Claudio Katz
¿Cuál es el balance del neoliberalismo en América Latina? ¿Triunfó al imponer su curso de acción a gobiernos de distinto signo? ¿O fracasó al receptar el generalizado rechazo de la población? La respuesta depende del aspecto enfatizado en la definición del neoliberalismo, ya que este modelo no sólo incluye una práctica económica, un proyecto de acumulación, sino también una ofensiva social destinada a doblegar a los trabajadores y erigir regímenes autoritarios.
ALCA, deuda y fracasos
En el terreno económico, la doctrina neoliberal continúa prevaleciendo. Aunque la predilección de las clases dominantes por las privatizaciones, la apertura y la desregulación ha decrecido, el neoliberalismo orienta la estrategia del ALCA y del endeudamiento externo.
Las tratativas para conformar un área de libre comercio apuntan a reforzar las ventas norteamericanas hacia la región, a cambio de mayores cuotas del mercado estadounidense para los exportadores latinoamericanos, pero ante la resistencia del empresariado brasileño (y en menor medida argentino) a desproteger su industria y extranjerizar los servicios, la versión inicial del ALCA ha sido modificada.
Actualmente se discute una variante light del acuerdo que eximiría a los participantes de compromisos estrictos y plazos perentorios, pero el complemento de esta nueva alternativa son los acuerdos multilaterales y los convenios bilaterales (México, Chile, Centroamérica) que mejorarían las ganancias de las corporaciones a costa de la mayoría popular.
También en el plano financiero el modelo neoliberal persiste, especialmente a través de la auditoría que ejerce el FMI. Esta injerencia es más gravitante que los desembolsos de intereses, porque implica una sistemática subordinación de la inversión pública y los ingresos populares a las prioridades de cobro de los acreedores.
Este sometimiento al FMI ha sido ratificado por los continuadores explícitos del modelo de los noventa (Lagos, Fox, Toledo) y por los antiguos críticos de la ortodoxia. Lula es el ejemplo más contundente de esta conversión. Para “ganar la confianza“ de los banqueros mantiene altas tasas de interés, restricciones a la emisión y recortes del gasto público que aseguran las altas ganancias de los financistas. También Kirchner enmascara con discursos de confrontación el compromiso de asignar el 3 por ciento del superávit fiscal a los acreedores.
No obstante, esta continuidad de políticas coexiste con el fracaso económico del neoliberalismo. Las clases dominantes latinoamericanas no han logrado a través de este modelo expandir sus negocios, reforzar su base de acumulación o aumentar su presencia en el mercado mundial. Esta pérdida de posiciones en el escenario internacional se verifica el estancamiento del PBI per cápita, en la caída de la inversión extranjera (especialmente en comparación con China y el Sudeste Asiático) y en el desbordante endeudamiento. Por eso, las fases de prosperidad cíclica son cada vez más dependientes de la tasa de interés en los centros o del repunte de los precios de las materias primas exportadas.
Este fracaso ha sido paradójicamente potenciado por un logro reaccionario del neoliberalismo: la generalizada regresión social. Pero esta involución -que se verifica con el aumento del desempleo, el desplome del salario mínimo y la explosión de informalidad laboral- acentuó el estrechamiento de los mercados internos y la consiguiente contracción de la acumulación. Además, la apertura y las privatizaciones deterioraron la competitividad regional y el incremento del endeudamiento externo -que favoreció a ciertos grupos- redujo severamente la autonomía fiscal y monetaria requeridas para contrarrestar los ciclos recesivos.
Sublevaciones, sujetos y conciencias
El intento neoliberal de doblegar la resistencia popular ha sufrido graves reveses, como lo prueba el derrocamiento en las calles de varios presidentes reaccionarios. Estas sublevaciones -que conmovieron a Ecuador (1997), Perú (2000), Argentina (2001) y Bolivia (2003)- constituyen acontecimientos mucho más significativos que los repliegues electorales que también sufrió la derecha (Venezuela, Brasil).
En Bolivia, una insurrección retomó la tradición de alzamientos mineros, combinando reclamos sociales (aumento salarial), campesinos (defensa de los cultivos cocaleros) y antimperialistas (industrialización del gas). También la rebelión que sacudió a Argentina constituyó una excepcional irrupción de la población contra el régimen político (“Que se vayan todos”).
Las huelgas y ocupaciones de tierras en Brasil no tuvieron este alcance (dadas las divergentes tradiciones de lucha y al carácter más acotado de la crisis económica), pero se empalmaron con el papel activo de los trabajadores estatales en todas las protestas latinoamericanas. Este sector lidera la resistencia en Perú o en Uruguay y encabeza la revuelta de Santo Domingo. La huelga general se mantiene como la forma de acción clásica de la movilización popular y en cierto casos -como Chile- se insinúa cierta reaparición del protagonismo obrero. En otros países, la resistencia ha estado signada por rebeliones campesinas generalizadas (Ecuador), localizadas (Colombia) o regionales de gran impacto nacional (Chiapas). La lucha social adquiere, además, connotaciones explosivas cuando está imbricada con el desarrollo de un conflicto antimperialista (Venezuela).
Esta variedad de movimientos (gravitación indígena en zonas andinas, sustento urbano en el sur) incluye un novedoso intercambio de experiencias de lucha. Los trabajadores informales de Bolivia han asimilado la experiencia de los mineros y los piqueteros argentinos y recogen el aprendizaje acumulado por sus dirigentes en el movimiento sindical.
En estas protestas, se verifica una gran maduración de la conciencia antiliberal. A diferencia de otras regiones (como Europa Oriental), en América Latina ya no existen grandes expectativas en las privatizaciones. Más significativo es el renacimiento de convicciones antimperialistas, que a diferencia del grueso del mundo árabe no adoptan rasgos fundamentalistas de hostilidad religiosa o étnica. Por eso, en las movilizaciones de Latinoamérica se observa la imagen del Che y no de líderes confesionales. El enemigo señalado son los bancos y corporaciones yanquis, pero no el pueblo norteamericano.
Los límites del giro antiliberal
Las sublevaciones populares han acentuado la drástica disminución del entusiasmo burgués por el neoliberalismo. Esta declinación se expresa en el resurgimiento de gobiernos que promueven la “reconstrucción de un capitalismo regional autónomo”. Este proyecto de los regímenes de centroizquierda es avalado por las mismas clases dominantes que en los noventa abjuraban del “estatismo”.
Este curso confirma que “las burguesías nacionales no han desaparecido” en la región. Es cierto que la asociación con el capital foráneo y el retroceso económico disminuyeron su gravitación y modificaron su estrategia precedente de “industrialización sustitutiva”, pero las clases capitalistas nacionales subsisten y continúan manejando los resortes del poder. Quienes suponen que ese grupo se disolvió por efecto de la trasnacionalización, la absorción imperial o la carencia de proyectos autónomos olvidan las peculiaridades de la burguesía nacional. Este sector nunca logra encarrilar la prosperidad económica ni consigue rivalizar con las grandes corporaciones, pero no se diluye dentro de un bloque común con el imperialismo ni renuncia a sus intereses propios frente a los competidores extranjeros.
El programa de capitalismo autónomo regional no se perfila actualmente como un proyecto factible. El fracaso del Mercosur es un ejemplo de esta inviabilidad. Al cabo de un decenio, los integrantes de esa asociación no lograron forjar una moneda común ni pudieron superar sus divergencias arancelarias, porque cada clase dominante local negocia unilateralmente con el FMI cronogramas de ajustes, que impiden unificar las políticas económicas. La perspectiva del ALCA ejerce además una presión disolvente sobre un mercado exclusivamente sudamericano.
A diferencia del pasado, el nuevo programa de capitalismo regulado y autóctono no se apoya en dictaduras desarrollistas, sino en regímenes constitucionales, pero el desprestigio de las “democracias autoritarias” se ha generalizado. Al cabo de dos decenios de tremendas frustraciones populares, las estructuras semirrepresivas y el clientelismo electoral de estos regímenes han quedado tan erosionados como la legitimidad política de estos sistemas.
Por eso, partidos tradicionales se desintegran (Ad y Copei en Venezuela), las viejas instituciones decaen (PRI mexicano, radicalismo argentino), los experimentos caudillescos declinan (Menen, Fujimori, Collor) y las alquimias políticas se tambalean (Toledo).
Posliberalismo antipopular
Los nuevos gobiernos latinoamericanos de centroizquierda claman contra el neoliberalismo, pero preservan su herencia reaccionaria e impulsan modelos que convalidan las contrarreformas de los noventa. Lula es el caso más significativo porque recibe elogios de los financistas que aplauden su política económica ortodoxa y su reforma reaccionaria de las jubilaciones.
El PT en el gobierno cumple la típica función socialdemócrata de aplicar el ajuste que la derecha no podría instrumentar y para brindar “pruebas de responsabilidad” frente a sus mandantes capitalistas expulsó a los parlamentarios de la izquierda. Lula ensaya la “tercera vía” en un país subdesarrollado agobiado por la miseria, instrumentando políticas totalmente alejadas de cualquier proyecto transformador. Los atributos que sus defensores le asignan (“una política exterior independiente”, “promoción del Mercorsur”) no difieren de los orientaciones implantadas por los gobiernos precedentes. Lula no es un caso aislado; en Ecuador, Gutiérrez abandonó la alianza inicial con el movimiento campesino e indigenista para aplicar todas las exigencias del FMI.
Discutir este balance de los gobiernos centroizquierdistas es vital, porque tampoco Uruguay podrá emerger de su colapso social manteniendo los acuerdos con el FMI que avala la dirección del Frente Amplio y en Bolivia las reivindicaciones sociales no podrán ser satisfechas, si el MAS llega al gobierno con su política actual de compromisos con el establishment.
Escenarios, maniobras y disyuntivas
En comparación con el periodo de auge neoliberal, el margen de acción del imperialismo norteamericano en la región se ha reducido notablemente. Para controlar los recursos naturales de la región, Estados Unidos necesita reforzar su presencia militar, pero el pantano de Iraq le ha creado un serio límite para esta intervención. El estancamiento de la guerra en Colombia refuerza, además, estas dificultades porque Uribe ha ensayado sin éxito una escalada de agresiones bélicas y fracasó en el referéndum que oraganizó para legitimar estas acciones.
Estados Unidos ha perdido también el alineamiento incondicional de muchos gobiernos, ya que sólo algunos presidentes centroamericanos lo acompañaron en su aventura de Iraq. Pero el mayor fracaso de Bush se localiza en Cuba, ya que no ha podido crear una situación inestable en la isla, mediante el secuestro de embarcaciones o el reforzamiento del embargo. Como un bumerán, estos atropellos han aumentado la simpatía regional hacia la revolución.
En Venezuela, el imperialismo sigue conspirando para imponer un referéndum que expulse a Chávez, pero sus provocaciones reavivan la movilización popular. El actual proceso nacionalista tiene muchos antecedentes en la región (Torrijos, Velasco Alvarado), pero lo distintivo es el creciente nivel de organización por abajo. Existe una polarización político-social comparable a la Argentina de los años cincuenta (hostilidad burguesa al régimen, fractura entre la clase media y los trabajadores), pero con un grado de radicalización en las fuerzas armadas semejante a la revolución portuguesa de los claveles.
En este adverso cuadro, Bush intenta que Lula y Kirchner “moderen” a Chávez de la misma forma que atemperaron a Evo Morales durante la última crisis boliviana. Pretende que la diplomacia latinoamericana repita el papel que jugó en los ochenta, cuando debilitó a los sandinistas acorralados por la agresión de la “contra”.
El fracaso económico, la declinación política del neoliberalismo y las sublevaciones populares plantean complejos desafíos para la izquierda, pero el compromiso con la lucha por las reivindicaciones sociales es la condición de cualquier construcción política realmente progresista. Esta acción implica resistir la militarización, rechazar el ALCA y batallar por el cese del pago de la deuda y por la ruptura con el FMI. Estas medidas son indispensables para recomponer los ingresos populares y gestar una genuina integración regional. Si se avanza por este camino, el posliberalismo se emparentará en América Latina con el resurgimiento del socialismo.
Publicado en Enfoques Alternativos, 23, Buenos Aires, 2004. Fuente: Correspondencia de Prensa. Boletín Informativo.