Revista Globalización (Home page)

EN EEUU TODOS SOMOS CÓMPLICES DE LA CRISIS

George Soros

Todo Estados Unidos se ha levantado en armas contra los abusos corporativos y los malos manejos financieros. Nuestra indignación corre pareja con el asombro: "¿cómo es posible que esto haya ocurrido?" Los excesos de la bonanza de la década de 1990 y el clamor por reformas que ha acompañado al derrumbe actual son en realidad una característica recurrente de los mercados financieros. Lo asombroso es que después de tantos ciclos de auge/caída aún no entendamos en forma apropiada cómo operan los mercados financieros.

La sabiduría prevaleciente sostiene que los mercados tienden al equilibrio, es decir, a un precio en el cual los compradores y vendedores se equilibran unos a otros. Puede que eso ocurra en el mercado de bienes, pero categóricamente no es así en los mercados financieros. En éstos es difícil encontrar un equilibrio porque no operan con cantidades conocidas; tratan de descontar un futuro que es contingente respecto de la forma en que lo descuentan en el momento actual. Lo que ocurre en los mercados financieros puede afectar los ''fundamentos'' de la economía que supuestamente dichos mercados reflejan, y esa es la razón por la cual los años recientes han producido un auge tan pronunciado y aparentemente irracional del mercado de valores, seguido de una caída que es igual de pronunciada y aparentemente irracional. En vez de una conexión de un solo sentido entre la oferta y la demanda por medio de los precios del mercado, se da una conexión de ida y vuelta: los precios del mercado pueden también alterar las condiciones de la oferta y la demanda en forma circular. En mi libro La alquimia de las finanzas, publicado en 1987, llamé ''reflexividad'' a esta conexión de ida y vuelta. Y me parece que explica mejor la turbulencia actual de los mercados financieros que la teoría más comúnmente aceptada del equilibrio.

Futuro imposible

Debido a esta conexión de ida y vuelta es imposible determinar dónde reside el equilibrio. Los participantes en el mercado tienen que prever un futuro que no sólo es desconocido, sino imposible de conocer. La teoría de la reflexividad no ofrece una nueva forma de determinar el resultado: sostiene que el resultado es imposible de determinar. Por ejemplo, era predecible que la burbuja de la Internet estallaría, pero era imposible predecir cuándo. Existe una encrucijada en cada punto del camino, y sólo se determina el curso real conforme se van tomando las decisiones. Tal visión socava las pretensiones científicas de los economistas: se supone que las teorías científicas explican y predicen; aceptar la reflexividad requiere reconocer que la ciencia social en general y la economía en particular no pueden brindar predicciones científicamente válidas. Este es un cambio paradigmático que no ha ocurrido.

Si bien la reflexividad no puede producir predicciones firmes, sí posee considerable fuerza explicativa. En primer lugar explica cómo la tendencia prevaleciente en el mercado financiero puede fortalecerse o derrotarse a sí misma. Para crear una burbuja, la tendencia prevaleciente debe primero fortalecerse hasta el punto de volverse insostenible y luego se fortalece en la dirección opuesta, con lo cual acaba derrotándose. Todas las secuencias auge/caída siguen esta pauta. En segundo lugar, al reconocer que las decisiones financieras no pueden basarse en predicciones firmes del resultado, la reflexividad llama la atención sobre el papel formativo que desempeñan los conceptos erróneos en el desarrollo de las secuencias auge/caída. Por ejemplo, en la bonanza de los conglomerados ocurrida en la década de 1960, el concepto erróneo era que el incremento en el rendimiento por acción era igualmente valioso si se producía por crecimiento interno que por adquisiciones. Tengo bien presente cómo, después del colapso de los conglomerados, el presidente de la Ogden Corporation (a quien había yo vendido la empresa de ingeniería de mi hermano) me dijo en una comida que las utilidades de la empresa se estaban derrumbando porque ''ya no tengo un auditorio al cual tocarle'', es decir, ya no podía usar esas acciones para adquirir compañías y de esa forma elevar ganancias como por arte de magia.

Nos encontramos ahora en una situación similar. Durante la bonanza reciente, las corporaciones se valieron de todos los mecanismos a su alcance para elevar las ganancias y así satisfacer las siempre crecientes expectativas que mantenían en alza constante los precios de las acciones. Astutos ingenieros financieros inventaban mecanismos más y más novedosos y, cuando se agotaron los legítimos, algunas corporaciones se volvieron a los ilegítimos. Cuando el mercado dio el vuelco, algunas de estas prácticas ilegítimas quedaron expuestas. Por ejemplo Enron, como muchas empresas, recurrió a las entidades de propósito especial (SPE, por sus siglas en inglés) para que sus deudas no se reflejaran en sus estados financieros. Pero a diferencia de muchas otras compañías, echó mano de sus propias acciones para garantizar las deudas de sus SPE. Cuando el precio de las acciones cayó, el esquema quedó al descubierto y Enron se vio empujada a la bancarrota, la cual a su vez reveló otras irregularidades financieras que había cometido. La quiebra de Enron reforzó la tendencia a la baja del mercado de valores, lo que condujo a nuevas bancarrotas y a más noticias de malos manejos empresariales y personales. Tanto la tendencia a la baja como el clamor por acciones correctivas cobraron impulso y se fortalecieron a sí mismos precisamente en la forma descrita por la teoría de la reflexividad.

Si existe una diferencia importante entre la crisis actual y, digamos, la bonanza de los conglomerados en la década de 1960 -en la cual los inversionistas también recompensaban el incremento de rendimientos por acción sin preocuparse de la forma en que se lograra-, sería una diferencia de enfoque. El auge de los conglomerados se refería a un solo segmento del mercado de valores -los conglomerados y las empresas que adqui-rían- y un segmento del público inversionista, encabezado por los llamados fondos ''go-go''. Cuando los conglomerados comenzaron a amenazar al establishment financiero como un todo, éste cerró filas contra ellos. En contraste, el auge de los años 90 abarcó toda la comunidad de corporaciones e inversionistas, y el establishment actual, incluso el político, fue totalmente cómplice. Enron, WorldCom y Arthur Andersen no hubieran salido adelante con sus actividades ilícitas sin el estímulo y el refuerzo activo de virtualmente todos los sectores de la sociedad estadunidense: otras corporaciones, inversionistas profesionales, políticos, medios de comunicación y público en general. Mientras que el auge de los conglomerados terminó por la resistencia del establishment, en este caso se permitió que el auge siguiera su curso y la búsqueda de medidas correctivas sólo se inició después del colapso. Incluso hoy, un gobierno pro empresarial trata de minimizar los daños. Al buscar remedios no basta con hacer escarmiento en unos cuantos delincuentes: todos estamos implicados y deberíamos rexaminar nuestra visión del mundo.

Según la teoría de la reflexividad, los conceptos erróneos o defectuosos son la causa, al menos en parte, de la mayoría de las secuencias auge/caída. Al analizar lo que salió mal en la década de los 90 podemos identificar dos elementos específicos: un desgaste de las normas profesionales y un dramático aumento en los conflictos de interés. En realidad, ambos son síntomas del mismo problema general: la glorificación de la ganancia financiera sin importar cómo se logre. Los profesionales -abogados, contadores, auditores, analistas de inversiones, funcionarios corporativos y banqueros- permitieron que la persecución de ganancias derribara valores profesionales que habían prevalecido mucho tiempo. Los analistas de inversiones promovieron acciones para ganar negocios de banca de inversión; los banqueros, abogados y auditores contribuyeron a las prácticas engañosas y las favorecieron por la misma razón. En forma similar, los conflictos de interés se pasaron por alto en la carrera demencial por obtener ganancias. Si bien sólo un pequeño número de personas cometió actos que puedan tipificarse como delitos, muchas más participaron en actividades que en retrospectiva parecen dudosas y engañosas. Obraron así gracias a opiniones legales tranquilizadoras, a principios contables generalmente aceptados (PCGA) y a la cómoda noción de que todos los demás hacían lo mismo. Cuando los principios de aplicación general se codifican -como ocurre con los PCGA- las reglas, paradójicamente, se vuelven más fáciles de evadir. Nació toda una industria, llamada finanzas estructuradas, dedicada en su mayor parte a la evasión de reglas. Una vez que se introducía con éxito una innovación financiera, era imitada con entusiasmo, y los límites de lo aceptable fueron empujados por practicantes sin escrúpulos. Se puso en funcionamiento un principio de selección natural: los que se opusieron a dejarse llevar fueron empujados a las orillas, y los que conducían el proceso no veían las señales de peligro porque se veían impulsados por su propio éxito y por el reforzamiento que recibían de otros. Como dijo una fuente al Financial Times, ''no podían ver el iceberg porque estaban parados en su punta''.

Reagan y Thatcher

En el fondo de esta persecución indiscriminada del éxito financiero estaba la creencia de que el interés común se ve mejor atendido cuando se deja a la gente ir en pos de sus estrechos intereses. En el siglo XIX se llamaba a esto laissez-faire, pero como la mayoría de sus adeptos actuales no hablan francés, le he dado un nombre más contemporáneo: fundamentalismo del mercado. Este fundamentalismo se volvió dominante alrededor de 1980, cuando Ronald Reagan fue electo presidente de Estados Unidos y poco después Margaret Thatcher llegó al cargo de primera ministra de Gran Bretaña. Su objetivo fue eliminar de la economía las regulaciones y otras formas de intervención gubernamental y promover el libre flujo de capital y la actividad empresarial, tanto en el ámbito interno como en el internacional. La globalización de los mercados financieros fue un proyecto fundamentalista y ganó considerable terreno antes de que sus desventajas se pusieran de manifiesto. El fundamentalismo del mercado es una ideología falsa y peligrosa. Es falsa por lo menos en dos aspectos: en primer lugar, interpreta en forma por demás errónea el funcionamiento del mercado, pues da por sentado que los mercados tienden al equilibrio y que éste garantiza la distribución adecuada de recursos. Los economistas académicos han ido mucho más allá del equilibrio general -la teoría en boga son los equilibrios múltiples-, pero los fundamentalistas del mercado siguen creyendo que están respaldados por principios científicos sólidos, no sólo de economía, sino por la teoría de la supervivencia del más apto enunciada por Charles Darwin.

En segundo lugar, al equiparar los intereses privados al interés público, los fundamentalistas del mercado confieren una calidad moral a la persecución del interés individual. Pero si los mercados financieros no tienden al equilibrio, como sostiene la teoría de la reflexividad, tampoco se pueden equiparar los intereses privados al interés público. Dejados a su propio arbitrio, los mercados financieros son proclives a conducir a extremos socialmente destructivos. La falacia de atribuir calidad moral al mecanismo del mercado cala aún más hondo. Lo que distingue a los mercados es precisamente que son amorales, es decir, las consideraciones morales no encuentran expresión en precios de mercado.

Esto es porque los mercados eficientes tienen por definición tantos participantes que ninguno puede por sí mismo afectar el precio de mercado. Incluso si algunos participantes se ven refrenados por escrúpulos morales, otros tomarán su lugar a precios apenas marginalmente diferentes. Por ejemplo, los moralistas no pueden evitar que las compañías productoras de alcohol y tabaco atraigan capital más o menos en los mismos términos que empresas menos pecaminosas. Por consiguiente, los anónimos participantes en el mercado no necesitan preocuparse en general por las consecuencias sociales de sus acciones porque esas consecuencias son muy marginales. La amoralidad de los mercados financieros es uno de los factores que contribuyen a su eficiencia: permite a los participantes dedicarse al objetivo único de maximizar sus ganancias sin preocuparse por las consecuencias sociales. (Por supuesto, el concepto de eficiencia del mercado es sólo una abstracción. En realidad muchos participantes no son anónimos y sus decisiones pueden arrastrar a otros.) Precisamente porque los mercados son amorales, no podemos confiarles por completo la distribución de recursos. La sociedad no puede sostenerse sin cierta consideración al interés común. Si los intereses privados no pueden igualarse al interés público, debe darse expresión a éste en alguna otra forma que no sea por medio del mercado.

Aquí debemos establecer una distinción entre hacer reglas y sujetarse a ellas. Como participantes en el mercado, debemos buscar nuestro interés siempre y cuando sigamos las reglas. En cambio, cuando hacemos reglas debemos guiarnos por el interés común, y en una democracia hacemos las reglas entre todos. Al afirmar que el interés público se beneficia al permitir que las personas persigan sus intereses personales, los fundamentalistas del mercado han borrado la distinción. Los que se adhieren a esta ideología de conveniencia no tienen escrúpulos para torcer las reglas en beneficio propio. El resultado no es la competencia perfecta sino un capitalismo tramposo, en el que los ricos y poderosos se sienten justificados en disfrutar de su posición de privilegio.

La Reserva Federal

Los peligros del fundamentalismo del mercado son evidentes en particular en la arena internacional. El desarrollo de nuestras instituciones financieras internacionales no se ha mantenido al paso del crecimiento de los mercados financieros globales, y en consecuencia hemos visto varias crisis financieras importantes desde 1980. Su impacto en la economía estadunidense ha sido relativamente modesto porque siempre que una crisis amenazaba la prosperidad de Estados Unidos la Reserva Federal (banco central) tenía una fuerte intervención, como ocurrió en la crisis de manejo de capital a largo plazo, en 1998.

Pero muchos otros países -Argentina, Brasil, México, Tailandia, Indonesia, Corea, Rusia- han sido devastados, algunos más de una vez. En vez de reconocer que los mercados financieros son inestables en sí mismos y que mercados mayores requieren de instituciones públicas que mantengan la estabilidad, los fundamentalistas del mercado han llegado a la conclusión opuesta: culpan de la inestabilidad al Fondo Monetario Internacional (FMI).

Afirman que los paquetes de rescate del FMI han creado un "peligro moral" al estimular los mercados para que extiendan más crédito del que tendrían en otras circunstancias. Cediendo a la presión de estos fundamentalistas, el FMI ha dado marcha atrás a sus políticas, y en vez de entrar al rescate desde afuera impulsa un rescate desde adentro, en el cual también el sector privado debe hacer concesiones. En vista de que la motivación de los bancos de inversión no es la caridad, quieren que se les pague por la parte que realizan en el rescate, lo cual significa intereses más elevados, que a su vez socavan aún más el crecimiento económico de un país en desarrollo.

El cambio de política del Fondo Monetario Internacional durante la secuela de la crisis de los mercados emergentes de 1997 a 1999 ha incrementado el costo del capital que se envía a los países endeudados. En consecuencia, los años recientes han visto un reflujo de la periferia al centro, como lo demuestra el creciente déficit en cuenta corriente de Estados Unidos, que actualmente rebasa 400 mil millones de dólares, equivalentes a 4 por ciento del producto interno bruto. La situación tiene las hechuras de otra burbuja que tarde o temprano estallará, aunque no se puede predecir cuándo. El reciente debilitamiento del dólar es un signo ominoso, en especial porque las principales alternativas, el euro y el yen, no son particularmente atrayentes.

La crisis financiera de Brasil es aún más amenazadora. Desde la perspectiva del fundamentalismo del mercado, Brasil ha hecho todo bien; sin embargo, sus bonos producen actualmente más de 20 por ciento en términos de dólares y ningún país puede vivir con tasas de interés tan altas.

Después que el gobierno de Bush cedió en su anterior oposición, el FMI preparó un paquete de rescate por 30 mil millones de dólares, pero eso no impresionó a los mercados. Ahora que se les ha hablado del peligro moral y de cargas compartidas con el sector privado, están decididos a evitarlo. Después de una breve retracción, las tasas de interés volvieron a escalar a 20 por ciento.

Al imponer tasas de interés tan altas, los mercados financieros se embarcaron en una profecía que se cumple por sí misma y que está arrastrando a Brasil a la insolvencia. Si Brasil fracasa, el sistema financiero internacional según está constituido actualmente habrá fallado.

Los mercados financieros globales han creado un campo de juego disparejo que no puede sostenerse en su forma actual.

Existe una necesidad urgente de reformar el sistema, fortaleciendo la función del FMI como prestamista de último recurso para los países que no pueden obtener crédito del sector privado y animando a los países en desarrollo a buscar un crecimiento más orientado a su mercado interno y reducir así su dependencia del crecimiento dirigido por Estados Unidos. Esto requerirá cambios institucionales de largo alcance, pero no hay indicio de que el gobierno de Bush y otros con autoridad económica reconozcan esa necesidad, en particular porque continúan casados con las teorías del fundamentalismo del mercado.

Fundamentalismo mercantil

En la arena internacional, como en el terreno interno, el fundamentalismo del mercado asume que la búsqueda colectiva del interés privado produce estabilidad económica. Pero como lo muestra la actual turbulencia, la falta de principios éticos y preocupaciones sociales -sea entre gobiernos o entre contadores- crea enorme inestabilidad. Los valores se forman exactamente mediante el mismo proceso reflexivo que los precios del mercado. Como expliqué antes, hay una conexión de ida y vuelta entre los valores y los fundamentos de la economía (el desempeño económico de las compañías y los gobiernos) por un lado y los precios del mercado por el otro. Existe la conexión "normal" que se estudia en teoría económica, según la cual las curvas de la oferta y la demanda determinan los precios, y también una conexión reflexiva inversa, en la cual los acontecimientos del mercado tienen repercusiones en los valores de los participantes y en los llamados fundamentos. Mientras más susceptibles sean los valores de los participantes a los acontecimientos del mercado, más inestable se vuelve el sistema. Los principios éticos, profesionales y sociales firmes son como un ancla que mantiene estables los mercados financieros. En tal circunstancia las condiciones se aproximan a lo que estipula la teoría económica: los valores son más o menos independientes de los mercados, y el resultado es un equilibrio más o menos estable. Pero cuando las personas persiguen el éxito financiero sin tomar en cuenta otros aspectos, se vuelven participantes voluntarios en procesos que en principio se fortalecen a sí mismos pero a la larga se derrotarán.

Eso es exactamente lo que ocurrió en el reciente ciclo auge-caída. Warren Buffett y unos cuantos más se negaron a dejarse llevar por la exuberancia internacional de la década de 1990 y siguieron basando sus decisiones en los fundamentos del desempeño económico. En cambio la gran mayoría de los inversionistas fueron arrastrados por una ola que se alimentaba a sí misma y que absorbió a muchas personas que nunca habían invertido en acciones. El retiro de restricciones estimuló a los talentos emprendedores e inventivos, y los intereses de los accionistas cobraron preferencia sobre otras consideraciones. La exuberancia no fue del todo irracional. Sólo cuando los fundamentos no lograron mantenerse al parejo de las expectativas el proceso se volvió insostenible. Fue entonces cuando los principios éticos y profesionales ya no lograron contener el proceso dentro de un límite.

Mercados amorales

El argumento de la estabilidad es relevante no sólo para los mercados financieros, sino para la sociedad como un todo. Como hemos visto, los mercados financieros son amorales, mientras que la sociedad no puede permanecer estable sin ciertos valores compartidos. Si bien la amoralidad da eficiencia a los mercados, también los vuelve inhumanos. Mediante el proceso político debe introducirse cierto sentido de humanidad, aun si significa sacrificar cierto grado de eficiencia medida en términos de producto interno bruto. Esta es la perspectiva fundamental que se le ha estado escapando a la política estadunidense.

Los fundamentalistas del mercado han logrado convencerse a sí mismos y a otros de que el objetivo apropiado de la política es proteger los mercados de la reglamentación para favorecer la eficiencia y el crecimiento económico, y apuntan al fracaso del socialismo en todas sus formas. Pero este argumento está basado en una lógica defectuosa: del hecho de que las reglamentaciones sean deficientes no se deriva que los mercados no reglamentados sean perfectos. El hecho es que todas las construcciones humanas, incluidos los mercados, son imperfectas en un sentido u otro; la perfección está fuera de nuestro alcance. Es allí donde todos los fundamentalismos, entre ellos el del mercado, se equivocan siempre: se sienten dueños de la verdad absoluta.

Claro está que al desarrollar un nuevo marco regulatorio debemos recordar que las reglamentaciones tienden a ser aún más imperfectas que los mercados. Requieren de un mecanismo de retroalimentación que permita corregir los errores. Eso es lo que hace que los mercados regulados sean superiores a la planificación central: en ausencia de la retroalimentación que dan los mercados, la libertad de expresión y las elecciones libres, no hay límite a los errores que pueden cometer los gobiernos. En cambio la democracia puede mantener los excesos gubernamentales dentro de ciertos límites, de la misma forma en que los gobiernos pueden contener los excesos de los mercados financieros.

Conflictos de interés

En las últimas dos décadas, y en particular a partir de 1990, hemos dado demasiada rienda suelta a los mercados financieros. Hemos permitido que las corporaciones maximicen ganancias en detrimento de consideraciones tales como la igualdad de oportunidades, la protección ambiental y el mantenimiento de la red de seguridad social. Las normas profesionales se han relajado y proliferan los conflictos de interés. Corregir estas deficiencias requerirá mayor intervención gubernamental. Es interesante que la medida que puede resultar más efectiva para mejorar el ambiente sea la reciente directriz emitida por la SEC que obliga a los altos directivos de las 947 compañías más grandes a certificar sus estados financieros con retroactividad al principio del año fiscal anterior. De esta forma se puede fincar responsabilidad penal a dichos ejecutivos si los estados financieros no dan una representación veraz de la condición financiera de la empresa, incluso si se conforman a los principios contables generalmente aceptados.

La directriz es lo bastante vaga para que los directivos prefieran exagerar en las precauciones y revelar todas las prácticas cuestionables. Vuelve a garantizar la supremacía de los principios generales sobre las reglas particulares. Al hacerlo se remonta a los días de gloria de la SEC antes de Mike Milken, cuando principios tales como los negocios con personas involucradas en abuso de información privilegiada (insider trading, en inglés) y la manipulación de mercados no habían sido codificados por veredictos judiciales.

La legislación es sólo parte de la respuesta. Las reformas legales deben venir acompañadas de un cambio fundamental de actitud. En último análisis, las normas profesionales sólo pueden ser mantenidas por los profesionales mismos, y los conflictos de interés sólo pueden evitarse si las personas pueden reconocer un interés común más allá de su interés personal. Sin tal cambio interior, las nuevas legislaciones y reglamentaciones sólo estimularán mayor evasión.

Es poco realista esperar que todos los participantes en el mercado experimentarán de pronto semejante conversión ética. Sin embargo, la opinión pública y el discurso público, como lo vimos en la década de 1990, pueden tener un impacto dramático en la conducta individual. Los estadunidenses debemos volver a aprender la diferencia entre una colección de individuos que persiguen cada cual su propio interés y una sociedad de personas guiadas por el interés público.

De lo bien que reaprendamos esa diferencia podría depender que este país y el mundo vuelvan a la estabilidad y prosperidad económica en los meses y años por venir.

(*) George Soros es presidente de Soros Fund Management y fundador de la Red Sociedad Abierta.

TRADUCCION: JORGE ANAYA . Reproducción de La Jornada, México.

(volver a página inicial)