Enero de 2022
El poder de mercado y los “fallos técnicos” del régimen cibercrático globalIsaac Enríquez Pérez
En Internet nada es gratuito: el mismo usuario es quien se ha convertido en el gran negocio, al otorgar su confianza e información a las grandes corporaciones digitales.
Con un aproximado de 2 853 millones de usuarios a nivel mundial calculados para julio del 2021, Facebook es la plataforma de redes sociodigitales con la mayor cantidad de registros activos. Conjuntamente con Instagram –la otra red sociodigital hermana–, Messenger y WhatsApp –su servicio de mensajería instantánea, que tiene más de 2 000 millones de usuarios en el mundo–, Facebook es algo más que un medio de comunicación digital. Es un emporio con ramificaciones y alcances globales que opera bajo criterios monopólicos y altamente rentables, y que es capaz de centralizar y manipular las transacciones económicas y la información personal e íntima de miles de millones de seres humanos.
La reciente “caída tecnológica” de Facebook no llamaría la atención y no sería vista más que como un fallo que interrumpió la comunicación por algunas horas, si no fuese porque el poder de mercado de esta corporación es directamente proporcional al desvanecimiento o ausencia de los mecanismos reguladores en los Estados Unidos. Los errores en el mantenimiento rutinario que condujo a que Facebook se “borrara” a sí misma de Internet y este fallo de sus routers por más de seis horas no serían eventos residuales, pues tan solo el mismo fundador de Facebook, Mark Zuckerberg vio caer en pocas horas su fortuna personal en algo así como 6 000 millones de dólares; al tiempo que se calcula que en el mundo estos fallos tuvieron un costo de más de mil millones de dólares (tan solo en México se calculan pérdidas por 265 millones de pesos o bien, un equivalente aproximado a 12 millones 800 mil dólares). Estos fallos recientes coinciden también con el anuncio hecho el 22 de septiembre pasado de que los datos personales de 1 500 millones de usuarios de Facebook están a la venta en foros de hackers o en la llamada Dark Web.
La vulnerabilidad de la era de la información se hace sentir con estos episodios aparentemente coyunturales, pero que evidencian las contradicciones que subyacen en el poder y las capacidades tecnológicas concentrados por parte de estas corporaciones digitales que son capaces de ocultar información a sus usuarios y a gobiernos de múltiples países, incluidos los Estados Unidos, particularmente en temas como la seguridad mental y emocional de los niños, el uso de sus algoritmos, y la irradiación de discursos violentos, polarizantes o divisorios saturados de odio y de posturas extremistas. La empresa no solo no lo prohíbe, sino que lo tolera y lo torna base de su rentabilidad.
La centralización y concentración de poder en estas grandes corporaciones privadas se fundamenta en decisiones que lindan temas como la libertad de expresión y el ejercicio de los derechos políticos. Ello se observó en la “desconexión” –en el mes de enero pasado– del entonces presidente de los Estados Unidos Donald J. Trump respecto a sus principales redes sociodigitales. La ausencia de contrapesos se evidencia con los rasgos monopólicos de Facebook y con el ejercicio de un poder que llega a desbordar a los mismos Estados. El modelo de negocios extractivo de datos personales es la piedra angular de este poder que se ejerce con pleno consentimiento de los mismos usuarios, sin existir regulaciones estatales que protejan sobre todo a aquellos grupos sociales vulnerables. Ese poder altamente concentrado se extiende –incluyendo otras redes sociodigitales como YouTube– hacia el terreno de la construcción de las significaciones a través del control que desde ellas se ejerce sobre el discurso y las narrativas de la ciencia; tal como se observa con la pandemia del Covid-19 y la construcción mediática del coronavirus (https://bit.ly/2OGh55d).
La efervescencia de ansiedad y angustia por la caída de estas plataformas también se hizo evidente ese día 4 de octubre. Sin embargo, ello es más profundo: en general, la conectividad de los individuos a las redes sociodigitales supone impactos en su salud mental. Comienzan a perfilarse padecimientos como la nomofobia, que remite al miedo que se anida en individuos enfrentados a la desconexión digital o a la pérdida o separación de un teléfono móvil. Siendo las mujeres y los jóvenes los más afectados por esta sensación irracional que se llega a manifestar de manera compulsiva.
Más todavía: el estado de ánimo y la autoestima son afectados por esta distorsionada y escasamente creativa relación. En las redes sociodigitales se impone la imagen a la palabra y ésta tiende a ser lapidada o diezmada; al tiempo que buena parte de sus usuarios se esfuerzan por mostrar a un ser perfecto por fuera que no se corresponde con sus emociones y sentires interiores. La disociación de la realidad podría ser un resultado de esta relación contradictoria y asimétrica entre las redes socioditales y los usuarios.
Frances Haugen, antigua ejecutiva y especialista de la compañía, dio a conocer documentos confidenciales donde los ejecutivos de Facebook reconocen el ejercicio de “presión estética y psicológica de Instagram sobre los adolescentes”, evidenciándose con ello las omisiones de las autoridades reguladoras al respecto. Es altamente probable –como lo evidencian algunas encuestas sobre la percepción de la juventud respecto a estos medios– que ello induzca los trastornos alimenticios en jóvenes y las mismas tendencias suicidas en este grupo de edad.
La referida ex ejecutiva declaró –en su comparecencia ante el Senado de los Estados Unidos el pasado domingo 3 de octubre– que algunos de los algoritmos de Facebook magnifican el odio y la desinformación, pues los usuarios logran engancharse a partir de la reacción emocional y cuanto más se incentiva la polarización, más interactúan y consumen en la red. La voracidad de la corporación se trasluce en el hecho de que privilegia la rentabilidad por encima de la seguridad; al tiempo que encubre e invisibiliza estos impactos negativos en la salud mental de los usuarios.
El llamado “apagón” global del pasado 4 de octubre no tuvo consecuencia jurídica alguna para Facebook, a pesar del daño que se causó a millones de usuarios que emplean a las redes sociodigitales como instrumento de trabajo y comercialización. Bajo el infundado supuesto de la gratuidad, esta corporación encubre sus fallos, errores y abusos, “curándose en salud” con las condiciones de uso comúnmente aceptadas por los usuarios.
La realidad es que en Internet nada es gratuito, y cuando un usuario está fielmente convencido de ello no alerta ni por asomo que el gran negocio es él mismo al otorgar confianza e información a estas corporaciones, situación que conduce a engrosar su enorme poder. Además, aunque las aplicaciones son gratuitas al descargarlas, con su uso los usuarios ponen a disposición de estas empresas amplias dosis de información y datos personales a través de los registros y el posteo. En lo inmediato estas corporaciones comercializan esta información para realizar estudios de mercado, rastrear los tópicos o temas más llamativos y comentados por gran número de usuarios, analizar tendencias de opinión pública, al tiempo que por sus entramados digitales fluyen discursos de odio y polarización que perfilan posturas políticas extremas entre las poblaciones.
Dispositivos como el WhatsApp vienen a suplantar a la misma telefonía convencional, a los SMS y al correo electrónico, especialmente entre grupos sociales jóvenes. Y ello termina por validar un poder de mercado prácticamente monopólico que no solo dista del supuesto de la eficiencia económica, sino de las mismas bases y principios difundidos por el discurso de la democracia liberal.
Sustraídos del inmediatismo –del “apagón global de Facebook”–, es necesario volver a colocar el acento en los riesgos reales que se ciernen en la humanidad con la posible emergencia de un régimen cibercrático global. Si ello se pierde de vista es altamente probable que las sociedades nacionales sean derrotadas en la disputa en torno a la construcción de significaciones. El riesgo es aún mayor ante la entronización del homo digitalis y la expansión de la ignorancia tecnologizada. Deliberar colectivamente en torno al papel y la justa dimensión de estas corporaciones privadas es una labor impostergable y parte también de un imperativo que deconstruya el enorme poder otorgado por los usuarios al confiar en estas corporaciones.
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