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LA QUEJA

LA GRAN OREJA Y LAS QUEJAS COTIDIANAS DE LOS ARGENTINOS

Dr. Angel Rodriguez Kauth (*)

En lo poco que va del milenio, el hecho de vivir en Argentina se ha convertido -entre otras cosas consideradas como reacción ante condiciones de vida inestables y dramáticas para más de la mitad de la población que atraviesa los senderos siniestros de la miseria, en tanto los otros recorren el camino de la incertidumbre y la desconfianza- en practicar "el deporte de la queja", ya verbalmente o ya con el movimiento de hombros que suben y bajan expresando: "¡y esto a mí que me importa!", como si fuéramos marcianos.

Es por ello que intentaré hacer lo que en su momento realizaran Erasmo (1507) y, más recientemente, B. Russell (1935), Puente Ojea (1995) y Brauman y Sivan (1998), entre otros que hicieron "elogios" con mucho mayor talento; para lo cual a veces usaron el fino recurso de la ironía, aunque cuidando el peligroso sentido irónico que lleva como tropos lingüístico; en otras utilizando el cinismo y -por cierto que en las menos- con un sentido literal -de tipo lineal- el elogio de una forma de vida, como es la queja.

He elegido aquella expresión cotidiana de la conducta que ha golpeado el foco atencional de mis reflexiones sobre lo que ocurre en la habitualidad de los argentinos y quienes comparten sus y desventuras en una época de crisis social, política y económica inédita, como no se la había conocido jamás en la historia nacional.

La queja -recurso que se utiliza para demostrar tanto un estado de "bronca" contenida por diversas circunstancias, como asimismo la intención de inspirar lástima en los Otros que deben escuchar la catilinaria de un interlocutor esperando ansiosamente la llegada del momento en que pueda hacer una baza en el parlamento de aquel para así entonces iniciar él el ansiado espacio de su queja- es un estado intermedio entre la resignación fatalista (Martín-Baró, 1987) y la protesta activa por todo aquello que incomoda de alguna manera. En especial hago referencia al maltrato habitual a que son sometidos los habitantes del país en múltiples episodios de la vida cotidiana. Lo cual no significa que la queja no se instale tanto en la resignación como en la protesta, ella no las reemplaza, sino que las acompaña fielmente en el discurso de la habitualidad con que testimoniamos aquel estado de "bronca". Inclusive, en las elecciones parlamentarias de octubre de 2001, el auténtico ganador de las mismas fue el voto bronca, es decir, el voto que representó a los que se quejaban de todos los candidatos políticos en lidia.

Los argentinos y también los que viven en Argentina desde hace años -ya que pareciera que se hubieran contagiado por ósmosis del fenómeno "quejoso" de los nativos- viven protestando, quejándose de todo lo que les ocurre y de lo que no les ocurre y que creen que debiera suceder para mejorar sus condiciones de vida. La gama de los contenidos de la queja abarca un ámbito considerable, al punto que me atrevo a definirla como al Universo: es infinita. Va desde los objetos sociales más diversos como son la política, la economía, la educación, los Otros, etc.; hasta los problemas personales más íntimos como pueden ser la salud; los inconvenientes en las relaciones maritales (3), parentales o filiales; en la economía doméstica en cuanto siempre falta algo para ser plenamente felices rodeados de objetos materiales por el consumismo que nos supieron legar (Veblen, 1899) y que no son accesibles al bolsillo de la mayoría; los trastornos sufridos durante un viaje de placer que terminó siendo displacentero, por culpa -por ejemplo- de los molestos mosquitos que nos picaron en los lugares más insólitos del cuerpo; sobre las largas colas que hay que soportar para pagar los impuestos y servicios; etc, etc. Hacer su listado implicaría dedicar páginas y más páginas a un relevamiento improductivo, ya que en éste escrito no tengo el propósito de hacer un conteo censal de todas las quejas que nos aquejan -valga para el caso la redundancia- en las prácticas de la vida cotidiana.

La queja -junto al estado de ánimo que la acompaña, cual es la desazón, la impotencia, el hartazgo, la desesperanza, el presentismo del aquí y ahora en que el pasado ha sido escamoteado y el futuro no existe en tanto y cuanto se nos ha robado la historia, etc.- se ha convertido, sin temor a equivocarme, en una institución social más en la vida del habitante de la Argentina, aclarando que leído el sentido de esta institución en el que le otorgó al término Durkheim (1897) y no en el que lo hiciera Weber (1922).

No en vano los argentinos hemos sido reconocidos por los latinoamericanos como quejumbrosos, insatisfechos y lastimeros, sobre todo a través de las letras de los tangos -música típica nacional que refleja mejor que cualquier otro elemento a la idiosincrasia un tanto vacía de una identidad que no da muestras de construir con rasgos arquetípicos- en las que se escuchan desde las quejas que van desde las de orden personal por la muchacha que abandonó al protagonista hasta las quejas sociales y metafísicas de la poesía de E. S. Discépolo, que uno de sus versos más afamados llegó a decir sin tapujos "... que el mundo es y será una porquería, ya lo sé". En la actualidad, dos personas amigas se encuentran y, como es común en estos casos, alguno de los dos pregunta al otro: "¿Cómo te va?", a lo cual el interpelado, con un toque de fina ironía y para abreviar la larga letanía que sobrevendrá si contesta su verdad, responde: "Bien, ¿o te cuento?". Y este diálogo -que en ultima instancia no es tal- se repite monótonamente en cuantos encuentros se tengan, hasta que alguien demuestre intención de interesarse y -posteriormente- tendrá que arrepentirse por haber aceptado el reto de que le cuenten las cosas que aquel hace como que quiere resguardar y que al otro le ocurren pero que no se le pueden remediar ni solucionar, más allá de lo que pueda ser útil con la paciente escucha de quien prestó su oreja.

Más, no se busca al Otro como interlocutor válido para ayuda al protagonista de la queja a solucionar un problema, lo cual sería esperable cuando está haciendo el relato de algo que a él le sucede. Sin embargo, esto no se produce en tales términos pragmáticos, sino que el Otro es considerado nada más que como una gran oreja a la que se tomó prestada para que escuche lo que se quiere decir y sin tener en cuenta lo que quiera oír, todo esto independientemente de lo que haga el resto del cuerpo al cual pertenece la oreja. No se trata más que la oreja del Otro que la puso a disposición para la escucha y del que normalmente no se espera solución alguna a lo que se le está diciendo. El Otro ha sido cosificado (Luckács, 1923) bajo la forma de un inodoro que sirve para depositar las penas y excrementos que se pretende evacuar (1) que aquejan y, a lo sumo, se le permite -en una suerte de juego al estilo quid pro quo- que, al finalizar la por lo general extensa exposición de quejas, él tenga la posibilidad de hacer idéntica cosificación con el relator original.

Esta compleja composición relacional que venimos de describir, no es más que una forma -simplificada y bastardeada- de lo que se conoce como "catarsis", la cual tiene a veces el sentido original que se le daba en la antigua Grecia como sinónimo de purificación, purgación, tal como lo pretendía Aristóteles a través del arte. Y en otras -las menos, aunque con pretensiones de que sean las más- bajo la terapia psicoanálitica que inauguraran Breuer y Freud (1895).

La clave en el uso de esta forma de catarsis -o de purificación de penas- que se utiliza a través de la queja, no se encuentra en la búsqueda sincera de una solución -a partir de los conocimientos del Otro que pueda aconsejar o acompañar empáticamente- al relator con los problemas plateados, sino en el simple y llano placer de contarlos, como si esto fuese un mecanismo mágico que permitiese sacarse los problemas a sabiendas de que son intransferibles. Es como si se evacuaran -esto dicho sin connotaciones escatológicas- los dolores, afrentas y rencores que le apenan frente a un tercero que es como si fuese de madera, pero que al ser de carne y hueso resulta un poco menos psicótico que haberlo hecho ante un árbol o un armario. Da la impresión de que la queja -en estas condiciones- trajera consigo un doble goce para quien no padece sus contenidos, sino que los disfruta. Y al hablar de doble estado de gozar, me estoy refiriendo, en primer lugar al goce masoquista de sufrir sin hacer algo que reduzca el sufrimiento, sino que lo alimenta con fantasías de todo tipo que van acrecentando el sentido "objetivo" de la queja, del reproche por lo que le sucede. En segundo término, se hace presente un placer sádico, que se añade al original, cual es el de tener a su alcance a una víctima que se supone que se le amargará el día con las cuitas contadas y que no es el único que las escuchará a lo largo de la jornada.

Con cuanta ansiedad, culpas, angustias, etc., el Otro se ha de marchar luego de la escucha, tiene sin cuidado al relator, he ahí la cuota de sadismo que presentara en segundo lugar en el párrafo anterior; en el mejor de los casos aquél también pudo hacer su catarsis con quien lo "torturó" con sus quejas y reproches sobre terceros que no están presentes, en el momento que se le permita que el mismo se incluya a contar su listado de penas. No más que eso. Es que en la queja hay siempre implícito un pedido de ayuda, pero que al menor intento por parte del "ayudante" por sugerir soluciones de fondo y plausibles son rápidamente rechazadas, solo se aceptan colaboraciones de tipo cosméticas que maquillarán el problema pero que nunca lo solucionarán (2).

Desde que tengo uso de razón -puede el lector sospechar que nunca la he tenido, pero sirva como figura retórica para señalar que hace por lo menos 55 años que creo tenerla- que escucho de mis padres, compañeros de escuela y de trabajo, parientes, amigos y ocasionales conocidos a la consabida queja de "algo" que sucedía en el espacio político, económico, social argentino y hasta en el familiar y el de la relación de pareja. Vale decir, no se trata de un fenómeno novedoso que tiene lugar en una época muy especial por la que atraviesa el país en que día a día vamos cayendo -esto dicho objetivamente en base a parámetros socioeconómicos y políticos fácilmente comprobables- en una suerte de cósmico agujero negro que se traga la energía que pasa cerca de su alcance (Hawking, 1988).

Más aún, en tiempos de bonanza socioeconómica, como fueron los primeros años del gobierno de Perón (1946-1952), las quejas estuvieron a la orden del día refiriéndose al peculiar estilo político utilizado por aquel, que distaba bastante de ser democrático (3), sobre todo por el culto a la personalidad del susodicho y de su esposa. Cuando la bonanza entró en decadencia -a partir de 1953- entonces se le añadió a la queja política la de la situación económica que había dejado de ser lo que era. Y no es necesario aclarar que de ahí en adelante se tuvieron razones más que suficientes para quejarse -a voz en cuello o en el susurro cómplice con el que escuchara- aunque con ello no se arreglaran las condiciones que se atravesaban y que día a día profundizaban la crisis. En una suerte de compulsión a la repetición, lo que podíamos solucionar merced al ejercicio cívico del voto lo negábamos y volvíamos a elegir gobiernos populistas que -históricamente lo han demostrado en todo el mundo- no son más que una profundización del fracaso. Obsérvese que desde 1916 a la fecha los gobernantes democráticos del país se han alternado entre radicales y peronistas, siendo los primeros un paradigma del fracaso gubernativo, a punto tal que en lo que va del último medio siglo ninguno de ellos pudo terminar sus mandatos constitucionales, ya que o fueron desplazados o debieron renunciar (Falcón y Rodriguez Kauth, 2002).

Y, sobre los gobernantes peronistas ha ocurrido algo semejante. Al respecto, valga una anécdota que es por demás ilustrativa de lo que sucede con los dirigentes políticos argentinos y que fuera expresada por un estudiante universitario en una encuesta que tomara acerca de las fantasías de alejarse del país y a la cual respondió con las siguientes palabras: "Los políticos argentinos son raros, los peronistas roban y son inútiles, los radicales son más inútiles y roban menos. Así no existe salida posible a la crisis que vivimos. Como no se sabe elegir a otros políticos, lo mejor es irse" (Rodriguez Kauth, 2001). Estimo que este joven universitario dio en la tecla justa de las causas de nuestras quejas, ¡no sabemos elegir!. Y en este punto nunca mejor recordar aquella vieja sentencia que decía que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen ... o que desean tener.

Cómo serán de reiterativas y molestas las quejas de la "gente" -eufemismo utilizado para referirse a los Otros- que hasta el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires debió estrujar el cacumen de sus funcionarios para inventar un slogan que decía "no se queje si no se queja", para lo cual debió abrir un registro municipal de quejas en donde los vecinos asentasen las mismas a efectos de que se tomaran medidas conducentes a solucionar los problemas presentados. Más, lo interesante de la experiencia es que en tal registro no se asentaba ni el diez por ciento de las quejas que se publicaban en los periódicos en la "cartas de lectores" que suelen funcionar como un excepcional resumidero de quejas exhibicionistas que facilitan que el anónimo social figure en los mismos con sus datos personales, lo cual, gracias a tener algo de que quejarse, les permite ufanarse ante sus amistades de que han perdido el "mal metafísico" (Gálvez, 1916) por su condición de "hombres en soledad" (Gálvez, 1938) que se pierden en el anonimato de entre "el uno y la multitud" (Gálvez, 1955) con que todo ello trae aparejado.

Pero esta no es la única extravagancia de la institución de la queja que nos complace en realizar cuantas veces podamos. Lo curioso de nuestras quejas, es que las mismas se han venido repitiendo tanto por parte de aquellos que tienen razones más que objetivas para quejarse -persecución política, desempleo, desavenencias conyugales graves, falta de dinero, malas actuaciones de sus equipos de fútbol preferidos por pésimos arbitrajes que benefician al rival, etc., etc.- sino que también han sido testimoniadas por aquellos que no transitan ninguna situación que objetivamente de lugar al reproche, a la queja. Pero es como si se tratase de una perversa competencia de todos contra todos en que nadie quiere perder un lugar preferencial en la expresión quejumbrosa. Es algo así como que el que no tiene de que quejarse, o bien está mintiendo o es un introvertido patológico que prefiere tragar para adentro sus penas aún a costas de morir ahogado en las mismas y no precisamente con una botella de bebida alcohólica, como lo dice una letra de tango; en cuyo caso es juzgado como un infeliz por no saber aprovechar la felicidad que produce quejarse.

Pero debe tenerse en cuenta que la queja no solamente produce el beneficio secundario de su expresión, también permite ocultar, a aquellos que no tienen razones objetivas para testimoniarla, que les va bien en la vida, sobre todo que tienen éxito económico, algo que en la actualidad es envidiado y codiciado. Si reconocieran esto a viva voz, no solamente serían blanco fácil de asaltantes y secuestradores, sino que se convertirían en objeto de la voraz persecución fiscal, ya que nadie puede en estos momentos tener éxito económico si no es con negocios sucios o dineros mal habidos.

Es que la Argentina del tercer milenio está viviendo en una multitud de paradójicas contradicciones que van desde el ya famoso "corralito" financiero que ha confiscado los depósitos y ahorros de la población (4) bajo el pretexto de que de esa manera se evitarían corridas bancarias que harían peligrar al sistema financiero, al cual el establishment considera necesario para la recuperación del país, la cual lleva más de cuatro años de recesión precisamente por los intereses usurarios que cobran aquellas instituciones. Pero este argumento para la confiscación es falso de falsedad absoluta. ¿A qué médico cardiovascular se le ocurriría que para aumentar la circulación sanguínea en el organismo es necesario obturar una arteria o una vena principal?. A ninguno. Si lo que se pretende es reactivar la economía, entonces es preciso aumentar el circulante, del mismo modo que un cirujano hace lo que se conoce como by pass para saltar la vía obturada y hacer circular la sangre por un camino alternativo para que llegue a su destino.

Este episodio económico-financiero desató la mar de protestas, muy justas -por cierto- entre los sectores directamente afectados, es decir, empresarios y ahorristas en primer lugar y luego entre los indirectamente perjudicados, es decir, los trabajadores que de un día para el otro vieron perder sus fuentes laborales debido a que sus patronos no tenían dinero con que sostener en funcionamiento de sus empresas -compras de insumos, gastos fijos, etc.- ni con que el cual pagarles sus salarios. Eso se produjo cuando una medida tomada por el ex Súper Ministro de Economía, Domingo F. Cavallo, con la complicidad del "dejar hacer" del Presidente más incapaz que hemos tenido, Fernando de la Rúa, instaló el "corralito" bancario que congeló los depósitos bancarios -cuentas corrientes, plazos fijos, cajas de ahorro, etc.- y que no fue otra cosa más que una confiscación del Estado de aquellos capitales en beneficio de las finanzas de los bancos. La aparición del "corralito" trajo aparejada la queja -justificada- de la anodina clase media que por años jugó al "no te metás" pero, ahora que le metieron la mano en el bolsillo salieron espontáneamente a la calle a protestar con una nueva metodología para expresar la queja: el "cacerolazo". Es decir, hacer mucho ruido -eso sí, aclarando que estas manifestaciones eran "pacíficas" y exentas de toda forma de violencia, como si romperles los tímpanos a alguien, ya sea funcionario o mero transeúnte, no fuera una forma violenta de expresión, aunque esto lo decían para diferenciarse de la queja que manifestaban con violencia física los sectores más marginados del proletariado y de los desocupados- hasta que de esa forma lograron que el tambaleante gobierno de una Alianza ya inexistente tuviera que poner pies en polvorosa escapando de manera humillante del gobierno y luego de dejar un tendal de más de 30 muertos trás una feroz represión contra los quejosos.

Y el corralito al que se pretendió destruir se convirtió en "corralón" financiero con la llegada de Duhalde al gobierno -entre maniobras de politiquería barata realizadas entre gallos y medianoches- en que mientras anuncia una medida requerida por la población, concreta la contraria o, lo que es peor aún, una no medida (5). Y las quejas continuaron, pero día a día bajando sus decibles de las mismas a nivel callejero hasta el punto de que aquellas se han convertido en un susurro que se pasa de unos a otros en las conversaciones cotidianas. Pues es como si se tuviera miedo de volver a hacer un acto político participativo de la trascendencia que tuvo el del 20 de diciembre de 2001 cuando se produjo la "volteada" del gobierno de De la Rúa.

Existen, al menos, dos remedios para abandonar una práctica que no lleva a buen puerto y que solamente aporta una solución de coyuntura para quienes la utilizan. Una es de uso individual, la otra es colectiva, pero necesita que los individuos transformen sus hábitos de conducta para concretarse.

  1. La solución individual pasa por recordar aquello que -hace más de un siglo- Bergson (1900) describió acerca del valor terapéutico de la risa y que la psiconeuroinmunología -desde hace más de una década- ha estudiado intensamente acerca de cómo los estados emocionales que transportan los individuos a lo largo de sus vidas influyen decisivamente sobre los sistemas orgánicos de defensa de aquellas personas. Obvio, no es cuestión de tomarse a risa cualquier cosa, como son los episodios trágicos o dramáticos que periódicamente recorren las vidas de las personas; sólo se trata de tener el suficiente sentido del humor como para saber cuando es el momento de reír sobre cosas que nos afectan pero que no deben ser cargadas de dramatismo (6). Si así se hiciese, se estaría aliviando al sistema de inmunodefensas de cargas innecesarias, con lo cual aquel podría ocuparse de aquellos aspectos relevantes -tanto del organismo como del psiquismo- que reclaman su atención para mantener un mejor stándard de calidad de vida que, en última instancia, es el sentido de la vida misma. En última instancia, la queja expresada individualmente es improductiva desde el punto de vista comunitario, ella solamente alimenta un clima social -o clima de opinión- de disgusto que, al no estar atravesado por un común denominador del malestar que produce la cultura (Freud, 1930; Bleichmar, 1997), lo único que logra es la satisfacción del perverso placer sadomasoquista con la utilización del exhibicionismo de la lástima que se es capaz de provocar en los Otros.
  2. La solución colectiva, que pasa por la protesta colectiva como etapa superadora del egoísmo quejumbroso para convertirse en movimiento social de repudio o rechazo ante medidas -gubernamentales o privadas- que provocan malestar entre algunos o entre la mayoría de los miembros de una comunidad. Vale decir, mancomunar las quejas individuales, egoístas, alrededor de una queja común que abarque los principales temas que las provocan para, de tal forma, iniciar una protesta -activa o pasiva, esta última puede testimoniarse tomando el modelo de Ghandi, pero no bajo la mascarada hipócrita (Rodriguez Kauth, 1993) de repudiar la violencia a la par que se destruyen parcialmente bienes particulares o gubernamentales- que conduzca a la modificación de aquello que provoca malestar.

 

Esto último se está notando en todo el mundo a través de los llamados "movimientos sociales", los que han surgido como resultado de la pasividad de responder adecuadamente frente a los reclamos populares efectuados desde la base de la sociedad ante la cúspide de una "clase política" (Mosca, 1926) que permanece impertérrita, cuidando sus intereses partidocráticos y sin dar soluciones a los reclamos puntuales de quienes los han elegido para gobernar en nombre de todos. Con la participación en dichos movimientos la queja individual tiende a socializarse, a ser compartido el motivo específico de queja o malhumor con los Otros en la búsqueda de una solución que repare los intereses dañados de todos los afectados por un hecho semejante para todos ellos. Estimo que esta es la única queja válida, la que los argentinos aprendimos a utilizar en diciembre de 2001, cuando un movimiento social espontáneo derrocó a un gobierno autista que nunca escuchó las quejas -individuales ni colectivas- que se venían expresando de diferentes modos.

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