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EL SOCIALISMO: UN SENTIMIENTO PARA EL NUEVO MILENIO

Dr. Angel Rodriguez Kauth (*)

En medio de una postmodernidad pragmatista y globalizadora se ha generado una suerte de hiato umbrío, un abismo entre una materialidad -que nada tiene que ver con el materialismo dialéctico- y las necesidades espirituales y materiales que alguna vez supieron embargar el pensamiento y los sentimientos de estos bichos que fueron humanos y hoy están robotizados por los apremios de una imbecilidad que obliga a ser eficiente y eficaz, caso contrario se está fuera del sistema, serás un marginal más de los que pululan por el mundo sin rumbo, como lo hacen los navegantes para los que ningún viento es favorable, ya que no saben hacia donde se dirigen.

Frente a tal panorama -que no es necesario describirlo en detalles ya que es harto conocido y sufrido por la mayoría de la población mundial que día a día se siente más sola entre tanta gente que habita miserablemente el planeta- hemos recibido en medio de fastos parafernálicos, al tercer milenio. En su momento, no hace más que un par de años, existía una creencia mágica que con su sola llegada se iría a arreglar todos los problemas que nos agobiaban y continúan habiéndolo: guerras, hambre, desnutrición infantil, pobreza material y espiritual, xenofobia, marginamiento, exclusión social, etc. etc.

Durante los siglos XIX y XX, buena parte de las personas tuvimos una ilusión: la de que la realidad podía mejorar gracias a las enseñanzas dejadas por Marx y Engels que denunciaron al sistema capitalista como el gran expoliador y explotador de las masas proletarias a la par que se había instalado como el generador de lo que llamaron la "falsa conciencia". Fue una espera con esperanza de que algo cambiara, no para que todo siguiese igual como en la metáfora lampedusiana, sino para tener la posibilidad de alcanzar lo mínimo que puede exigir todo ser humano: ser libres.

Sin embargo, el Siglo XXI no cambió la situación como por arte de magia, por el solo hecho de dar vuelta una página del almanaque. Me atrevo a afirmar que las cosas han empeorado. Las guerras están a la orden del día y cada vez con mayor intensidad la más afectada es la población civil; las hambrunas crecen hasta alcanzar cifras siderales, incluyendo a los países que se consideran desarrollados y ni que decir de lo que ocurre con los subdesarrollados o a los que eufemísticamente se les denomina en "vías de desarrollo"; la pobreza y su concomitante la exclusión social señorean por doquier en un mundo en que paradójicamente dice ser capaz de producir alimentos para el doble de sus habitantes gracias a los avances tecnológicos en la producción de los mismos; las expresiones xenófobas y racistas aumentan a pasos agigantados, no solamente como hechos individuales de enfermos mentales, sino también en las contiendas electorales donde a diario ganan adeptos -Francia, Austria, Ale mania, Noruega, Holanda, Dinamarca, Bélgica, etc-. Y de la libertad: bien, gracias. Se mantiene escondida, como si estuviese temerosa de asomar su nariz en medio de tanta iniquidad, ya que seguramente se la volarán con un misil atómico.

¿Y que quedó de aquellas enseñanzas de libertad y desalienación que nos fueran propuestas y a las que en su momento tantos "idiotas útiles" adherimos?. Nada, o mucho, pero esto último solamente si somos capaces de rescatarlas del arcón de los recuerdos para levantarnos de la posición servilmente arrodillada y replicar lo que hicieron los hominidos cuando adquirieron la postura erecta. Es decir, volver a convertirnos en humanos, pero no humanos por una cuestión biológica, sino humanos en la auténtica dimensión de la persona libre.

Entre tanto pragmatismo, cabe interrogarse -siendo consecuentes con el ánimo postmoderno- acerca de ¿para qué sirve el socialismo en la actualidad?. Se trata de una pequeña y a la vez enorme pregunta que me vengo planteando sistemáticamente desde hace unos años (1). Hoy ya he cumplido mi sexto decenio de vida (2) y, durante aproximadamente 45 de esos años, estoy compartiendo venturas y desventuras -más estas últimas que las primeras- con las diferentes formas en que se ha venido expresando históricamente el socialismo. Desde la actualidad en que se expresa mi testimonio de vida -a mediados del 2002- y bajo el panorama sombrío en el mundo que se ofrece para el socialismo como quehacer político, ideológico y hasta afectivo. Todo esto no es otra cosa que el producto perverso de los fenómenos ya conocidos de crecimiento desmesurado del neoconservadorismo y del descreimiento en las utopías -las que habitualmente en los discursos "políticamente correctos" es presentada como sinó nimo de estupidez o, con un poco de buena voluntad, de infantilismo. Entonces, ante ello, me quedan pocas alternativas por seguir:

a) Me corto las venas con un tenedor;

b) Me sumo a la vereda donde calienta el sol;

c) Me hago el indiferente y miro para otro lado, total este partido no es mío y nunca lo jugué;

d) Me replanteo mi condición de ser socialista, no con una de las archirremanidas autocríticas (3), sino con un simple -pero no por eso menos doloroso- proceso de reubicación de los parámetros que tengo para poder evaluar el fenómeno que me ocupa y que me preocupa.

Obviamente que salvo que algún lector me considere un idiota galopante (4), me queda como única opción válida la cuarta posibilidad, la cual es -con seguridad- sobre la que voy a trabajar de aquí hasta finalizar la nota.

Entiendo, con la humildad propia de un argentino -dicho esto con el sentido irónico que le corresponde a tan excepcional virtud de pertenencia nacional- que ser socialista (5) no es otra cosa que el compromiso que se asume ante mismo con una forma y estilo de vida, lo cual no debe entenderse como una "obligación" ante los otros, sino que éticamente nos "obliga" a vivir como hemos elegido y -a la par- que es la que más felices nos hace. En última instancia no es más que la imagen de sí mismo reflejada ante el espejo de uno mismo lo que se está defendiendo. Esta especial cosmovisión, que funciona como una síntesis de una teoría y práctica de la vida cotidiana, resulta ser independiente de a cual de las decenas de aditamentos se le pretenda colgar al sustantivo socialista. Salvo el stalinismo, que está fuera de discusión, de sí entra o no en la categoría de socialista (6) por sus reconocidas desviaciones autoritarias y antidemocráticas, el resto de las variantes que circulan por el espectro político hacen a un todo que en su momento no quiso ser vista por algunos como un sujeto/objeto unívoco e indivisible. Obviamente que hablar en política de un todo no significa hablar de homogeneidad idéntica entre los individuos que transportan la característica de una identidad ideológica mayor que los engloba. Hay diferencias entre unos y otros -afortunadamente que las hay- caso contrario estaríamos frente al triste espectáculo de robots políticos que piensan, actúan y siente ¿sienten? de manera idéntica pero sin capacidad de cuestionarse la realidad y la irrealidad de los episodios que pasan por delante suyo en cotidianeidad la vida.

Sin embargo, esas diferencias más que separar deben unir. Esto es algo así como la metáfora del Archipiélago, tan cara a los compañeros anarquistas, que dice que son un conjunto de islas que están separadas por aquello que las une. Un elemento común, el agua, es lo que separa y a la vez une a las islas en ese conjunto que geográficamente se define como Archipiélago.

Resulta curioso y -hasta porque no cómico sino fuera por lo desgraciado de la situación- que en aún en la actualidad me encuentre con gente que no conocía de antes y -a los tres minutos de establecido el diálogo político e ideológico- nos caractericemos recíprocamente como izquierdistas, que en su momento no pudimos ni quisimos dialogar -ni siquiera conocernos- porque andábamos en diferentes fracciones, o debido a que algunos creíamos que éramos francotiradores solitarios, como lo fue en mi caso particular.

No es este el momento en que pienso que sea prudente hacer un análisis intelectual acerca del socialismo, del comunismo real en particular, o de la izquierda en general. Análisis intelectuales y de tipo cognoscitivo han sido hechos por millares, algunos fructíferos y otros que han pasado sin pena ni gloria alguna para la historia del pensamiento y de las ideas políticas. Caracterizar a los diferentes partidos, fracciones, grupos y grupúsculos que han pretendido ser camaradas de identidad política es una tarea ímproba e innecesaria; los han habido (y los hay) en cantidades industriales (7). En este momento sólo necesito expresar porqué, pese a todos los fracasos que ha tenido el campo obrero durante los la última década, la que va desde el '89 al '02, sigo sintiendo la necesidad imperiosa de (8) continuar identificándome como un socialista más. En un plano eminentemente cognoscitivista -que quiero evitar, pero al que mis desviaciones profesionales me obligan- podría decir q ue es a consecuencia de que no tolero más en mi interior la disonancia cognitiva que me produce esta situación y que, consecuentemente prefiero, de manera caprichosa, seguir maximizando las alternativas positivas de la vertiente que elegí en su momento, hace ya más de cuatro décadas. Pero saliendo de ese limitado y limitante campo de análisis diré -al igual que otros muchos que todavía no se atreven a decirlo en voz alta- que también el socialismo es, fundamentalmente, un sentimiento, una pasión, una emoción que han sido puestos al servicio de un ideal solidario e insumiso.

¿O es que acaso las lecturas juveniles que hiciéramos -en Argentina- ya de José Ingenieros, ya de Alfredo Palacios, o las del propio C. Marx (9), solamente nos impresionaban por la sensatez de sus expresiones y por la estructura lógica perfecta con que estaban presentadas?. No, categóricamente, no. Es evidente que esto último no era solamente lo que nos conmovía. Por lo general las sacudidas emocionales y las seducciones amorosas no son el simple resultado de la combinación de argumentaciones intelectuales felices, sino que hay algo más. También nos removía hasta lo más profundo de las entrañas saber de la injusticia galopante, del dolor propio y, básicamente, del dolor ajeno; pero -por sobre todo- nos conmovía saber que era posible hacer algo para remediar tales situaciones que asolaban -no solamente nuestro entorno inmediato- sino también al mundo entero.

El socialismo significó para aquellas inquietudes juveniles un instrumento que nos permitía superar la contradicción en que se movía el mundo capitalista y católico de moral hipócritamente acartonada en que nacimos: egoísmo versus altruismo. Pretendimos ser altruistas, pero no nos llamemos a engaño, también había mucho de egoísmo en todo esto de pretender cambiar el curso de una historia que leíamos como injusta; aunque es preciso destacar que ese egoísmo narcisista se asumía solidario en una forma de conducta política altruista. No hace mucho tiempo atrás -en octubre de 1992- caractericé y diferencié a la amplia gama de partidos izquierdistas existentes -durante una Conferencia sobre Psicología Social, en San José de Costa Rica- como instrumentos políticos eminentemente intelectuales. Aquellos no son más que lugares o espacios físicos donde un joven -esto hasta hace algunos años- entraba por vez primera al local partidario y a las dos horas salía cargando con un montón de libros entre sus brazos. No fue una caracterización falsa, en todo caso era incompleta la que hice. Lo que no dije es que los jóvenes entraban a los locales partidarios haciéndolo más por motivaciones de tipo emocional, que movidos por razones de orden intelectual. También es cierto que gracias a aquellas modalidades de conducta partidaria, de cargar de lecturas a los jóvenes que se acercaban al partido, hizo que más de uno de ellos largara los libros por el camino de regreso a su casa y reconociera que esas modalidades de acercamiento no eran para él. Para ser socialista siempre se necesitó -y se necesita- una cuota bastante fuerte de carga emocional, a la par que un gran sacrificio intelectual que surgirá a posteriori cuando los componentes afectivos vean la necesidad de nutrirse de contenidos de conocimiento; cosa ésta última sumamente necesaria cómo para poder digerir sin atragantarse los magnos escritos dejados por los prohombres del pensamiento -el librepensamiento- y la lucha en el campo progresista y revolucionario de la izquierda nativa e internacional.

Esto que vengo de decir, de la emocionalidad necesaria con la que se carga la condición de ser zurdo, normalmente ha sido evitado por los tratadistas del socialismo y del marxismoleninismo, al que se le reconoce como nuestro origen común y al que se le adjudica la paternidad de aquello que hoy -ya adultos- nos hace seguir en la convicción de que todavía se pueden cambiar las estructuras injustas -de gobierno, de reparto de la pobreza, etc.- vigentes que son básicamente no solidarias. Personalmente me permito interpretar que esto de la emocionalidad ha sido sistemáticamente eludido por los analistas y teóricos del socialismo. Estimo que esta falencia -o gambeta a la realidad- ha sido a causa de que los sentimientos son los que alimentan a las doctrinas o cuerpos de creencias sin bases científicas de sustentación. Como el marxismo (10) es una teoría y práctica política científica, entonces nada mejor que sostener que no podía estar teñido en modo alguno por los colores de lo afectivo que matizan nuestras vidas. Y esta estrategia de trabajo merece ser calificada -sin soberbia intelectual alguna- como un soberano disparate. Se trate la ciencia de que se trate, quisiera que alguien pusiera un sólo caso de un científico que trabaja en su quehacer laboral a disgusto, que no pone en su trabajo cotidiano algo de pasión y de garra, donde no solamente está comprometido lo racional o lo intelectual, sino que también están comprometidas las emociones y los afectos pasionales que llevan adelante a continuar la tarea cuando se difumina y oscurece la raya del horizonte. Hasta quienes trabajan con materia fecal (11) se apasionan por su quehacer. No voy a creer que están seducidos por las características de aquella materia, por su olor, color o sabor, ya que su sola sospecha sería un dislate; pero sí se puede afirmar que están seducidos y entrampados por todos los datos que la misma les puede aportar para el conocimiento de su disciplina. Esto, analógicamente, la izqui erda -salvo honrosas excepciones- no lo quiso o no lo supo ver en su momento. El socialismo no es más o menos científico porque se niegue el apasionamiento por aquello que se hace o piense. No necesariamente un socialista que se apasione, por y con la lectura de Marx, va a caer en la posición acrítica y alienada del creyente religioso, el cual toma las palabras del Verbo como un acto de fe indiscutible e incuestionable para convertirse en un fanático del dogmatismo. Debo confesar que uno de mis mayores placeres intelectuales es poder entusiasmarme con la lectura de alguna obra del joven Marx, para llegar a discutirla metaperceptualmente con él a la distancia temporal, en divertidos y jocosos diálogos y metadiálogos que mantenemos con ardor, y que -si bien es cierto, a él no le permiten modificar sus escritos- a mí sí que me permiten comprenderlo mejor, crecer intelectualmente y -porqué no- también pasar un rato agradable entre sus páginas.

Desgraciadamente el socialismo, durante mucho tiempo, estuvo asociado con seriedad -recuérdense esos bigotes severos y, porqué no grotescos, de Alfredo Palacios-, con mojigatería victoriana, y hasta con pacatería y acartonamiento; me atrevo a sospechar que hasta más con lágrimas que con risas. El socialismo, como estructura política y discursiva, habitualmente no fue alegre y mucho menos lo fue para quienes eran sus militantes. Quizás, los que simpatizábamos desde afuera, los que no habíamos caído en el corsé partidario de matar ideas originales, podíamos verlo de otra manera y divertirnos a costillas de aquella seriedad pacata, más propia de lo victoriano decimonónico, que de lo revolucionario propiamente dicho. Lenin -y de esto sabía bastante- solía decir que más divertido que hablar de la revolución era hacerla. Y así lo hicieron el Che Guevara y Fidel Castro, quienes entre combate y combate, entre parte de guerra y escritura de diarios, contaban chistes y hacían bromas con sus compañeros, debiéndolas aceptar a su turno de buen -o mal- grado cuando les tocaba la hora de ser objeto de chanzas.

Es preciso -a efectos de comprender algo más que empáticamente lo que vengo sosteniendo- que me detenga unos instantes en la incuestionable relación dialéctica que existe entre la pasión y la razón, entre el sentimiento y el intelecto. En primer lugar, es necesario destacar que tanto lo pasional, lo sentimental, lo emocional y lo afectivo, son elementos de la vida humana que se reflejan en instancias no sólo de conducta, sino fundamentalmente en el orden de lo neurofisiológico, como tan bien lo han demostrado los progresos alcanzados por la escuela neurofisiológica y psicopatológica que inaugurara el celebrado investigador Iván P. Pavlov.

Para el socialismo lo emocional, lo afectivo (12), era entendido e interpretado casi como "un vicio" de la razón, resultaba imperdonable para un pretendido revolucionario estar afectado por tal desviación. Pero que otra cosa que tocarnos las fibras más sensibles hacía, hace ya más de setenta años -a sabiendas o no- Don Pepe Ingenieros cuando nos hablaba de la posibilidad de que se podía transitar libremente por el camino de Hacia Una Moral Sin Dogmas. A aquéllos que transitábamos -con nuestra pesada adolescencia a cuestas- por el mundo asqueados, renegando de la moral hipócrita en que vivíamos la cotidianeidad, Ingenieros nos dio la posibilidad de tener una utopía en la cual confiar y -porqué no- hasta en la que creer. Sin por eso que aquella convicción significara poner un límite a la posibilidad necesaria de mantener la crítica ideológica por encima de cualquier esclerosamiento partidocrático a la que están tan habituados los partidos políticos, ya sean burgueses o revol ucionarios. A este fenómeno se lo puede observar actualmente, en plena época de la distopía, o de la ausencia de utopías, ya que no son pocos los jóvenes (13) que están reclamando la posibilidad de pensar en voz alta -y a los gritos- de una manera disidente y subversiva para con el pensamiento oficial del sistema establecido. Todavía se está a tiempo -siempre lo hay, aunque los hombres de carne y hueso tengamos un tiempo finito y limitado- de reparar los errores cometidos. Y el socialismo también fue y es una utopía, caso contrario nunca será socialismo. No es posible aceptar como si fuera un catecismo religioso aquello de F. Engels -cuando acusó a Saint Simon y a Owens, entre otros- con el mote vergonzante de socialistas utópicos. ¿Y que?. El ser un utopista no es ser un delirante. En todo caso un socialista que no tiene una utopía es un materialista ingenuo (14). ¿Qué otra cosa es aquél que puede vivir sin utopías, sin la esperanza de alcanzar lugares desde donde se puedan hacer la s cosas mejor?; creyendo solamente que con la llegada de la etapa del "comunismo como fase superior del socialismo" se acaba la ilusión y se termina (Fukuyama dixit) para siempre con la historia, no como relato, sino como protagonismo de vida. Por todo ellos, vivir compartiendo un mundo que no espera algo nuevo del futuro, es vivir de manera anticipada la vejez, representa el orden de lo caduco y de lo esclerosado. Es, de alguna manera, la resignación quedantista de mirar pasar un estado de cosas que resultan inmodificables por que alguien o algunos las ha definido de tal modo. Y pese a mi vejez, no pienso pasarme el resto de los días que me quedan en el carretel a mirar como da vueltas el mundo, así como lo hacen tantos otros, quiero ser un protagonista más de la historia, de nuestra historia, de la que escribimos a diario entre risas y llantos.

Pero hoy, la izquierda vive sin utopías, las ha perdido por el camino de la derrota, perseguida por los fantasmas de los fracasos del socialismo real y de las escisiones, tensiones, descomposiciones y disputas entre los socialistas de distintos lugares que han llevado a que el sector político más progresista -y motor de los grandes cambios sociales- esté desorientado en cuanto a la interpretación de la teoría y, lo que es peor, en la práctica de la política como acción revolucionaria.

De tal suerte, los sectores emparentados con las tan en boga socialdemocracias se han resignado a la desaparición de las utopías y pretenden mimetizar la praxis política de la izquierda con las metodologías politiqueras de la derecha. Más aún, se sospecha desde estos sectores, que haber mantenido en alto viejas utopías es lo que retrasó el acceso al tan ansiado y codiciado Poder, para lo cual utilizan recursos pragmáticos impregnados de realismo ingenuo. Con lo cual, en los hechos electorales lo que se puede leer es que mayormente no han ganado los votos light del centro y que sí, en cambio, se han perdido los votos tradicionales de la izquierda, es decir, la de los zurdos que rechazan estas prácticas políticas perversas contaminadas de marketing y de campañas publicitarias donde se "vende una imagen", aunque el contenido... sea como la oquedad de un agujero: esté lleno de nada.

Para tomar un caso que conozco de cerca, voy a hacer referencia a lo ocurrido durante los últimos treinta años en mi país. En la Argentina, la gran crisis definitiva -y hasta hoy prácticamente terminal- la vivió el socialismo cuando desde algunos sectores político oportunistas se pretendió hacer la Patria Socialista con la camiseta prestada por el peronismo. Y así nos fue, no solamente a los socialistas, sino también al resto de los argentinos. Eso fue como juntar el agua con el aceite, no era factible mezclarlos. Más aún, el socialismo muchas veces se había mofado del carácter eminentemente emocional con que se rodeaba el peronismo en sus discursos mitológicos, con su culto a la personalidad del líder y en sus prácticas políticas ritualizadas por la chabacanería. Para la intelectualidad socialista vernácula eso era algo así como reducirse a una conducta política ingenua, infantil y vacía de contenido. Sin dudas que tenían razón. Pero ¡cuidado!. La intelectualidad alejada de lo compartidamente humano, que es lo afectivo, da como resultado un neutro. Algo que quiere ser pero no puede llegar a serlo. De ahí en más es como si el socialismo, desde la Argentina, anunciara al mundo que ya no tenían más espacio sus discursos y sus luchas. Los tristes acontecimientos que se sucedieron en el país a lo largo de estas tres décadas, ya se podían anticipar en sus consecuencias nefastas (15) desde esta pequeña historia.

El socialismo -aunque nunca se lo haya querido reconocer explícitamente desde su propio discurso- también es pasión, es amor, es bronca y a ellas hay que darles un lugar de salida. Y la pasión, la garra, solamente se ponen cuando se transpira la propia camiseta ideológica. Al pretender hacer el intento de cambiar la humilde camiseta de nuestros desvelos revolucionarios por otra que aparecía históricamente como exitosa entre la población argentina -en una estrategia politiquera que era más propia de momios seniles de Comité- para acercarse a la seducción del Poder, solo se logró destruir a la vieja y querida camiseta original; aún cuando toda esta estrategia, si es que se le puede llamar así, haya costado muchas tarjetas rojas -sobre todo de sangre roja- que regó las calles de nuestros pueblos y campos y mares.

En estos momentos no puedo olvidar un término que acuñó el notable ensayista y poeta uruguayo Eduardo Galeano: sentipensamiento. El sentir y el pensar van necesariamente unidos y eso es lo que quiso significar Galeano, a la par que es lo que debiéramos comprender para no movernos con criterios escindidos y parcializados. Es preciso tenerlo presente para trabajar en aras de un quehacer socialista integrado y no disociado, como ha pretendido más de un intelectualizado teórico vestido de socialista.

El socialismo significó -y así espero que siga significando- una alta cuota de honestidad política. Esto no está dicho en los términos de los clásicos discursos de barricada para lograr votos o tontos que a uno lo síganme (16). Está dicho con todo el significado y significante que pueda estar puesto en ellas. El socialismo es y fue no sólo el de Carlos Marx, sino que también fue y es el de la Luxemburgo. El socialismo no es ni fue ni será un fin en si mismo que justificase cualquier medio empleado para llegar a la meta propuesta. El socialismo era una forma de vida que servía para alcanzar objetivos. Nada más, lo que no es poco. Era, y continúa siéndolo, un medio y nunca un fin. Era una herramienta de trabajo político, ya que quienes en su momento adherimos a él lo hicimos convencidos de que por ahí pasaba el tren de la historia (17). Pero era una historia pensada e imaginada en los términos del progreso, del bienestar; la lucha de clases fue un instrumento para lograr una sociedad enteramente justa, no sometida, libre y democrática. Pero no fue así, desde el comienzo Moscú comenzó a hegemonizar autoritariamente la vida democrática de los diferentes partidos comunistas nacionales, a la par que intentaba terminar con las formas -quizás algo ingenuas- de las socialdemocracias. El Partido Comunista no fue capaz de ofrecer a los jóvenes aquello que buscábamos, en tanto que otras formas de expresiones socialistas a veces se quedaban cortas en sus pretensiones o declaraciones revolucionarias, para lo que eran nuestras demandas. Pero lo peor, es que aquellas otras estructuras políticas solo se preocupaban de hablarnos mal del comunismo, con un discurso semejante al que podía vender el Selecciones del Reader's Digest.

En realidad -lo que actualmente estoy pretendido analizar- nos dice que el malo de la película -por entonces- no era el tradicional imperiocapitalismo que se devoraba a sus hijos y a los hijos de los Otros, sino que el malo era el Partido de Stalin que gobernaba desde Moscú. Nos cambiaron la cara a los tantos con que se jugaba. Algunos optamos por seguir en la lucha como francotiradores aislados y aparentemente delirantes. Otros se fueron. Algunos otros se quedaron en las estructuras. Me olvidaba, otros -y no fueron pocos- cayeron asesinados por las balas de las dictaduras, siempre proclives a hacer blanco certero entre los socialistas, comunistas y personas librepensantes de cualquier fracción que se tratare.

Más, la cuestión no es derramar lágrimas sobre la leche quemada ni encima de los errores cometidos. Mi propósito es otro. Se trata simplemente de averiguar cual es la identidad política que le facilita el socialismo a aquéllos que todavía siguen confiando en él, o a aquéllos que -a contrapelo de la historia triunfalista- y con oportunismo político egoísta y personalista quisieron subirse a él cuando todavía era conveniente hacerlo.

Hoy, como ayer, el socialismo sigue siendo un polo convocante para los que aún creen que se pueden hacer cosas diferentes a las que el establishment nos ha habituado. Tal creencia no es semejante a la que postula el posmodernismo tanta veces proclamado y bien sistematizado por la filosofía de Lyotard o la política de Fukuyama. Obviamente que tampoco coincide con la creencia de la Iglesia (18), por más tercermundista que ésta se defina como una estrategia del discurso hierofánico por captar tontos en el mar que fuese. Sigue siendo la creencia que definió y describió hace más de un siglo Carlos Marx. La misma que algunos discípulos (19) e intérpretes la comprendieron en su sentido humanista y otros la desviaron en su favor personal, para -de esa forma- satisfacer íntimas inclinaciones autoritarias y autocráticas que venían a imponer el terror a sangre y fuego -como lo hiciera el stalinismo- en quienes habían depositado su confianza y dejado -a lo largo de la lucha revolucion aria- objetos y sentimientos irrecuperables, valiosos y queridos.

Mientras haya hambre, mientras hayan guerras, mientras exista el dolor, en tanto hayan injusticias, mientras existan poderes ignominiosos -y que se pretenden omnímodo- pero que ofenden la dignidad de lo humano, mientras se continúe con la violación de los Derechos Humanos, etc.; digo que mientras existan todas esa mierdas (20) que nos ofrece la cacareada "sociedad occidental y cristiana", el socialismo tiene y tendrá necesidad de estar presente como única tabla de salvación. Del mismo modo como junto a él van a sobrevivir todos aquéllos que intentan alcanzar el mismo objetivo de paz, justicia, libertad, dignidad, etc., aunque lo hagan a través de otras metodologías.

Para que el socialismo -la izquierda progresista en general- siga en el mundo cumpliendo el papel transformador que se ha propuesto y que se le reclama, deberá retomar el ideal humanista del joven Marx. En ese ideal está sentada en un lugar principalísimo la tolerancia. Ser tolerante no significa mimetizarse o aliarse con aquello o aquéllos que no están en lo nuestro de una manera simplemente oportunista. El socialismo nació ateo. Es respetuoso y tolerante de cualquier culto religioso y de cualquier práctica religiosa, pero es un desatino pretender hacer un socialismo cristiano, como se está poniendo en boga por el mundo occidental. Es cierto, tenemos muchos puntos de coincidencia con el cristianismo en lo que se refiere al tema de la justicia social. Pero, por favor, hay algo que no vamos a poder superar nunca -salvo que se quiera perder la identidad- y eso está referido a que no aceptamos infalibilidades de naturaleza alguna, por más tolerantes que seamos. Ya bastante ma l nos fue -históricamente- cuando desde adentro se aceptó la infalibilidad del "Padrecito" Stalin. Ahora no se puede caer en la trampa de hacer un enganche político -por razones tácticas y estratégicas, como se dice cuando se emplea el lenguaje de aquellos que se han definido como nuestros enemigos mortales desde el nacimiento mismo del socialismo- con quienes sostienen y defienden a rajatabla la infalibilidad de un Poder delegado desde lo extraterreno y que resulta a todas luces extraño a nuestro contenido ideológico y filosófico que ha venido dando cuerpo y sentido al ser de la izquierda.

El socialismo, en estos primeros años del Siglo XXI, y por mucho tiempo más hasta que no se logren los objetivos propuestos más arriba, significa todavía una esperanza de vida en dignidad. Para que esa esperanza tenga posibilidades de tomar una forma y contenido (21), es preciso que empecemos a limpiarle la cara y llamar a las cosas por su nombre, sin eufemismos.

Esto significa volver a recorrer los viejos textos donde está el abecedario en el cual alguna vez se abrevó con pasión y deleite pero, simultáneamente, es necesario actualizar a aquel abecedario. Actualización, aggiornamiento, no son términos que significan necesariamente el pragmatismo a que nos tienen acostumbrados los filósofos y ¿pensadores? neoconservadores que tan bien representan al capitalismo contemporáneo. Ya en otro lugar hice la diferencia entre oportunidad y oportunismo, por tal razón no voy a dedicar espacio a considerarlo. En la actualidad se trata de tener en cuenta la oportunidad histórica de ajustar el discurso a una juventud que no está preparada -ni tampoco le interesa- la mojigatería casi moralinesca que muchas veces tuvo el discurso socialista. Pero esto es una cuestión de tácticas y estrategias políticas, que tendrán que considerar y tener en cuenta los que actúan como políticos profesionales en cada uno de los ámbitos culturales donde actúen. Sin em bargo, al respecto, es preciso que señale un tema que me inquieta con respecto al discurso pretendidamente progresista de amplios sectores políticos socialistas. Es el que se refiere a no tener en cuenta algunas de las demandas hechas por la población, tanto cuando son gobierno como cuando son oposición o minoría con escasa representación parlamentaria.

Concretamente estoy haciendo referencia a que en el mundo moderno uno de los reclamos más difundidos es el que hace a las políticas y medidas de seguridad, tanto callejeras como domiciliaria. La "gente", "los otros", temen por su seguridad física en el espacio de las grandes metrópolis, como así también en las pequeñas urbes. Sin embargo, es harto común que los dirigentes políticos "progresistas" socialistas desprecien al tema de "la seguridad" ciudadana, tomándola solamente como sinónimo de represión policial. Es cierto, no se me escapa que en `nuestra' América hemos tenido que soportar duras persecuciones de "los servicios" surgidas -aquellas- de las doctrinas de la seguridad nacional que fueran impuestas desde los EE.UU. a sus cómplices vernáculas en el terrorismo de Estado. Pero esto no es óbice como para que no se tenga en cuenta la "seguridad", entendida como la protección mínima a que todo ciudadano tiene derecho por parte del Estado, máxime cuando previamente le ha confiado a éste la obligación de hacerse cargo de su protección.

Estimo que la falta de políticas claras al respecto, son las que condenan día a día a que los políticos socialistas se vean relegados del favor electoral. La represión no es la única forma de combatir el auge de la delincuencia que se produce como consecuencia ineludible de las perversas políticas económicas y sociales en que se haya sumida la mayoría poblacional. Existen otras formas, pero no viene al caso tratarlas aquí, simplemente dejo expuesta una falencia grave que es llenada en su requisitoria por las organizaciones de la derecha reaccionaria que hacen del "gatillo fácil" -disparar primero y preguntar después- la venta de una panacea peor que la enfermedad que pretenden curar, un síntoma que aflige a vastos sectores de la población mundial. Inclusive, no es extraño ver al robo y el homicidio entre pobres como un fenómeno cotidiano, no se trata solamente de una demanda de los "chanchos burgueses".

Pese a todo, a mí, hoy con más de sesenta años a cuestas, todavía el socialismo me sigue siendo útil, no solo como instrumento de especulación intelectual, sino fundamentalmente como una forma de vida. Me continúa sirviendo para tener vigente la pulsión de vida, el deseo de estar en este mundo, pese a las miserias del mismo. Y esto obedece a que todavía creo que se pueden hacer muchas cosas por lograr la justicia, la paz, la dignidad, en fin, todo aquello que le falta a la condición de lo humano para pretender ser algo más que un bípedo, es decir, un Hombre.

Pero, sin lugar a dudas que si solamente para esto sirviera el socialismo, entonces no sería otra cosa que una masturbación intelectual de individuos tomados de a uno. El socialismo tiene vigencia para satisfacer las pulsiones individuales de manera orgánica y estructurada con la de los otros, no sólo de manera aislada, sino asociados de una manera solidaria en un proyecto compartido con otros, común, de esfuerzos por satisfacer las necesidades -legítimas- de cada uno de los que aporten su grano de arena al bienestar de todos los habitantes del planeta. En la actualidad, más que nunca, estimo que es el socialismo la única oferta válida para superar el individualismo esquizoide que está anestesiando y embargando el sentir y el pensar contemporáneos. El socialismo sigue siendo la única barrera efectiva para evitar el retorno a un estado de cosas reaccionarias y ofensivas para la dignidad humana.

Para finalizar. Como se habrá podido observar, no quise utilizar cita bibliográfica alguna, esto ha sido así para ser coherente con lo sentimental que me ha llevado a ser socialista. Podían haberse hecho una y mil citas bibliográficas, pero se hubiera desmerecido el sentido que he pretendido darle a este artículo.

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