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EL IMPERIALISMO DEL SIGLO XXI (PARTE I)

Claudio Katz

(Argenpress)

El renovado interés que suscita el estudio del imperialismo está modificando el debate sobre la globalización, hasta ahora exclusivamente centrado en la crítica al neoliberalismo y el análisis de los rasgos novedosos de la mundialización. Una noción desarrollada por los teóricos marxistas de principios del siglo XX -que alcanzó gran difusión durante los 70- despierta nuevamente la atención de los investigadores, ante el agravamiento de la crisis social del Tercer Mundo, la multiplicación de conflictos bélicos y la competencia descarnada entre corporaciones.

El imperialismo es una noción que conceptualiza dos tipos de problemas. Por un lado, las relaciones de dominación vigentes entre los capitalistas del centro y los pueblos periféricos y por otra parte, las vinculaciones prevalecientes entre las grandes potencias en cada etapa del capitalismo. ¿Qué actualidad presenta esta teoría? ¿En qué medida contribuye a esclarecer la realidad contemporánea?

Una explicación de la polarización mundial

La polarización mundial de los ingresos confirma la importancia de esta concepción en su primer sentido. Cuándo la fortuna de 3 multimillonarios sobrepasa el PBI de 48 naciones y cada cuatro segundos un individuo de la periferia muere de hambre, resulta difícil ocultar que el ensanchamiento de la brecha entre los países avanzados y subdesarrollados obedece a relaciones de opresión. Ya es indiscutible que esta asimetría no es un acontecimiento 'pasajero', ni será corregida por el 'derrame' de los beneficios de la globalización. Los países periféricos no son sólo 'perdedores' de la mundialización, sino que soportan una intensificación de las transferencias de recursos que históricamente frustraron su crecimiento.

Este drenaje ha provocado la duplicación de la miseria extrema en las 49 naciones más empobrecidas y mayores deformaciones en la acumulación fragmentaria de los países dependientes semiindustrializados. En este segundo caso, la prosperidad de los sectores insertos en la división internacional del trabajo se consuma en desmedro de las actividades económicas destinadas a los mercados internos.

El análisis del imperialismo no ofrece una interpretación conspirativa del subdesarrollo, ni exculpa a los gobiernos locales de esta situación. Simplemente aporta una explicación de por qué la acumulación se polariza a escala mundial, reduciendo las posibilidades de nivelación entre economías disímiles. El margen de crecimiento acelerado que permitió en el siglo XIX a Alemania o Japón alcanzar el status de potencia que ya detentaban Francia o Gran Bretaña, no se encuentra hoy al alcance de Brasil, la India o Corea. El mapa mundial ha quedado moldeado por una 'arquitectura estable' del centro y una 'geografía variable' del subdesarrollo, dónde sólo caben modificaciones del status periférico de cada país dependiente [1].

La teoría del imperialismo atribuye estas asimetrías a la transferencia sistemática del valor creado en la periferia hacia los capitalistas del centro. Estas traslaciones se concretan a través del deterioro de los términos de intercambio comercial, la succión de recursos financieros y la remisión de utilidades industriales. El correlato político de este drenaje es la pérdida de autonomía política de las clases dominantes periféricas y la intervención militar creciente del gendarme norteamericano. Estos tres rasgos del imperialismo contemporáneo se observan con nitidez en la realidad latinoamericana.

Las contradicciones de las economías periféricas

Desde la mitad de los 90 América Latina ha padecido las consecuencias del colapso de los 'mercados emergentes'. La mayor parte de las naciones afectadas sufrieron agudas crisis, precedidas por la fuga de capitales y seguidas por devaluaciones que potenciaron la inflación y contrajeron el poder adquisitivo. Estos desplomes provocaron quiebras bancarias, cuyo socorro estatal agravó el agobio de la deuda pública, obstaculizó la aplicación de políticas reactivantes y acentuó la pérdida de soberanía monetaria y fiscal.

Estas crisis obedecen a la dominación imperialista y no exclusivamente a la instrumentación de políticas neoliberales, que también han prevalecido en los países centrales. Los desmoronamientos que soporta la periferia latinoamericana son muy superiores a los desequilibrios predominantes en Estados Unidos, Europa o Japón, porque están caracterizados por el derrumbe periódico de los precios de las materias primas exportadas, la periódica cesación de pagos de la deuda y la desarticulación de la industria local. La periferia es más vulnerable a las turbulencias financieras internacionales, porque su ciclo económico depende del nivel de actividad de las economías avanzadas. Además, el avance de la mundialización acentúa esta fragilidad, al profundizar la segmentación de la actividad industrial, la concentración del trabajo calificado en el centro y el ensanchamiento de los desniveles de consumo.

La dominación imperialista le permite a las economías desarrolladas transferir parte de sus propios desequilibrios a los países dependientes. Esta traslación explica el carácter asimétrico y no generalizado que presenta hasta el momento la recesión internacional en curso. Mientras que una crisis equivalente al 30 ya se ha registrado en la periferia, esta caída constituye sólo una eventualidad para el centro. Las mismas políticas de privatización no han producido tampoco descalabros semejantes en ambas regiones. El thatcherismo aumentó la pobreza en Gran Bretaña, pero ha desencadenado la desnutrición y la indigencia en la Argentina; el ensanchamiento de la brecha distributiva deterioró los salarios en Estados Unidos, pero desató la miseria y emigración masiva en México; la apertura comercial debilitó a la economía japonesa, pero condujo a la devastación de Ecuador. Estas diferencias responden al carácter estructuralmente central o periférico de cada país en el orden mundial.

La dependencia es una causa central de la gran regresión que soporta Latinoamérica desde mitad de los 90, luego del corto alivio que generó la afluencia de capitales de corto plazo. La región ha vuelto a la dramática situación de la 'década pérdida' de los 80. El PBI regional se mantuvo estancado en 0,3% durante el año pasado y volverá a situarse en 0,5% en el 2002. Luego de cuatro años de salidas netas de capital, el ingreso de inversiones se ha estancado y la especialización productiva en actividades básicas afianza el deterioro comercial (las sumas remitidas por emigrantes en Estados Unidos ya superan en muchos países las divisas generadas por sus exportaciones). Cómo resultado de esta crisis, tan solo 20 de los 120 títulos de compañías latinoamericanas que se negociaban en las Bolsas mundiales hace una década continúan comercializándose en la actualidad.

La dominación imperialista es el origen de los grandes desequilibrios económicos que derivan en déficit comercial (México), descontrol fiscal (Brasil) o depresión productiva (Argentina). Actualmente estas conmociones han desatado una sucesión de colapsos que irradian desde el Cono Sur, desestabilizando a la economía uruguaya y amenazando a Perú y Brasil. Los economistas neoliberales se esfuerzan por analizar las excepciones de esta crisis, ni comprender la regla general de estos desequilibrios. Al ignorar la opresión del imperialismo tienden a cambiar frecuentemente de opinión y denigran con inusitada rapidez los modelos económicos que antes elogiaban.

Pero evadir el análisis del imperialismo se ha vuelto prácticamente imposible desde el lanzamiento del ALCA. Este proyecto estratégico de dominación norteamericana apunta a expandir las exportaciones estadounidenses para bloquear la concurrencia europea y consolidar el control de la primer potencia de todos los negocios lucrativos de la región (privatizaciones faltantes, contratos privilegiados en el sector públicos, pagos de patentes).

El ALCA es un tratado neocolonial que impone la apertura comercial latinoamericana sin ninguna contrapartida estadounidense. Para lograr el 'fast track' (autorización legislativa para negociar rápidamente acuerdos con cada país), Bush introdujo recientemente nuevas cláusulas que impiden la transferencia de alta tecnología a Latinoamérica y traban el ingreso de 293 productos regionales al mercado estadounidense. Estas barreras arancelarias afectan particularmente a los insumos siderúrgicos, textiles y agrícolas. Además, ha puesto en marcha un programa de mayores subsidios al agro, que en la próxima década propinarán un golpe mortal a las exportaciones zonales de soja, trigo y maíz [2]

El ALCA desenmascara el doble discurso imperialista, que incentiva la apertura comercial en el exterior y el proteccionismo en casa. La implementación del acuerdo provocaría un colapso de países medianamente industrializados como Brasil y de asociaciones regionales como el MERCOSUR, mientras que sólo permitiría una débil adaptación al convenio de las economías pequeñas o complementarias en rubros muy específicos con Estados Unidos.

Al cabo de una década de neoliberalismo, el mensaje imperialista de apertura comercial ya no engaña a nadie. Es evidente que la prosperidad de un país no depende de su 'presencia en el mundo', sino de la modalidad de esta inserción. Africa, por ejemplo, detenta una tasa de comercio extraregional en proporción al PBI (45,6%) muy elevada en comparación a Europa (13,8%) o Estados Unidos (13,2%) y es la región más empobrecida del planeta [3]. Este caso extremo de subordinación desfavorable a la división internacional del trabajo ilustra la situación de dependencia general que soportan las economías periféricas.

Recolonización política

El correlato político de la dominación económica imperialista es una recolonización de la periferia, que se apoya en la creciente asociación de las clases dominantes locales con sus socios del norte. Este entrelazamiento es consecuencia de la dependencia financiera, la entrega de los recursos naturales y la privatización de los sectores estratégicos de la región. La pérdida de la soberanía económica le otorgó al FMI un manejo directo de la gestión macroeconómica y al Departamento de Estado una incidencia equivalente sobre las decisiones políticas. Ya ningún presidente latinoamericano adopta resoluciones de importancia sin consultar la opinión de la embajada norteamericana. La prédica de los medios de comunicación y de la intelectualidad americanizada ha contribuido a naturalizar esta subordinación.

A diferencia del período 1940-70, los capitalistas latinoamericanos no propugnan reforzar los mercados internos mediante la sustitución de importaciones. Su prioridad es la vinculación con las corporaciones extranjeras, porque la clase dominante regional es también parcialmente acreedora de la deuda externa y se ha beneficiado con la desregulación financiera, las privatizaciones y la flexibilización laboral. Existe incluso una capa de funcionarios que es más fiel a los organismos imperialistas que a sus estados nacionales. Cómo han sido educados en las universidades norteamericanas, adiestrados en los organismos internacionales y entrenados en las grandes corporaciones, sus carreras están más atadas al futuro de estas instituciones que a la salud de los estados que gobiernan.

Pero esta generalizada recolonización también acentúa el descalabro del sistema político de la región. La pérdida de legitimidad que soportan los gobiernos servidores del FMI produjo en los últimos dos años el colapso de los regímenes de cuatro países (Paraguay, Ecuador, Perú, Argentina). Al cabo de un largo proceso de erosión de la autoridad de los partidos tradicionales, los gobiernos se tornan frágiles, los regímenes tienden a disgregarse y algunos estados se desmoronan. Esta secuencia corona el vaciamiento de instituciones, que ya no receptan ningún reclamo popular y que simplemente operan como agentes del imperialismo. A medida que la fachada constitucional pierde relevancia, también el Departamento de Estado norteamericano alienta un retorno a las prácticas golpistas del pasado, aunque encubriendo ahora el viejo autoritarismo con nuevos artificios constitucionalistas.

Esta línea de acción ya fue visible en el reciente intento golpista de Venezuela. Desplazar al gobierno nacionalista de ese país es una prioridad del gobierno estadounidense para reforzar el embargo contra Cuba, desarticular al zapatismo, condicionar una victoria electoral del PT en Brasil e imponer un gran escarmiento a la rebelión popular argentina. La diplomacia norteamericana ha comenzado incluso a evaluar la posibilidad de restaurar los viejos protectorados, en los estados que considera definitivamente 'fracasados'. Colombia y Haití son los primeros candidatos a este ensayo neocolonial, que también podría ponerse en práctica en Yugoslavia, Ruanda, Afganistán, Somalia y Sierra Leona. Recientemente la Argentina ha empezado a figurar entre las naciones incluidas en este proyecto de administración virreinal [4]. Estas alternativas también suponen una mayor injerencia directa del gendarme norteamericano.

El intervencionismo militar

El 'Plan Colombia' es el principal ensayo de esta intervención bélica en Latinoamérica. El Pentágono ya dejó de lado el pretexto del narcotráfico y luego de forzar la ruptura de las negociaciones de paz ha iniciado una campaña militar contra la guerrilla. El cuidado por minimizar la presencia directa de tropas norteamericanas apunta a reducir la pérdida de vidas estadounidenses ('síndrome de Vietnam') mediante un mayor desangre de los 'nativos'.

Con la guerra en Colombia se busca restaurar la autoridad de un estado desmembrado y recomponer la apropiación imperialista de los recursos estratégicos. Como lo prueba la conspiración en Venezuela, estas acciones también apuntan a garantizar el aprovisionamiento petrolero de Estados Unidos. Para asegurar este abastecimiento, la CIA ya instaló también un centro estratégico en Ecuador y audita desde la vecindad fronteriza todo el territorio mexicano.

El imperialismo está embarcado en modernizar sus bases militares con efectivos de alta movilidad. Por eso descentralizó el viejo comando de Panamá e instaló nuevos dispositivos en Vieques, Mantas, Aruba y El Salvador. A través de una red de 51 instalaciones en todo el planeta, las tropas norteamericanas realizan ejercicios que involucran desplazamientos simultáneos diarios de 60.000 efectivos en 100 países [5]. Un objetivo siempre presente es la agresión contra Cuba, a través del sabotaje terrorista o algún renovado plan de la invasión.

Este giro belicista se acentuó luego del 11 de septiembre, porque Estados Unidos apuesta a reactivar su economía mediante el rearme y tiene en carpeta planes de guerra contra Irak, Irán, Corea del Norte, Siria y Libia. Con el 5% de la población mundial, la principal potencia absorbe el 40% del gasto militar total y se ha lanzado a reacondicionar submarinos, diseñar nuevos aviones y testear en un programa de 'guerra de las galaxias' las nuevas aplicaciones de las tecnologías de la información.

Este relanzamiento militar es la respuesta imperialista a la desintegración de estados, economías y sociedades periféricas, que provoca el creciente ejercicio de la dominación sobre la periferia. Por eso, la actual 'guerra total contra el terrorismo' presenta tantas similitudes con las viejas campañas coloniales. Nuevamente se diaboliza al enemigo y se justifican masacres de la población civil en el frente y restricciones de los derechos democráticos en la retaguardia. Pero cuánto más se avanza en la destrucción del enemigo 'terrorista', mayor es la desarticulación política y social en los escenarios de este atropello. El estado general de guerra perpetúa la inestabilidad, provocada por la depredación económica, la balcanización política y la devastación social de la periferia [6].

Estos efectos son muy visibles en América Latina y Medio Oriente, dos zonas que tienen relevancia estratégica para el Pentágono, porque detentan recursos petroleros y representan importante mercados frente a la competencia europea y japonesa. Debido a esta significación estratégica constituyen centros de la dominación imperialista y sufren procesos muy semejantes de desarticulación estatal, debilitamiento económico de la clase dominante local y pérdida de autoridad de los representantes políticos tradicionales.

Fatalismo neoliberal

La expropiación económica, la recolonización política y el intervencionismo militar conforman el triple pilar del imperialismo actual. Muchos analistas se limitan a describir resignadamente esta opresión como un destino inexorable. Algunos presentan la fractura entre 'ganadores y perdedores' de la globalización como un 'costo del desarrollo', sin explicar porqué este precio se perpetúa a lo largo del tiempo y recae siempre sobre las naciones que ya cargaron en el pasado con ese padecimiento.

Los neoliberales tienden a pronosticar que el fin del subdesarrollo sobrevendrá en los países periféricos que apuesten a la 'atractividad' del capital extranjero y a la 'seducción' de las corporaciones. Pero las naciones dependientes que intentaron este camino en la última década abriendo sus economías soportan hoy la factura más pesada de las 'crisis emergentes'. Quiénes más se embarcaron en la privatización, más posiciones económicas perdieron en el mercado mundial. Al otorgar mayores facilidades al capital imperialista removieron las barreras que limitaban la depredación de sus recursos naturales y por eso, ahora padecen un intercambio comercial más asimétrico, un vaciamiento financiero más intenso y una desarticulación industrial más acentuada.

Algunos neoliberales atribuyen estos efectos a la limitada aplicación de sus recomendaciones, cómo si una década de nefastos experimentos no brindara suficientes lecciones del resultado de sus recetas. Otros sugieren que el subdesarrollo constituye una fatalidad derivada del temperamento desganado de la población periférica, del peso de la corrupción o de la inmadurez cultural de los pueblos del Tercer Mundo. En general, la argumentación colonialista ha cambiado de estilo, pero su contenido se mantiene invariable. Ya no justifica la superioridad del conquistador en la pureza racial, sino en su acervo de conocimientos o en la calidad de sus comportamientos.

Transnacionalización imperial

T.Negri y M.Hardt [7] presentan un cuestionamiento más serio a la teoría del imperialismo, porque estiman que la globalización diluye las fronteras entre el Primer y Tercer Mundo. Consideran que un nuevo capital global actúa en torno a la ONU, el G8, el FMI y la OMC y ha creado una soberanía imperial, que enlaza a las fracciones dominantes del centro y la periferia en un mismo sistema de opresión mundial.

Esta caracterización supone la existencia de cierta homogeneización del desarrollo capitalista, que resulta muy difícil de verificar. Todos los datos de inversión, ahorro o consumo confirman la contundente ampliación de los desniveles entre las economías centrales y periféricas e indican que los procesos de acumulación y crisis también se polarizan. No sólo la prosperidad norteamericana de la última década contrastó con el derrumbe generalizado de las naciones subdesarrolladas, sino que el colapso social de la periferia no tiene por ahora equivalentes en Europa. Tampoco existe ningún indicio de convergencia del status de la burguesía venezolana y estadounidense o de asimilación de la crisis argentina a la japonesa. Lejos de uniformar la reproducción del capital en un horizonte común, la mundialización profundiza la creciente dualización de este proceso a escala planetaria.

Es cierto que la asociación entre las clases dominantes de la periferia y las grandes corporaciones es más estrecha y que la pobreza se extendió en el corazón del capitalismo avanzado. Pero estos procesos no convierten a ningún país dependiente en central, ni tampoco tercermundizan a las potencias metropolitanas. El mayor entrelazamiento entre las clases dominantes coexiste con la consolidación de la brecha histórica que separa a los países desarrollados y atrasados. Por eso, el capitalismo no se nivela, ni se fractura en torno a un nuevo eje trasnacional, sino que se desenvuelve ahondando la polarización forjada durante el siglo pasado.

La mayor evidencia de esta persistente organización jerárquica del mercado mundial es el poder detentado por los capitalistas de una veintena de naciones sobre los restantes 200 países. Ejercen su dominación militar a través del Consejo de Seguridad de la ONU, imponen su hegemonía comercial por medio de la OMC y afianzan su control financiero con el FMI.

Al analizar los vínculos predominantes entre las clases dominantes, la tesis transnacionalista confunde asociación con la equiparación del poder. Qué un sector de los grupos capitalistas de la periferia incremente su integración con sus aliados del centro no los convierte en partícipes de la dominación global, ni diluye su debilidad estructural. Mientras que las corporaciones norteamericanas explotan a los trabajadores latinoamericanos, la burguesía ecuatoriana o brasileña no participa de la expropiación del proletariado estadounidense. Aunque el salto registrado en la internacionalización de la economía es muy significativo, los capitales continúan operando en el marco de un orden imperialista que fractura al centro de la periferia.

Clases y estados I

Algunos autores sostienen que la transnacionalización del capital se ha extendido a las clases y a los estados, creando un nuevo corte transversal de dominación global que atraviesa a todos los países y estratos sociales [8].

Esta tesis identifica a los procesos de integración regional con la 'transnacionalización' social y estatal, sin percibir la diferencia cualitativa que separa la asociación entre grupos imperialistas de la recolonización periférica. La Unión Europea y el ALCA, por ejemplo, no forman parte de una misma tendencia hacia la 'transnacionalización', sino que constituyen expresiones de dos procesos muy distintos. No es lo mismo una alianza entre sectores dominantes en el mercado mundial que un plan neocolonial de una potencia.

En realidad, sólo la alta burocracia de los países periféricos también perteneciente a los organismos internacionales constituye un grupo social plenamente 'transnacionalizado'. La lealtad de este sector hacia el FMI o la OMC es mayor que hacia los estados nacionales que manejan y se podría incluso caracterizar que el comportamiento y las perspectivas de estos funcionarios anticipa el curso futuro de las clases capitalistas del Tercer Mundo. Pero esta evolución constituye una posibilidad y no representa todavía una realidad verificable, especialmente en los países de la periferia superior (como Brasil o Corea del Sur), cuya clase dominante está muy enlazada con los procesos de acumulación dependientes de los mercados internos. La situación es completamente diferente en las economías de pequeños países (por ejemplo, de Centroamérica), altamente integrados al mercado de una gran potencia. Estas diferencias desmienten la existencia de un proceso general o uniforme de transnacionalización.

Algunos defensores de la tesis imperial afirman que el grado de ensamble efectivo entre las clases centrales y periféricas es superior a lo que indican los parámetros obsoletos de las cuentas nacionales. Y es cierto que estas categorías ya son insuficientes para evaluar el curso de la mundialización actual, pero complementan a otros indicadores contundentes de la brecha entre el centro y la periferia. La profundización de estas desigualdades se verifica en cualquier plano de productividad, ingresos, consumo o acumulación.

Es por otra parte falso, suponer que un 'nuevo estado global' ha sustituido la distinción entre estados dominantes y recolonizados. Esta diferencia se verifica en la irrelevante influencia que tienen las burguesías del Tercer Mundo en cualquier decisión de la ONU, el FMI, la OMC o el BM. Las clases dominantes de la periferia no son víctimas del subdesarrollo y lucran ampliamente con la explotación de los trabajadores de sus países. Pero esta participación no les otorga ninguna gravitación en la dominación mundial.

La tesis del imperio ignora este rol marginal y desconoce la perdurabilidad del dominio imperialista en los sectores estratégicos de la periferia. No registra que esta sujeción no es ya puramente colonial, ni está exclusivamente centrada en la apropiación de las materias primas o el manejo territorial directo, pero subsiste como mecanismo de control metropolitano de los sectores estratégicos de los países subdesarrollados [9].

Esta dominación no se ejerce a través de un misterioso 'poder global', sino por medio de la acción militar y diplomática de cada potencia en sus áreas de mayor influencia. El rol de Estados Unidos es más nítido en el 'Plan Colombia' que en el conflicto de los Balcanes y el papel de Europa es más definido en las crisis del Mediterráneo que en el desarrollo del ALCA. Esta especificidad deriva de los intereses que cada grupo imperialista canaliza a través de sus estados en acciones geopolíticas, que los teóricos del imperio no pueden percibir.

¿Un retorno al capitalismo industrialista?

La mayor parte de los críticos del neoliberalismo en la periferia reconocen que la dependencia persiste como una causa central del subdesarrollo. Pero proponen superar esta sujeción mediante la construcción de 'otro capitalismo'. Ya no vislumbran un proyecto totalmente nacional, autónomo y centrado en la 'sustitución de importaciones' -como sus antecesores de la CEPAL- pero si un modelo regional, regulado y basado en los mercados internos. Auspician esquemas keynesianos, para erigir 'estados de bienestar en la periferia', sostenidos en transformaciones institucionales (erradicar la corrupción, recomponer la legitimidad) y en grandes cambios comerciales (frenar la apertura), financieros (limitar los pagos de la deuda) e industriales (reorientar la producción hacia la actividad local) [10].

¿Pero cómo se construiría un 'capitalismo eficiente' en países sometidos al sistemático drenaje de sus recursos? ¿Cómo se lograría actualmente alcanzar un objetivo resignado por la clase dominante desde la mitad del siglo XIX? ¿Qué grupos construirían este sistema de mejoras sociales y maximización del beneficio?

Los partidarios del nuevo capitalismo periférico no brindan respuestas a ninguno de estos interrogantes cruciales. Ignoran que el margen para implementar su proyecto se ha reducido a partir de la asociación creciente de las clases dominantes periféricas con el capital metropolitano. Esta vinculación obstaculiza la acumulación interna, multiplica la salida de capitales y dificulta la aplicación de políticas reactivantes de la demanda interna. Las burguesías que no lograron en el pasado poner en pié un capitalismo autónomo, tienen menos posibilidades de aproximarse a esa meta en la actualidad.

Su giro proimperialista limita incluso la viabilidad de proyectos regionales como el Mercosur. Esta asociación tambalea luego de una década de fracasos en la erección de instituciones económicas y políticas comunes. Todas las propuestas de acción concertada (monedas, organismos, instancias de arbitraje) fueron archivadas a medida que la crisis se extendió en toda la zona. Estos colapsos se profundizan con las políticas de 'diferenciación' que ensayan todos los gobiernos, para demostrarle al FMI que 'ellos no son irresponsables'. La fractura regional repite así la historia de balcanización latinoamericana y confirma la incapacidad de las burguesías locales para instrumentar políticas de acumulación autocentradas.

Muchos autores explican este resultado por el tradicional 'rentismo' regional y la consiguiente ausencia de empresarios dispuestos a invertir o arriesgar. Pero si esta ausencia de impulsos a la acumulación sostenida se ha reforzado: ¿Por qué apostar a un proyecto que carece de sujeto? ¿Qué sentido tiene construir un capitalismo, sin capitalistas interesados en competir e innovar?

Convocar a los trabajadores a que sustituyan a la clase dominante en esta tarea equivale a incentivarlos a construir las cadenas de su propia explotación. La expectativa en que otros sectores sociales reemplazarán a los empresarios en la tarea de apuntalar un capitalismo próspero (burocracias, clase media) tampoco tiene gran fundamento, ni precedentes empíricos.

Los partidarios de erigir 'otro capitalismo' deberían recordar que el modelo prevaleciente en cada país es producto de ciertas condiciones históricas y no de elecciones libres de sus gestores. Existe una dinámica objetiva de este proceso que explica porqué el desarrollo del centro acentúa el subdesarrollo de la periferia. Es evidente que todos los miembros de las naciones periféricas hubieran deseado un destino de potencias desarrolladas, pero en el mercado mundial hay poco lugar para grupos dominantes y mucho espacio para las economías dependientes. Por eso, las 'economías de mercado exitosas' en la periferia son excepcionales o transitorias. Para emerger del subdesarrollo no alcanza con implementar políticas antiliberales. Se requiere, además, enlazar la acción antiimperialista con la construcción de una sociedad socialista.

Tres modelos en discusión

La vigencia de la teoría clásica del imperialismo para explicar las relaciones de dominación entre el centro y la periferia es contundente. Pero su actualidad para clarificar las vinculaciones contemporáneas entre las grandes potencias es más controvertible. En este segundo sentido, el concepto de imperialismo ya no apunta a esclarecer las causas del atraso estructural de los países subdesarrollados, sino que pretende aclarar el tipo de alianzas y rivalidades predominantes en el campo imperialista. Varios autores [11] han destacado la importancia que tiene distinguir entre ambos significados, señalando que las modalidades de dominación periférica y de vinculación entre las potencias han seguido cursos divergentes a lo largo de la historia.

El punto de partida tradicional para analizar este segundo aspecto es la distinción entre fase imperialista y librecambista del capitalismo, propuesta por los teóricos marxistas de principios del siglo XX. Con esta delimitación

buscaron caracterizar una nueva etapa del sistema, signada por el reparto de los mercados entre las potencias a través de la guerra.

Lenin atribuía esta tendencia al conflicto bélico interimperialista a la gravitación del monopolio y el capital financiero, Luxemburgo a la necesidad de buscar salidas externas al estrechamiento de la demanda, Bujarin al choque entre los intereses expansionistas y proteccionistas de los grandes carteles y Trotsky al agravamiento de las desigualdades económicas generadas por la propia acumulación. Estas interpretaciones pretendían clarificar porqué la concurrencia entre grupos monopólicos que comenzaba en confrontaciones comerciales y áreas monetarias desembocaba en desenlaces sangrientos.

Esta caracterización quedó desactualizada en la posguerra, cuándo la perspectiva de conflictos armados directos entre las potencias tendió a desaparecer. La hipótesis de este choque se tornó descartable o muy improbable, a medida que la competencia económica entre las diversas corporaciones y sus estados se fue concentrando en rivalidades más continentales. Estos cambios transformaron los términos del análisis del segundo aspecto de la teoría del imperialismo.

En los años 70, Mandel [12] sintetizó la nueva situación, mediante un análisis de tres modelos posibles de evolución del imperialismo: competencia interimperialista, transnacionalismo (en su denominación original: ultraimperialismo) y superimperialismo. Estimaba que el rasgo dominante de la acumulación era la rivalidad creciente y por eso atribuyó a la primer alternativa mayores posibilidades. También pronosticó que la concurrencia intercontinental se profundizaría junto a la formación de alianzas regionales.

El economista belga cuestionó la segunda perspectiva transnacionalista (anticipada por Kautsky) y defendida por los autores que preveían la constitución de asociaciones transnacionales divorciadas del origen geográfico de sus integrantes [13]. Mandel consideraba que, si bien la internacionalización de las empresas multinacionales debilitaba sus cimientos nacionales, no era probable una gran sucesión de fusiones entre propietarios de corporaciones de distinto origen. Dado el carácter concurrente de la reproducción capitalista, estimaba aún menos factible el sostenimiento de este proceso en la constitución de 'estados mundiales'. Además, consideraba muy improbable la indiferencia de las corporaciones hacia la coyuntura económica de sus países de origen y la consiguiente prescindencia frente a las políticas anticíclicas en estas naciones, que supondría este tipo de integraciones. Descartaba este escenario, argumentando que el desarrollo desigual del capitalismo y las crisis crean tensiones incompatibles con la perdurabilidad de alianzas transnacionales.

La tercer alternativa superimperialista presagiaba la consolidación del dominio de una potencia sobre las restantes y el sometimiento de los perdedores a relaciones de sujeción semejantes a las vigentes en los países periféricos. Mandel consideraba en este caso, que la supremacía alcanzada por Estados Unidos no colocaba a Europa y Japón al mismo nivel de dependencia que las naciones subdesarrolladas. Destacaba que la hegemonía norteamericana en el plano político y militar, no implicaba supremacía económica estructural de largo plazo.

¿Cómo se plantean actualmente estas tres perspectivas? ¿Qué tendencias prevalecen a principio del siglo XXI: la competencia interimperialista, el ultraimperialismo o el superimperialismo?

Los cambios en la concurrencia interimperialista

La interpretación inicial de la tesis del imperialismo como una etapa de rivalidad bélica entre potencias no tiene prácticamente adherentes en la actualidad. Existe en cambio una versión débil de esta visión centrada ya no en el desenlace militar, sino en el análisis de la concurrencia económica.

Algunos analistas subrayan la activa intervención de los estados imperialistas para apuntalar esta competencia, así como la vigencia de políticas neomercantilistas para debilitar a las compañías rivales [14]. Otros autores remarcan la prioridad que mantienen los mercados internos en la actividad de las corporaciones y la homogeneidad de origen de sus propietarios [15]. Esta atadura a sus bases nacionales, explica para ciertos estudiosos porqué la tendencia a la formación de bloques regionales es más significativa que la mundialización comercial, financiera o productiva [16]. Qué el crecimiento norteamericano de la última década se haya concretado a expensas de sus rivales es interpretado también como una expresión del retorno a la concurrencia interimperialista. Estos enfoques coinciden en presentar a la mundialización como un proceso cíclico de fases expansivas y contractivas del grado de internacionalización de la economía [17].

Esta variedad de argumentos contribuye a refutar la mitología neoliberal sobre el 'fin de los estados', la 'desaparición de las fronteras' y la 'movilidad irrestricta del trabajo'. La tesis de la concurrencia interimperialista demuestra cómo esta rivalidad limita la deslocalización industrial, la liberalización financiera y la apertura comercial, destacando que la competencia de bloques exige cierta estabilidad geográfica de la inversión, restricciones al movimiento de capital y políticas comerciales orientadas por cada estado.

Pero aunque desmientan convincentemente las simplificaciones globalizantes, estas contribuciones no alcanzan para esclarecer las diferencias existentes entre el contexto actual y el vigente a principio del siglo XX. Es cierto que la concurrencia interimperialista continúa determinando el curso de la acumulación: ¿Pero porqué razón la rivalidad entre las potencias ya no desemboca en conflagraciones bélicas directas? La misma competencia se desarrolla ahora en un marco de mayor solidaridad capitalista, puesto que Estados Unidos, Europa y Japón comparten los mismos objetivos de la OTAN y actúan dentro de un bloque común de estados dominantes, frente a los distintos conflictos militares.

Se podría interpretar que el alcance mutuamente destructivo de las armas nucleares ha transformado el carácter de las guerras, neutralizando las confrontaciones abiertas. Pero este razonamiento explica solo las modalidades de la disuasión que asumió el choque entre Estados Unidos y la ex URSS, sin aclarar porqué los tres rivales imperialistas prescinden de este tipo de enfrenamiento. También es cierto que la 'lucha contra el comunismo' diluyó la concurrencia entre potencias capitalistas, pero este conflicto tampoco estalló luego de concluida la 'guerra fría'.

En realidad, el choque entre potencias ha quedado mediatizado por el salto registrado en la mundialización. La actividad capitalista internacional tiende a entrelazarse con el crecimiento del comercio por encima del aumento de la producción, la formación de un mercado financiero planetario y la afirmación de la gestión globalizada de los negocios por parte de las 51 corporaciones, que ya integran el pelotón de las 100 mayores economías del mundo.

La estrategia productiva de estas compañías se basa en combinar tres opciones: abastecimiento de insumos, fabricación integral para el mercado local y fragmentación del ensamblado de partes elaboradas en distintos países. Esta mixtura de producción horizontal (recreando en cada región el molde del país de origen) y producción vertical (subdividiendo el proceso productivo de acuerdo a un plan global de especialización) implica un grado de asociación más significativo entre capitales internacionalizados [18]. Las corporaciones que definen su estrategia a escala global tienden además a predominar sobre las menos internacionalizadas, como lo demuestra por ejemplo, la gravitación del primer tipo de firmas en las fusiones corporativas de la última década [19].

Este avance de la mundialización explica también porqué las tendencias proteccionistas no alcanzan actualmente la dimensión del 30, ni desembocan en la formación de bloques totalmente cerrados. El neomercantilismo coexiste con la presión opuesta hacia la liberalización comercial, ya que el intercambio interno entre las empresas localizadas en distintos países ha crecido notablemente. Este hecho no aparece claramente registrado en las estadísticas corrientes, puesto que las operaciones entre compañías internacionalizadas realizadas dentro de un mismo mercado nacional son generalmente computadas como transacciones internas de ese país [20].

 

Este avance de la mundialización que debilita la concurrencia tradicional entre potencias imperialistas expresa una tendencia dominante y no sólo un vaivén cíclico del capitalismo. Los períodos de retracción nacional o regional constituyen movimientos contrarrestantes de ese impulso central a la ampliación del radio de acción geográfico del capital. El freno de esta tendencia proviene de los desequilibrios que genera la expansión mundial y no de la pendularidad estructural de ese proceso.

En última instancia, la presión mundializadora es la fuerza dominante porque refleja la creciente acción de la ley del valor a escala internacional. Cuánto más gravitan las empresas transnacionales, mayor es el campo de valorización del capital a escala global frente a las áreas exclusivamente nacionales. Esta influencia expresa la tendencia a la formación de precios mundiales representativos de los nuevos patrones del tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de mercancías [21].

La gestión internacionalizada de los negocios erosiona la vigencia del modelo clásico de concurrencia interimperialista. Pero esta transformación no es perceptible si se observa a la mundialización en curso como un 'proceso tan viejo como el propio capitalismo'. Esta postura tiende a ignorar las diferencias cualitativas que separan a cada etapa de ese proceso y esa distinción es vital para poder comprender porqué la internacionalización de la Compañía de las Indias del siglo XVI tiene, por ejemplo, tan poco parecido con la fabricación mundialmente segmentada de General Motors.

La rivalidad contemporánea entre corporaciones se desenvuelve en un marco de acción más concertada. En los organismos mundiales de acción política (ONU, G8), económica (FMI, BM, OMC) y militar (OTAN) se negocian las reglas de esta actividad común. A diferencia del pasado, la acción tradicional de los bloques competitivos coexiste con la incidencia creciente de esas instituciones, que actúan haciéndose eco de los intereses de las compañías internacionalizadas.

Por eso la remodelación contemporánea de territorios, legislaciones y mercados se consuma a través de ambas instancias y no por medio de la guerra entre potencias. Es evidente que la nueva configuración imperialista se sostiene en masacres bélicas sistemáticas, pero los escenarios de estas batallas son periféricos. La multiplicación de estos conflictos no deriva de guerras interimperialistas y este cambio obedece a un salto cualitativo de la mundialización, que no es contemplado, ni explicado por el viejo modelo de la concurrencia entre potencias.


* Claudio Katz es economista, profesor de la UBA, investigador del CONICET. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda).