Agosto de 2023
Pueblos hartos de la «clase política» protestan con su voto (casos de Argentina y Guatemala)Marcelo Colussi
Se dice machaconamente que «el pueblo votante es el soberano». Absurda mentira que se nos ha impuesto a base de interminables repeticiones. Desde hace dos siglos, con el advenimiento de las llamadas «democracias» ?Estados Unidos, Francia e Inglaterra tomando la delantera?, las potencias dominantes del mundo impusieron la democracia representativa como el supuesto punto máximo de desarrollo en la dimensión política de las sociedades.
Esa pretendida democracia encubre lo más importante: es la expresión jurídico-administrativa de la sociedad capitalista, donde unos pocos (empresarios, terratenientes, banqueros) obtienen fabulosas ganancias a partir de la explotación del trabajo de las grandes mayorías populares. Los pueblos, voten o no, nunca mandan. En tal sentido, tiene absoluta vigencia lo dicho por Paul Valéry al definir política: «el arte de hacer creer a la gente que toma parte en las decisiones que le conciernen» cuando, en verdad, no decide nada.
En el modo de producción capitalista, como dijeran Marx y Engels, la burocracia que maneja el Estado no es más que «el consejo de administración de la clase dirigente». Los llamados políticos «profesionales» constituyen ese grupo que trabaja para que todo siga igual, para que las leyes normalicen/naturalicen la explotación, y que la protesta ?cuando alcanza cierto nivel peligroso para el sistema? sea reprimida.
Por supuesto, hay que tener cierta capacidad especial ?no necesariamente la más virtuosa, por cierto? para querer ser un mentiroso de profesión, tal como es el trabajo de político. Es parte de este complejo oficio ?si es que así se le puede llamar? la manipulación continua, la mentira descarada, «el arte de hacer creer a la gente» cosas que no son. En todos los países capitalistas existentes al día de hoy ?en los socialistas no? ese grupo especial de burócratas tomadores de decisiones, funciona como los causantes de las penurias de los pueblos. Son, supuestamente, decisiones de esos políticos las que producen problemas sociales, desnutrición, falta de educación, carencias varias, guerras o contaminación intolerable.
Ahora bien: sus decisiones no son, en sentido estricto, verdaderas decisiones. El sistema capitalista tiene una lógica propia: aumentar siempre la acumulación de capital sin perder nunca un centavo. El estamento político es el que se encarga de hacer que eso funcione. Los verdaderos dueños del pastel no dan la cara; disfrutan su poder económico, que se trasunta en poder político. Los burócratas que manejan los mecanismos estatales ?más allá de cierta relativa independencia que les permiten sus puestos? no pueden ser más que administradores de los capitales a quienes representan. Nunca las masas populares son las beneficiadas. O lo son con cuentagotas (los planteos socialdemócratas, por ejemplo).
Esa llamada «clase política» no es la responsable directa de nuestras miserias, de nuestras penas y carencias: ¡es el sistema imperante que ellos administran! Sucede que, en forma creciente, ese mismo sistema hace pasar las penurias de las poblaciones como consecuencia de las malas actuaciones de los políticos. Farsa total. Ejemplificando: Estados Unidos sigue siendo una potencia independientemente de quien se siente en la Casa Blanca, Guatemala continúa siendo un país empobrecido y con un racismo visceral con independencia de quien ocupe el sillón presidencial, y Argentina dejó de ser un país próspero evidenciando una tasa de pobreza inconcebible años atrás, no por culpa de los políticos, sino por planes globales de los grandes capitales que la transformaron en un país sojero sin industria.
Los pueblos reaccionan ante sus malestares ?que son muchos, variados, profundos? atacando a quien tiene a la vista. Y esa figura es el elenco gobernante de turno. Hastiados de sus males, la población apela al voto castigo para castigar a la dirigencia, ocultándose así la verdadera causa de los males: la estructura capitalista de fondo. Veámoslo con dos ejemplos: Argentina y Guatemala, ambos con procesos electorales en este momento.
Argentina: un país otrora próspero, con un innegable avance social en todos los campos en Latinoamérica, a partir de los planes neoliberales impulsados por el Consenso de Washington, y cumplidos al pie de la letra por las dictaduras militares de los 70, se empobreció de un modo brutal. Los gobiernos progresistas de Néstor Kirchner y Cristina Fernández no pudieron revertir ese proceso (desde la legalidad institucional capitalista ello es radicalmente imposible), y se limitaron a administrar con un poco de mayor talante social la catástrofe. Pero los problemas histórico-estructurales siguieron. La prédica de la derecha hizo ver que todo ello se debía a la mala administración peronista. Sin dudas, como en todo gobierno capitalista, hay corrupción. Pero esos hechos tramposos están en lo humano, siempre: la transgresión es parte de nuestra dinámica (el «hombre nuevo» del socialismo, quizá incorruptible, por ahora no existe). Con una pobreza que crece sin parar (cerca de 40 % de la población) y un ánimo antigobierno exacerbado de manera monumental por la derecha recalcitrante, el pueblo argentino, en un acto que podría calificarse de suicida, votó en las recientes elecciones primarias hastiado contra la desolación, creyendo que la casta política es la responsable del tremendo deterioro. Eligió así un candidato de ultraderecha (Javier Milei) que, ya presidente, solo traerá más y más penurias a la población, pero que supo vender bien los espejitos de colores, criticando acremente la casta de políticos. El voto castigo en este caso solo reconforta un momento el día después de las elecciones: luego se verán las consecuencias reales (Bolsonaro, Macri o Duque quedan cortos al lado de este personaje: el Trump argentino, como se le designó).
Guatemala: en el centroamericano país, cuna de una de las más grandes civilizaciones de la historia: los mayas, la pobreza recorre su historia desde la formación del Estado moderno hace dos siglos, manejando siempre la nación como una gran finca unas cuantas familias no-indígenas, explotando sin misericordia a una población desorganizada y reprimida, básicamente compuesta por los pueblos originarios. Eso es una constante; ahora bien: desde hace un par de administraciones viene ocupando la institucionalidad estatal una banda mafiosa que, moviéndose con criterios de crimen organizado al mejor estilo delincuencial, han ido copando prácticamente todos los espacios gubernamentales, asegurándose así una rapiña voraz. La derecha oligárquica tradicional y la embajada de Estados Unidos ?verdaderos factores de poder? la toleran, en tanto ello no traiga recalentamientos sociales peligrosos. El grado de impunidad y corrupción al que llegó este grupo es increíble. Es por eso que la población, hastiada de estos políticos impresentables, acaba de darles un fabuloso voto-castigo, optando por lo que representa una bocanada de aire fresco, dada por un movimiento muy tímidamente socialdemócrata con Bernardo Arévalo como candidato, organización que en todo momento se distancia de posiciones de izquierda para no poner nerviosos a los dueños de la finca, pero que no se presenta como corrupto. Se votó, indudablemente, con la esperanza de un cambio, aunque el Movimiento Semilla, dadas sus características, no podrá realizarlo en profundidad (el Pacto de Corruptos sigue muy enquistado en el Estado). De todos modos, bienvenida esa esperanza que, supuestamente, podría frenar (al menos un poco) la impunidad desatada.
Conclusión: en ambos casos la masa votante manifiesta su hartazgo a través de lo que puede: el sufragio. En un caso, pensando que con un político no tradicional (Argentina) las cosas podrán mejorar. En el otro, votando por un candidato que lucha contra la corrupción (Guatemala), el pueblo expresa su esperanza de algo nuevo, que salga de la actual impunidad reinante. Pero en ambos casos, el voto no es más que la ilusión del cambio, la expresión del profundo descontento contra quien se supone que es el causante del desastre que se vive. De esa manera se cambian caras, siempre con expectativas de mejora, sin poder reconocer que los personajes políticos cambian (y la bronca acumulada se expresa en esas válvulas de descompresión que significa el voto-castigo), pero la situación de base no cambia. Tal como expresara Federico Engels: «La clase poseedora impera de un modo directo por medio del sufragio universal. Mientras la clase oprimida no está madura para libertarse ella misma, su mayoría reconoce el orden social de hoy como el único posible».
Marcelo Colussi
Psicólogo y Lic. en Filosofía. De origen argentino, hace más de 20 años que radica en Guatemala. Docente universitario, psicoanalista, analista político y escritor.
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