Noviembre de 2022
COP 27: sigue el bla, bla, blaMarcelo Colussi
¡No hay cambio climático! Hay desastre ecológico causado por el modelo capitalista
En estos días se reúne en el lujoso balneario de Sharm el-Sheikh, junto al Mar Rojo, Egipto, la vigésimo-séptima Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2022, comúnmente conocida como COP 27. Seguramente saldrán de allí conclusiones y recomendaciones “políticamente correctas”, pero sin resultado efectivo en la práctica. ¿Por qué? Porque quienes realmente dirigen el mundo –que no son unos cuantos funcionarios muy bien pagados de organismos internacionales– no tienen intención de modificar el actual modelo de acumulación capitalista, y por tanto de producción y consumo. O, dicho de otro modo, no tienen la más mínima intención de perder un centavo. Si para ello hay que sacrificar al planeta…, parece que no hay alternativas. Los remiendos de estos cónclaves pueden ayudar, quizá, a lavar conciencias, pero no a impedir que esos capitales sigan lucrando en forma desorbitante, sin importarles a qué costo. Explotan a la clase trabajadora y al planeta Tierra: la primera es inagotable; el segundo, no.
El problema no está en un “cambio climático”, presentado como un fenómeno natural, sino en el modelo económico-social vigente. No está de más recordar que ahora, en el 2022, se conmemoran los 50 años de aparecido un informe que marcó una alarma para el capitalismo dominante: “Los límites del crecimiento”. El texto, realizado por un grupo de 17 científicos coordinados por Donella Meadows, Dennis Meadows y Jørgen Randers, fue el producto de un encargo hecho por el Club de Roma al Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés). Las conclusiones alarmaron, porque demostraban la inviabilidad del capitalismo a largo plazo, la imposibilidad de continuar con un modelo de consumo tan fabuloso que termina depredando al planeta que habitamos, convirtiéndolo así en inhabitable. Ese informe, “escandaloso” para el establishment, trató de ser neutralizado. Las observaciones de los estudiosos marcaban claramente que, de seguirse ese curso desbocado de producción y consumo, en no más de un siglo la humanidad se encontraría en una situación catastrófica, probablemente sin posibilidad de retorno.
El sistema, que siguió produciendo y consumiendo desaforadamente, fue encontrando soluciones parciales, parches, oxígeno para respirar un poco más, pero no tocó –ni parece que fuera a tocar– los cimientos mismos que son los verdaderos causantes del desastre ecológico que vivimos. Convenciones como la que ahora está teniendo lugar (¡es la número 27!) no van a las causas estructurales. Como dijo un dirigente comunitario de Centroamérica en relación a la cooperación internacional –comparación válida, salvando las distancias, con estas cumbres–: “rasca donde no pica”. Tal como se ha dicho: son paños de agua fría, “soluciones tibias para problemas candentes”.
No hay ningún “cambio climático”. En estos momentos se ha popularizado esa expresión para referirse a lo que está sucediendo con nuestro planeta y sus tremendas modificaciones ecológicas. Esa manera de mencionar lo que está en juego es un distractor y artero eufemismo para no decir claramente lo que hay que decir. No hay “cambio” del clima, como si eso fuera simplemente una modificación natural, espontánea, de factores meteorológicos, como si se tratase del paso de una era geológica a otra. Hay, en todo caso, una situación que recuerda lo que pasó hace 65 millones de años con la caída de un meteorito en lo que hoy es Chicxulub, península de Yucatán, México, provocando la desaparición del 75% de toda forma viva (animal y vegetal) de aquel entonces, incluidos los dinosaurios que utilizamos en forma de petróleo: ¡hay una espectacular transformación repentina de la ecología! En aquella época, producto de un incidente natural; en la actualidad, producto de un modo de producción, de un modelo de sociedad que a todas luces se muestra inviable, insostenible.
La creciente falta de agua dulce que vivimos, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que inundan el planeta, la desertificación que no cesa, el calentamiento global con consecuencias fatales como el derretimiento de los hielos polares y los glaciares, el adelgazamiento de la capa de ozono, el efecto invernadero negativo, las inconmensurables montañas de basura plástica, mucha de la cual va a parar a los océanos, los desechos atómicos con los que no se sabe qué hacer, todo lo anterior constituye un problema de magnitud global del que nadie puede escapar, y que no implica un “cambio climático” natural –los eufemismos intentan rebajar la magnitud de los hechos– sino que muestra el desastre humano en juego.
En estos momentos toda la población planetaria es víctima de una profunda catástrofe social y política que evidencia con crudeza los límites del modo de producción capitalista. El afán de lucro empresarial, que prefiere, por ejemplo, talar un bosque completo porque es negocio, aunque ello traiga desertificación y falta de agua, ha llevado a esta situación catastrófica. Los verdaderos responsables de todo esto no somos nosotras y nosotros, las personas comunes de carne y hueso, los ciudadanos de a pie que no tomamos las decisiones que marcan la marcha de la historia, y consumimos lo que las empresas nos dictan, bombardeo publicitario mediante.
Si las grandes mayorías populares de todas partes del planeta, dada la globalización y uniformidad en gustos y usos que se han venido imponiendo, utilizan sin parar artículos plásticos, baterías desechables para la interminable parafernalia de instrumentos electrónicos que pululan por allí, si se la lleva a un consumo irracional promovido a partir de esa viperina estrategia que es la obsolescencia programada (fabricar productos para que se deterioren rápidamente y haya que cambiarlos comprando otros similares), la responsabilidad del desastre en juego no es una cuestión personal, por “malos” ciudadanos que no saben cuidar su planeta, su casa común.
La invocación a “ser cuidadosos” con el medio ambiente que se ha venido imponiendo en estos últimos años, hace sentir como responsables de la catástrofe ecológica al consumidor común; de ahí el mandato obligado, casi creando sentimiento de culpa, de no ser “criminales” con la naturaleza, cerrar bien los grifos, reciclar la basura, utilizar bolsas de arpillera y no plásticas para hacer las compras de alimentos, usar la bicicleta toda vez que sea posible en vez de vehículos con motores de combustión interna, y un largo etcétera. La causa real estriba en un modelo de producción y consumo totalmente insostenibles, que se ha impuesto y contra el que reacciones puramente personales (“¡Yo no tomo Coca-Cola!”) no inciden en lo absoluto. Todas esas conductas de responsabilidad ciudadana son loables, y ahí está Greta Thunberg –ahora un poco “pasada de moda”– como ícono mediático de ese pretendido salvamento del planeta. Lo que debe remarcarse es que esas acciones, encomiables en sí mismas, contribuyen en muy poca medida a evitar la polución, no más de un 1%. Si el agua potable se agota es porque 1) la industria consume alrededor del 90% de toda su disponibilidad global, y no por el consumo hogareño, y 2) porque hay una inequitativa distribución en su acceso con un derroche ignominioso por parte de algunos (un ciudadano estadounidense consume un promedio de 100 o más litros diarios) mientras hay una escasez bochornosa en otros (un litro diario en un habitante del África sub-sahariana).
En realidad lo que sucede es que existe una creciente presión del capital sobre los bienes y recursos naturales para su mercantilización a fin de incrementar la producción capitalista y mantener su “crecimiento económico” (el de las empresas, obviamente). A lo largo del siglo XX, pero sobre todo en las últimas décadas, esta tendencia ha ido en aumento. Con la expansión del capitalismo en su fase neoliberal a partir de finales de la década de los 70 del siglo pasado y su expansión por todo el orbe, los recursos naturales han sido sometidos a una mayor presión por las grandes corporaciones transnacionales. La búsqueda desenfrenada de fuentes energéticas y minerales estratégicos para las industrias de punta (en muchos casos: la militar) marcan esa tendencia. Si hasta hoy las guerras eran por el petróleo, ahora podrían ser por el agua, o por esos elementos estratégicos como el coltán, o las llamadas “tierras raras”: los 17 elementos de la tabla periódica que poseen propiedades magnéticas, luminiscentes y electroquímicas únicas, indispensables para las actuales tecnologías de punta: escandio, itrio más los 15 elementos del grupo de los lantánidos (lantano, cerio, praseodimio, neodimio, etc.)
Esa desenfrenada búsqueda del capitalismo actual tiene efectos desastrosos sobre el medio ambiente: agudización sin par en las transformaciones del clima (grandes lluvias o grandes sequías, super huracanes cada vez más violentos, temperaturas extremas), lo que provoca fenómenos naturales cuya magnitud resulta en desastres sociales y económicos. El hiper-consumismo que impone el sistema capitalista no se arregla buscando paliativos superficiales, como el reciclar, el separar la basura o la generación de una supuesta “conciencia verde”, no usando pajillas para tomar una gaseosa, por ejemplo. El problema de fondo, la contradicción original que está produciendo todo esto es la voracidad del capital, que destruye todo en aras de su propio beneficio sin reparar en daños futuros, pasando por encima de las grandes mayorías populares.
El modelo de capitalismo salvaje, eufemísticamente llamado “neoliberal”, que se impuso a capa y espada en las últimas décadas del pasado siglo (“No hay alternativa”, dijo la Dama de hierro, la británica Margaret Tatcher: o capitalismo ¡o capitalismo!) trajo consigo el dominio absoluto del capital financiero sobre el proceso productivo. Hoy día son los capitales globales que se mueven de un paraíso fiscal a otro sin ninguna regulación los que marcan el ritmo del sistema. Si a eso se les opone la perspectiva de un nuevo polo de poder como China y Rusia –con planteos que no trascienden el capitalismo, pero que abren una multipolaridad inexistente en la actualidad, manejada autoritariamente por Washington– se establece la posibilidad de una guerra entre gigantes, que podría ser atómica y devastadora para la humanidad. Por eso, ahí está Ucrania como campo de batalla, poniendo los muertos. Y en cualquier momento podría ser Taiwán.
En su proceso de expansión ese capitalismo neoliberal, básicamente de cuño occidental (estadounidense y europeo) provoca una disputa por la tierra y los recursos naturales entre las grandes corporaciones que dominan esa expansión, por un lado, y comunidades y pueblos que obtienen de ella los bienes necesarios para su existencia, por otro. De ahí que esa contradicción capital-naturaleza se evidencia en la lucha de pueblos originarios que defienden sus territorios ancestrales contra empresas multinacionales extractivistas que invaden sin miramientos destruyendo todo a su paso (compañías petroleras, mineras, monocultivo extensivo destinado a biocombustibles robando tierras cultivadas con alimentos, desvío de ríos para empresas hidroeléctricas generadoras de electricidad). Solo para graficarlo: para la obtención de un galón de biocombustible (utilizado en los países capitalistas del Norte próspero), hecho a base de azúcar, maíz o palma aceitera, se necesitan 2.000 litros de agua (robada a los empobrecidos del Sur). Y para producir eso, se sacrifican tierras destinadas a generar alimentos, por lo que esa gente con hambre marchará hacia el Norte en forma desesperada, creándose así un círculo vicioso sin salida en los marcos del capitalismo.
No nos confundamos ni caigamos en un mea culpa que no nos lleva a ninguna solución real: el mentado “cambio climático” es un desastre causado por la voracidad capitalista que no se detiene en su desenfrenada búsqueda de ganancia. Salvar osos panda de su extinción puede ser muy bonito, pero cuidado: ¡que los árboles no nos impidan ver el bosque! Esperemos que la COP 27 sirva de algo; pero es muy probable que no sea así.
Marcelo Colussi
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