Peter Marcuse
El lenguaje de la globalización se merece una atención especial. Para empezar, la palabra "globalización" es en sí un término vacío de concepto y precisión en su uso cotidiano: es un simple catálogo de todo lo que pueda sonar a novedad, digamos desde 1970, ya sean los avances en la tecnología de la información, el uso generalizado del transporte, la especulación financiera, el creciente flujo internacional del capital, la disneyficación de la cultura, el comercio masivo, el calentamiento global, la ingeniería genética, el poder de las empresas multinacionales, la nueva división y movilidad internacional del trabajo, la merma del poder de los estados nación o el postmodernismo o post Fordismo. El tema va más allá del mero uso indebido de las palabras: intelectualmente, la ambigüedad en la utilización del término empaña cualquier intento de distinguir la causa del efecto, a la hora de analizar lo que se está haciendo, el porqué se está haciendo, quién lo está haciendo, a quién se lo está haciendo, y sus consecuencias.
Políticamente, el mistificado y ambiguo uso del término permite su conversión en algo con vida propia, convirtiéndolo en una fuerza, un fetiche con una existencia independiente, ajena a la voluntad de los seres humanos, irresistible e inexorable. La falta de precisión en su uso también menoscaba otros elementos del debate de la globalización, con consecuencias tanto analíticas como políticas. Permítanme exponer algunas de esas áreas problemáticas y sugerir algunas importantes distinciones.
En primer lugar, y a propósito del concepto de la globalización en sí, huelga reiterar en estas páginas que la globalización no es ninguna novedad, sino una particular suerte de capitalismo, una expansión de las relaciones capitalistas tanto en extensión (geográfica) como en calado (penetrando cada vez en más aspectos de la vida humana). Pero existen dos aspectos dispares en el desarrollo de las relaciones capitalistas desde 1970 que a menudo se meten en el mismo saco bajo la rúbrica de la globalización, cuando resulta crucial, tanto para el análisis como para la estrategia política, disociar los avances tecnológicos de la concentración global del poder económico, y, al mismo tiempo, estudiar el modo en que su conjunción ha transformado las relaciones de clase.
El vínculo entre los avances tecnológicos y la concentración del poder económico no es algo irremisible. La computerización, la agilización de las comunicaciones, merced a los avances en la tecnología de la información, la capacidad de ejercer e irradiar el control desde un centro a los cinco continentes, la creciente rapidez y eficacia del transporte (tanto de personas como de bienes), las facilidades de flexibilidad de la producción, y la automatización de las tareas rutinarias son de facto esenciales para el aumento sustancial de la concentración del poder económico del que hoy somos testigo. Pero dichos avances tecnológicos se podrían utilizar de diversos otros modos (aunque es posible que, de crearse para otros fines, cabe que dieran resultados bien distintos). Los avances en la tecnología podrían traducirse en que la misma cantidad de bienes útiles y servicios se pudieran producir con un menor esfuerzo o que, con el mismo esfuerzo, se pudiera producir más. En cualquiera de los casos, todos saldríamos ganando, ya que o bien trabajaríamos menos, o bien tendríamos más. Éste no es el modo en el que discurren las cosas, y no precisamente porque la tecnología no se preste a otros fines, sino porque está gobernada y bien atada por aquellos que detentan el poder para incrementar y concentrar su poder. Se ha utilizado para trastrocar el equilibrio del poder entre las clases. Este es el hecho al que se ha de prestar atención y no a la tecnología en sí.
La discriminación entre la globalización de la tecnología y la globalización del poder es crítica, no sólo analítica sino políticamente también, a la hora de plantear la cuestión de qué otras posibilidades podrían surgir de su efectiva separación. Debiéramos hablar de la actual combinación de la globalización de la tecnología y la globalización del poder como la auténtica globalización. Los detractores de las gravosas consecuencias de la verdadera globalización, tanto desde la perspectiva de la izquierda como desde la liberal, discrepan en cuanto al modo de responder a ella. El lema de Seattle con respecto a la Organización Mundial del Comercio (OMC) -- "Rectificado o Repudiado" -- y la sugerencia equivalente en Washington, en abril, con respecto al Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial -- "Recortarlo o Hundirlo" -- y las cuestiones pertinentes de si deseamos sentarnos en una mesa de negociaciones, o en alguna otra mesa distinta, o en ninguna mesa en absoluto, demuestran la ambivalencia reinante en cuanto a los objetivos. Los temas son realmente complejos. Pero la plena concienciación de que una globalización alternativa es, cuando menos, concebible debiera constituir una parte importante del debate sobre los objetivos; hablar de la verdadera globalización actual puede contribuir a la apertura de un abanico de posibilidades más amplio.
Del mismo modo, las frecuentes referencias al reducido o disipado poder de los estados nación para controlar la globalización merece cierta claridad conceptual y lingüística. El mito de la incapacidad del estado para la actuación mediatizar el análisis inteligente de lo que actualmente acontece. La importancia de la actuación del estado en el funcionamiento del sistema capitalista del mundo industrializado va en aumento, no en declive, conforme el sistema se va propagando universalmente. Si los estados no controlan el movimiento del capital y los bienes, no es porque no puedan hacerlo sino porque no les conviene -- es una abdicación del poder del estado y no la ausencia de tal poder. La misma importancia que los intereses comerciales internacionales conceden a la OMC, a los acuerdos sobre aranceles, a la imposición estatal de los derechos contractuales y a la protección de los intereses sobre la propiedad intelectual, demuestran la continuidad, cuando no la creciente importancia, del estado nación.
Es más, un importante factor de fetichización a menudo se apodera de la mismísima utilización del término "estado", con una determinada inclinación política. Podría denominarse "la falacia del estado homogéneo" y aparece en formulaciones tales como las que aluden al "estado competitivo" (o, en mi propio campo, el constante llamamiento a la "competitividad entre las ciudades") o entre los beneficios, o al perjuicio de los "estados" del Norte o del Sur. Los estados y las ciudades están internamente divididos; lo que es bueno para un grupo, clase o demás intereses implicados en un estado o ciudad pueden tener influencias diversas en los demás. Los gobiernos tienen, de hecho, un cierto grado de autonomía y, en este delimitado sentido, se puede hablar de los estados o las ciudades como actores con sus respectivos intereses, más concretamente, los de sus dirigentes políticos y su burocracia -- o más generalmente, los del régimen vigente; pero es más cierto aún que los gobiernos responden a múltiples intereses y que los intereses particulares normalmente predominan en el programa de actuación de la mayoría de ellos. El discurso del "interés nacional" a menudo sirve para velar muy determinados intereses; hablar de los estados como si representaran a toda la ciudadanía sólo enturbia la realidad.
En ese sentido, hablar de la supremacía de EE.UU. en la política internacional, aunque importante en cierto sentido, requiere de una clara distinción entre aquellos que se alternan en la política de los EE.UU. y aquellos que se ven excluidos de su formación. Lo mismo atañe, como quedaba patente en los debates de Seattle, a otros países en los que los ciudadanos de los países del Sur mostraban su rotundo rechazo a las posturas adoptadas por sus gobiernos. Si esta disparidad entre un estado y sus ciudadanos es trascendental en lo que concierne a la actuación política y oficial del estado, lo es aún mas en lo concerniente a la representación económica. Aquellos que representan a los estados en las negociaciones económicas multilaterales no están representado ningún conjunto homogéneo de intereses económicos nacionales; la homogeneidad puede considerarse más bien una característica de los intereses contemplados en la mesa de negociaciones, es decir, grupos empresariales e intereses financieros que, aunque difieran en base al sector, son muy similares en su naturaleza de clase.
La división primordial no se da entre los estados, sino entre las clases; la homogeneidad no se da dentro de los estados, sino dentro de las clases.
Otras expresiones del lenguaje en el debate de la globalización, pese a provenir de sus proponentes, normalmente se introducen en la jerga de mano de los propios críticos y solapa la realidad de lo que está ocurriendo. El "capital humano", por ejemplo, es un tortuoso revoltijo de significados: hablar de "aptitudes laborales", lo pone en su debido contexto. La "gobernabilidad" es un eufemismo para el menoscabo del gobierno y debiera considerarse como tal. La "inversión" puede significar la expansión de la capacidad productiva o, simplemente, la mera especulación. Los mercados "libres", al igual que la educación pública, no están exentos de costes; el término real es el de "mercados privados", que sirven para limitar, más que para expandir, la mayoría de los conceptos de la libertad humana. La "reforma", faltaría más, significa la privatización en su uso mediático. La indiscriminada utilización del término "servicios del productor", despoja al término "productor" de todo su significado social. El material impreso no debiera ser catalogado como un "servicio del productor", dado que los impresores son trabajadores que manejan máquinas, no "proveedores de servicios", y tampoco los corredores de bolsa debieran ser denominados productores, si es que queremos que el término conserve algún sentido real.
Éstas no son meras cuestiones terminológicas. Aún no se ha alcanzado el consenso entre los diversos grupos que intentan hacer frente a los males derivados de la auténtica globalización.
Los objetivos más modestos simplemente invitan a la participación y a la transparencia, las perspectivas más marcadamente liberales pretenden la reestructuración del sistema de las instituciones globales y la regulación; la perspectiva radical abraza ambas propuestas para la eliminación total de las instituciones globales o lograr su sustitución por un sistema de relaciones económicas y políticas completamente diferente, tanto dentro de los estados nación como entre los estados. El debate después de Seattle no se ha unificado en torno a unas determinadas reivindicaciones pragmáticas en el ámbito nacional, tales como la exigencia al Congreso de los EE.UU., a los representantes comerciales de los EE.UU, a su delegación en la ONU, o a los representantes de sus organismos y agencias internacionales. Un gran número de colectivos y multitud de ciudadanos se baten con la complejidad de los problemas a la hora de formular los objetivos, las plataformas, y las demandas de actuación específicas. Las demandas coincidentes con una determinada perspectiva no tienen porqué divergir de otro tipo de perspectivas; ambos tipos de objetivos y las discrepancias existentes entre ellos, además de la estrategia y las tácticas, requieren de una mayor recapacitación y clarificación. Esta falta de claridad en el lenguaje puede propiciar la formación de coaliciones, a corto plazo, pero las alianzas sólidas y estables se basan en el pleno entendimiento mutuo. La esmerada discriminación entre la globalización tecnológica y la globalización del poder, mantener el concepto de la globalización alternativa sobre la mesa, desmontar el mito de la incapacidad del estado y la falacia del estado homogéneo, y, reparar en las trampas del Orwelliano lenguaje de la globalización, puede todo ello contribuir a la consumación de un acuerdo tanto al respecto de los objetivos a corto plazo como al subsiguiente curso de acción.
PETER MARCUSE es profesor de Planificación Urbana en la Escuela de Arquitectura, Planificación y Conservación de la Universidad de Columbia. Es también co-editor de Globalizing Cities: A New Spatial Order? (Oxford: Blackwell, 2000)