Globalización: Revista Mensual de Economía, Sociedad y Cultura


Octubre de 2021

Centroamérica en su bicentenario: ¿hay algo que festejar?
Marcelo Colussi


Con la independencia, las provincias de la Capitanía General de Guatemala tomaron distancia de la metrópoli hispana, pero la oligarquía siguió explotando a las poblaciones locales. Doscientos años después nada ha cambiado.

Resumen

Centroamérica es hoy una de las regiones más empobrecidas del planeta. Con una enorme asimetría en la repartición de su riqueza y una historia de violencia, impunidad, corrupción, racismo y patriarcado, sus elites dominantes se resisten a procesos de cambio, así sean tibias modernizaciones de sus Estados. Ayer dependiente de la Corona española, hoy la dependencia de la región se da con Estados Unidos. En muchos casos pareciera que la historia está detenida en esta zona del mundo: persisten formas semi-feudales de relación, con situaciones precapitalistas en algunos casos, con una integración complicada al mercado global. Las oligarquías locales, socias menores de capitales estadounidenses, no ansían ninguna transformación. Las mayorías populares, sin embargo, necesitan esas transformaciones urgentemente. Los intentos de cambio del siglo pasado (movimientos guerrilleros de izquierda) fueron silenciados con represiones sanguinarias por parte de los Estados. En esa lógica histórica, la celebración del Bicentenario de la formal independencia de la región respecto a la monarquía española es un gesto vacío, absurdo. O más aún: hipócrita.

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¿Bicentenario?

Estamos en el año del Bicentenario de la independencia de Centroamérica. ¿Qué se festeja? ¿Qué pueden festejar la gran masa trabajadora de la región, los pueblos originarios que perduran pese a la invasión española, las poblaciones que siguen sufriendo los embates de la pobreza crónica, de las recientes guerras internas, de la violencia cotidiana? Nada. El único festejo posible lo puede desarrollar la élite criolla que hace 200 años se independizó de la Corona hispánica, a la que ya no le debió rendir tributo, para convertirse en ama y señora de estas tierras.



Quizá en otras latitudes, como en Haití, la gran masa de empobrecidos haya tenido motivo para celebrar el inicio de una república independiente, liberada de la dominación colonial francesa en 1804 -segundo país del continente americano en distanciarse de las potencias imperialistas europeas, luego de Estados Unidos-. Allí una verdadera rebelión de esclavos negros alzó la voz y se independizó. Eso, definitivamente, puede ser motivo de evocación actual por el pueblo haitiano, una de las naciones más empobrecidas del planeta (¿sistemática venganza histórica de las metrópolis capitalistas?). Contrariamente, aquí en Centroamérica la gran mayoría desposeída no tiene mucho que celebrar.

En 1821 las oligarquías de la región, con la guatemalteca a la cabeza, tomaron distancia del Rey de España liberándose de la presión ejercida por la corona no pagando ya impuestos. El pueblo de a pie, como siempre, fue convidado de piedra en ese proceso. Para evitar su participación real y efectiva en ese hecho político, la élite se apresuró a preparar las condiciones. Unas semanas antes de la formal declaración de esa independencia, las principales familias aristocráticas criollas de la Capitanía General de Guatemala -Aycinena, Beltranena- habían desarrollado lo que se conoció como Plan Pacífico, donde explícitamente decían que:

“La aceptación del Jefe tendrá por primer efecto convocar una Junta Generalísima de los vecinos (a pretexto de prevenir el desorden en caso de decidirse el pueblo a la independencia)”.

En otros términos: cuidaban especialmente que el “populacho” no pasara de ser solo una marioneta, que festejase esa nueva condición de “libres” haciendo de comparsa de la élite, evitando así toda radicalización de la medida (lo que sí había sucedido, por ejemplo, en Haití). Curiosamente, lo cabildeado en secreto por la aristocracia vernácula, días después se transformaría en discurso oficial, según el Artículo 1 del Acta de Independencia de 1821:

“Que siendo la independencia del gobierno español la voluntad general del pueblo de Guatemala, el señor jefe político la mande a publicar, para prevenir las consecuencias que serían terribles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”.

Con la llegada de ese proceso, las cinco provincias de la Capitanía General de Guatemala -Chiapas, Guatemala, San Salvador, Comayagua u Honduras y la provincia de Nicaragua y Costa Rica- tomaron distancia de la metrópoli hispana, pero en la dinámica interna no hubo ningún cambio sustancial. La región siguió siendo productora de productos primarios para el mercado externo, explotando en forma inmisericorde a las poblaciones locales, a las que la oligarquía dominante cobraba impuestos, y de los cuales esa élite estaba exonerada. Hoy, doscientos años después, en términos generales se puede decir que eso no ha cambiado en su estructura. Los cinco países que actualmente constituyen Centroamérica -las viejas Provincias Unidas del Centro de América- son herederos de esa dinámica, presentando rapaces oligarquías que siguen explotando despiadadamente una mano de obra sojuzgada, pagando muy pocos impuestos, donde priman -salvo el caso de Costa Rica- Estados manejados como fincas, siempre de espaldas a las necesidades populares, racistas y patriarcales.

Festejar el Bicentenario, dada esa dinámica, es saludar una historia de expolio de grandes mayorías y de exclusión sistemática de los pueblos originarios, amparada siempre en una visión visceralmente racista y patriarcal. Como la historia la escriben los ganadores, es preciso tener una visión crítica de todo este proceso y no terminar avalando estos festejos, escritos justamente por los ganadores: las oligarquías locales.

La independencia establecida en 1821 no varió el contenido profundo de la sociedad centroamericana. Las clases dirigentes, básicamente terratenientes, salieron de la esfera de dominio español, pero en pocas décadas entrarían en el ámbito de la dependencia de la nueva potencia, que para mediados del siglo XIX ya despuntaba como la gran dominadora de toda América Latina. Las trece colonias inglesas del Norte de América en 1776 firmaron el Acta de Independencia de la Corona británica, constituyéndose en los Estados Unidos de América. Su crecimiento arrollador, sometiendo brutalmente a los pueblos originarios de la región y expandiéndose por toda la geografía arrebatando territorio mexicano, en poco tiempo colocó al nuevo país como una gran potencia. Tanto, que para 1824 su entonces presidente, James Monroe, pudo formular lo que luego se conocería como la Doctrina que lleva su nombre, sintetizada en la frase “América para los americanos”. Se trataba de la demarcación de territorio que la nueva potencia industrial, capitalista, levantaba ante los países imperialistas de Europa. En otras palabras: Estados Unidos dejaba más que claro que el continente americano le correspondía. En esa lógica, desde México hasta la Patagonia, lo que hoy llamamos Latinoamérica, pasaba a ser su “patio trasero”. Las élites locales, como la centroamericana, no tuvieron más alternativa que acomodarse a esa nueva geopolítica.

Hoy, 200 años después de ambos acontecimientos: independencia formal de Centroamérica y Doctrina Monroe, la realidad nos muestra la verdadera cara del istmo: países tremendamente asimétricos en el reparto de la renta nacional y totalmente dependientes -en lo económico, político y cultural- de Washington. Por tanto, celebrar este Bicentenario parece un chiste de mal gusto.

¿Qué es Centroamérica?

Los países que la componen funcionan como bloque. Además de los geográficos, existe una cantidad de elementos que le confiere unidad económica, política, social y cultural. Sus países, con excepción de Costa Rica, presentan los índices de desarrollo humano más bajos del continente, junto con Haití.

El área, comparativamente, es muy pobre hoy; si bien cuenta con muchos recursos naturales, su historia la coloca en una situación de postración y atraso enorme. Básicamente es agroexportadora, con pequeñas aristocracias criollas -herederas en muchos casos de los privilegios feudales derivados de la colonia- que por siglos han manejado los países con criterio de finca. Entrado ya el tercer milenio y luego de las feroces guerras de las últimas décadas, nada de esto ha cambiado básicamente. Los productos primarios siguen siendo la base de la economía, tanto para la subsistencia (maíz y frijol) como para la generación de divisas en el extranjero: añil en su momento, luego algodón, café, azúcar, frutas tropicales; recientemente palma africana destinada a la producción de agrocombustibles. En los últimos años se dieron tenues procesos de modernización, instalándose en toda la zona terminales industriales maquiladoras aprovechando la barata y poco o nada sindicalizada fuerza de trabajo. Por lo general, los capitales comprometidos son transnacionales, no representando esta industria del ensamblaje un verdadero factor de desarrollo a largo plazo.

La llegada del extractivismo en las últimas décadas, donde se fusionan inversiones nacionales con grandes capitales transnacionales, ha empeorado la situación general. La megaminería, las centrales hidroeléctricas y los agronegocios (producción de especies vegetales -maíz, azúcar, palma africana- destinadas a los agrocombustibles) proporciona escasos impuestos a los Estados nacionales, llevándose el producto de la tierra y dejando territorios devastados, con tremendos problemas de contaminación ambiental. En épocas recientes, con distintos niveles pero, en general, como común denominador de toda la región, se han ido incrementando los llamados negocios “sucios”: lavado de narcodólares y tráfico de estupefacientes. Hoy la zona es un puente obligado de buena parte de la droga que, proviniendo del sur, se dirige hacia los Estados Unidos. Esto ha dinamizado las economías locales, sin favorecer a las grandes mayorías populares, permitiendo el surgimiento de nuevos actores económicos y políticos ligados a actividades ilícitas, tolerados por los respectivos Estados, y a veces manejándolos desde su interior.

Prevalece un campesinado pobre, que combina el trabajo en las grandes propiedades dedicadas a la agroexportación con economías primarias de autosubsistencia. La tenencia de la tierra se caracteriza por una marcada diferencia entre grades propietarios -familias de estirpe aristocrática, en muchos casos con siglos de privilegios en su haber, descendientes directos de los conquistadores españoles de cinco siglos atrás- y campesinos con pequeñas parcelas que, con primitivas tecnologías, apenas si consiguen cubrir deficitariamente sus necesidades.

En toda la región hay presencia de población indígena, siendo Guatemala quien presenta mayor porcentaje: alrededor de dos terceras partes. En este caso particular, creando una dinámica social desvergonzadamente racista, siendo los pueblos mayas los grupos más excluidos y marginados en términos económicos, políticos y sociales. También hay presencia de población negra, de ascendencia africana (los antiguos esclavos traídos a la fuerza a estas tierras como mano de obra brutalizada), pero no en un porcentaje particularmente alto como ocurre en las islas del Caribe. Su situación es igualmente precaria.

Para las poblaciones locales, dada las dificultades económicas permanentes, una salida es marchar -en general en forma irregular- a Estados Unidos como mano de obra no calificada. De hecho, el ingreso de divisas dado por las remesas que cada mes envían los emigrados, constituye para toda el área una de las principales fuentes de sobrevivencia (en algunos países, y dependiendo de circunstancias coyunturales, ocupa el primer lugar). En tal sentido, dado que juega este papel de punto de referencia obligado en las lógicas cotidianas y de largo plazo, Estados Unidos es un elemento decisivo para entender la historia, la coyuntura actual y el futuro del istmo centroamericano. De independencia, por tanto: nada.

La injerencia política de Washington en la región es notoria. Salvo Costa Rica -que merece un tratamiento aparte- la historia política del istmo está marcada por dictaduras militares a granel, siempre con Estados Unidos de por medio. Invasiones, complots y maniobras desestabilizadoras se pueden contar por docenas. La CIA hizo su debut de fuego con una campaña de acción encubierta en Guatemala, en 1954.

Ante todo ello, para los años 60 del siglo pasado, surgieron alternativas revolucionarias de vía armada. A las propuestas de cambio social levantadas por estos movimientos (en Nicaragua, incluso, llegaron a adueñarse del poder, comenzando efectivamente un proceso de transformación), le siguieron brutales represiones. Campañas de “tierra arrasada” en Guatemala, los “contras” en Nicaragua, guerra sucia en El Salvador, las bases de la Contra en la región de la Mosquitia hondureña, y en su momento también en Costa Rica, ningún rincón del área centroamericana escapó a la lógica bélica. La zona se puso al rojo vivo. El discurso militarizado inundó la vida cotidiana. La guerra nuclear de los misiles soviéticos y estadounidenses que nunca llegaron a dispararse se libró, entre otras formas, a través de las guerras de guerrillas y las tácticas contrainsurgentes en las montañas de Centroamérica. Los muertos, claro está, fueron centroamericanos.

Ahora: ¿Más de lo mismo? ¿Hacia dónde va Centroamérica?

La Guerra Fría terminó. El bloque soviético ya no existe. Los ideales socialistas, aquellos que pusieron en marcha a los movimientos guerrilleros, hoy están, si no desechados totalmente, al menos en proceso de observación (¿en terapia intensiva?). De todos modos, las causas estructurales que motivaron aquellas respuestas armadas por parte de los grupos más avanzados políticamente en los distintos países de América Central, aún persisten. En Nicaragua, donde uno de esos grupos fue poder y manejó el país por espacio de una década con un proyecto transformador, las causas profundas generadoras de pobreza persisten -aunque ya no esté la familia Somoza-. De aquel cambio iniciado en su momento, hoy queda muy poco.

La Guerra Fría que se expresó en Centroamérica a través de las guerras que desangraron sus países por años ya es parte de la historia; pero las secuelas de esas guerras ahí están todavía, y seguirán estando por mucho tiempo. En realidad, terminada la gran puja entre los dos modelos en disputa con el triunfo de uno de ellos y la desaparición del otro, no se resolvieron los problemas de fondo que mantuvieron enfrentadas a esas dos cosmovisiones. A partir de ese final, siguieron las agendas de paz. Agendas que, en todo caso, no hablan tanto de los procesos de superación de diferencias en los espacios locales donde los conflictos se expresaban abiertamente (como en Oriente Medio, o en el África subsahariana), sino de la necesidad y/o conveniencia de las potencias -Estados Unidos a la cabeza- de eliminar zonas calientes, problemáticas. A su vez las guerrillas firmaron la paz, en realidad, porque no tenían otra salida ante el nuevo escenario abierto. Las políticas neoliberales amarradas a esas agendas de pacificación profundizaron las contradicciones e injusticias históricas de la región.

Decir que Centroamérica entró en un período de paz es, cuanto menos, equivocado. Quizá: exagerado, pues oculta la realidad cotidiana. El hecho de no convivir a diario con la guerra innegablemente es un paso adelante. Pero hoy siguen muriendo niños de hambre, o mujeres en los partos sin la correspondiente atención, o por la pandemia de COVID-19 dado el colapso de los sistemas públicos de salud, o por la desbocada delincuencia cotidiana. Todo esto muestra la violencia imperante. Visto el fenómeno a la luz del análisis histórico es evidente que las guerras vividas en la región tienen como su causa el hambre, la desprotección, la exclusión, en definitiva. Y esto no ha cambiado. Sin vivir técnicamente en un abierto conflicto armado, la zona sigue siendo de las más violentas del mundo. Nuevos actores (crimen organizado, narcotráfico, pandillas juveniles), sobre la base de un trasfondo de inequidades históricas que nunca se modificó, son los elementos que hacen de la región un lugar difícil, complejo.

Ante este panorama, los escenarios a futuro que se vislumbran para la región no son muy alentadores. Terminaron los conflictos armados locales, las sociedades se desangraron, los países sufrieron enormes pérdidas materiales, pero no cambiaron su estatus de “bananeros”. El área sigue siendo la más pobre de América, estando entre las más pobres del mundo. Los tenues procesos de integración centroamericana no parecen una opción sólida para la mejora de las mayorías. Los procesos de integración impuestos por Washington no se ven como oportunidades para un desarrollo genuinamente armónico y equilibrado para todos. Las democracias se muestran raquíticas, y corrupción e impunidad siguen dominando lo cotidiano. No se ven alternativas ciertas a todo esto, no destacan propuestas sólidas desde el campo de las izquierdas.

Lo que se va dibujando como alternativas antisistémicas, rebeldes, contestatarias, son los grupos (movimientos campesinos e indígenas) que luchan y reivindican sus territorios ancestrales, aquellos justamente donde entró impune el extractivismo depredador. Quizá sin una propuesta clasista, revolucionaria en sentido estricto desde un enfoque socialista, constituyen una clara afrenta a los intereses del gran capital transnacional y a los sectores hegemónicos locales. En ese sentido, funcionan como una alternativa, una llama que se sigue levantando, y arde, y que eventualmente puede crecer y encender más llamas.

Marcelo Colussi

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