentalidad en el período estudiado y, por el otro, los resultados obtenidos, deberemos concluir que es probable que exista una fuerza latente que empuja hacia el crecimiento relativo del riesgo». Dado que esta misteriosa fuerza latente se hace visible también en otros riesgos, como el laboral y en los de accidente en la industria química o bien en el transporte de mercancías peligrosas, «parece posible afirmar la existencia de indicadores inquietantes que reflejan la existencia de fuerzas estructurales que impiden una reducción o bien el mantenimiento de los valores de riesgo y que confirman el cumplimiento de una ley de desbordamiento del riesgo». Mir formula así la ley del desbordamiento del riesgo: en la fase actual de desarrollo de la sociedad industrial, la tasa de crecimiento natural del riesgo es superior a la tasa de crecimiento de la renta. (Mir, N. Societat, estat i risc. Beta, 1999. p. 17).
4- Esta tesis está argumentada en (Curbet, 2003).
5- (Trías, 2001).
6- "Un ser humano es parte de un todo al que llamamos 'universo', una parte limitada en el tiempo y en el espacio. Este ser humano se ve a sí mismo, sus pensamientos y sensaciones, como algo separado del resto, en una especie de ilusión óptica de su conciencia. Esta ilusión es para nosotros como una cárcel que nos limita a nuestros deseos personales y a sentir afecto por unas pocas personas que nos son más cercanas. Nuestra tarea debe consistir en liberarnos de esta cárcel ampliando nuestros círculos de compasión de manera que abarquen a todos los seres vivos y a toda la naturaleza en su esplendor". (Einstein, 1954).
7- Esta tesis está argumentada en (Curbet, 2002).
8- Esta cuestión es examinada más detalladamente en (Curbet, 2003).
9- (Maillard, 1998).
10- "En las dos últimas décadas, las organizaciones criminales han realizado sus operaciones cada vez más a escala transnacional, aprovechándose de la globalización económica y de las nuevas tecnologías de comunicación y transporte. Su estrategia consiste en ubicar sus funciones de gestión y producción en zonas de bajo riesgo, donde tienen un control relativo del entorno institucional, en tanto que buscan sus mercados preferentes en las zonas de demanda más rica, a fin de cobrar precios más altos. Éste es claramente el caso de los cárteles de la droga, pero también es el mecanismo esencial en el tráfico de armas o de material radioactivo. Utilizando su relativa impunidad en Rusia y las repúblicas de la antigua Unión Soviética durante el período de transición, las redes criminales, tanto rusas/ex soviéticas como del resto del mundo, se hicieron con el control de una cantidad significativa de suministros militares y nucleares con el objetivo de ofrecerlos al mejor postor en el caótico escenario internacional posterior a la guerra fría. Esta internacionalización de las actividades criminales hace que el crimen organizado de diferentes países establezca alianzas estratégicas a fin de colaborar, en lugar de combatirse, en los ámbitos de cada uno, mediante acuerdos de subcontratación y empresas conjuntas, la práctica comercial de las cuales sigue muy de cerca la lógica organizativa de lo que he denominado 'empresa red, característica de la era de la información. Es más, el grueso de las operaciones de estas actividades están globalizadas por definición, a través del blanqueo en los mercados financieros globales". (Castells, 1998: 201-202).
11- (Maillard, 1998: 108).
12- (Gialanella, 1998: 117).
13- (Castells, 1998).
14- "¿Qué resultados ha dado la lucha contra el blanqueo de dinero sucio, la columna vertebral del crimen? La respuesta es devastadora. Sólo se han detectado e instruido los métodos de blanqueo más rudimentarios, en un número ínfimo además. Es muy raro que se descubra una red importante de blanqueo. (...) La Interpol evalúa entre 1.000 y 2.000 millones de dólares el valor de lo que se ha incautado en el mundo en veinte años de lucha antiblanqueo, a lo que hay que añadir un único embargo importante de 1.200 millones de dólares en una operación montada contra una organización de blanqueo del cártel de Medellín. Por tanto, en veinte años han sido incautados tres mil millones de dólares, es decir, el equivalente a tres días de blanqueo de dinero sucio... Tres días de represión por cada siete mil trescientos de blanqueo sin problemas! El fracaso es total! Ni siquiera es un fracaso, es una ruina." (Maillard, J. 1998: 132-133).
15- "Nuestra sociedad está casi enteramente dedicada a la celebración del ego, con sus deplorables fantasías sobre el éxito y el poder, y celebra precisamente esas mismas fuerzas de codicia e ignorancia que están destruyendo el planeta". (Rimpoché, 2002: 168).
16- (Reinares, 1998: 156-166).
17- (Resta, 2001: 46-47).
18- (Juergensmeyer, 2001: 271).
19- (Azurmendi, 2001).
20- (Hoffman, 1999: 275).
21- (Jünger, 1988: 67).
22- «Lo extraño y merecedor de atención -refiriéndose a la lucha contra el terrorismo de ETA en España-, es que las masacres indiscriminadas parecen "desestabilizar" al poder en funciones, cuando este tipo de acciones contribuyen -y mucho- a acrecentar la llamada gobernabilidad de un país. Si el ciudadano tiende de modo espontáneo a exigir cuentas de sus representantes políticos, sin querer que se acumulen demasiadas prerrogativas, con un comprensible deseo de que administren escrupulosamente los asuntos comunes y nada más, la masacre sugiere suspender toda suspicacia, conferir poderes de excepción y tolerar cualquier irregularidad en la gestión del derecho y la cosa pública mientras dure semejante amenaza. Funcionarios que en otro caso podrían ser vistos con desconfianza, pasan a asumir el papel de abnegados héroes, y cualquier problema de abuso en su conducta queda radicalmente abolido. Se pone así en marcha una dialéctica compleja. (...) Por una parte, el Gobierno hace suyo el mandato de aniquilar al enemigo, y para conseguirlo no vacila en provocar la exasperación de los sectores sociales donde se originó, cuya inmediata consecuencia es más terrorismo o, cuando mucho, una pausa para devolver luego los golpes sin el menor escrúpulo. Por otra parte, antes o después comprende que así no será posible vencer, y que sólo una solución negociada puede evitar la sangría económica; pero eso contraviene al principio de su autoridad soberana, y tropieza con núcleos de su propio aparato hechos a las rentas del matadero. Desde el lado de los terroristas, (...) sus desinteresados combatientes de la libertad pasan a ser profesionales del exterminio, metidos en una espiral de violencia que les enajena el apoyo de incondicionales previos y provoca una involución hacia el fanatismo, único recurso para ejecutar también a camaradas disconformes con la línea. Esperaríamos entonces que su contrincante, el Gobierno en vigor, aprovechara la coyuntura para acelerar al máximo el proceso de autodeterminación, defendiendo un escrupuloso cumplimiento de las leyes ante sujetos que han empezado a desvariar. Con todo, en vez de eso transige con torturas e inexplicables asesinatos, promulga una legislación incompatible con cualquier Estado de derecho y sufraga la formación de otro grupo terrorista, borrando la diferencia esencial que podría deslindar su conducta de la conducta perseguida. Bastaba con esto para asegurar un resentimiento crónico, y en la ulterior serie de agresiones se han producido demasiadas atrocidades para que ninguno de los bandos acepte cosa distinta de una desnuda rendición, inaceptable para ambos. Quizás haya llegado, pues, el momento de insistir precisamente en los beneficios que uno y otro obtienen manteniendo las cosas como están. Hecho cada cual a las rentas políticas de aparecer como un San Jorge en lucha contra el Dragón, es problemático que alguno encuentre la energía ética y la humildad precisa para clausurar un desolladero nutrido con puntuales aportaciones mutuas.» (Escohotado, 1991: 164-167).
23- "La facilidad con que una organización terrorista puede obtener fondos y blanquear dinero -mediante, pongamos por caso, un mercado de diamantes que no dispone de autoregulación- es extraordinaria. A todo ello cabe añadir otros negocios de carácter ilegal o ilícito, como el tráfico de opio, el fraude con tarjetas de crédito o el hurto, éstos últimos practicados habitualmente por las células de la red terrorista distribuídas por todo el mundo y a las que los dirigentes de la red terrorista global reclaman autofinanciación". (Reinares, 2003: 142).
24- (Juergensmeyer, 2001: 161)
25- Un columnista norteamericano, refiriéndose a la manera en que los medios de comunicación de su país cubrieron el secuestro del vuelo 847 de la TWA por terroristas chiítas libaneses en 1985, escribió: «los terroristas explotaron la codicia de los medios de comunicación, especialmente la televisión, para dar informaciones de impacto internacional, por el dramatismo y por la dimensión humana de la noticia... En esta atmósfera, la competitividad de los medios, siempre brutal, se convierte en especialmente feroz, en parte porque el público está más atento, y en parte porque algunos pueden estarse jugando el estrellato mediático». (Hoffman, 1999: 207).
26- (Juergensmeyer, 2001: 263-284)
27- "Las sociedades más desiguales, no las más pobres, son las más criminógenas". (Torrente, 2000: 234).
28- La "encuesta de victimización" es la técnica que más revoluciona la forma de explicar la delincuencia. Permite conocer mejor la extensión de la actividad delictiva, su geografía social, la naturaleza del miedo, las visiones del sistema penal, las actitudes hacia los delincuentes o los significados y consecuencias del delito. En países como los Estados Unidos, Gran Bretaña o Holanda, así como en Cataluña, estas encuestas se realizan regularmente con una muestra que cubre la población adulta. De estas encuestas se critica que no recogen sectores marginales de la población o que no representan adecuadamente determinados delitos: asesinatos, delitos de las organizaciones, delitos contra la mujer o contra minorías étnicas. A pesar de todo, un descubrimiento importante de las encuestas de victimización es que el delito se mezcla con otros problemas sociales, confundiéndose causas y efectos; y que el miedo al delito de la población guarda relación con otras circunstancias vitales y no tanto con la realidad delictiva.
29- En España, en los cuatro primeros meses del año 2002, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado detuvieron a 10.984 extranjeros por no tener permiso de residencia y a 8.600 más por entrada ilegal (en patera por ejemplo). En total fueron 19.585, casi el doble de los 10.417 detenidos por estos conceptos en el mismo período de 2001. La cifra representa el 41% de todos los extranjeros detenidos, incluídos aquellos que lo fueron por presuntos delitos o faltas, lo cuales ascendieron a 46.678, un 42% más que entre enero y abril de 2001. No hay que olvidar tampoco que, a diferencia de los españoles, que sólo pueden ser detenidos cuando hay indicios de que han cometido algún delito o falta, los extranjeros, gracias a la Ley de Extranjería, pueden ser llevados a comisaría simplemente por no tener la documentación en regla, lo cual supone simplemente una infracción administrativa (como conducir a más velocidad de la permitida). En el mes de abril de 2002, el entonces ministro del Interior, Mariano Rajoy, en uno de sus múltiples intentos de relacionar delincuencia e inmigración, sostuvo en el Congreso que de los 313.956 detenidos (españoles y extranjeros) registrados en todo el 2001, 116.139 eran foráneos, pero omitió que casi la mitad (44.139) lo fueron por hallarse en situación administrativa irregular sin que estuvieran acusados de haber cometido ningún tipo de infracción penal.
30- Considerada globalmente, la delincuencia en las sociedades desarrolladas, ha venido experimentando un proceso de crecimiento sostenido durante las tres últimas décadas del siglo XX (en España, en el año 1989 la tasa de homicidios por cada 1.000 habitantes se había incrementado un 100% respecto al año 1980).
31- En algunos países europeos, los efectivos policiales dirigidos por compañías privadas ya igualan (es el caso de Dinamarca, Luxemburgo, Suecia o el Reino Unido) e incluso superan a la fuerza pública (en Polonia y Hungría, la proporción entre policías privados y públicos es de 2 a 1). En España, el total de los efectivos de la policía pública, 179.400 en el año 1999, contempla desde su estancamiento el aumento constante de los efectivos privados, que se situaron en 71.500 personas este mismo año, es decir, una cifra superior a la de la Guardia Civil, a la del Cuerpo Nacional de Policía y, está claro, a la del total de las policías locales. (Ocqueteau, 2000).
32- "Desmintiendo los propósitos fundacionales, la guerra contra el delito se ha convertido en una fuente de legitimación política del Estado; el objeto del sistema penal no consiste en reducir el delito, sino en crear la imagen de la amenaza del delito manteniendo en actividad a un número importante de delincuentes; y la cárcel reproduce el delito y gestiona a los delincuentes" (Torrente, 2000: 66).
33- «Los metales saldrán de oscuras y lóbregas cavernas y pondrán a la raza humana en un estado de gran ansiedad, peligro y confusión. (...) Conducirán a cometer un sinnúmero de crímenes; aumentarán el número de hombres perversos y les estimularán al asesinato, robo y esclavitud; (...) privarán a las ciudades de su feliz estado de libertad, acabarán con la vida de muchos y serán causa de que muchos hombres se torturen mutuamente con infinidad de fraudes, engaños y traiciones. (...) Con ellos las inmensas selvas serán arrasadas de sus árboles y por su causa perderán la vida infinito número de animales. Se verán sobre la tierra seres que siempre están luchando unos contra otros con grandes pérdidas y frecuentes muertes en ambos bandos. Su malicia no tendrá límite. (...) Cuando se sientan hartos de alimentos, su acción de gracias consistirá en repartir la muerte, la aflicción, el sufrimiento, el terror y el destierro a toda criatura viviente. (...) Nada de lo que existe sobre la tierra, debajo de ella o en las aguas, quedará sin ser perseguido, molestado y estropeado; y lo que existe en un país será traspasado a otro. (...) Muchos niños serán maltratados sin piedad por sus propias madres, arrojados al suelo y después mutilados. (...) Algo maligno y terrorífico se extenderá de tal manera entre los hombres que éstos, en su deseo alocado de huir de ello, se apresurarán a aumentar sus ilimitados poderes». (Leonardo da Vinci, 1995: 149-158).
34- "Las políticas de seguridad, mediante una combinación adecuada de acción represiva y de intervención humanitaria, se aplican únicamente a mantener dentro de unos límites socialmente tolerables los efectos extremos -es decir las violencias y los desastres y, consiguientemente, la inseguridad pública- de los conflictos y los riesgos intrínsecos a la buena marcha del negocio global. Éste es el papel residual que el nuevo desorden mundial parece haber reservado al Estado; o como dice Bauman, lo más parecido al papel de una comisaría local de policía. Al mismo tiempo, no parece detenerse el proceso de vaciado de las capacidades efectivas de los Estados para limitar, con el propósito de proteger la seguridad física de los ciudadanos, la producción vertiginosa de nuevos riesgos y conflictos que no cesan de anunciar nuevos y mayores desastres y violencias. No hace falta decir que este vaciado de los poderes estatales no revierte, ni en el ámbito europeo ni en el internacional, en otras instancias susceptibles de garantizar una mejor participación democrática de las colectividades humanas en la regulación de estos procesos críticos para la consecución de un desarrollo y una seguridad sostenibles". (Curbet, , 2002).