Abril de 2022
La metaconciencia como campo de guerra.Ilán Semo
La metaconciencia como campo de guerra. Ilán Semo /I La Jornada
https://www.jornada.com.mx/notas/2022/02/17/politica/la-metaconciencia-como-campo-de-guerra/
La metaconciencia como campo de guerra / Ilán Semo /II
Ilán Semo . La Jornada
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I
El arte o el empleo de la “guerra sicológica” es tan antiguo como la guerra misma. En Strategema, el macedonio Polyaemus narra cómo el rey persa Cambydes II derrotó a los egipcios en Pelusio, desplegando un “ejército” de gatos, perros y cocodrilos frente a los ojos del enemigo. Los egipcios dejaron de atacar por miedo a herir a los animales, a los cuales consideraban sagrados. En el manual de Sun Tzu se recomienda amedrentar a tal grado al adversario a través de “fuegos, explosiones y rumores”, que sea posible obtener el triunfo “sin disparar un solo tiro”. Gengis Khan solía enviar en las noches antes de la batalla a soldados con tres antorchas en la mano. Así el número de sus tropas parecía mucho mayor. Federico II se hizo de un batallón de “gigantes” –soldados con una altura mayor a dos metros–, cuya capacidad de intimidación quedó demostrada en las guerras de Silesia.
Durante la Primera Guerra Mundial, la industrias de las fake news militares derivaron en instituciones de Estado: las oficinas y los ministerios de información y propaganda. La (des)información deliberada se convirtió en una política de Estado. Arthur Conan Doyle, Chesterton, Hardy, Kipling y Wells –en suma, la literatura inglesa de principios del siglo XX– se encargaron de fracturar la unidad del imperio austro-húngaro, diseminando conjuras y conspiraciones ficticias de Viena contra eslovenos y croatas. En la derrota de Vittorio Veneto, la eficacia de esta estrategia se volvió elocuente. Vista desde su perspectiva nuclear, la guerra fría fue, en suma, un conflicto de permanente intimidación y disuasión producido por los conglomerados de la información y el espectáculo. El “ataque sicológico” devino una especialidad académica y militar.
En la actualidad, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) está procurando a través de cyber think tanks la realización del sueño de Sun Tzu: refundar la guerra en una estrategia cuya victoria esté garantizada sin la necesidad de “entrar en contacto físico con el enemigo”. El sueño tuvo que esperar más de 2 mil años a la aparición de los ciberdispositivos para encontrar su materialización. El Departamento de Defensa Nacional de Canadá fue el anfitrión en 2021 del Desafío de Innovación Tecnológica organizado de manera pública por la OTAN cada año. El tema no pudo ser más elocuente: “Herramientas para contrarrestar la guerra cognitiva”. El texto de la convocatoria habla por sí solo: “Los intentos enemigos de manipular la conducta humana presentan un desafío permanente a la seguridad y la defensa de las naciones que integran la alianza. Esta amenaza emergente de la moderna conducción de la guerra va más allá de controlar el flujo de la información. La guerra cognitiva busca modificar no sólo la forma en que piensa la gente, sino la manera en que actúa”. Fall 2021, NATO, Innovative Challenge Se entiende, por supuesto, que la OTAN aspira a contar con las mismas capacidades de lo que se podría empezar a llamar el euroexpansionismo (como en el caso de Europa del Este). Hoy basado en las prácticas de la tecnohegemonía. Resumo brevemente el documento, que ya Fernando Buen Abad comentó de manera lúcida.
La guerra cognitiva sitúa al cerebro como el espacio central del campo de batalla. Su objetivo es diseminar la disonancia nacional, instigar narrativas conflictivas, polarizar la opinión y radicalizar a los grupos para inhibir la capacidad de respuesta de la sociedad sobre la que se pretende intervenir. Los ataques cognitivos tienen el propósito de motivar a la gente para que actúe de tal manera que fragmente o fracture la cohesión social. Su máxima es sencilla: garantizar el desorden mental de la población resulta la manera más eficiente y menos costosa de influir sobre el proceso de toma de decisiones, de los cambios ideológicos y generar angustia en las comunidades que deben caer bajo control.
Sicólogos y siconalistas deberían seguir este desarrollo de cerca. Uno de los proyectos presentados, Maximum Desinformation, contiene auténticas innovaciones conceptuales.
El proyecto parte de la idea que es preciso intervenir en el “subconsciente” de los individuos. Sólo así el ataque adquiere plausibilidad y verosimilitud. Pero la única manera de llegar al “inconsciente” es a través del consciente. Ahí donde el consciente cobra un impacto “epifánico” del inconsciente se le llama la metaconciencia: una conciencia que actúa sobre el consciente para modificar el inconsciente. Lo básico es la killer chain: la cadena asesina. Seis etapas graduales para inmovilizar a una población. Lo aterrador es que ya se puso en práctica.
II
Existe un ingrediente en la intervención militar de Rusia en Ucrania que sería preciso desentrañar para descifrar las transformaciones ocurridas en el ámbito de las formas de la guerra: las confrontaciones mediáticas han adquirido una dimensión tan decisiva como las que suceden en el campo de batalla, por más que éstas últimas marquen el destino final de la confrontación misma. Se trata de un fenómeno mucho más complejo que la antigua propaganda de guerra. Probablemente a este aspecto se refería Angela Merkel cuando, hace algunos días, afirmaba que Rusia actuaba como una potencia del siglo XIX.
Judith Butler intuía ya en 2005, en los textos reunidos posteriormente en un volumen bajo el título Marcos de guerra: las vidas lloradas (Gedisa, 2017), que una parte sustancial del despliegue militar y sus terribles derivas se deciden en la esfera de las representaciones mediáticas. Al menos, la parte que corresponde a su legitimación en la opinión global. Butler sugiere que la batalla mediática central ocurre en la capacidad para invisibilizar los efectos de la devastación sobre las poblaciones ocupadas. A diferencia de lo que sucedió durante la invasión estadunidense en Vietnam, donde las imágenes de la destrucción se situaban en la disrupción abierta de los cuerpos de los combatientes, en la de Irak el ejército estadunidense censuró meticulosamente todas las tomas televisivas para invisibilizar esta disrupción. En la Guerra de Golfo (1992-2010) murieron entre 400 mil y 500 mil civiles iraquíes ( The Lancet). En la de Afganistán, aproximadamente 75 mil. En Yugoslavia, Siria, Libia y Yemen, las cifras también alcanzan niveles estratosféricos. En las últimas tres décadas, la OTAN ha devenido una maquinaria letal y genocida.
¿Alguien en Occidente, con un cargo público decisivo, levantó su voz para hacer visible esta tragedia? A saber, nadie. Sólo la intelectualidad crítica. Si el término imperialismo se ha puesto de nuevo en boga para definir, no sin razón, la acción de Rusia en Ucrania, no hay duda entonces que en la parte occidental del viejo continente surgió desde hace tiempo su equivalente: el euroimperialismo. Y este es el centro del conflicto en curso en Ucrania. Inevitable, pensar en la antigüedad de las sombras de 1914 como metáfora de la situación actual.
La estrategia que siguió la OTAN en Yugoslavia, Irak, Afganistán y Libia fue la destrucción sistemática y general de la estructura material que requiere un Estado para existir. Transformó esas naciones en páramos lunares. Moscú, al parecer, aprendió la lección. Ahora la aplica en Ucrania. Lo que sigue es la colonización del país por las grandes corporaciones globales, sin importar quién obtenga el triunfo. Y, sin embargo, la guerra mediática sólo puede transcurrir con referentes que apelan al mundo de las identidades, ya sean nacionales, religiosas o étnicas. El plano de inmanencia del conflicto mediático se mueve a una distancia desconcertante respecto de lo que acontece en los campos de batalla.
Hay una guerra mediática y una guerra real, aunque la realidad de la esfera de las representaciones redunde, en el ámbito de las percepciones, en la impresión de algo más real que lo real mismo. Se trata de un frente con sus propias reglas, recursos y estrategias, tan severas como las del frente de batalla. En el primero lo que se aniquila son personalidades, identidades, carreras y destinos; en el segundo, cuerpos y vidas. En días pasados, las televisoras occidentales suprimieron a RT (el canal ruso) de sus programaciones. Suprimir es el verbo que hoy se emplea para cancelar sin prohibir explícitamente, otro oxímoron semántico de los lenguajes que cubren la fachada de la libre expresión. La razón, según RT, fue una simple y específica noticia. En uno de sus programas, se mostraba con todo detalle como las televisoras occidentales emplearon imágenes de otras guerras para referir lo que pasaba en los primeros días del conflicto en Ucrania. El dilema de las fake news es que requieren cierta verosimilitud. Y para cuestionar esta verosimilitud no se recurre a la “realidad”, sino a la inverosimilitud de la noticia fake. Esta es la estrategia que han seguido los medios rusos para desacreditar a las noticias occidentales frente a su propio público. Ahí la guerra no se llama “guerra”, sino “operación militar”. Y se justifica para combatir una oligarquía, la ucrania, que planeaba una “limpieza étnica” de los rusoparlantes en Donetsk. Una y otra vez, aparecen escenas de políticos ucranios hablando durante meses de la necesidad de “desrusificar” Ucrania. Un término que a la opinión pública rusa le parece seguramente intimidante. ¿Yugoslavia reloaded?
Concebidos como “máquinas de guerra” (Deleuze dixit), los medios de comunicación producen resultados inverosímiles. Por lo pronto el espíritu alicaído de la unidad europea ha cobrado nuevos (y militares) bríos. En Washington las cosas son menos claras. La OTAN es celebrada, pero no necesariamente la unidad económica europea.
Mientras, en los campos de Ucrania mueren civiles de un lado y, del otro, jóvenes reclutas rusos. Y ninguna voz digna se alza para defenderlos.
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