Julio de 2022
Guatemala. Catástrofes según el bolsilloMarcelo Colussi
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En Guatemala –país muy rico en recursos naturales, pero con población muy empobrecida– el 1° de octubre de 2015 un alud de lodo, piedras y árboles soterró una cantidad de viviendas construidas en una zona altamente riesgosa (El Cambray II), produciendo 280 muertos. A pocos kilómetros de allí, la mansión de uno de los personajes más multimillonarios de Centroamérica no sufrió ni un rasguño.
El 3 de junio de 2018 el Volcán de Fuego hizo erupción. Según entendidos, se podría haber dado una alerta temprana en las aldeas circundantes (¿por qué la gente vive en las peligrosas faldas de un volcán activo?), aldeas muy pobres con población mucho más pobre aún, con lo que se podrían haber evitado muchas muertes. Según cifras oficiales, los fallecidos fueron 300, producto de los deslizamientos de tierra (lahares). Según otras fuentes no oficiales (bomberos, rescatistas, observadores) los fallecidos fueron cientos, llegándose a hablar de 2,000 en total (por supuesto, nunca reconocidos oficialmente).
Lo curioso del caso es que cerca de esas aldeas un elegante club de golf (donde los pobladores de esas aldeas no entran, o si lo hacen, es como personal de servicio) fueron avisados oportunamente de la erupción, por lo que no hubo un solo deceso entre quienes allí se encontraban en el momento de la catástrofe.
Desde el mes de mayo comenzó la época de lluvias en el país. Sabemos que en la zona tropical la estación lluviosa –comúnmente llamada “invierno”– trae mucha precipitación. Pero hay zonas donde las lluvias jamás producen una catástrofe. En ciertas zonas –situación que se repite año con año– los torrenciales aguaceros traen deslaves en los barrancos (¿por qué la gente vive en un barranco?) e inundaciones (¿por qué hay quien vive al lado de un río?), lo cual produce más desastres.
Un desastre es un cambio rápido y destructivo que sobrepasa la capacidad de adaptación del grupo afectado. Eventos naturales catastróficos hubo siempre. Eso, de momento, es inmodificable: terremotos, maremotos, huracanes, erupciones volcánicas, inundaciones, sequías, tornados. De todos modos, el grado de impacto que tienen sobre las poblaciones varía grandemente. Veámoslo con algunos ejemplos: un terremoto escala 7.4 sacudió California en 1992 y produjo un muerto. En Nicaragua, en 1972, con un fenómeno similar, fueron 15,000 las víctimas mortales. El huracán Elena en Estados Unidos dejó 5 muertos. Un ciclón equivalente en Bangladesh, medio millón. En Japón, en 2011, un terremoto de magnitud 9 provocó 5,600 muertos; un año antes, en Haití, un terremoto menos intenso, dejó 316,000 fallecidos. Más que la naturaleza nos mata la pobreza. Dicho de otro modo: la forma en que están organizadas las sociedades.
Las regiones más pobres son una elocuente demostración de la exclusión histórica de determinados grupos. Las poblaciones más afectadas por estos eventos naturales son las que históricamente viven en situación de mayor exclusión y vulnerabilidad: los sectores pobres de áreas rurales, los asentamientos precarios de las ciudades. ¿Por qué hay tantas comunidades viviendo en las faldas de un volcán activo? Porque el sistema necesita campesinos pobres para los cortes de los cultivos de agro-exportación. No hay otra explicación.
Con la pandemia de Covid-19, que puede considerarse también una “catástrofe” natural, se evidenció el calibre del desastre social en que vivimos. Los planes neoliberales que, en todos los países por igual, privatizaron todo en estas últimas décadas dejando cada vez más raquíticos a los Estados, hicieron estallar en forma monumental una pandemia que, con criterios no comerciales en lo sanitario, se podría haber manejado mucho mejor. Un país como China, con un proyecto socialista donde efectivamente interesa la calidad de vida de la población y no solo el lucro empresarial, cerró a cal y canto todo movimiento humano, y salió más que airoso del desastre. Donde se priorizó la economía, como es el caso de la gran mayoría de países del mundo, Guatemala incluida, los muertos se cuentan por miles.
Definitivamente estos fenómenos escapan a las manos del ser humano, pero no podemos quedarnos resignadamente con la idea de hechos “naturales”: su ocurrencia y sus consecuencias deben considerarse en un contexto histórico-social, político: son circunstancias que influyen distintamente según el lugar y el momento en que se dan, de las que se sale con suertes muy distintas. Vistos desde una perspectiva global no son sólo naturales, sino que, en todo caso, denuncian (catastróficamente) la forma en que las comunidades están organizadas y se relacionan con el medio circundante.
Estos “desastres de la naturaleza” vienen a mostrar la “naturaleza del desastre” del modelo de desarrollo económico-social que presenta el capitalismo, exponiendo a situaciones de alta vulnerabilidad a grandes mayorías, que son siempre los pobres y excluidos (la mano de obra barata, dicho de otro modo, los “que sobran”, según cierta lógica). ¿Por qué la gente del club de golf pudo ser evacuada y los campesinos pobres de las aldeas cercanas al volcán no? Podríamos preguntar igualmente: ¿por qué en Japón las secuelas no son como en Haití, o por qué en Cuba –país con pocos recursos, pero con un proyecto político humano centrado realmente en el interés popular– nunca hay víctimas con sus huracanes?
El tsunami asiático de 2004 mató a más de 150,000 personas en unos minutos; el hambre (20,000 diarias) o la diarrea (10,000 muertos diarios a escala planetaria por falta de agua potable), no impactan tanto como las tragedias que los shows mediáticos nos presentan cada vez con mayor pomposidad. Pero producen más muertos, más dolor, más miseria.
Luego de ocurridos los eventos vienen las cámaras de televisión –los países pobres, como Guatemala, son más conocidos por ese tipo de catástrofes que por buenas noticias– y las intervenciones post desastres. Las respuestas del Estado, en general no pasan de planteamientos asistenciales centrados en la emergencia y el cortoplacismo, con politización de la ayuda, a veces con ribetes grotescamente proselitistas, a lo que se suman posibles hechos de corrupción en el manejo de la asistencia recibida. La ayuda internacional a veces es más práctica politiquera que verdadera solidaridad desinteresada. La reconstrucción a mediano y largo plazo no cuenta.
Pasado el momento de la emergencia, cuando ya se retiran los reflectores de los medios de comunicación, no hay por parte de los gobiernos una clara propuesta superadora que comience a poner énfasis en la prevención y la futura mitigación de desastres. Todo indica que luego de la asistencia humanitaria inmediata, la ocurrencia de un nuevo fenómeno natural de magnitud puede volver a convertirse en tragedia por la precariedad en que seguirán viviendo las grandes mayorías, y la falta de voluntad política en modificar esa situación. Así, estos desastres naturales patentizan los desastres ocultos de las sociedades.
La vulnerabilidad de países como Guatemala no es un destino ineluctable. Es un producto histórico. ¿Hasta cuándo?
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