Enero de 2025
De Miller a Musk: La maquinaria ultraderechista de Trump que consolidará el poder de las elites en EEUU." (Vídeo)Aday Quesada. Canarias Semanal.Org

¿Cómo logró uno de los represores más temidos del franquismo continuar ascendiendo durante la "democracia"?
Durante más de cuatro décadas, el comisario Roberto Conesa Escudero fue el rostro invisible de la represión franquista. Infiltrado, torturador y artífice de redadas devastadoras, pasó de verdugo del régimen a ser una "pieza clave" en la Transición sin rendir cuentas jamás de sus crímenes. Esta es su historia.
Si hay un nombre que durante el franquismo y la Transición española provocaba miedo en comisarías, calabozos y reuniones clandestinas, ese era el de Roberto Conesa Escudero. No era un ministro, ni un alto cargo visible de la [Img #84674]
dictadura. Era algo peor: el rostro invisible del terror, el ejecutor profesional de la represión, el sabueso de la Brigada Político-Social que sabía disfrazarse, infiltrarse, manipular y, sobre todo, torturar.
Su figura atraviesa cuatro décadas de historia oscura: desde la Guerra Civil hasta bien entrada la Transición. Su impunidad simboliza el pacto de silencio que marcó la democracia española. Y su biografía nos obliga a mirar de frente uno de los rincones más violentos y menos depurados de nuestro pasado reciente.
DE MOZO A VERDUGO: UNA ASCENSIÓN IMPENSABLE
Nacido en Madrid en 1917 y huérfano desde niño, Roberto Conesa comenzó su vida laboral como mozo en una tienda de ultramarinos. Durante la guerra fue militante de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) y sirvió en el Ejército republicano. Pero tras la victoria franquista le faltó tiempo para reconvertirse rápidamente en uno de los más eficaces agentes del nuevo orden.
“ROBERTO CONESA FUE EL EJECUTOR SILENCIOSO DEL TERROR POLICIAL DURANTE EL FRANQUISMO”
En 1939 se integró en la Brigada Político-Social (BPS) y comenzó a participar en operaciones de represión política. Muy pronto destacó por su capacidad para infiltrarse en organizaciones clandestinas, en especial el Partido Comunista de España, casi la única organización que, durante las cuatro décadas que duró la dictadura no tuvo cuarenta años de vacaciones, ni dejó de dejó de ser un solo minuto una fuente constante de preocupaciones para el autócrata y su Régimen.
El aspecto físico de Conesa, delgado, anodino, con rostro de una palidez transparente, lo hacía pasar desapercibido. Pero tras su fachada tranquila se escondía todo un profesional del engaño y de la violencia.
En los años cuarenta su fama ya lo precedía. Nadie se atrevía a llamarlo por su viejo apodo de “el Orejas”, mote provocado por sus enormes y elefánticas orejas, herencia de sus tiempos humildes en el barrio.
Se había casado con una mujer de familia influyente, vivía en un ático de la calle Narváez y, aunque su rango dentro de la policía no era todavía muy alto, su autoridad como sabueso represor era incuestionable.
LOS CURSOS DE TORTURA Y EL CÓDIGO DEL DOLOR
Su brutalidad no era improvisada. En 1958, Conesa viajó a Washington a recibir un curso de la CIA centrado en sabotaje y anticomunismo. Dos años después, en 1960, fue enviado como asesor policial a la República Dominicana, bajo la dictadura de Trujillo. Allí aprendió y enseñó. Y aplicó aquí lo aprendido.
Los métodos usados por Conesa y su equipo eran sistemáticos: la "rueda" (golpes circulares entre varios agentes), "la cigüena" (obligar al detenido a mantenerse en cuclillas esposado), "el tambor" (golpes con cubo metálico en la cabeza), "la bañera" (sumergir la cabeza en agua, orina o escupitajos). A esto se sumaban torturas psicológicas: insultos, amenazas a familiares, simulacros de ejecución.
Simón Sánchez Montero, dirigente en el interior del PCE, lo recordó como uno de los más violentos miembros de la BPS. En una ocasión, Conesa le lanzó su pistola a un detenido sobre la mesa con un desafío:
"Pareces muy valiente. ¡Ahí tienes mi pistola! ¡Atrévete!".
En la jerga interna, lo llamaban "el Niño". De manera que cuando un superior tenía problemas con algún detenido, ordenaba: "Que suba el Niño".
Su implicación en casos de tortura está documentada incluso antes de la década del 50. En 1941, llegó a ser denunciado por una portera socialista, Prudencia Gil, por infligirle todo tipo de malos tratos. Pero el aparato, naturalmente, lo protegió. Como a tantos y tantos otros.
LA CAÍDA DEL 47: LA GRAN CAZA DE COMUNISTAS
Uno de los golpes más brutales de Conesa fue la infiltración en el aparato de propaganda del PCE en 1947. Bajo la apariencia de tipógrafo, manipulaba textos y convocaba reuniones "para aclarar errores". En realidad, buscaba agrupar a los responsables y delatarlos.
El golpe fue demoledor. Junto con otros infiltrados como "el Rubio" o "el Peque", Conesa proporció información clave sobre la estructura del partido, las juventudes, las mujeres antifascistas y los intelectuales. La dirección del PCE tuvo que reorganizarse desde la cárcel de Burgos. En solo tres meses, hubo más de dos mil detenidos, decenas de condenas a muerte y cientos de años de prisión.
Este episodio marcó el fin de la estrategia de lucha armada del partido y consolidó la eficacia de la represión franquista. Fue un indudable triunfo para la BPS. Y para Conesa, la confirmación de su estatus como pieza clave del engranaje represivo del Régimen.
ASCENSO EN LA SOMBRA: DEL FRANQUISMO A LA TRANSICIÓN
Lejos de ser relegado por su historial como torturador, Conesa fue ascendiendo. En 1974 fue nombrado Jefe de la Brigada Central de la Comisaría de la BPS. En 1976, tras la muerte de Franco, se convirtió en Jefe Superior de Policía en Valencia. A pesar de las denuncias por torturas, su figura seguía siendo respetada en el aparato policial.
En 1977, ya en plena Transición, fue elegido por el ministro Martín Villa para dirigir la investigación del secuestro de Oriol y Villaescusa por los GRAPO. Conesa lideró la llamada "Operación Valencia" que terminó con la liberación de los rehenes. El éxito lo consolidó como "especialista". La prensa lo retrató como un héroe profesional. El monárquico ABC lo llamó con orgullo "policía-policía las 24 horas del día".
“EN EL FRANQUISMO, HASTA LA POESÍA PODÍA SER UNA AMENAZA”
En junio de ese mismo año fue nombrado Comisario General de Información. Dirigía la brigada antiterrorista, pero también supervisaba el control del sindicalismo policial y de la oposición política. Fue condecorado con la Cruz al Mérito Militar con Distintivo Blanco y con la Medalla de Oro al Mérito Policial.
LA CULTURA TAMBIÉN ERA SOSPECHOSA: CANARIAS 1952
En 1952, la Brigada Político-Social puso sus ojos en una iniciativa cultural nacida en Canarias: Planas de Poesía. Se trataba de una colección de hojas poéticas impulsada por los hermanos José María y Agustín Millares.
Aparentemente inofensiva, pero con un contenido que desafiaba sutilmente la dogmática franquista. Una delación realizada por un falangista activó la alarma: uno de los números contenía textos de Pedro García Cabrera, republicano represaliado, y del crítico Fernando González.
Desde Madrid, se envió a Roberto Conesa a dirigir la operación. Los hermanos Millares fueron detenidos en Las Palmas y trasladados a los sótanos del Club Náutico de la misma ciudad, reconvertido en una suerte de centro de detención.
En el curso de los interrogatorios, Conesa golpeó a José María con tal violencia que le dejó daños auditivos permanentes. Era su forma de tratar con los "enemigos del orden": ya fueran estos militantes armados o poetas.
Este episodio reveló que para la BPS, y para Conesa, la cultura también era un frente de batalla. No solo se reprimía a los partidos: también se vigilaban los versos, los folletos, las publicaciones artesanales. Porque en el franquismo, incluso la poesía podía ser considerada una amenaza.
EL FINAL SIN JUICIO: LA MUERTE Y EL OLVIDO
En enero de 1979, Conesa fue trasladado al País Vasco para coordinar la política antiterrorista. Poco después sufrió un infarto y se jubiló. Según las noticias de que disponemos, se fue a vivir al Archipiélago canario, desde donde nunca tuvo que rendir cuentas por los crímenes cometidos. Falleció el 26 de enero de 1994, en silencio, sin homenajes públicos, pero también sin ningún tipo de condena judicial ni política.
La Ley de Amnistía de 1977 blindó su pasado criminal. Esa norma, teóricamente pensada para liberar a los presos políticos que aquellos provenientes del propio aparato represivo de la dictadura aprovecharon para garantizar también la impunidad de los verdugos. Hay que precisar, no obstante, que esa amnistía a los represores fue realizada con el asentimiento, más o menos cómplice, de las organizaciones políticas de una oposición que se preparaba para turnarse en la gestión del aparato del poder con los ex franquistas reciclados.
Conesa, como una legión de torturadores de la BPS, pudo mantener su carrera, recibiendo medallas, y retirarse sin pasar antes por los tribunales y rendir cuentas por sus fechorías.
Durante años, su nombre fue cayendo en un olvido premeditadamente calculado. Tras su muerte no hubo obituarios oficiales. No hubo rechazo institucional. Su entierro fue discreto. No hubo mensajes del Ministerio del Interior, ni telegramas de condolencias. Y eso, en realidad, fue parte del pacto no escrito de la tan traída y llevada Transición: silencio de cementerios a cambio de "estabilidad" para las poderosas clases sociales que habían colaborado con el franquismo.
LA QUERELLA QUE LLEGÓ TARDE
Hubo intentos de justicia. En 2010, la Querella Argentina, impulsada por asociaciones de memoria histórica, solicitó la investigación de los crímenes del franquismo. Conesa ya había muerto, pero otros, como Billy el Niño, seguían vivos. Sin embargo, la Audiencia Nacional denegó las extradiciones y las investigaciones alegando la prescripción de los delitos y la existencia de la Ley de Amnistía.
El caso de Conesa quedó cerrado en vida. Pero su figura se convirtió en todo un símbolo. Símbolo de la brutalidad del franquismo. Símbolo de la continuidad del aparato represivo en la democracia. Y símbolo de una justicia que nunca llegó.
UNA HERIDA ABIERTA EN LA MEMORIA
La historia de Roberto Conesa Escudero no es solo la de un torturador profesional. Es la historia de un Estado que delegó en tipos como él su violencia. De una dictadura que necesitó verdugos. Y de una supuesta democracia que no prescindió de ellos y decidió no mirar hacia atrás.
Su legado no está en placas ni en calles, sino en los testimonios de quienes lo padecieron. En los cuerpos rotos. En las historias contadas en voz baja. Y en la necesidad, todavía viva, de memoria, verdad y justicia.
Porque mientras nombres como el suyo no sean juzgados por la historia, la Transición seguirá siendo percibida como lo que nunca dejó de ser: un gigantesco fraude político.
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