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MERCEDES

Julio Sedas (*)

El tapete amaneció de un gris tan intenso que creo que no tiene forma. Como una mancha prolongada en este pedazo de cielo. Con sus casonas viejas de muros carcomidos y ventanas rotas, jardines efímeros y sus salones grandes con pinturas de risas lúgubres y ocasos que se confunden.

Respirar el olor a tiempo que se quedo impregnado en el ambiente. Las sillas enormes de madera apolillada y ese enorme piano de un color que no sabría describir. Todo hasta la fuente en mitad de la nada parecen apuntes de una tinta que nunca dejo de escribir.

Su iglesia gris de tanto ver, tiene su atrio grande pero triste con sus portones de un anaranjado intenso, dos torres que se levantan entre las casas y que cada hora a la hora dejan escapar un sonido que no es otra cosa mas que un quejido que se va y se pierde entre esos caminos sin regreso.

Sus calles angostas, adoquinadas pero siempre atentas, se enredan en la plaza con sus jardineras triangulares, y su kiosco rayoniado testigo de amores perspicuos, confidente hermético de promesas.

Tal pareciera que la vida se olvidó de este lugar. Que las cosas han estado así siempre y que nunca cambiaran. Entre las casas hay una que me llamó la atención, la casa de Mercedes. Es y no es como las demás y a medida que me voy acercando se deja entrever su portón café enorme que parece muralla. Veo ahora la ventana abierta y me asomo. Está sobre una banquita evocando sus recuerdos y nostalgias las mismas que se le pierden. Platica con sus retratos tan naturalmente que prolonga charlas que tardan días. Como la vez en que no comió en dos días por estar escuchando como su abuelo Saúl le contó de su tío que salió con cara de conejo porque al estar la abuela Juana preñada se le antojó conejo y entonces, esa tarde se sacrificaron treinta de ellos. Pero de los cuales ella no probó ni un solo bocado, porque Teodoro ya muy borracho se fue a vomitar al hoyo donde se estaban preparando y después se fue a caer sobre la abuela provocándole que se adelantara el parto y luego se muriera en casa de Toña la partera entre lagrimas de coraje y de miedo, agitando las manos como queriendo rasguñar otro pedazo de vida. En un mes Saúl se convirtió en una especie de bola deforme con pelos por todos lados de la cara. Se quedaba viendo durante horas el patio, sentado en la fuente con la esperanza de ver la silueta de Juana atravesándolo para ir a tirar la comida a los puercos con un aire de bonanza. Llegó a tal extremo que fue él, él el que atravesaba el patio y Juana la que lo miraba recargada en la fuente. Saúl fue haciendo que su nostalgia durara porque ignoraba que su mujer le gritaba con el coraje del corazón herido y entonces maldecía a la vida, a dios y hasta a ella misma, por haberlo dejado solo en la que ella llamaba la perra vida .

Todo hubiese terminado así, si no es que Lázaro, el hijo mayor y papá de Mercedes no lo amarra la noche en que se había tomado los ocho litros de caña y lo deja atado de pies y manos en su cuarto hasta que la desesperación hizo que Saúl rompiera la cama donde tantas veces hizo que el pueblo se espantara por los quejidos y gritos que daba Juana. Espantadas de escucharlos las mujeres pedían a dios que las libraran de aquel pecado, pero dentro de ellas maldiciendo no tener la suerte de que el diablo les acariciara la vida. Era vivir entre dioses y diablos y pasar los días enteros rezando para que les perdonaran todo el placer que no pudieron sacar, cuando a Saúl y Juana esto no les importaba. Vivían en el sitio que tenían otras casas como la suya, con calles igualmente trazadas y verdes bien definidos pero sin nombres porque un lugar así no los necesita. Al recordarlo Saúl intentaba desamarrarse de la cama con más fuerza hasta que mareado por el esfuerzo se envolvía en llantos que duraban horas.

Mercedes tenía ocho años y sentía miedo oír los gritos del abuelo. Sus amigas le contaban que ése era el castigo por tener una vida puerca, entonces Meche nunca se acercaba lo suficiente a la recámara. Hasta que un día su papá le dijo: "Meche, llévale un poco de agua a tu abuelo" y en ese momento todo se le nublo y empezó a sentir que un hoyo se abría en la tierra y muchas voces le gritaba su nombre. Ahí supo lo que era el miedo.  De repente su padre insistió: "escuincla pendeja qué chingado estás esperando" y le dio una patada por el culo que la mandó a estamparse en la mesa dejándole un tremendo chichón. Meche salió corriendo con más miedo a su padre que a su abuelo. Y entró al cuarto. En sus ojos se posó la imagen de un hombre que no reconocía pero que le provocó una tristeza tan enorme que no se le quitaría nunca. Y ahí estaba presente en el viento, en el sol de la tarde, en el zacate color verde quemado que se agitaba saludándola y al que ella sonreía con su dentadura chimuela. No fue al entierro ni volvió a salir de su casa jamás. Y es que desde que ella le dio un poquito de agua nació entre ellos un vínculo que los dejaría marcados para siempre. Era la fantasía de la niña que empezaba a ser y la fantasía del hombre que estaba apunto de no ser más. Se creó ese contraste donde fueron descubriendo que coincidían en varias cosas hasta que comprendieron que la vida no cambia, que sólo nos enreda como bejucos que tarde o temprano se revientan. Pasaban tardes enteras contándose anécdotas e historias efímeras, con las que se reían sin parar como niños viejos.

Ahora han pasado ochenta años. Meche sigue platicando con su abuelo y quejándose de sus trivialidades y locuras, de sus canas y arrugas, diciéndole que el tiempo se hace pendejo, que la tierra le parece una porquería y una delicia a la vez pero que está feliz de haber nacido en este pueblo de mierda. Entonces empieza a verse a sí misma con el peso de los años. Y se le descompone el humor, cansada de soledad y de mirar al cielo y nunca escuchar nada, junta sus lagrimas y ríe con la misma convicción con la que odia al abuelo por haberse muerto, se talla la cara y empieza a guardar sus fotos. En ese momento sopla un viento que tira una y con dificultad la recoge. Sonríe lentamente dejando escapar una frase que el viento alcanza a descifrar, "vales madre Meche".

Altotonga, agosto 2002 

(*)Julio Sedas Domínguez nacido el 15 de enero de 1979 en el Distrito Federal. Amante de la literatura, con un grande deseo de llegar a ser un escritor.