Septiembre de 2022
Imperialismo: Violencia y Poder CapitalistaClaudio Esteban Ponce
La Historia general de América Latina estuvo signada por una violencia social y política desde la conquista europea hasta el presente. Cinco siglos de igual y constante brutalidad ejercida sobre los pueblos que con sus esfuerzos generaron la riqueza que unos pocos se llevaron siempre al corazón de los imperios dominantes. España y Portugal en primer lugar, Inglaterra y EEUU después, desgarraron a sangre y fuego la vida de los pueblos de una América Latina. Ésta pasó a formar parte del maltratado Tercer Mundo sometido a los países centrales del capitalismo imperante. Quizás sea tiempo de reflexionar e interrogarnos sobre el por qué de tanta violencia, de tanta opresión y explotación de los sectores subalternos de la sociedad latinoamericana. ¿Cuál fue su origen? ¿Cómo fue que la violencia imperialista se normalizara hasta lograr culturalmente que los “dominados” acataran ese autoritarismo y desde una falacia hipotéticamente “racional”, naturalizaran la opresión de los dueños del capital? ¿Cuál es en el presente, el objetivo de la violencia institucional en las sociedades que se precian de vivir en una “supuesta democracia”? ¿Es posible terminar con la violencia?
La primera gran expansión europea se hizo durante el siglo XVI como una lógica consecuencia del naciente capitalismo en la región occidental del viejo continente. Los Estados absolutistas de Europa arrastraban un legado cultural signado por una idea política donde el “poder” se concebía como “dominación”, como una praxis “imperialista y guerrera” sustentada en el Derecho Romano. Esta forma de vida, fundada en el supuesto “derecho de la fuerza bruta”, con el objeto de apropiarse indebidamente de los recursos de la naturaleza, encontró una útil y estrecha relación en la génesis y posterior desarrollo del capitalismo a partir de la quiebra del orden feudal. La necesidad de encontrar nuevas rutas de contacto con oriente, resultado de la moderna “Economía-Mundo” capitalista[1], hizo que se produjera el choque de los europeos con las civilizaciones que habitaban en América. De allí en más el posterior proceso de aculturación que sufrieron las culturas del continente americano, vino a imponer los fundamentos de un sistema de vida basado en el egoísmo de la “propiedad privada”, la ambición desmedida por el “capital”, y la avaricia que hizo de la conquista una masacre al solo efecto de apoderarse de los recursos naturales.
La historia contemporánea de América Latina comenzó con la guerra de conquista, siguió con la eliminación física de sus pueblos originarios, para luego trasplantar la cultura de quienes se creían superiores y entendían la política como instrumento de explotación. Esto provenía de la falaz creencia en la legítima imposición de los supuestos “valores” de cuna “greco-latina”, que no eran más que los vetustos principios que confirmaban la justificación del “derecho imperialista”. Luego de más de trescientos años de supremacía europea, los descendientes de los conquistadores, mezclados en muchos casos con los habitantes originarios, hicieron posible la independencia política del yugo español primero, y del portugués unos años después. De esta forma, fueron constituyendo nuevos y diversos países que vieron frustrados sus intentos de unificación. Desde aquella etapa de conquista, de dominio, de colonización y explotación del continente, la “violencia social y política” fue el hilo conductor en el ejercicio del “poder”. Así también durante el proceso de emancipación, y para seguir con la misma continuidad, de igual manera fue para los procesos de formación de cada uno de los nacientes Estados latinoamericanos. Si se observan detenidamente los procesos sociales y políticos de la región, se hace muy evidente que la “violencia institucional” fue casi el único recurso para sobrellevar las “situaciones de crisis” en las distintas etapas del devenir histórico de cada uno de los países del continente. ¿Por qué la violencia?
En el sentido común de la sociedad imperial romana estaba naturalizado que el término “poder” significaba la capacidad de dominio de algo o alguien, y era concebido como el control o el sometimiento del “otro” o de los “otros”, lo que demandaba utilizar el recurso más útil para lograr esos objetivos, la violencia. Contrariamente a esta noción del verbo “poder”, el mismo puede orientarse a ser concebido como capacidad de construcción, como posibilidad de hacer el bien a la comunidad. Esta visión, muy ligada al cristianismo primitivo y enemiga de los romanos, era muy equivalente a la cosmovisión de los pueblos originarios del continente americano. Estos, a diferencia de la inicial cultura capitalista europea, no concebían ni la idea de propiedad privada individual, ni la acumulación del capital, su sistema económico-social se basaba en la “reciprocidad y la redistribución”. Estas diferencias radicales en la forma de vida entre Europa y América fue lo que produjo el verdadero choque cultural, la confrontación entre el sistema de reciprocidad y redistribución americano con el capitalismo europeo. La guerra de conquista y la destrucción de la cultura vencida fue solo una expresión más de la violencia internalizada que ya existía en la tradición imperialista del mundo europeo. Cuando se hace referencia a la “tradición imperialista”, se intenta correr el velo sobre la forma de concebir la praxis política heredada del Derecho Romano. La Europa Occidental del absolutismo moderno, de los Estados que luchaban entre sí por la supremacía, aquella del movimiento humanista que volvía a revalorizar lo greco-latino, fue el punto de partida de la fusión entre la tradición opresora imperialista con el origen y posterior desarrollo del capitalismo occidental. Esta ideología también invadió América. Después del genocidio que se produjo de forma paulatina durante más de trescientos años, los reducidos grupos de pueblos originarios que sobrevivieron ya concebían en su sentido común que la única posibilidad de su “emancipación” era mediante el uso de la violencia.
El siglo XIX hizo del ímpetu y la fuerza el instrumento para la “sublevación” en toda la región hispanoamericana a los efectos de enfrentar el dominio de los “godos”. La victoria contra las fuerzas españolas hizo posible la mentada independencia pero también los conflictos internos en los distintos territorios, por la necesidad de una organización institucional debido a la pérdida de la centralidad política. Estas guerras civiles en cada uno de los Estados de la América “emancipada”, mostró el comienzo de una lucha entre sectores de la sociedad que pugnaban por distintos modelos de organización nacional. Por un lado, los sectores a los que solo les interesaba la concentración de la riqueza y que por considerarse a sí mismo como “superiores”, o más bien como los más “aptos”, creían ser los “únicos capacitados para gobernar”. Frente a ellos, los sectores que pretendían una nación más justa y soberana basada en principios ligados a una verdadera democracia, un gobierno que pudiera lograr una mayor equidad en la política de la distribución de la riqueza generada por el trabajo del pueblo. Los primeros integraban las oligarquías locales, y los segundos eran los sectores populares que se habían jugado en la guerra por la independencia y ya no aceptaban otra forma de opresión. Obvio que estas diferencias nunca fueron zanjadas a través de una “discusión racional” que tuviera en cuenta el “bienestar general”, por el contrario, se optó por la solución más expeditiva para los que pregonaban el “derecho a la apropiación”, para ese grupo que nunca consideró que los trabajadores, los verdaderos generadores de esa riqueza, tuvieran derecho a participar de la misma. Esa solución no fue otra que la violencia represiva contra toda forma de rebeldía. Ahora bien, si esta forma de ejercer el dominio sobre las mayorías populares fue la metodología elegida que siempre provino de un mismo sector, eso demuestra que en la consecuencia “lógica” de la defensa de los intereses concentrados de las oligarquías locales radica la “violencia primera”. El devenir posterior de los hechos, marcó una constante de la clase dominante de apelar a la violencia cada vez que podían peligrar sus intereses particulares. Esta fue la forma en que se organizaron los nuevos Estados de un continente que se había librado del dominio español. Una región que logró la “independencia” política del despotismo hispánico, para pasar a ser víctima del neocolonialismo económico del imperialismo inglés primero, y poco tiempo después del abuso “norteamericano”. Desde Porfirio Díaz en México hasta Julio Roca en Argentina, los gobernantes latinoamericanos fueron los artífices de un modelo económicamente “liberal” y políticamente “conservador”, que se fundó en la ideología positivista que naturalizaba el “orden social” a cualquier costo, y el ingreso al “mercado mundial capitalista” a través de la integración a la “División Internacional del Trabajo”. En la “ley de ventajas comparativas”, los países de América Latina pasaban a ser los proveedores de materia prima, de los insumos para las industrias de los países centrales, y los receptores de manufacturas acompañadas de supuestas “inversiones extranjeras”. Los únicos ganadores eran los extranjeros y los “dueños” de los recursos naturales.
El siglo XX encontró una América Latina con Estados gobernados por las oligarquías aliadas al imperialismo ya sea inglés o estadounidense. Desde la supuesta “independencia de Cuba”, EEUU inició un período en que su política exterior fue caracterizada como “política del garrote”, una violencia explícita contra toda gestión de país soberano que pudiera ser sospechosa de “atentar” contra la nación del norte. En este marco se produjo la intervención en Cuba, en Nicaragua y demás países de América Central. Por otra parte, el imperio británico presionó fuertemente a países como Argentina por ejemplo, para lograr ejercer el control de su economía y de esta forma poder beneficiar tanto a sus aliados internos como a los intereses de Inglaterra en la región. El tratado Roca-Runciman fue un claro ejemplo de esta política, una muestra de reconocimiento a la supremacía inglesa que muchos, como Arturo Jauretche, denominaron como el “Estatuto Legal del Coloniaje”.[2] Esta política sumamente violenta contra las clases populares motivó luego el famoso 17 de octubre como el principio de la presencia de los trabajadores en la escena pública. Más allá del “peronismo” como fenómeno social y político en Argentina, u otros del mismo carácter transformador en otros países de Latinoamérica, la “derecha política”, o sea el instrumento de la oligarquía y de los sectores más tradicionales ligados al poder externo, reaccionaron con mayor violencia aún para borrar definitivamente toda posible profundización de derechos para los sectores populares. Esta nefasta alianza entre las oligarquías nacionales y el imperialismo, que luego de la segunda guerra mundial era ejercido solo por los EEUU, fue la que produjo la instalación de Terrorismos de Estado a través de los golpes de Estado cívico-militares que vinieron a poner en su lugar “de sometidos”, a todos aquellos que soñaban con una política de desarrollo y movilidad social ascendente. El golpe de 1955 en Argentina indicó un punto de inflexión en que se mostraba hasta donde estos sectores estaban dispuestos a llegar, qué eran capaces de hacer, y lo demostraron nada más y nada menos cuando arrojaron nueve toneladas de bombas contra su propio pueblo. La “Violencia Primera”, la miseria y el mal trato, engendró una “segunda violencia” popular que se denominó por su objetivo a lograr, Revolución. El éxito logrado en Cuba fue el ejemplo a seguir en el resto de la región. Ante este desafío de los sectores populares, se reforzó una “tercera violencia”, ésta tuvo el agregado de la institucionalización de la Represión. Las dictaduras sostenidas por EEUU se atrevían a reprimir a supuestos “sediciosos” por violar la “ley”, en una sociedad “sin ley”, ya que solo se gobernaba de facto y por medio de la fuerza. Los años sesenta y setenta del siglo XX fueron los tiempos de mayor expresión de este “espiral de violencia”, pero también es fundamental dejar en claro que el origen del uso de la fuerza criminal estuvo dado siemre por las clases dominantes y los representantes del capitalismo imperialista.[3] La conclusión de este “maldito espiral de violencia” fue el redoblamiento de la fuerza represiva con el objetivo de destruir todos los intentos de las nuevas generaciones que creían en la posibilidad de lograr la construcción de un nuevo “mundo”, de una nueva vida, de un “hombre nuevo” en una comunidad donde la miseria, la pobreza y la injusticia ya no formaran parte de esa renovada forma de vivir. Un “Hombre Nuevo” que use los recursos de la naturaleza sin apropiarse de los mismos, que ni siquiera conciba en su mente la noción de propiedad privada individual, y que forme parte de una comunidad donde pudiera ser factible el tan mentado socialismo de aquella época.
La lucha fue digna, pero en el ocaso del siglo la victoria fue de quienes habían sido siempre los generadores de esa violencia, o sea la denominada derecha política. Un triunfo del egoísmo y del capitalismo imperialista que volvieron a imponerse en una lucha desigual. Los métodos utilizados en esta represión fueron los mismos que fueron utilizados por el fascismo y el nazismo. América Latina fue sumergida en un baño de sangre a manera de un escarmiento para que tuvieran en cuenta las siguientes generaciones. El secuestro ilegal de personas, su tortura posterior con el objeto de obtener información, el asesinato de los prisioneros y la desaparición de sus cuerpos, fueron los crímenes aberrantes que las minorías enriquecidas, aliados a los militares a su servicio, infligieron a los pueblos latinoamericanos en cumplimiento del mandato de los Estados Unidos. Toda esta maldad expuesta en los Terrorismos de Estado de la región, se inició como un experimento para poner en práctica una renovada forma de capitalismo, de imperialismo más sofisticado, que esta vez fue también por la colonización de las subjetividades, parafraseando a Margaret Thatcher, de las “almas”. El neoliberalismo fue otra vuelta de rosca del capitalismo de fines del siglo XX. La desintegración de la Unión Soviética hizo posible que se presentara al mundo como el “único sistema de vida posible”. Esta falacia se difundió como verdad absoluta en todos los medios de información, otra forma de violencia con las que cuenta el imperialismo neoliberal, “Violencia Simbólica” de los medios masivos de comunicación donde el periodismo pasó a ser un recurso para construir realidades inexistentes que solo responderían a los intereses de sus dueños. Periodismo “pirata” al servicio del mejor postor, mentiras y solo mentiras en las cuales se basa todo este nuevo sistema.
El siglo XXI parecía ser la oportunidad de un nuevo comienzo para el “continente de la esperanza” como alguna vez fue llamada Latinoamérica. La llegada del chavismo en Venezuela, del P.T al gobierno de Brasil, de Correa en Ecuador, del Movimiento al Socialismo en Bolivia, y del Kirchnerismo en Argentina, parecía revelar que se podía retomar los ideales y la política que había sido brutalmente interrumpida en el pasado reciente. Una primavera sobrevino en algunos países, una etapa de crecimiento y mejor distribución de la riqueza que pronto fue atacada por los sectores que siempre odiaron el desarrollo integral de los colectivos populares y predicaron contra el bien común como si éste fuera un proyecto diabólico. En los albores del nuevo siglo, cuando ya debían haberse superado las viejas rencillas de los años setenta, el imperio y sus aliados de la tradicional oligarquía, volvieron a difundir el odio y a promover la violencia contra toda forma de democratización del bienestar. Las agrupaciones reunidas en los partidos tradicionales y conservadores que representaban a la derecha política, retornaron con la intención de desestabilizar todo proyecto político-económico que no cuente con el apoyo del imperialismo neoliberal. La salida es política, pero no en el marco de la partidocracia liberal, no en el contexto de una “pseudo-democracia” que está ligada a un sistema que es profundamente antidemocrático. La posibilidad de detener la violencia imperialista del poder concentrado radica en la búsqueda de una alternativa a ese neoliberalismo. Solo una construcción popular a través de un movimiento comunitario que supere las contradicciones engendradas por la idea de “propiedad privada individual”, por “la apropiación indebida de los recursos naturales”, y por la pulsión que no reconoce al “otro” como semejante sino como un objeto pasible de ser usado y dominado, podrá liberar a los pueblos de la opresión y la violencia opresora. Hacer posible una revisión total del aparato jurídico del imperialismo, del Derecho Romano que fue y es la fuente de todos los poderes judiciales de la actual sociedad capitalista occidental, es la única forma en que se podrá comenzar un nuevo ciclo, una nueva forma de vida alejada del capitalismo neoliberal. La crisis del sistema conduce hacia la autodestrucción, el neoliberalismo conlleva en su seno el hambre, la peste, la violencia y la muerte, ese capitalismo nunca puede ser la única forma de vida posible, esta afirmación es de una mendacidad inconmensurable con el objeto de dominar y someter a los pueblos que crean en esta falacia. En realidad, el capitalismo neoliberal imperialista es una cultura que tiene un solo destino, el fracaso. El egoísmo humano, esa forma de avaricia como la definía Erich Fromm[4], solo puede tender a la autodestrucción, y siendo este egoísmo el principio básico del sistema imperante, el fundamento del derecho que avala la propiedad y la apropiación, el neoliberalismo no puede ser más que un “tigre de papel que la lluvia y el viento” harán prescindir de él… Harán que sea imposible que perdure.
La violencia en América Latina fue institucionalizada por el imperialismo desde el choque cultural entre el capitalismo y el sistema de “Reciprocidad y Redistribución” americano. De allí en más, fue la herramienta por excelencia de la dominación de los pueblos. Por supuesto, y para responder a las preguntas del comienzo, la violencia se origina en el egoísmo, la propiedad y el deseo de apropiación de los que siempre se “sentaron, y se sientan, a la derecha”.
*Claudio Esteban Ponce, Licenciado en Historia, integrante de la Comisión de América Latina de Tesis 11.
[1] Wallerstein, Inmanuel. El moderno sistema mundial. La agricultura capitalista y los orígenes de la economía-mundo europea en el siglo XVI. Madrid: Siglo XXI Editores, 1979.
[2] Jauretche, Arturo. Expresión utilizada por el escritor en un reportaje sobre el tratado Roca-Runciman en Buenos Aires, 1971.
[3] Helder Cámara, Espiral de violencia. Ediciones Sígueme. Salamanca, 1970.
[4] Fromm, Erich. El miedo a la Libertad. Paidós Studio, México, 1984.
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