Julio de 2021
Las decisiones fiscales del G7 y sus consecuencias para nosotrosSergio Arancibia
Los países más desarrollados del planeta –reunidos en lo que se denomina el G7– han tomado recientemente un acuerdo en términos de imponer una tasa mínima de 15 % a las ganancias de las grandes empresas tecnológicas multinacionales que operan en sus países y hacer que estas tributen en cada país de acuerdo a las ganancias efectivamente generadas en ese territorio. Esta es una medida que permitirá a dichos países incrementar la recaudación fiscal que hoy en día perciben, evitando la evasión que realizan las grandes empresas en la medida que llevan sus ganancias a los paraísos fiscales, donde las tasas de tributación son cero o muy bajas.
Esta medida, si se quiere ser consecuente con el espíritu de la misma, requerirá de muchos cambios en la forma como se lleva adelante la fiscalidad e incluso la contabilidad en los diferentes países, tanto en los desarrollados como en los en vías de desarrollo. No es fácil, por ejemplo, definir y calcular cuáles son las ganancias efectivamente generadas en un territorio determinado, ni definir los valores reales que tiene el capital financiero que se mueve dentro de un mismo grupo empresarial, ni costos que deben contabilizarse en las compras y ventas intraempresa.
Pero la importancia de esta medida no está en esa tasa de 15 % –que podría ser mayor o menor– ni en los complicados mecanismos institucionales y/o legislativos que se tendrán que llevar adelante en cada país y/o en los órganos de la Unión Europea, para hacer efectiva esta disposición. Si la medida tomada implica una gran revolución en el orden fiscal y económico mundiales es, fundamentalmente, por el hecho de que se rompe con los principios de la inviolabilidad de las reglas del juego que imperan en el orden internacional con respecto a los deberes y derechos de las empresas trasnacionales. Además, se sienta el precedente de que el punto de inicio de una reforma como la que comentamos es una decisión política tomada colectivamente por de un grupo de países, sin perjuicio de la posterior aprobación legislativa.
¿Qué habría pasado si una medida de esa naturaleza la toman los países en desarrollo, en cualquiera de los muchos foros en los cuales participan? ¿Qué pasaría si una medida de esa naturaleza, u otra muy similar, la toman los países productores de cobre o de petróleo? ¿O los países del grupo BRICS, formado por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica? ¿No tendrían el mismo derecho que los países del G7 a tomar medidas de esa naturaleza, sin peligro de ser objeto de graves represalias? La respuesta a esos interrogantes es muy simple. Si los países en vías de desarrollo tomasen hoy medidas similares, serían objeto en forma inmediata de demandas, juicios y controversias ante tribunales internacionales, por cuanto se estarían violando las normas sobre la base de las cuales los inversionistas extranjeros se establecen en tal o cual país.
Se ha ido consolidando, como parte del entramado de convenios y acuerdos comerciales bilaterales o multilaterales que recorren al planeta –y en cuya red se han visto enredados los países en desarrollo– la idea de que a los inversionistas extranjeros que operan en cualquier país no se les pueden modificar las reglas del juego iniciales, ni llevarlos a situaciones en la cuales se menoscaben las expectativas que ellos mismos se han formado con respecto a sus ganancias esperadas.
En el Tratado de Libre Comercio firmado entre Chile y Estados Unidos, así como en el Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico, más conocido como el TPP11, se establecen los principios de la expropiación indirecta y el de anulación o menoscabo de los beneficios que razonablemente pudo haber esperado recibir un inversionista extranjero. Si el Gobierno de un país receptor de inversión extranjera toma medidas de política económica que afecten esas ganancias razonablemente esperadas, o que puedan interpretarse como afectando, aun cuando sea indirectamente, los derechos propios del dominio o de la propiedad, cae en una violación de los tratados y en una controversia que se resuelve en última instancia ante tribunales internacionales y/o mediante el pago de elevadas indemnizaciones.
Los países en desarrollo no tienen, por lo tanto, hoy en día, la libertad en materia de política económica como para tomar medidas que afecten a las empresas trasnacionales que operan en su territorio, pero he aquí que los propios países desarrollados –con los cuales se han firmado todos esos acuerdos y tratados comerciales internacionales– se reservan, al parecer, el derecho de modificar las normas tributarias, que obviamente modifican las ganancias razonablemente esperadas por parte de las empresas que operan en sus países.
Estamos en presencia, por lo tanto, de normas de derecho internacional que claramente operan en forma desigual según sea el país para el cual se aplican.
El 15 % que está presente en la decisión reciente del G7 no es en realidad una tasa muy elevada, pero si se toma una decisión en estos términos ahora, se puede tomar una decisión diferente más adelante, como ya lo han dejado establecido los franceses. Lo importante ahora es que cada empresa deberá tributar en el país donde las ganancias se generen, y no en el país donde la empresa tiene su sede. Se cierra, por lo tanto –aun cuando sea un poco–, la posibilidad de que las empresas hagan aparecer sus ganancias en los paraísos fiscales. Se deberá tributar en el país donde esas ganancias se generaron. ¿Valdría el mismo criterio para las empresas extranjeras que operan en los países en desarrollo? ¿SerÁ posible que los países en desarrollo firmen el acuerdo o el tratado donde se establezca la norma que comentamos? ¿O será posible que firmen otros acuerdos en que sus intereses queden debidamente protegidos? ¿O los países en desarrollo tendrán que seguir operando, en su relación con las empresas extranjeras, con el viejo criterio de que no se les puede tocar ni con el pétalo de una rosa?
Lo que es cierto es que hay estructuras normativas sobre la base de las cuales se ha venido construyendo un orden económico actual, y que hoy están en crisis. Los países en desarrollo las cuestionan, pero sin capacidad de romper –por lo menos no individualmente– con ese entramado legal internacional en que han caído. Los países desarrollados comienzan, aun cuando sea tímidamente, a establecer que las empresas trasnacionales tienen que estar sometidas a la soberanía de los países donde operan.
Todo esto viene al caso por cuanto Chile, enfrentado al deseo vehemente por parte del Gobierno de ratificar cuanto antes el TPP11, debe evitar seguir consolidando o profundizando un orden normativo que lo ata, lo perjudica y le resta capacidad de acción en el campo de la política económica. Debe, en cambio, sumar fuerzas diplomáticas y políticas en el ámbito internacional en aras de cuestionar esos principios establecidos en esos tratados y dejar las puertas abiertas como para renegociarlos, no firmar más acuerdos de la misma naturaleza, e ir generando derechos y deberes diferentes para las empresas trasnacionales, tal como comienzan a hacer los propios países desarrollados. No podemos ser más papistas que el papa.
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