Septiembre de 2022
Factores estructurales de la geopolítica mundial que inciden sociopolíticamente en América LatinaVíctor Artavia
Cada día que transcurre, el capitalismo del siglo XXI se torna más hostil para los sectores explotados y oprimidos. Crisis económica, pandemia, migraciones masivas, catástrofe ecológica, pugnas inter-imperialistas, guerras y rebeliones; esas son las palabras más apropiadas para describir la dinámica del mundo en la actualidad.
En este ejercicio periodístico analizaremos cómo esa realidad global se materializa en América Latina, una de las regiones más azotadas por la expoliación imperialista, pero, también, sumamente rica en experiencias de lucha de clases. Para eso, daremos cuenta del entrecruzamiento de factores estructurales o de “larga duración”, con otros de tipo coyuntural más propios del tiempo de la política.
Elementos estructurales
Una economía dependiente, desigual y altamente vulnerable
Debido a su condición semi-colonial y dependiente, América Latina es extremadamente susceptible a los acontecimientos internacionales, cuyas “ondas telúricas” no tardan en azotar sus endebles economías nacionales. Ese rasgo se profundizó en las últimas décadas a raíz delas contrarreformas neoliberales, las cuales reconfiguraron la estructura productiva de la región en función de los intereses imperialistas, dando como resultado una paulatina desindustrialización y la consecuente reprimarización del patrón comercial –es decir, la producción de materias primas para la exportación-, así como un mayor endeudamiento ante acreedores internacionales.
Eso quedó plenamente demostrado tras el estallido de la crisis económica en 2008, que, con sus flujos y reflujos, se extendió por toda la década siguiente y persiste hasta la actualidad. De acuerdo a la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), la ralentización de la economía mundial que desencadenó dicha crisis provocó que, durante el sexenio 2014-2019, el crecimiento económico en la región fuese del 0,3%, una cifra raquítica solamente comparable con los índices durante la Primera Guerra Mundial o la Gran Depresión.
A eso se suma la persistente y creciente desigualdad social en los países del área. De acuerdo a estadísticas recopiladas por Thomas Piketty –economista especializado en temas de desigualdad en el capitalismo- y replicados por The Economist, el 1% de los ricos en Latinoamérica capturan el 25% de la riqueza nacional, comparado con el 18% en los Estados Unidos. En algunos casos la concentración de la riqueza es desorbitante: en México las ganancias del 1% de los ricos creció más de diez puntos porcentuales entre 2000 e 2019.
Eso se complementa con políticas económicas totalmente complacientes con la burguesía, particularmente notables en las regresivas estructuras impositivas con enormes exenciones fiscales a los ricos y las grandes compañías, cuyos aportes tributarios representan tan solo el 2% del Producto Interno Bruto Interno (PIB). Por ejemplo, El Salvador no grava los ingresos personales por herencia o propiedades, mientras que en Guatemala la tasa es de un paupérrimo 7% (muy por debajo de los porcentajes del IVA). Para empeorar la situación, esos sectores no escatiman esfuerzos para incumplir con el pago de los exiguos impuestos que por ley les corresponden; en 2018 los países latinoamericanos perdieron un 6% del PIB a causa de la evasión y elusión fiscal de las grandes compañías y ricos.
La contraparte de eso es el crecimiento de la miseria y el hambre entre los sectores explotados. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) estima que, entre 2019 y 2020, en Colombia, Perú y Bolivia el coeficiente de Gini creció entre el 6 y 8%. Por eso no sorprende que la región sea la región con mayor desigualdad social del planeta.
Asimismo, en los últimos dos años Latinoamérica adoleció el impacto de eventos de naturaleza no económica. En primer lugar, la pandemia de Covid-19 provocó en 2020 un desplome del Producto Interno Bruto (PIB) regional del -6,8% y una caída del número de personas ocupadas del 9%. Aunque la relajación en las medidas de confinamiento alentó una leve reactivación económica en 2021, no tardó mucho en chocar con la “crisis de los contenedores” y los problemas en el suministro de materias primas y bienes de consumo básicos, dando como resultado un aumento en el costo de la vida.
A lo anterior se sumó la guerra en Ucrania, la cual generó un incrementó exorbitante en el costo de los alimentos en los últimos meses, debido al desabastecimiento de fertilizantes por las restricciones comerciales impuestas contra Rusia –uno de los principales proveedores de Latinoamérica- y por la imposibilidad de exportar la cosecha de granos desde los puertos ucranianos (esto último afecta principalmente a países africanos). En un reciente informe la CEPAL estimó que, producto de la guerra en Ucrania y el aumento en el costo de los alimentos y los combustibles, para finales de 2022 la pobreza afectará al 33,7% de la población y la pobreza extrema a un 14,9%, lo cual representan un crecimiento del 1,6% y 1,1% respectivamente con relación al año anterior.
Debido a eso, en muchos de los países de la región está en curso una crisis alimentaria de enormes magnitudes. Acorde al Programa Mundial de Alimentos (PMA), el costo promedio de la tonelada métrica de arroz, frijoles negros, lentejas y aceite vegetal que se distribuyen en el área, aumentaron un 27% entre enero y abril del presente, cifra que se queda corta al compararla con el aumento del 111% en el período que comprende enero de 2019 y abril de 2022. Asimismo, la Comisión Económica para Latinoamérica y el Caribe (CEPAL), estimó que la cantidad de personas extremadamente pobres que no puede comprar suficientes alimentos básicos, pasó de 5 a 86 millones entre 2021 y 2021.
En el caso de Brasil los datos son impactantes, pues ahí la crisis adopta las dimensiones de un país-continente que, aunque es la primera economía regional y la decimotercera a nivel mundial, sus relaciones sociales son las de una nación semi-colonial: en un 58,7% de los hogares brasileros los habitantes conviven con la inseguridad alimentaria, lo cual equivale a 125,2 millones de personas que no tienen acceso regular a suficientes alimentos inocuos y nutritivos, de las cuales 33,1 millones padecen de hambre, porque diariamente no comen lo suficiente para llevar una vida activa y saludable.
Junto con esto, América Latina afronta una nueva crisis de la deuda y, actualmente, es la región “emergente” (eufemismo de las Naciones Unidas para designar los países semi-coloniales) más endeudada del planeta. La deuda bruta de los países del subcontinente ronda el 78% del PIB regional, mientras que el servicio de la deuda –es decir, los intereses que se pagan por la misma- es del 59%. Para agravar la situación, en lo que va del año la Reserva Federal de los Estados Unidos (FED) elevó las tasas de interés en tres ocasiones para contener la inflación, lo cual provocó una tendencia al alza en el dólar e incrementó el valor de la deuda que se paga en divisas.
Para este año las proyecciones económicas son bastante lúgubres, pues se prevé un crecimiento anual promedio del 1,8% del PIB, pero la situación varía según el país. Por ejemplo, en el caso de Brasil –la principal economía latinoamericana- la expectativa es que crezca un 1,5% en 2022 y un 0,8% el año siguiente. Con respecto a México –la segunda economía regional-, aunque las cifras son ligeramente mejores, no dejan de ser preocupantes, pues su economía apenas crecerá 1,7% en 2022 y 1,9% en 2023.
Esa será la tónica para todos los países del área, lo cual presagia que vendrán más ataques desde los gobiernos –de la mano del FMI y los acreedores de la deuda- por aplicar medidas de austeridad contra las condiciones de vida de los sectores explotados y oprimidos. También, la espiral inflacionaria va impactar fuertemente sobre el poder adquisitivo de la clase trabajadora y los sectores populares, un factor que puede generar estallidos sociales contra el alto costo de la vida (como acontece en Ecuador al momento de escribir esta nota). Por otra parte, la estrechez económica no deja dudas sobre el poco margen de maniobra que tendrán los gobiernos social-liberales de la nueva “marea rosa” que, a diferencia de la primera ola a inicios de siglo, en esta ocasión no contarán con un “boom” económico a su favor para ejecutar programas de asistencialismo social a gran escala (sobre eso volveremos más adelante).
Otros problemas estructurales
Para dar cuenta de la situación social y económica de América Latina, es preciso abordar otras problemáticas que, aunque están relacionadas con el carácter semi-colonial de la región, tienen una dimensión específica –humana, ambiental o política- que hace necesario analizarlas con detalle. En este caso, nos limitaremos a puntear algunos datos generales y reflexiones políticas, las cuales esperamos profundizar en artículos posteriores.
Crisis migratoria
La barbarie del capitalismo latinoamericano expulsa a millones de personas todos los años, quienes huyen de sus países escapando de la violencia –conflictos armados, persecuciones políticas o crimen organizado- o por la falta de trabajo y condiciones mínimas para sobrevivir, ante lo cual se arriesgan a realizar un recorrido sumamente peligroso que, con frecuencia, desemboca en la muerte de muchas personas migrantes, sin contar otras formas de violencias a las que se exponen (asaltos, violaciones, trabajo esclavo, etc.). [1]
De acuerdo a las estadísticas de 2020, México fue el país latinoamericano con más emigrantes con 11,2 millones, seguido por Venezuela con 5,1 millones –en su mayoría migrantes intrarregionales- y Colombia con 3,0. Por otra parte, el denominado “Triángulo norte” de Centroamérica –Guatemala, Honduras y El Salvador- sumó 4,0 millones, una cantidad verdaderamente alta en relación con el tamaño de sus poblaciones. Asimismo, diez países del Caribe figuraron en la lista de los veinte principales países o territorios de emigración en 2019 (en términos de proporción de la población total).
El principal destino para los emigrantes latinoamericanos son los Estados Unidos, lo cual se percibe en la creciente cantidad de detenciones por la policía migratoria de ese país; en 2021 reportaron 1,7 millones de migrantes interceptados, una cifra que triplica la de años anteriores y da cuentas de la avalancha migratoria en curso.
Ante esa situación, el imperialismo norteamericano optó por abordar la migración como un asunto de “seguridad nacional” y externalizó sus fronteras en los últimos años, por medio del establecimiento de barreras a lo largo del territorio mexicano, el cual se constituyó en un “país tapón” dotado de una vasta red de centros de detención e infraestructura militar directamente enfocada en cazar y retener personas migrantes. [2]
En consecuencia, los costos económicos y peligros asociados a la migración hacia los Estados Unidos se incrementaron sustancialmente y, en respuesta a eso, a partir de 2018 surgieron las “caravanas migrantes”. A diferencia de la migración clásica que se realiza de forma oculta y en pequeños grupos en horas de la noche, las caravanas son explícitamente públicas, bulliciosas y vistosas; son “comunidades políticas” transitorias que reflejan –y tácitamente denuncian-las condiciones de miseria que los expulsaron de sus países, la violencia que sufren por parte del crimen organizado y la persecución por parte de las autoridades estatales (mexicanas y estadounidenses).
Además de su masividad, se caracterizan porque ampliaron la composición demográfica de la población migrante. Anteriormente, con el modelo clásico, quienes migraban eran mayoritariamente hombres en edad productiva que pagaban enormes sumas de dinero a las redes de tráfico para cruzar las fronteras. Con las caravanas eso varió, pues su masividad y sentido de comunidad, las hizo “relativamente” más seguras y redujo los gastos asociados a la emigración, con lo cual se sumaron muchas más mujeres con niños recién nacidos, personas con discapacidades físicas –incluso en sillas de ruedas, algo impensable anteriormente- y de la tercera edad.
Por otra parte, también se modificaron las tácticas empleadas por las redes de tráfico, las cuales vieron una oportunidad de hacer negocios con las caravanas, pero ahora más asociada a la vinculación con empresarios estadounidenses para explotar el trabajo excedente no pagado de las personas migrantes. Los denominados “polleros” del noreste mexicano se vincularon a “agencias de trabajo” estadounidenses, que, básicamente, pagan por adelantando para que les traigan trabajadores y trabajadoras para apropiarse de su trabajo excedente por medio de contratos leoninos. Por ejemplo, los migrantes se ven obligados a trabajar largas jornadas a cambio de un salario miserable hasta cancelar su deuda con los polleros y el empleador del norte –lo cual puede demorar muchos años-, con lo cual ambas partes lucran con el plusvalor generado por los trabajadores migrantes por largos períodos de tiempo.
Ese formato de explotación capitalista es más rentable que el que se daba con la migración clásica, donde el beneficio por traficar personas se reducía al pago de una tarifa preestablecida; ahora, los réditos se prolongan en el tiempo. Eso explica que, desde 2018, los polleros priorizan el tráfico de mujeres, pues se asociaron con redes de proxenetas para explotarlas sexualmente en los Estados Unidos, con lo cual obtienen réditos espectaculares en poco tiempo y a bajo costo. [3]
Crisis ecológica
Latinoamérica, a lo largo de sus 178 regiones ecológicas, reúne el 50% de la biodiversidad del planeta, así como el 22% del agua dulce, el 16% de aguas marítimas y el 23% del patrimonio forestal mundial. Solo la Amazonía concentra el 34% de los bosques primarios y es hogar de 400 pueblos indígenas. [4]
Aunque eso le confiere un lugar privilegiado en la lucha contra el calentamiento global, en la actualidad la región atraviesa una “emergencia ecológica”, debido a las secuelas del extractivismo y el cambio climático.
Por extractivismo nos referimos al modelo de desarrollo sustentando en la explotación de grandes volúmenes de recursos naturales, con el objetivo de exportarlos como commodities (materias primas) a los mercados internacionales. Eso genera economías de enclave en torno a los territorios de extracción –pozos petrolíferos o minas- o plantaciones –soya, piña, banano, etc.-, cuya ocupación es intensiva y sumamente destructiva, por lo cual desplazan a otras formas de producción locales y afectan sensiblemente los ecosistemas circundantes (flora, fauna y comunidades humanas).Además, se caracteriza por la preponderancia de capitales transnacionales, pues son los únicos que tienen la capacidad de realizar las inversiones de capital necesarias para echar andar la producción extractivista a escala industrial.
En cuanto a sus orígenes, podemos rastrearlo hasta el período de la Colonia, cuando el actual territorio latinoamericano fue expoliado por las potencias europeas en busca de metales preciosos –las minas de Potosí son un ejemplo de ello- y, más adelante, por medio de las plantaciones azucareras en las Antillas y Brasil. [5] Posteriormente, el extractivismo retomó un nuevo impulso en la región, pues, con las políticas neoliberales en los años noventa del siglo XX, se fomentó la exportación de recursos primarios y se crearon condiciones excepcionalmente favorables para los capitales transnacionales.
Esta realidad no mutó en la primera década del siglo XXI, cuando se produjo un ascenso de los gobiernos progresistas críticos neoliberalismo, a pesar delo cual no transformaron la estructura productiva de la región y, por el contrario, encontraron en el extractivismo una fuente de ingresos fiscales en el marco del boom de las commodities de esos años. La única variación que introdujeron, fue que otorgaron un lugar más activo al Estado en la producción, lo cual les generó una “renta extractivista” que, posteriormente, redistribuyeron entre sectores sociales por medio de políticas asistencialistas. Pero ese reformismo moderado –su intensidad varió según los casos- no cuestionó el modelo extractivista y depredador del medio ambiente, el cual fue impuesto a Latinoamérica por el imperialismo como parte del engranaje global de explotación capitalista. [6]
En este escenario, en las últimas décadas el modelo extractivista se profundizó en toda la región a través de la minería a cielo abierto, el fracking, los pozos petrolíferos y la expansión de la frontera agropecuaria, entre otras actividades. Eso generó un aumento de la resistencia de las comunidades –campesinas e indígenas- y los movimientos ecologistas contra la destrucción ambiental, dando lugar a una creciente ola de asesinatos de activistas por oponerse a los proyectos extractivista de las empresas transnacionales. De acuerdo a Global Witness, en 2020 se produjeron 220 asesinatos de personas defensoras de la tierra a nivel internacional, de los cuales 165 tuvieron lugar en América Latina, convirtiéndola en la región más peligrosa del mundo para los activistas por el medio ambiente. [7]
Por otra parte, la región es altamente vulnerable al cambio climático, cuyas consecuencias afectan sus delicados ecosistemas. Por ejemplo, la mayor frecuencia e intensidad de huracanes, ciclones y el fenómeno de El Niño, destruye hábitats ecológicos y se cobra muchas vidas humanas. El aumento de la temperatura provoca el derretimiento de los glaciares y la pérdida de fuentes de agua, así como un incremento de los incendios forestales en las regiones más secas del subcontinente. Muy sensibles son las pérdidas de cosechas en las zonas rurales, lo cual constituye una amenaza para la seguridad alimentaria y, además, provoca que sectores de la población rural tenga que migrar debido a la inviabilidad de su trabajo agrícola.
Dicho lo anterior, es necesario anotar que, el cambio climático, es una manifestación derivada del calentamiento global, originado en la emanación de gases de efecto invernadero, lo cual está directamente vinculado con la incapacidad del capitalismo por superar la matriz energética con base a los combustibles fósiles, pues eso requeriría la planificación global de la economía y afectar los enormes intereses económicos de las potencias imperialistas. De hecho, el 78 % de emisiones de gases de efecto invernadero se originan en los países del G20, principalmente en China que produce el 27%, seguido por EE.UU. con un 13% y la Unión Europea (UE) e India con un 7% cada una. Visto desde una perspectiva de clase, se estima que, el 1 % más rico de la población mundial emite más gases de efecto invernadero que el 50 % más pobre.
En suma, existe una relación directa entre la crisis ecológica y la forma de producción capitalista, asentada en el lucro individual o de corporaciones trasnacionales, aunque eso implique destruir la naturaleza y, con eso, poner en peligro las condiciones de vida para millones de seres humanos, particularmente de quienes habitan en las zonas más pobres del planeta, como es el caso de América Latina.
Disputa inter-imperialista por el “patio trasero”
Desde las primeras décadas del siglo XX, el imperialismo norteamericano se constituyó en la potencia hegemónica en la región al desplazar al imperio británico, que, para ese entonces, ya mostraba síntomas de su declive histórico. A partir de entonces, Latinoamérica fue conocida como el “patio trasero” de los Estados Unidos, aunque el presidente Joe Biden matizó esa referencia en la pasada Cumbre de las Américas, donde señaló que “no es el patio trasero, creo que al sur de la frontera con México es el patio delantero de EE.UU.”.
Dejando de lado el “debate” sobre la ubicación frontal o trasera, de lo que no queda duda es que, dentro del imaginario de los líderes del imperialismo estadounidense, la región ostenta el rango de patio. Una visión compartida por las burguesías latinoamericanas, que, como expuso en los años noventa el excanciller argentino Guido Di Tella, aspiraban a sostener “relaciones carnales” con los Estados Unidos. La aplicación a fondo de los lineamientos neoliberales del Consenso de Washington, los acuerdos draconianos con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la constante intromisión política –y, cada tanto, militar- del imperialismo yanqui en la región, son prueba irrefutable de la opresión imperialista sobre los países del área.
Con el retroceso de la hegemonía estadounidense en las últimas décadas y el surgimiento de China como un imperialismo en construcción, en la región se abrió una disputa de poder entre ambas potencias, particularmente por la ofensiva económica del gigante asiático (y temporalmente beneficiada por el repliegue anti-globalista de Trump). Inicialmente, la Inversión Extranjera (IE) de China se orientó hacia los sectores vinculados a la industria en el sector energético para suplir las necesidades de su pujante industria; por ejemplo, invirtieron en empresas petrolíferas, minería y agroindustria. Eso explica la creciente reprimarización del “patrón comercial” en varios países del área, lo cual redunda en una mayor destrucción ambiental derivada de la lógica extractivista. A partir de 2010, se detectó un cambio en la orientación de la inversión extranjera (IE) china que, desde ese entonces, priorizó desarrollar proyectos de infraestructuras y servicios –entre esos telecomunicaciones-, un giro que se relaciona con el impulso de la “Nueva Ruta de la Seda”.
Aunado a esto, el expansionismo chino presenta rasgos particulares que, en opinión de algunos analistas, se asemeja al modelo empleado por el imperio portugués a través del establecimiento de “factorías”. Por eso, las empresas chinas se ubican en sectores claves que tienen por objetivo centralizar y facilitar el comercio de materias primas hacia Asia y China en particular, con lo cual establecen una relación de poder esencialmente a través de su poderío económico, diferente al modelo estadounidense muy concentrado en el control político y la presencia militar. [8]
Lo anterior, es la razón por la cual China amplió su brecha comercial con Estados Unidos en la región. De acuerdo a los datos de 2021, los flujos comerciales de la potencia asiática con los países latinoamericanos alcanzaron los 247 mil millones de dólares, muy superior a los 174 mil millones de los Estados Unidos. Esa diferencia se inició durante el mandato de Trump, pero creció durante la actual administración de Biden, primordialmente por la relación comercial de China con países de Sudamérica, mientras que Estados Unidos tiene un enorme peso en su relación comercial con México vía el TLC.
Por todo lo anterior, la dirigencia imperialista de los Estados Unidos en los últimos años reorientó su política exterior para frenar el ascenso de China, pues identificaron al gigante asiático como el único competidor a su hegemonía mundial. Ese giro de orientación tuvo sus primeros episodios durante la administración de Obama, pero pegó un salto durante el gobierno de Trump y prosigue ahora bajo el mandato de Biden. A partir de entonces, los Estados Unidos no pararon de obstruir el avance de China en América Latina, principalmente en lo que se refiere al establecimiento de la tecnología 5g, ante lo cual se impulsó el veto a las empresas tecnológicas chinas (por eso los ataques contra Huawei).
Aunado a eso, en los últimos años Rusia profundizó su relación con varios países latinoamericanos, particularmente por medio de ocho acuerdos militares (algo lógico debido a que no tiene tanta fortaleza económica con relación a Estados Unidos y China). El interés ruso es ante todo geopolítico, pues, con su presencia militar, “marca” presencia en una zona cercana a los Estados Unidos en respuesta a la ayuda militar que ofrecen los norteamericanos a países cercanos al entorno geográfico ruso (una tensión más clara que nunca con la guerra en Ucrania).
Estos datos reflejan la creciente pugna entre potencias en la región, la cual es un correlato de la disputa por la hegemonía mundial entre Estados Unidos y China, así como el creciente papel de Rusia en la arena internacional a través de su poderío militar.
Elementos coyunturales
Entre el malestar social y la polarización política
Lo anterior, explica la creciente inestabilidad que impera en una región sometida a una serie de factores –internos y externos- que, al cabo de varios años, desgastaron los pilares económicos y políticos sobre los que se edificó su “modelo de desarrollo” neoliberal, tanto en el sentido económico como el político. América Latina enfrenta una crisis que, amén del deterioro de sus indicadores estadísticos, por el fondo expresa una ruptura de los consensos sociales que determinaron la política regional en las últimas décadas.
Durante los años ochenta y noventa imperó un ciclo político neoliberal, durante el cual la derecha tradicional fue hegemónica a partir de implementar el Consenso de Washington –el famoso “decálogo” del neoliberalismo estadounidense- y prometer un ascenso social a partir de la estimulación del libre mercado y la democracia liberal. Eso no sucedió y, por el contrario, durante esos años se incrementó la pobreza y miseria social, al grado que la región actualmente es la más desigual del planeta.
Por eso, en las últimas décadas crecieron los cuestionamientos al estatus quo derivado del consenso neoliberal. Primeramente, se expresó con la ola de rebeliones populares a inicios del siglo, de las cuales emergieron una serie de gobiernos “progresistas” –sociales liberales unos, nacionalistas burgueses otros- que, aunque aplicaron reformas y planes asistencialistas para redistribuir la riqueza y disminuir los niveles de desigualdad social, no implementaron medidas anticapitalistas ni revirtieron el carácter semi-colonial de sus países, por lo cual persistieron -aunque levemente atenuadas- las causas estructurales de la desigualdad.
Por ese motivo, los pequeños avances sociales alcanzados por los gobiernos reformistas o nacionalistas burgueses, rápidamente fueron reabsorbidos por los efectos de las crisis económicas internacionales que se sucedieron desde el 2008 hasta la actualidad (como explicamos en la primera parte del artículo). Eso provocó el desgaste del ciclo progresista y, en consecuencia, facilitó el retorno de la derecha en la mayoría de gobiernos, aunque con rasgos reaccionarios más acentuados producto del malestar social acumulado y la instalación de un clima de polarización política.
La llegada de los gobiernos social-liberales
Actualmente, en América Latina hay 12 gobiernos considerados de “izquierda” por la prensa burguesa, aunque en nuestro caso preferimos calificarlos de social-liberales (más adelante profundizaremos sobre esa definición). Las economías bajo su control totalizan el 60% del PIB del área y, en caso de que Lula triunfe en Brasil en las próximas elecciones, adicionarán a la principal economía del subcontinente que representa el 31,9% del PIB regional (2021). Estos datos parecieran confirmar que está en curso una nueva “marea rosa” -como se llamó al anterior ciclo de gobiernos progresistas-, el cual iría desde Tierra del Fuego hasta la mismísima frontera con los Estados Unidos.
Pero es necesario ir más allá de esos datos cuantitativos y analizar las complejidades de la situación actual, que, como indicamos previamente, está determinada por la creciente polarización y la crisis económica, dos factores que empujan hacia la inestabilidad y dificultan la estabilización de ciclos políticos. Por ese motivo, en la región son cada vez más recurrentes los “cortocircuitos electorales” que interrumpen la continuidad de los gobiernos de turno –ya sean de derecha o izquierda-, por lo cual el péndulo a nivel gubernamental oscila entre ambos polos.
Para explicarnos mejor, es útil analizar la incapacidad de la derecha de consolidarse en el poder tras suceder a los progresistas, en gran medida porque su agenda consistió en rechazar al “populismo” de izquierda y, acto seguido, aplicar nuevos ajustes neoliberales (de la mano del FMI y otros organismos imperialistas), es decir, profundizaron los ataques contra los sectores explotados y oprimidos. Por eso mismo, fueron gobiernos efímeros que, en muchos casos, resultaron golpeados de muerte por las movilizaciones populares que provocaron sus políticas reaccionarias: en Argentina el gobierno del ultraconservador Mauricio Macri fue derrotado por las jornadas de diciembre de 2018 contra la reforma de las jubilaciones; los neoliberales Sebastián Piñera e Iván Duque perdieron su capital político al reprimir las rebeliones y terminaron sus mandatos por la contención/traición del reformismo de las protestas [10]; las fuerzas golpistas en Bolivia no consolidaron su régimen debido a la resistencia popular contra el gobierno racista y conservador de Jeanine Áñez, la cual ahora está en la cárcel tras el retorno del MAS al poder en las elecciones de 2020; etc.
Todo lo anterior explica los triunfos recientes de la centro-izquierda, pues capitalizaron el voto protesta contra los gobiernos de turno. Por eso, caracterizamos que no se abrió un nuevo ciclo progresista o reformista, pues posiblemente los nuevos gobiernos “izquierdistas” no logren consolidarse ni garantizar su continuidad en el poder ante su incapacidad de adoptar medidas radicales –es decir, anticapitalistas- para afrontar la profunda crisis económica y social que azota a los países de la región. Es más, ni siquiera califican como reformistas si los comparamos con la experiencia de sus antecesores progresistas -como Hugo Chávez o Evo Morales-, una valoración que se constata al evaluar su accionar cuando llegan al poder.
El caso de Argentina es muy ilustrativo al respecto. Ante la grave crisis económica que atraviesa el país, el gobierno de Alberto Fernández optó por darle continuidad al acuerdo con el FMI con el resultado esperado, es decir, descargó el costo de la crisis sobre la clase trabajadora y los sectores populares, provocando el repudio de sectores que votaron por la coalición del Frente de Todos en rechazo de la gestión neoliberal del macrismo. El resultado de eso, es que Macri se perfila como el favorito para las próximas elecciones, además del fortalecimiento de la derecha extrema encarnada en personajes como Javier Milei.
Otro caso es el de Gabriel Boric en Chile, cuya elección generó muchas expectativas de cambios que se extendieron hasta su toma de posesión en marzo anterior. Pero no tardó mucho tiempo para que el verdadero carácter de su gobierno quedará al desnudo, debido a su intento de combinar algunas reformas de bajísima intensidad y, al mismo tiempo, no romper con el modelo de capitalismo neoliberal heredado por la dictadura. Aunque otorgó un aumento salarial importante al inicio de su mandato, rápidamente fue devorado por la elevada inflación del 13,1% -la más alta en 28 años-, ante lo cual no tomó ninguna medida de emergencia para impedir la caída del poder adquisitivo de la población trabajadora, pues tendría que tocar los intereses de los empresarios imponiendo una escala salarial móvil según el costo de la vida. Peor aún, ante las protestas y exigencias del pueblo mapuche por recuperar sus tierras acaparadas por grandes empresas transnacionales y latifundistas, el gobierno de “izquierda” militarizó la Araucanía para preservar la “seguridad pública” -medida que aplicó su predecesor y que Boric criticó cuando era diputado de oposición-, demostrando en los hechos que no apoya la devolución de las tierras usurpadas a sus legítimos propietarios, para lo cual tendría que expropiar a un sector de la burguesía imperialista y chilena.
Debido a eso, el gobierno de Boric está cada vez más debilitado y su popularidad sufrió una caída estrepitosa, pues pasó del 56% de votos en la segunda ronda electoral en diciembre, a contar con un 38% de apoyo en la actualidad. Asimismo, el hundimiento del proyecto de nueva Constitución –bastante moderada con respecto a la radicalización y las demandas de la rebelión- con el rotundo respaldo que logró el “rechazo” (más del 62%) el pasado 4 de septiembre en plebiscito va a redundar en una desmoralización de muchos sectores de la juventud y los sectores populares que protagonizaron las movilizaciones en 2019, además de acentuar la crisis del gobierno.
Visto lo anterior, surge la pregunta ¿por qué los nuevos progresismos no implementan reformas como sus antecesores y, por el contrario, aplican ajustes que no se quedan detrás de sus rivales neoliberales? La primera generación de gobiernos progresistas tuvo a su favor el boom de las commodities y, además, la situación económica internacional estaba dinamizada por el crecimiento estrepitoso de China y la estabilidad de los otros centros del capitalismo mundial. Eso les permitió hacer reformas para redistribuir la renta extractivista y, aunque tuvieron choques con el imperialismo y sectores de la burguesía local, lograron negociar con esos sectores y garantizar el lucro capitalista.
El escenario actual es muy diferente. Primeramente, porque hay recesión en los Estados Unidos y la Unión Europea, mientras que el crecimiento de Chinase desaceleró y, por ende, disminuyó su capacidad de tracción de la economía mundial. En segundo lugar, aunque las commodities aumentaron su valor a partir de la guerra en Ucrania, en esta ocasión los ingresos de la “renta extractvista” se contrarrestan con la abrupta espiral inflacionaria a nivel internacional, cuyo resultado es una depreciación acelerada de los salarios reales y, en consecuencia, del consumo entre las amplias mayorías trabajadoras y de los sectores populares.
En este contexto de crisis económica y polarización, los nuevos gobiernos progresistas no tienen margen para hacer reformas moderadas para redistribuir la riqueza y, al mismo tiempo, garantizar el enriquecimiento de la burguesía. Debido a eso, no tardan en ceder a las presiones del capital imperialista y local para aplicar los planes de ajuste, porque la otra alternativa sería apoyarse en la movilización social para avanzar hacia medidas radicales y anticapitalistas, tales como el no pago de la deuda, ruptura con el FMI, impuestos al gran capital y fortunas, reforma agraria radical contra los grandes terratenientes y latifundistas, entre otras.
Por ese motivo, los nuevos gobiernos de “izquierda” son social-liberales, es decir, realizan algunas reformas moderadas y planes asistencialistas, pero sin atentar contra las bases estructurales del capitalismo neoliberal, extractivista y semi-colonial latinoamericano. [11] En realidad, son una variante “izquierdista” del ajuste neoliberal, al cual no cuestionan por el fondo y, a lo sumo, buscan aminorar su impacto cambiando algunos puntos (aunque eso no sirva para nada, como demostró la renegociación de Fernández con el FMI para el caso argentino). Eso hace que su “luna de miel” con los movimientos sociales y electorado de izquierda sea muy corta, perdiendo rápidamente su popularidad y minando sus posibilidades para reelegirse –directamente o por medio de una figura de relevo- y consolidar un ciclo político.
Otro aspecto por analizar, es que los nuevos gobiernos social-liberales retrocedieron en su capacidad de pensarse como parte de un proyecto regional/internacional, cosa que sí hizo el progresismo por medio de las plataformas regionales que articularon Chávez y Lula, a partir de las cuales transformaron a Venezuela y Brasil en dos polos de atracción para la izquierda reformista. [12] Ahora, por el contrario, los nuevos gobiernos “izquierdistas” destacan por su estrechez de perspectivas, pues se atrincheran en las negociaciones internas con sectores de la burguesía y, además, no tienen un proyecto de transformación reformista que exportar.
Elementos para la reflexión
A modo de cierre, punteamos algunos elementos generales de reflexión y orientación política.
En América Latina la crisis capitalista se combina con la herencia de saqueo y explotación imperialista, primero bajo su faceta colonial y, actualmente, semi-colonial. Debido a eso, los países del área son profundamente vulnerables y dependientes del mercado mundial, al cual se articulan mayormente como proveedores de materias primas.
La reprimarización de la economía latinoamericana se profundizó en las últimas décadas, con el consecuente desarrollo del extractivismo en función de las necesidades de las potencias imperialistas, particularmente de China. Eso, a su vez, está asociado a la creciente destrucción de la naturaleza a manos de las empresas trasnacionales y con el beneplácito de los gobiernos locales.
Aunado a eso, décadas de aplicación de políticas neoliberales dieron como resultado un aumento de la desigualdad social, cuya expresión más aguda es la miseria y hambre que afecta a cientos de millones de seres humanos en la región. Una consecuencia de eso son las crecientes olas migratorias, las cuales son verdaderas caravanas de seres humanos en busca de condiciones mínimas para no morirse de hambre.
En consecuencia, hay un malestar social acumulado y una ruptura de los consensos sociales sobre los cuales se estructuró la economía y política latinoamericana en las últimas décadas. Crece el cuestionamiento al status quo, tanto desde la izquierda con las rebeliones populares, pero también desde la derecha con el fortalecimiento de la extrema derecha. Tras esa polarización está latente una disputa por el carácter de la refundación de los países de América Latina, es decir, si se realiza sobre nuevas bases sociales anticapitalistas o, por el contrario, en clave reaccionaria y autoritaria.
Los nuevos gobiernos social-liberales son incapaces de garantizar una salida ante la crisis económica y la polarización política en curso. Su reformismo es de bajísima intensidad, al grado que tiene por objetivo administrar o “renegociar” los planes de ajuste neoliberal e imperialistas con el FMI. Eso los condena al fracaso desde el inicio, pues no cuentan con margen de maniobra para negociar con la burguesía y conceder algunas reformas significativas a los sectores explotados. En razón de eso, caracterizamos que no hay un nuevo ciclo progresista en la región; es muy probable que persista la oscilación electoral entre la derecha y la centro-izquierda.
Eso no impide que los partidos y figuras de centro-izquierda jueguen un rol de contención en medio del estallido de movilizaciones o rebeliones populares, como los demostraron las experiencias de Chile y Colombia. De ahí que sea fundamental la lucha política y teórica contra la izquierda reformista, a la vez que sostener iniciativa de unidad de acción con esos sectores cuando sea necesario.
Por todo lo anterior, sigue vigente la tarea estratégica de construir organizaciones sociales y revolucionarias en la región, las cuales luchen por la independencia de clase y una salida anticapitalista a la crisis. En medio de la coyuntura actual, es muy posibles que en el futuro se desarrollen nuevas rebeliones populares en el área, para lo cual será importantísimo contar con la mayor acumulación política y constructiva, en aras de incidir en la orientación de las luchas.
Notas
[1] Al momento de escribir esta nota, se reportó la muerte por asfixia de cincuenta migrantes centroamericanos abandonados en un contenedor en medio del desierto en Texas; una muerte lenta y terrible que retrata la crudeza asociada a la migración forzada.
[2] De esta forma, el imperialismo disminuyó la presión sobre sus fronteras y redujo las denuncias por las condiciones de maltrato a que sometían a las personas migrantes interceptadas en los estados sureños, incluidas las violaciones a los derechos humanos contra menores de edad. Ahora el trabajo sucio lo hacen las autoridades mexicanas -a lo cual se prestó el gobierno “progresista de AMLO-, las cuales se encargan de perseguir y retener a sus hermanos latinos. El imperialismo “tercerizó” la violación de los derechos humanos.
[3] Con la trata de mujeres la porción de la jornada destinada para la reproducción vital de las prostitutas –hospedaje, alimentación, ropa- se realiza rápidamente, con lo cual la enorme parte de la ganancia diaria es apropiada por los proxenetas.
[4] Los bosques primarios son los más eficientes para la absorción de CO2, lo cual explica la importancia de la Amazonía para revertir el calentamiento global. Contradictoriamente, durante décadas se asumió que daba lo mismo si la cantidad de territorio boscoso era primario o reforestado, un enfoque que fue plasmado en el Protocolo de Kyoto, cuyo eje fue la reforestación y no abogar por preservar intactos los bosques. En cuanto a las reservas indígenas, está demostrado que son la mejor forma de proteger los bosques, pues la comunidad los protege de la tala, cacería y minería ilegales; de ahí que los gobiernos más reaccionarios de la región –como Bolsonaro en Brasil- cuestionen el derecho de los pueblos indígenas sobre sus territorios ancestrales, tras lo cual se esconde el interés por habilitar esas zonas para el desmonte.
[5] Al respecto de eso, Milcíades Peña en su obra Historia del pueblo argentino analizó la colonización de América y la explotación metalista como una empresa articulada a la acumulación capitalista internacional, aunque se desarrollara bajo formas de explotación no capitalistas (trabajo esclavo, mita, etc.). Algo similar expuso Nahuel Moreno en Cuatro tesis sobre la colonización española y portuguesa en América, donde señaló que, la desesperación de los españoles y portugueses por encontrar minas de oro y plata –sintetizado en su búsqueda de la ciudad mítica de “El Dorado”-, dejaba en claro que su interés no era establecer colonias feudales en la región, sino extraer los metales preciosos para colocarlos en el mercado mundial.
[6] En la literatura ecologista de la región suele denominarse como “neoextractivismo” la política ambiental de los gobiernos progresistas. Aunque el término es útil para explicar el matiz que introdujo la participación del Estado para alentar prácticas depredadoras del medio ambiente con la justificación de generar ingresos para políticas sociales, tiene el inconveniente de que da la impresión de que ese modelo de desarrollo es un fenómeno “nuevo”, cuando en realidad hace parte del entramado de dependencia de la región ante las potencias imperialistas.
[7] Entre los casos más simbólicos, se encuentra el asesinato de Berta Cáceres en Honduras, debido a su oposición a la construcción de la represa Agua Zarca. Asimismo, cuando investigábamos para esta nota se conoció el asesinato de Dom Phillips y Bruno Pereira mientras realizaban una gira en el Amazonas brasilero, presuntamente a manos de los carteles de narcotraficantes que también controlan las redes de pesca y tala ilegal en la zona.
[8] Al respecto nos parece importante precisar que los “modelos” de hegemonía imperialista pueden variar según las condiciones. En el caso chino responde a su intención por expandirse hacia zonas históricamente sometidas a otras potencias, para lo cual se apoyan en su principal fortaleza, es decir, la potencia económica. Decimos esto para no “romantizar” la política exterior de China como si fuera menos injerencista; eso puede variar en función de su disputa hegemónica con los Estados Unidos, donde el factor militar en determinado punto del camino jugará un rol central.
[9] Para profundizar sobre nuestro abordaje de las rebeliones populares, sugerimos la lectura de nuestro ensayo Rebeliones populares y tareas estratégicas, particularmente de la primera parte teórica donde problematizamos los alcances y límites de esos procesos.
[10] A propósito de la rebelión chilena y el proceso constituyente remitimos a nuestro artículo Chile: entre la rebelión popular, la Convención “mutilada” y la polarización electoral y, en el caso de Colombia a: ¿Qué pasa en Colombia?
[11] Incluso, es posible definirlos como liberales-sociales, una inversión de los factores que denota la transformación del producto político. Eso es muy evidente en el proyecto que actualmente encarna Lula que, como parte de la construcción de un frente amplio contra Bolsonaro, giró a la derecha e incluyó políticos burgueses tradicionales en su fórmula, como su candidato a la vicepresidencia Geraldo Alckmim.
[12] Aunque con diferencias marcadas entre ambos. Chávez encarnó un proyecto nacionalista burgués, mientras que Lula fue un gobierno social-liberal con amplios planes asistencialistas.
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