LA GLOBALIZACIÓN Y LAS CRISIS LATINOAMERICANAS Alberto R. Bonnet *
1. Introducción Este artículo apunta a identificar sintéticamente ciertos procesos claves que permiten diferenciar a la así llamada "globalización" respecto de períodos anteriores del desarrollo capitalista. Haremos referencia especialmente, a lo largo del mismo, al caso latinoamericano. Dos son las coordenadas en las que debemos inscribir esta tarea de determinar las especificidades de la "globalización". Por un lado, debemos reconocer la naturaleza global inherente a la forma capital en sí misma y la tendencia universalizante inherente al capitalismo desde sus orígenes históricos e inscripta en la dinámica de acumulación y de la consiguiente expansión de las relaciones sociales que lo definen (véase Holloway 1995). Sin embargo debemos reconocer, por otro lado, que dicha tendencia universalizante se despliega históricamente y de manera discontinua, asumiendo, en cada período histórico, características diferenciadas. Creemos que sólo considerando a la "globalización" a partir de estas dos coordenadas puede evitarse un doble riesgo. El riesgo de sumarnos a la moda de augurar el advenimiento de una sociedad enteramente nueva, en el caso extremo de una sociedad poscapitalista, y el riesgo opuesto de negarnos a reconocer las transformaciones en curso del capitalismo. Es decir, sólo guardando distancia respecto de los ideólogos oficiales de la "globalización" (como por ejemplo de Peter Drucker y otros gurúes del management, de donde justamente proviene ese término) y a la vez de sus críticos que simplemente la desechan como un mero engaño ideológico (como, entre otros, Hirst y Thompson) puede arrojarse luz sobre las especificidades del fenómeno en cuestión. Comencemos, pues, con una definición provisoria. El término "globalización" (y sigamos utilizándolo aquí, a pesar se sus evidentes connotaciones ideológicas, para evitar una engorrosa proliferación de palabras) designa una determinada combinación de procesos económicos, sociales, políticos, ideológicos y culturales que puede ser entendida como una nueva etapa de acelerada extensión e intensificación de las relaciones sociales capitalistas. Esa combinación no remite a un mero agregado de procesos dispersos, pero tampoco a una estructura cohesionada por relaciones de funcionalidad. Se refiere en cambio a una combinación de procesos, una constelación, determinada por el único principio que puede considerarse articulador y convertir en inteligibles este tipo de totalidades complejas y antagónicas: la lucha de clases. Más concretamente, creemos que la lucha de clases determina esta combinación de procesos en tanto los mismos constituyen en su conjunto un resultado de, y a la vez una respuesta a, la oleada de la lucha de clases que se extiende desde mediados de los 60 hasta mediados de los 70 a escala mundial. 2. Algunas cuestiones de periodización La definición que acabamos de proponer supone implícitamente una periodización y las periodizaciones son siempre operaciones comprometedoras que no pueden realizarse irreflexivamente. Detengámonos un momento, entonces, para explicitar nuestro criterio de periodización y justificar la resultante delimitación del período de la globalización. La necesidad de periodizar el desarrollo capitalista acompaña a la crítica marxista desde sus orígenes (véase McDonough 1997) y, junto con dicha necesidad, la acompaña la controversia acerca de los criterios adecuados para llevarla adelante. La inscripción de la globalización dentro de ese desarrollo capitalista, en particular, no escapa a esa controversia. Un primer grupo de abordajes parte de períodos largos, es decir, incluye al capitalismo contemporáneo junto al capitalismo de posguerra en un mismo período. Los abordajes más importantes en este sentido son aquellos que parten de la noción leninista de una "fase imperialista" del desarrollo capitalista, a la que añaden alguna especificidad para aplicarla al capitalismo de posguerra y al contemporáneo. Las nociones de una sub-fase "monopolista" (de Sweezy, Magdoff y la escuela de la Monthly Review) o "monopolista de estado" (de Boccara y la escuela tradicional del Partido Comunista Francés) ejemplifican este abordaje. Sin embargo, aún poniendo entre paréntesis los problemas inherentes a las teorías clásicas del imperialismo, el inconveniente de este enfoque radica en que las propias especificidades de la globalización suelen quedar desdibujadas dentro de un período que reúne momentos muy diferentes del desarrollo capitalista. Sostendremos aquí que la ruptura registrada entre el capitalismo contemporáneo y el de posguerra, en particular, no puede ser subsumida dentro de un mismo período del desarrollo capitalista. Otro abordaje que parte de períodos largos es el vinculado con la noción de "ciclos sistémicos" (de la escuela de Wallerstein, Arrighi, etc.). La globalización marcaría, según este abordaje, un pasaje desde la hegemonía norteamericana en crisis hacia una nueva hegemonía, supuestamente encabezada por el capitalismo japonés. Nuestras objeciones a este abordaje son aún más profundas. Poniendo ahora entre paréntesis sus falencias metodológicas, derivadas de su interpretación estructural-funcionalista del capitalismo, este abordaje no aporta a la comprensión de la globalización sino unas analogías históricas más o menos superficiales. En particular, el análisis de la crisis del capitalismo de posguerra y de la resultante expansión de la deuda no parece enriquecerse demasiado a partir de una analogía con, por ejemplo, la declinación de las Provincias Unidas holandesas del siglo XVII y el papel desempeñado entonces por las finanzas. La emergencia de Japón como una nueva potencia hegemónica, mientras tanto, es más una postulación derivada del determinismo que caracteriza dicho abordaje que un proceso que pueda constatarse en la realidad. Un segundo grupo de abordajes, en cambio, parte de períodos más cortos, rindiendo cuenta cabalmente de la ruptura entre el capitalismo de posguerra y el contemporáneo como períodos distintos de la acumulación capitalista. Dos abordajes son aquí, en nuestra opinión, los más relevantes. El primero y mas difundido es el de la escuela francesa de la regulación (Aglietta, Boyer, Lipietz), que diferencia distintos "regímenes de acumulación" enmarcados por distintos "modos de regulación": el fordismo en la posguerra, el posfordismo hoy. La escuela norteamericana de las "estructuras sociales de acumulación" (Gordon, Edwards) puede considerarse también como un abordaje afin a éste del regulacionismo. Este abordaje, sin embargo, a raiz de su perfil metodológico estructural-funcionalista, está signado por un profundo determinismo. Dicho determinismo se puso de manifiesto, particularmente, en su temprano anuncio de la transición hacia un nuevo régimen posfordista de acumulación (véase Holloway y Bonefeld 1994). El segundo abordaje importante es el vinculado con la noción de "ondas largas" del desarrollo capitalista, inspirado en Kondratieff y retomado más tarde principalmente por Mandel. La virtud de este abordaje, que radica en que otorga una importancia clave a la dinámica de la acumulación capitalista (y al rol de la tasa de ganancia dentro de la misma) para la periodización, se ve opacada empero por su visión economicista de dicha dinámica de la acumulación. Nosotros periodizaremos, entonces, sobre la base de la dinámica de la acumulación capitalista, pero entendiendo las grandes crisis y restructuraciones del capital y del trabajo como una expresión de las grandes oleadas de la lucha de clases en esa dinámica de la acumulación, es decir, como resultados de, y respuestas a, la dinámica lucha de clases (véase Negri 1992). La crisis capitalismo mundial iniciada a fines de los 60, expresión de la oleada de la lucha de clases que se extiende desde mediados de los 60 hasta mediados de los 70 a escala mundial, es por esta razón nuestro punto de partida para analizar el período de la globalización. Pero esta explicitación de nuestro criterio de periodización no alcanza y debemos agregar ciertas precisiones. En primer lugar, el nexo aludido estre lucha de clases y crisis radica primordialmente en la manera en que la lucha de los trabajadores se expresa en las espectativas de ganancia de los capitalistas, que a su vez determinan sus decisiones de inversión y en definitiva la dinámica de la acumulación capitalista en su conjunto. En segundo lugar, la relación establecida entre crisis y restructuración no puede ser entendida en este marco como una relación pre-determinada en sentido alguno. La propia carga de indeterminación de la lucha de clases impide que la restructuración capitalista sea entendida como una suerte de salida de la crisis garantiza de antemano. Nuestra periodización es, en consecuencia, exclusivamente empírica: no permite derivar pronósticos para el futuro ni implica la existencia de ciclos ni regularidades en el pasado. Y, en tercer lugar, es preciso advertir que el trabajo desempeña en nuestra periodización el papel activo, creativo, y el capital el papel pasivo, inerte. La crisis y restructuración capitalista no es entonces un producto que pueda derivarse de una dinámica autónoma de la acumulación capitalista, sino que deben ser entendidas como resultado y respuesta del capital a la dinámica autónoma del trabajo. 3. La lucha de clases y la crisis Mencionamos antes que la crisis capitalista iniciada a fines de los 60, nuestro punto de partida, es expresión de la oleada de la lucha de clases que se extiende a escala mundial desde mediados de los 60 hasta mediados de los 70. Debemos precisar ahora un poco más la naturaleza de este proceso. La oleada de la lucha de clases que signó la ruptura del capitalismo de posguerra, entendida en un sentido amplio, fue un proceso que se inició a fines de los 50, es decir, en una coyuntura caracterizada por el creciente debilitamiento de las reaccionarias condiciones políticas arrojadas como saldo por la II Guerra Mundial (el macarthismo en los EEUU y la reconstrucción marshalliana en la Europa aliada, las consecuencias del fascismo y la guerra en Alemania y Japón, el fortalecimiento del stalinismo en la ex URSS, etc.) Sin embargo, fue un proceso que alcanzaría su máxima profundidad durante la segunda mitad de los 60 y la primera de los 70 (Jameson 1998). Se trató efectivamente una oleada mundial, que conviene analizar distinguiendo entre cuatro dimensiones de lucha. En primer lugar se encuentran las luchas contra el capitalismo keynesiano (luchas por salarios, pero también contra los alienantes procesos fordistas de producción, contra las normas de consumo de masas, etc.) y contra los estados reformistas (luchas por más servicios sociales, pero también alrededor de nuevas necesidades) de la posguerra, especialmente en los capitalismos avanzados europeos. El mayo francés y alemán y el otoño caliente italiano a fines de los 60, así como las huelgas inglesas a comienzos de los 70, ejemplifican estas luchas. Los movimientos sociales norteamericanos de los 60 y 70, los movimientos pacifistas, feministas, estudiantiles, anti-racistas, también deben considerarse en esta dimensión de la lucha que tuvo por escenario los capitalismos avanzados. En segundo lugar, deben tenerse en cuenta las luchas democráticas libradas en el ex bloque del este, particularmente en Hungría, Checoslovaquia y Polonia, contra las dictaduras stalinistas en crisis. En tercer lugar se hallan las luchas, que asumieron esencialmente un perfil anti-imperialista, desarrolladas en los capitalismos de la periferia y particularmente en América Latina. El cordobazo en Argentina y la plaza de Tlatelolco en México, a fines de los 60, junto con la proliferación de la guerrilla a lo largo y ancho del continente, ilustran esta tercera dimensión de la lucha. Los movimientos y guerras de descolonización en Asia y Africa, desde Ghana y el Africa francesa de fines de los 50 hasta la propia dinámica de las revoluciones china y cubana, constituyen finalmente la cuarta dimensión de lucha puesta en juego. No sólamente en cuanto a su extensión, sin embargo, se trató de una oleada mundial. Los estrechos vínculos existentes objetivamente entre esas distintas dimensiones de lucha fueron ampliamente explicitados entonces en una corriente de solidaridad internacional sin precedentes. Ténganse en cuenta en este sentido, por ejemplo, el impacto de las guerrillas latinoamericanas y de las guerras de descolonización asiáticas y africanas en los movimientos europeos o bien el de la resistencia vietnamita en los norteamericanos. Y, en cualquier caso, esos vínculos se pondrían de hecho de manifiesto en la crisis del capitalismo de posguerra a escala mundial. En efecto, esas múltiples dimensiones de lucha pronto confluirían en los capitalismos avanzados, y en primera instancia en los propios Estados Unidos, expresándose como crisis del capital y el estado. Ténganse en cuenta ahora las consecuencias de las nacionalizaciones implementadas por los movimientos anti-imperialistas y anti-coloniales para las multinacionales o los costos de la guerra fría para el estado norteamericano. El resultado, entonces, fue la crisis. Esta crisis estalló inicialmente en los capitalismos avanzados, particularmente en los EEUU y en la ex Europa aliada, a fines de los 60. Estuvo signada por un retroceso de la tasa media de ganancia y asumió la modalidad de estanflación de la economía y déficit fiscal crónico de los estados. Los capitalismos keynesianos y los estados reformistas nacionales habían llegado a su fin. La crisis del sistema monetario y financiero de Bretton Woods, a comienzos de los 70, significaría por su parte el fin de los avances previos hacia un capitalismo keynesianismo a escala mundial (véase Bonnet 2000). 4. La fuga del capital La reacción inmediata del capital ante aquella oleada de la lucha de clases fué, como en ocasiones previas, la de fugarse de las condiciones de rentabilidad que se deterioraban. Esta fuga asumió dos modalidades. En primer lugar, se trató de una fuga espacial, de un proceso de relocalización de procesos productivos hacia territorios donde esas condiciones de rentabilidad fueran más favorables (véase Harvey 1990 y 1992). En segundo lugar, se trató de una fuga temporal, de un proceso masivo de expansión y socialización de la deuda que apuntaba a posponer el desencadenamiento de la crisis (véase Holloway 1994). Ambas modalidades de la fuga del capital suponen ciertamente la conversión del capital productivo, inmovilizado en la producción, en capital-dinero móvil. Sin embargo, es este último proceso, es decir, la conversión sostenida de masas cada vez mayores de capital productivo en capital-dinero, como expansión del endeudamiento, el que se consolidaría desde entonces como un rasgo que caracterizaría por excelencia a la globalización capitalista (véase Chesnais 1996). Basta atender a la magnitud de los montos, a la naturaleza de los instrumentos financieros, al comportamiento de los agentes y al funcionamiento de los mercados en juego para advertir la importancia de dicho proceso de expansión de la deuda. Pero este proceso tiene dos caras que debemos examinar más cuidadosamente. En primer lugar, la expansión de la deuda es un resultado de la oleada de la lucha de clases y la subsiguiente crisis capitalista. Esta cara del proceso, consistente en la fuga del capital en la forma de capital-dinero respecto de unas condiciones de rentabilidad del capital productivo que se habían deteriorado en medio de la lucha de clases y la crisis, fue de alguna manera la cara dominante durante la mayor parte de la década de los 70 y reprodujo, si bien en una escala sin precedentes, una reacción característica del capital en crisis (Holloway y Bonefeld 1995). Hasta aquí, aparentemente, este proceso inicial de expansión de la deuda no acarrea grandes novedades. Sin embargo, en segundo lugar, dicho proceso devendría en una respuesta del capital a la lucha de clases y la crisis, en su cara dominante desde mediados de la década de los 80 y durante los 90. La ofensiva neoconservadora de fines de los 70 y comienzos de los 80 y su fracaso operaron de alguna manera como bisagra entre ambos momentos. En efecto, la expansión de la deuda durante la mayor parte de los 70 había sido acompañada en los países capitalistas avanzados por políticas keynesianas consistentes en convalidar dicha expansión resultante de la crisis. El fracaso de estas políticas keynesianas abrió paso a la reacción neoconservadora, consistente en un intento de imponer un disciplinamiento monetario sobre la lucha de clases (Clarke 1988). Pero esta reacción enfrentó muy pronto sus propios límites: la restricción del crédito volvió como un boomerang contra el capital mismo en la modalidad de bancarrotas y cesaciones de pagos, así en los capitalismos avanzados (quiebras y crisis bancarias) como desde los periféricos (crisis de la deuda de 1982). Una subsiguiente expansión de la deuda –y su socialización, vía conversión en títulos- fué entonces la única reacción viable del capital ante la crisis. Sin embargo, esta nueva expansión y socialización de la deuda adquiriría una nueva naturaleza: se convertiría paulatinamente en una verdadera respuesta del capital a la lucha de clases y la crisis. En este sentido nos referiremos, más adelante, a un comando-en-crisis del capital-dinero. Pero antes de avanzar en la caracterización de este comando-en-crisis del capital-dinero es necesaria una advertencia. Sostener que la expansión y socialización de la deuda se consolidó como un rasgo característico de la globalización capitalista no significa adherir a la idea, muy en boga entre numerosos críticos de la globalización, de que el capitalismo contemporáneo puede definirse como una suerte de régimen de acumulación dominado por las finanzas y caracterizado por una naturaleza rentística y parasitaria (véanse por ejemplo Chesnais 1997, Aglietta 1995, etc.). En efecto, el aparente predominio de la "especulación" sobre la "economía real" no puede analizarse en términos de una contraposición mecánica entre la esfera financiera y la esfera productiva, pues la primera no puede sino absorber y redistribuir masas de plusvalor generadas necesariamente en la segunda (véase la crítica de Husson 1997 a los enfoques antes mencionados). La idea de un funcionamiento puramente rentístico y parasitario del capitalismo a mediano plazo es, por consiguiente, insostenible. Y es pertinente recordar aquí que el período del capitalismo al que estamos haciendo referencia se extiende ya por más de dos décadas, es decir, un lapso de tiempo equivalente a la afamada edad de oro del capitalismo de posguerra. Esta advertencia es importante porque dicha idea errónea suele conducir, a través de una serie de contraposiciones entre un buen capitalismo productivo y un mal capitalismo especulativo, un buen capitalismo de modelo renano y un mal capitalismo de modelo anglo-sajón, una buena Europa y unos malos EEUU, y así sucesivamente, a conclusiones políticas inevitablemente reaccionarias. Y dicha advertencia es especialmente importante para el caso latinoamericano. En nuestros países, en efecto, la idea de un "régimen de acumulación del capitalismo financiero transnacional" (Bernal-Meza 1991) conduce casi inevitablemente a un sueño reaccionario: el sueño de un reciclaje de los viejos programas nacionalistas-populistas de protección de unos presuntos capitales autóctonos auténticamente productivos. Detengámonos un instante, entonces, en la manera en que este proceso de expansión y socialización de la deuda se expresa en el caso latinoamericano. Es preciso recordar en este sentido que la crisis del capitalismo de posguerra se inicia, como crisis del capitalismo desarrollista y del estado populista, con cierto retraso en los países latinoamericanos, esto es, hacia mediados de los 70 (véase Ominami 1987). La reacción inmediata a la crisis consistió, en algunos casos, en una suerte de ensayo general de las políticas monetaristas que se implementarían años más tarde en los capitalismos avanzados (Chile 1973, Argentina 1976), acompañada de la represión violenta de las luchas sociales por medio de dictaduras militares. Sin embargo, durante los 70 los países latinoamericanos pospondrían en buena medida el desenlace de la crisis absorbiendo, a través de su endeudamiento externo, masas crecientes de ese capital-dinero que no encontraba oportunidades de inversión rentable en los países centrales. La reacción neoconservadora en estos últimos (el aumento de la tasa de interés por Volcker en 1979) suspendería este reciclaje de capital-dinero, conduciendo al desencadenamiento brutal de la crisis, bajo la modalidad de crisis de la deuda externa, y a la sostenida reversión de los flujos de capital-dinero, durante la mayor parte de los 80. Pero para entonces los países latinoamericanos ya habían ingresado plenamente en el proceso de expansión y socialización de la deuda característico de la globalización. Puede decirse, en otras palabras, que los países latinoamericanos ingresan en la globalización a través de esta dinámica de endeudamiento externo. El comando-en-crisis del capital-dinero asumirá para Latinoamérica, en consecuencia, la modalidad de un comando de la deuda externa. 5. El comando del capital-dinero Ahora es preciso preguntarnos: ¿en qué consiste el mencionado comando del capital-dinero? Más aún ¿en qué sentido podemos afirmar que la expansión y socialización de la deuda puede constituir una respuesta del capital a la crisis? La clave de este comando radica en la privilegiada movilidad del capital bajo su forma de capital-dinero y se ejerce mediante los movimientos del capital-dinero a escala mundial. Esta afirmación de ninguna manera desmiente la dependencia del capital respecto del trabajo, es decir, la dependencia del capital social global, para su valorización, respecto de la explotación efectiva del trabajo en la producción. Significa en cambio que aquellos movimientos de capital-dinero son a la vez determinados por, pero también decisivamente, son determinantes de, las condiciones generales de explotación económica (los salarios, las productividades) y de subordinación política (la gobernabilidad, la seguridad jurídica) del trabajo. Los movimientos de capital-dinero operan entonces sancionando las condiciones de explotación y subordinación vigentes (o mejor, las espectativas acerca de esas condiciones) en los distintos territorios dentro de un mercado mundial plenamente integrado (Bonnet 2000). En este sentido, el comando del capital-dinero dinero constituye una suerte de punta de lanza, de ariete, de la globalización capitalista. Los restantes procesos que constituyen la globalización se desenvuelven, entonces, a partir de las condiciones de explotación y sobordinación impuestas por este comando del capital-dinero. Consideremos, por ejemplo, los procesos de apertura comercial multilateralista y los procesos, aparentemente contrarios, de conformación de bloques regionales. Este fenómeno suele absorber particularmente la atención de los analistas que siguen las transformaciones del comercio mundial desde la perspectiva de economías periféricas (véanse por ejemplo las compilaciones de Calva 1995 y Rapoport 1995). Consideremos asimismo los procesos de liberalización de los flujos de inversión extranjera directa -planetarizados desde el derrumbe de los regímenes burocráticos del este- y, en sentido inverso, de concentración de dichos flujos en los tres grandes polos económicos mundiales. Esta tensión suele atraer igualmente la atención de los analistas ubicados en la periferia (véase Minsburg, 1995). Detrás de todos estos procesos se encuentra, naturalmente, el capital productivo. Las grandes corporaciones transnacionales son su auténtico protagonista: un pequeño grupo de transnacionales, las cien principales, controlan alrededor de 1/3 de la inversión directa y explican 1/4 del comercio mundiales, participación que aumenta significativamente si nos restringimos a los sectores más dinámicos de la acumulación capitalista. De esta manera, aquellos crecientes flujos comerciales intra e inter-bloques se explican en buena medida por el comercio intra-firma de las transnacionales, así como aquellos flujos de inversiones intra e inter-bloques se explican por los procesos de relocalización de procesos productivos de esas mismas grandes corporaciones. Estas transnacionales tienden a descentralizar sus procesos de producción, orientadas por la ventajas ofrecidas por los distintos territorios de acumulación y sobre la base técnica de las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, mientras realizan su producción directamente en el mercado mundial. Existen distintas modalidades de reorganización y de relocalización de la producción en curso (véase por ejemplo Lipietz y Leborgne 1990 y 1994). Sin embargo, la dominante parece ser la modalidad asociada con una disgregación territorial de la producción que implica una polarización espacial entre la concentración de las actividades financieras en las grandes metrópolis de los capitalismos avanzados y la dispersión de las plantas productivas en áreas productivas especializadas de territorios periféricos. Existen asimismo distintos tipos de ventajas que orientan esta reorganización y relocalización de la producción de las corporaciones transnacionales (ver De Mattos 1990 y 1997). Sin embargo, pueden referirse en su conjunto a las tasas de explotación del trabajo, es decir, a las distintas combinaciones entre salario y productividad del trabajo. El capital reconfigura de esta manera su geografía de acumulación a escala del mercado mundial. Los procesos de integración regionales como, por ejemplo, el de México y EEUU alrededor de la industria de las maquiladoras y en el marco del NAFTA se explican sin resto a partir de esta dinámica de reorganización y de relocalización de la producción orientadas por estas ventajas. Ahora bien, son por excelencia los flujos de capital-dinero, gracias a su privilegiada movilidad, los que comandan estos procesos comerciales e inversores, sancionando esas condiciones de explotación y subordinación vigentes en los distintos territorios de acumulación dentro del mercado mundial, es decir, esas ventajas que orientan las dinámicas de reorganización y de relocalización de la producción. (Y esto se refleja, incluso, en la organización jerárquica interna de esas corporaciones transnacionales, a la manera de una creciente importancia de la gerencia financiera en la conducción de la valorización del capital corporativo.) La sanción ejercida por el capital-dinero contra México, durante la crisis de 1994-95, deben interpretarse en este sentido. 6. El comando-en-crisis y el trabajo Entender acabadamente la naturaleza de este comando del capital-dinero requiere, sin embargo, poner entre paréntesis las relaciones entre capital productivo y capital-dinero y las relaciones entre procesos de apertura comercial y de regionalización, de liberalización de los flujos de inversión y de su concentración en los grandes polos económicos mundiales, etc. Requiere, en otras palabras, volver al antagonismo entre capital y trabajo y examinar su expresión como antagonismo entre la movilidad de un capital social global comandado por el capital-dinero, por un lado, y la inmovilidad del trabajo, por otro. Esta es ciertamente la dinámica clave de la globalización, pero suele pasar mucho más desapercibida entre quienes analizan la globalización desde la perspectiva de los países periféricos. (Existe, naturalmente, una explicación sencilla de esta asimetría respecto de la atención brindada a esas distintas dinámicas: cuando se interpreta la globalización desde la perspectiva del estado como agente de política macroeconómica, las estrategias comerciales y de captación de inversiones extranjeras ocupan un primer plano; cuando se la interpreta desde la posición de los trabajadores como sujeto de lucha, el antagonismo entre capital móvil y trabajo encerrado pasa a situarse en el punto de partida.) La movilidad del capital (y en particular, la del capital-dinero) es inherente a la forma capital (y capital-dinero) misma. La inmovilidad del trabajo, en cambio, sólo es inherente a la fuerza de trabajo como mercancía, como señalara Marx, debido a su inseparabilidad respecto del trabajador. La restricción a la movilidad de la fuerza de trabajo que aquí nos interesa y que reviste hoy una importancia clave es, en cambio, la impuesta políticamente sobre la migración de los trabajadores (véase Fox Piven 1995). En medio de la tensión entre capital global y trabajo encerrado así entendida se encuentra, naturalmente, la mediación de los estados-nación. Una de las asignaturas de los estados-nación fue siempre la segmentación de la clase trabajadora en mercados de trabajo nacionales, en particulares cotos de caza de burguesías soberanas, pero esto significa hoy que los estados-nación están inmersos en medio de la tensión generada por la movilidad de un capital global que se desplaza tras condiciones óptimas de explotación y subordinación del trabajo (tendiendo así a unificar los mercados de trabajo), pero que a la vez requiere la inmovilidad del trabajo y la fragmentación de los mercados de trabajo como requisito para territorializarse optimizando esas condiciones de explotación y subordinación. Así como la competencia entre trabajadores es una condición de posibilidad de la explotación capitalista a escala nacional, la competencia entre clases trabajadoras nacionales -exacerbada por los altos niveles un desempleo y la marginalización de poblaciones enteras de la economía mundial- es condición de posibilidad para la explotación capitalista globalizada. Pero es una condición, a su vez, contínuamente minada por el comportamiento del propio capital y de los trabajadores migrantes. Las auténticas "guerras de baja intensidad" libradas en ciertas fronteras, como la mexicana-estadounidense del Rio Grande, expresan esta tensión. En la medida en que los estados-nación siguen siendo los encargados de encerrar el trabajo en fronteras nacionales, deben mediar en esa sanción de condiciones de explotación y subordinación por parte de los movimientos de capital-dinero. Es importante advertir, sin embargo, que esta mediación no necesariamente implica una escala nacional, sino que puede realizarse a escala infra- o supra-nacional. Territorios supra-nacionales enteros se convierten así, a través de acuerdos regionales interestatales, en territorios donde son impuestas, o bien condiciones de explotación y subordinación homogéneas (por ejemplo, en el núcleo duro de la Unión Europea), o bien condiciones cuya heterogeneidad es sistemáticamente regulada por los estados-nación participantes (en el sudeste asiático). Territorios supra-nacionales enteros, como contrapartida, quedan prácticamente marginados de la acumulación capitalista y librados a la policía internacional de las Naciones Unidas (caso del Africa sub-sahariana). Pero esa mediación de los estados-nación puede realizarse también a escala infra-nacional, tendiendo a desintegrar mediante sus propias políticas (zonas francas, polos industriales, etc.) los territorios sobre los cuales mantiene soberanía. Ténganse en cuenta, en este sentido, las situaciones del sur mexicano, del noroeste argentino, del nordeste brasileño, etc. Esta tarea mediadora de los estados-nación implica una metamorfósis de los estados reformistas y populistas de posguerra en "estados de competencia" (Hirsch 1995) o "estados schumpeterianos" (Jessop 1999), estados cuyas políticas están dirigidas a captar flujos de capital global mediante la implementación de las condiciones de explotación y subordinación sancionadas por ese movimiento del capital global. Pero implica también, necesariamente, una metamorfosis del sistema internacional de estados del que forman parte esos estados-nación y dentro del cual se definen, siempre negativamente, en base a un territorio y a un pueblo específicos (véase von Braunmühl 1978; Holloway, 1993). En este sentido, la nueva geografía de la acumulación a escala del mercado mundial requiere una nueva geografía política a escala del sistema intenacional de estados. Pero la configuración de estos estados y de este sistema internacional de estados es siempre subsidiaria del comando del capital-dinero. Esta subsidiariedad es particularmente notoria en el caso latinoamericano. Recuérdese, por ejemplo, que la imposición de políticas de estabilidad monetaria y equilibrio fiscal (las inspiradas en el Consenso de Washington) por parte los estados latinoamericanos son un resultado de la crisis de la deuda y, a la vez, tienen como condición de posibilidad un nuevo endeudamiento en los mercados financieros internacionales. Los movimientos de capital-dinero operan entonces, ya sea sancionando positivamente las políticas de disciplinamiento social y político mediante su financiamiento (véase Bonnet 1995, para el caso de la convertibilidad argentina), ya sea negativamente la crisis de dichas políticas mediante sus corridas especulativas (véase Bonnet 2001, para la crisis actual de la convertibilidad). El antagonismo entre capital y trabajo debe, sin embargo, ser examinado también desde otra perspectiva. La continuada dependencia del capital social global respecto del trabajo reaparece entonces, precisamente, como crisis del comando del capital-dinero o, en otras palabras, como crisis financiera. En este sentido, el comando del capital-dinero está atravesado por una fragilidad inherente, es siempre potencialmente un comando-en-crisis del capital-dinero. Los trabajadores no son sólo aquellos inermes portadores de una mercancía encerrados en fronteras nacionales y sometidos a las sanciones del capital-dinero. También se constituyen y reconstituyen permanentemente como clase y su lucha golpea en el corazón de la explotación capitalista: golpearon desde la selva chiapaneca al NAFTA, sacudieron desde las automotrices coreanas al milagroso sudeste asiático. La globalización capitalista aparece entonces como globalización de la lucha. Y esta globalización de la lucha está desarrollándose cotidianamente. Todas las luchas sociales, desde la insurgencia zapatista hasta las huelgas de los obreros coreanos, desde los piqueteros argentinos hasta los empleados de correos norteamericanos, desde sus territorios de lucha y sus demandas particulares, tienden a golpear unitariamente en el comando global del capital-dinero y expresarse como crisis de dicho comando. Pero, mucho más importante aún, una creciente conciencia de esta unidad y, por ende, una creciente solidaridad en la lucha viene desarrollándose, recientemente, de Seattle a Praga, de Porto Alegre a Quebec. En medio de estas multitudes en lucha caminamos. Bibliografía Alvater, E. (1997): "El mercado mundial como campo de operaciones o del estado nacional soberano al estado nacional de competencia", en Viento del Sur Nro.9, México, Primavera. Aglietta, M. (1995): Macroéconomie financiere, Paris, La Découverte. Bernal-Meza, R. (1991): Claves del nuevo orden mundial, Bs.As., GEL. Bonnet, A. 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