Las ambigüedades del libre comercio
Immanuel Wallerstein
El debate que opone libre mercado y proteccionismo lleva ya unos 500 años, atravesando toda la historia de nuestro sistema-mundo moderno. El argumento en favor del libre mercado siempre ha resultado en una competencia al máximo, y por tanto, en una eficiencia máxima en la producción y en la reducción de los precios y, así, en grandes beneficios para el consumidor. Los proteccionistas arguyen que el libre comercio ha tenido siempre consecuencias muy negativas para variadas situaciones económicas nacionales, tanto en el corto como a largo plazos, pues aumenta el desempleo y ocasiona el fracaso de las empresas locales. Y que, en el largo plazo, encadena a los países más débiles a tipos de ganancia menor en lo referente a sus actividades económicas.
Por supuesto, hasta cierto punto, ambos lados están en lo correcto. Pero las virtudes abstractas del libre mercado o del proteccionismo nunca determinan lo que realmente ocurre. Aquellos países que en un momento particular son eficientes en sus actividades productivas son normalmente los que proclaman las virtudes del libre comercio: éste sirve, obviamente, a sus intereses nacionales. Significa que pueden vender sus productos en los mercados extranjeros sin aranceles, multas u otras barreras. Significa que pueden invertir su capital excedente en otros países.
Aquellos países moderadamente fuertes pero todavía más débiles que los más consolidados, buscan ser proteccionistas. Sienten que, si pueden proteger sus mercados internos por un tiempo -sin tener que competir con los productores de los países más sólidos-, pueden mejorar su propia eficiencia y desarrollar un mercado interno que les permita afrontar la competencia abierta. Para ellos es un asunto de tiempo. La protección que piden es temporal.
Los países verdaderamente débiles en lo económico son por lo común naciones también débiles políticamente y no pueden entonces ejercer su proteccionismo.
Las ambigüedades surgen cuando miramos lo que ocurre en los países fuertes que proclaman las virtudes del libre comercio. Estas naciones favorecen el libre mercado sólo hasta cierto punto. Por ejemplo, en el siglo XVII los holandeses (de las entonces llamadas Provincias Unidas), eran los más eficientes productores (y comerciantes) de Europa y predicaban las virtudes del libre comercio ante las más débiles Inglaterra y Francia. Pero eso no significaba que los holandeses no protegieran ciertos mercados. En 1663, sir George Downing, hombre de Estado británico, apuntaba con amargura que la política holandesa: "es un mare liberum (un mar abierto) en las aguas británicas, pero un mare clausum (mar cerrado) en la costa de Africa y las Indias occidentales". Los británicos tuvieron que pelear tres guerras marítimas contra los holandeses para nivelar el campo de juego del comercio mundial de entonces.
La historia se repite hoy día. Después de 1945, Estados Unidos era el más eficiente productor y, por supuesto, favorecía el libre comercio. No obstante, para fortalecer políticamente sus alianzas contra la Unión Soviética, Estados Unidos permitió que Europa occidental, Japón, Taiwán y Corea del Sur se involucraran en ciertos procesos proteccionistas. Esto fortaleció económicamente dichos países, hasta cierto punto. Cuando en los años 70 del siglo XX estos países se volvieron altamente competitivos, Estados Unidos se quejó de sus políticas proteccionistas. Pero precisamente porque Estados Unidos se debilitó relativamente en lo económico, fortaleció entonces las políticas que protegieran su mermado sector manufacturero. El gobierno estadunidense, como otros gobiernos, tuvo que encarar una presión política interna que buscaba preservar empleos y ganancias para los empresarios locales.
Estados Unidos volvió los ojos hacia lo que llamó "mercados emergentes", es decir, los países más grandes del sur del mundo -países como Malasia, Indonesia, India, Paquistán, Egipto, Turquía, Sudáfrica, Nigeria, Brasil y Argentina. Los vio como salidas para los productos estadunidenses -manufacturados, servicios de información y biotecnología- pero también como sitio para sus transacciones financieras. Pero estos países se habían comprometido con una ideología desarrollista que los empujaba hacia ciertas políticas proteccionistas. Así, Estados Unidos les explicó que, en una era de "globalización", tales prácticas eran perversas y contrarias a la producción. Los mercados emergentes debían abrirse al libre mercado, es decir, a las inversiones y actividades comerciales de Estados Unidos (y otros).
Los principales instrumentos usados para obtener obediencia hacia este nuevo régimen fueron el Fondo Monetario Internacional, el Departamento del Tesoro estadunidense y la Organización Mundial de Comercio (OMC), que habrían de sentar las regulaciones del libre comercio. Estas regulaciones habrían de ser aplicables a otros, no a Estados Unidos. El problema con las reglas, sin embargo, es que los otros también pueden usarlas. Cuando Estados Unidos (y Europa occidental) trataron de extender estas regulaciones a los llamados mercados emergentes, se toparon en Cancún con una resistencia, y Brasil condujo una coalición de potencias intermedias para insistir en que las regulaciones funcionaban para ambos lados -que si el sur disminuía sus barreras al libre comercio, Estados Unidos y el resto del norte tendrían que hacerlo también (ver Comentario 122, primero de octubre de 2003). Estados Unidos se rehusó a todo y por tanto Cancún fue un fracaso.
Pero surgió un problema mayor, pues la Unión Europea y otros en el norte resienten el proteccionismo estadunidense, dado que afecta sus intereses directamente. Cuando George W. Bush impuso aranceles al acero para proteger a los productores estadunidenses en entidades que le son cruciales para ganar las elecciones (Virginia occidental y Ohio), los europeos llevaron el caso ante el tribunal de la OMC, acusando a Estados Unidos de violar el acuerdo general. Ganaron el caso y obtuvieron el derecho a imponer contra-aranceles, y amenazaron con fijarlos contra productos estadunidenses que provienen de otras entidades importantes electoralmente para George W. Bush, como Florida y Michigan. El resultado es que Bush tocó fondo y revocó los aranceles al acero. Pero los europeos no habían terminado. Planean usar las mismas medidas arancelarias si Estados Unidos no pone fin a las reducciones fiscales que le otorga a las corporaciones estadunidenses en sus operaciones indirectas. Resulta que tales operaciones también violan el acuerdo de la OMC.
Por si fuera poco, cuando George W. Bush anunció que no iba a permitir que los franceses, los rusos, los alemanes y los canadienses licitaran contratos en la reconstrucción de Irak, se le anunció de inmediato que esto también violaba el acuerdo de la OMC. De pronto, la OMC -un invento, y ansiado logro, estadunidense- comenzó a mirarse como un albatros en el cuello de Estados Unidos. El libre comercio es maravilloso, por supuesto, si uno no tiene que cargar con los costos negativos por sí solo.